lunes, 20 de mayo de 2024

ESPAÑA Y ARGENTINA

 

Choques de dirigentes o acuerdos de pueblos

En 1936/1939 España sufrió una sangrienta guerra civil, saldada luego de más de medio millón de muertos y miles de exilados. Muchos de ellos llegaron a la Argentina, que al comienzo mostró reticencia porque pertenecían al bando de los vencidos, con el que el peronismo no simpatizaba, pero que abrió sus puertas con amplitud a partir de 1950. Miles de españoles llegaron al país escapando de la pobreza, mientras el gobierno argentino hacía llegar a España barcos con alimentos para paliar la dura situación vivida. Esa política fue decidida por Perón, pero apoyada por la dura oposición de entonces porque se trataba de una política de estado, que superaba cualquier conflicto ideológico interno. Años después, siendo el que escribe Embajador de su país en España, recibió de muchos españoles una frase que lo emocionaba: “Nunca olvidaremos ese gesto”.

El 12/12/1946, la Asamblea General de las recientes Naciones Unidas decidieron la exclusión de España de la organización. La decisión, que incluía la recomendación de ruptura de relaciones y retiro de embajadores de todos los países con el gobierno español, fue tomada por una mayoría de 34 votos contra 6, grupo minoritario encabezado por Argentina y acompañado por Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Perú y la República Dominicana que se opusieron a la propuesta. Otros países latinoamericanos prefirieron seguir la posición de Estados Unidos y se sumaron a la mayoría: Bolivia, Brasil, Chile, Guatemala, Haití, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Uruguay y Venezuela.

Argentina nunca obedeció la disposición de “retirar los embajadores” y prosiguió su labor diplomática para romper el aislamiento de España, lo que comenzó a lograrse el 4/11/1950 mediante la Resolución 386 y luego en forma completa el 14/12/1955, cuando el propio gobierno norteamericano había cambiado su posición.

El gobierno de la Revolución Libertadora, que sucedió al peronismo, mantuvo incólume la posición de Argentina respeto a España.

En 1976, un golpe militar rompió el orden constitucional en Argentina. Miles de argentinos debieron emigrar para salvar sus vidas. España les abrió sus puerta y los recibió con los brazos abiertos. No había ningún motivo ideológico que incidiera en la relación entre los pueblos. Así como recibía a los emigrados, siguió su relación con el nuevo gobierno al punto de producirse un importante viaje de Estado de los Reyes. Con su actitud, España salvó literalmente la vida a miles de compatriotas perseguidos por la intemperancia. Esta vez nos tocaba a nosotros decir “Nunca olvidaremos ese gesto”.

Ya en el siglo XXI un nuevo contingente de argentinos buscó en España un lugar de realización personal. La crisis económica, esta vez en la Argentina, los expulsaba de su país -así como otras crisis anteriores había expulsado a españoles del suyo-.  y recibieron la disposición permanente a dejarlos reconstruir sus vidas en su suelo. Así es el mundo en sus altibajos y así seguirá siendo.

La relación entre Argentina y España es mucho más profunda que los berrinches circunstanciales de la política de entrecasa. Pasa por encima de políticas, ideologías y circunstancias, simplemente porque sus raíces están entrecruzadas, sus familias compartidas y sus historias recíprocamente comprendidas. Los pocos episodios narrados son nada más que ejemplos. Nada podrá enturbiar esa relación y poco favor le hacen a esta historia de confraternidad los gritos destemplados propios de las novedades que está trayendo al escenario una nueva política global que, al parecer, si no pronuncia frases estentóreas, piensa que no se hace entender.

En lo profundo de la sociedad, al contrario, hay necesidad de acuerdos de convivencia pacífica y un real hastío hacia las formas de poder que pierden el tiempo acentuando conflictos. En el actual “conflicto” -que parece más bien un choque de personalidades que una diferencia diplomática internacional- haríamos bien en recordar nuestra historia y pensar en la enorme posibilidad que nos presenta el mundo global a ambos. Levantar la mirada, fijar metas, respetarnos y pensar en nuestros pueblos, más que en las situaciones o improntas personales de los dirigentes por más importantes que sean.

