Enseña la ciencia económica que combatir la inflación cuando se llega al umbral de la hiper implica inexorablemente bordear o caer en la recesión. Ésta puede ser relativamente controlada, tratando de equilibrar el costo para las personas de menores recursos, o salvaje -porque la hará el mercado, en forma desmatizada-, con riesgo de caer directamente en la depresión. Por eso la hiperinflación es el concepto más terrorífico para un economista, porque sabe lo que implica, los peligros que arrastra y el dramatismo que conlleva combatirla.
No hay combate contra la
inflación con medias tintas. De ahí que la población, que intuye esta realidad,
mantenga su apoyo al gobierno. Ese apoyo seguramente cambiará cuando, luego de
lograrse el éxito, se pierda miedo al descontrol total y reaparezcan las
demandas normales hacia la política y se reclame crecimiento, empleo,
educación, salud, vivienda, tecnología, estado eficiente, infraestructura,
buenos sistemas de seguridad y justicia, adecuada defensa nacional en un mundo
cada vez más impredecible e inseguro en el que la convivencia basada en reglas
se va esfumando en el rumbo del realismo más crudo. Incluso la urgencia en
reparar los daños o injusticias que la durante propia lucha antiinflacionaria
es imposible evitar totalmente. Pero será después de vencer ese enemigo que no
solo aterroriza a los economistas, sino a todos.
Cierto es que el estilo
presidencial dista de mostrar ejemplaridad republicana. Tan cierto como que
hasta ahora no ha atravesado ninguna barrera institucional o violado derechos
que la Constitución garantiza a los ciudadanos. Las críticas que pueden hacerse
a su gestión son políticas, evaluaciones sobre lo más o menos ortodoxo de su
comportamiento institucional. Como a cualquier gobierno. Sus actitudes que no
armonizan con el estilo de la política tradicional son, sin embargo, aceptadas
y hasta aplaudidas por la sociedad, que ha responsabilizado en bloque a la
dirigencia política y sectorial del hundimiento de su nivel de vida y
expectativas de futuro. Esta realidad es utilizada por un presidente
institucionalmente débil como una herramienta de construcción de poder, lo que
dista de ser condenable y, en todo caso, es una valoración que corresponde al
campo de las opiniones políticas.
La curiosidad de la política
argentina es su demora en asumir la realidad. El propio tono de debate se
acerca al reclamo infantil al padre “todopoderoso”. En lugar de debatir sobre
quién puede aportar mejores soluciones al problema, se nota una actuación en la
que el papel opositor parece intentar evadirse de su responsabilidad
dirigencial descargando exclusivamente sobre el oficialismo -o sobre el
presidente- los “reclamos” o “condiciones” para su apoyo, que son, en la gran
mayoría, presiones por mayores recursos para su respectiva administración,
recursos que no se imaginan que surjan de sus propias jurisdicciones o
competencias reorientando gastos, emprolijando sus balances o haciendo más
eficaces sus tareas, sino exigiendo “al Estado” nacional -del que al parecer no
se consideran parte, a pesar que varios de ellos fueron partícipes de la administración
que la provocó- mayores recursos, como si estuviera en sus manos fabricarlos, desinteresándose de la gran batalla de
dimensiones épicas para frenar la caída libre y encontrar un piso sobre el que
edificar la agenda que viene.
La sociedad, por su parte, en
forma mayoritaria -como lo sugieren las encuestas- percibe que está dando una
batalla dura contra el enemigo que la carcome: el proceso inflacionario. De ahí
que las voces que condicionan el “apoyo” a “reclamos” o “reivindicaciones” de
imposible cumplimiento corren el riesgo de ser interpretadas como una coacción
-por ser benévolo- cuya consecuencia es ampliar el hiato entre la mayoría de la
sociedad y la oposición.
Como el oficialismo no sólo tiene
un mandato popular reciente sino que además, lo tiene internalizado y cree
absolutamente en él, su percepción sobre la política termina verificando que su
intuición sobre “la casta” se confirma en cada paso, iniciativa, reunión o
medida que deba tomarse para nivelar las cuentas del aparato estatal.
La consecuencia de esta dinámica
es que el país se queda sin oposición constructiva y se deja en manos del
oficialismo todo el poder, sin matices, porque la agenda opositora no se apoya
en la realidad, en lo que la sociedad percibe como su lucha central, sino que
se evade de ella, adelantando, como si fueran prioridades, los puntos de la
agenda que viene, pero sin aportar su esfuerzo a las tareas del presente. Esta
actitud termina fortaleciendo el respaldo social al presidente.
La agenda posterior llegará,
inexorablemente. Puede desarrollarla Milei, si la entiende y la asume. O será
quien lo reemplace, si no llega a hacerlo. Mientras tanto, es previsible que la
sociedad vaya exigiendo al espacio público una especial dedicación para separar
lo principal de lo accesorio, escrutará cuidadosamente quienes se suman al
cambio de paradigma para abrirles oportunamente crédito cuando los debates sean
otros y observará con atención el comportamiento de los nuevos -y viejos-
ocupantes del escenario público argentino. Será un apasionante proceso de
reconstrucción de la representatividad política que la Argentina atravesará en
los próximos tiempos.
El futuro es opaco. No puede
preverse ni lo que sucederá al día siguiente, mucho menos en el mediano o largo
plazo. El mundo, por su parte, está entrando en una dinámica de disolución de
normas, de lucha apoyada solo en el poder, de acelerado desarrollo tecnológico
cuyo destino es cada vez más difuso. Es imposible en consecuencia imaginar el
curso de los acontecimientos que vienen.
Pero una cosa está clara: no hay
marco posible de discusión en el medio de la afiebrada y sorda pugna por la
apropiación del ingreso que significa la hiperinflación. Una hiperinflación
que, aunque se palpen éxitos circunstanciales en las tareas por erradicarla,
todavía tiene posibilidades de despertar. De ahí que las sugerencias para
neutralizar o atenuar las evidentes injusticias que se cometen en el camino
sobre víctimas “colaterales”, seguramente muy justas en el plano individual de
cada afectado, deben realizarse con la firmeza e inteligencia que sea posible,
pero de forma que no obstaculicen ni pongan en peligro el tema central. Desde “dentro”
y no desde “afuera” del gran esfuerzo nacional.
Si al país le va bien en esa
tarea, el futuro argentino puede ser portentoso.
Si no es así, pues la disolución
puede estar en las puertas.
Ricardo Lafferriere