Ricardo Lafferriere

viernes, 5 de abril de 2024

La política frente a la hiperinflación

 

Enseña la ciencia económica que combatir la inflación cuando se llega al umbral de la hiper implica inexorablemente bordear o caer en la recesión. Ésta puede ser relativamente controlada, tratando de equilibrar el costo para las personas de menores recursos, o salvaje -porque la hará el mercado, en forma desmatizada-, con riesgo de caer directamente en la depresión. Por eso la hiperinflación es el concepto más terrorífico para un economista, porque sabe lo que implica, los peligros que arrastra y el dramatismo que conlleva combatirla.

No hay combate contra la inflación con medias tintas. De ahí que la población, que intuye esta realidad, mantenga su apoyo al gobierno. Ese apoyo seguramente cambiará cuando, luego de lograrse el éxito, se pierda miedo al descontrol total y reaparezcan las demandas normales hacia la política y se reclame crecimiento, empleo, educación, salud, vivienda, tecnología, estado eficiente, infraestructura, buenos sistemas de seguridad y justicia, adecuada defensa nacional en un mundo cada vez más impredecible e inseguro en el que la convivencia basada en reglas se va esfumando en el rumbo del realismo más crudo. Incluso la urgencia en reparar los daños o injusticias que la durante propia lucha antiinflacionaria es imposible evitar totalmente. Pero será después de vencer ese enemigo que no solo aterroriza a los economistas, sino a todos.

Cierto es que el estilo presidencial dista de mostrar ejemplaridad republicana. Tan cierto como que hasta ahora no ha atravesado ninguna barrera institucional o violado derechos que la Constitución garantiza a los ciudadanos. Las críticas que pueden hacerse a su gestión son políticas, evaluaciones sobre lo más o menos ortodoxo de su comportamiento institucional. Como a cualquier gobierno. Sus actitudes que no armonizan con el estilo de la política tradicional son, sin embargo, aceptadas y hasta aplaudidas por la sociedad, que ha responsabilizado en bloque a la dirigencia política y sectorial del hundimiento de su nivel de vida y expectativas de futuro. Esta realidad es utilizada por un presidente institucionalmente débil como una herramienta de construcción de poder, lo que dista de ser condenable y, en todo caso, es una valoración que corresponde al campo de las opiniones políticas.

La curiosidad de la política argentina es su demora en asumir la realidad. El propio tono de debate se acerca al reclamo infantil al padre “todopoderoso”. En lugar de debatir sobre quién puede aportar mejores soluciones al problema, se nota una actuación en la que el papel opositor parece intentar evadirse de su responsabilidad dirigencial descargando exclusivamente sobre el oficialismo -o sobre el presidente- los “reclamos” o “condiciones” para su apoyo, que son, en la gran mayoría, presiones por mayores recursos para su respectiva administración, recursos que no se imaginan que surjan de sus propias jurisdicciones o competencias reorientando gastos, emprolijando sus balances o haciendo más eficaces sus tareas, sino exigiendo “al Estado” nacional -del que al parecer no se consideran parte, a pesar que varios de ellos fueron partícipes de la administración que la provocó- mayores recursos, como si estuviera en sus manos fabricarlos, desinteresándose de la gran batalla de dimensiones épicas para frenar la caída libre y encontrar un piso sobre el que edificar la agenda que viene.

La sociedad, por su parte, en forma mayoritaria -como lo sugieren las encuestas- percibe que está dando una batalla dura contra el enemigo que la carcome: el proceso inflacionario. De ahí que las voces que condicionan el “apoyo” a “reclamos” o “reivindicaciones” de imposible cumplimiento corren el riesgo de ser interpretadas como una coacción -por ser benévolo- cuya consecuencia es ampliar el hiato entre la mayoría de la sociedad y la oposición.

Como el oficialismo no sólo tiene un mandato popular reciente sino que además, lo tiene internalizado y cree absolutamente en él, su percepción sobre la política termina verificando que su intuición sobre “la casta” se confirma en cada paso, iniciativa, reunión o medida que deba tomarse para nivelar las cuentas del aparato estatal.

La consecuencia de esta dinámica es que el país se queda sin oposición constructiva y se deja en manos del oficialismo todo el poder, sin matices, porque la agenda opositora no se apoya en la realidad, en lo que la sociedad percibe como su lucha central, sino que se evade de ella, adelantando, como si fueran prioridades, los puntos de la agenda que viene, pero sin aportar su esfuerzo a las tareas del presente. Esta actitud termina fortaleciendo el respaldo social al presidente.

La agenda posterior llegará, inexorablemente. Puede desarrollarla Milei, si la entiende y la asume. O será quien lo reemplace, si no llega a hacerlo. Mientras tanto, es previsible que la sociedad vaya exigiendo al espacio público una especial dedicación para separar lo principal de lo accesorio, escrutará cuidadosamente quienes se suman al cambio de paradigma para abrirles oportunamente crédito cuando los debates sean otros y observará con atención el comportamiento de los nuevos -y viejos- ocupantes del escenario público argentino. Será un apasionante proceso de reconstrucción de la representatividad política que la Argentina atravesará en los próximos tiempos.

El futuro es opaco. No puede preverse ni lo que sucederá al día siguiente, mucho menos en el mediano o largo plazo. El mundo, por su parte, está entrando en una dinámica de disolución de normas, de lucha apoyada solo en el poder, de acelerado desarrollo tecnológico cuyo destino es cada vez más difuso. Es imposible en consecuencia imaginar el curso de los acontecimientos que vienen.

Pero una cosa está clara: no hay marco posible de discusión en el medio de la afiebrada y sorda pugna por la apropiación del ingreso que significa la hiperinflación. Una hiperinflación que, aunque se palpen éxitos circunstanciales en las tareas por erradicarla, todavía tiene posibilidades de despertar. De ahí que las sugerencias para neutralizar o atenuar las evidentes injusticias que se cometen en el camino sobre víctimas “colaterales”, seguramente muy justas en el plano individual de cada afectado, deben realizarse con la firmeza e inteligencia que sea posible, pero de forma que no obstaculicen ni pongan en peligro el tema central. Desde “dentro” y no desde “afuera” del gran esfuerzo nacional.

Si al país le va bien en esa tarea, el futuro argentino puede ser portentoso.

Si no es así, pues la disolución puede estar en las puertas.

Ricardo Lafferriere

jueves, 29 de febrero de 2024

Fondo, forma y actitudes

 

Siempre hemos escuchado -y repetido- que gran parte de la definición de democracia radica en las formas y no sólo en el fondo. Pero además de ambas cosas, se requieren actitudes.

El gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” requiere aceptar que la mayoría de la población es la que tiene el derecho de formar gobierno. Difícil discutir esa afirmación, aún con las falencias que el sentido común encuentra muchas veces en la opinión de la mayoría. Se llega a esta afirmación por descarte: si no existiera esa regla, la base del poder radicaría en la fuerza, virtual o desatada.

Sin embargo, la afirmación se completa con el necesario respeto a las minorías, y en última instancia a la suprema minoría, que es el hombre solo. Para garantizar este objetivo, se han ido elaborando a través del tiempo particiones y limitaciones al poder en el plano legal cuyo propósito es darles a las minorías y a las personas un haz protector de derechos que ni siquiera las mayorías más abrumadoras puedan desconocer.

Ambas cosas han sido recibidas en nuestra Constitución Nacional, programa de unión del nuevo país del plata a mediados del siglo XIX.

El mundo ha avanzado, y mucho en estos casi dos siglos. Hemos tenido violaciones al primer principio -con los gobiernos de base electoral restringida y luego con los golpes de estado- y al segundo -con gobiernos de base popular que no respetaron derechos constitucionales de las minorías ni de las personas-.

La reiniciación democrática iniciada en 1983 pareció terminar con ambas falencias. Sin embargo, asoman de nuevo, peligrosamente, en los últimos lustros.

La Argentina, a tono con este nuevo mundo de polarizaciones e intolerancias recíprocas, ha adoptado la confrontación como forma de resolver los conflictos públicos. El virtuoso entrelazado de normas constitucionales, la distribución de competencias entre los ciudadanos, las provincias y la Nación, la división del poder en tres órganos con definidas facultades propias, la artesanía procedimental diseñada por la Constitución para la sanción de las leyes, en suma, todo el edificio institucional, es impregnado por el conflicto permanente sin límites claros entre las acciones permitidas a los actores, que se invaden entre sí y nos acercan a la anarquía, sin que sea ajena a esta realidad el deterioro ético del comportamiento social. Claro: todo este mecanismo funciona si existe compromiso nacional y honestidad en los actores.

Cuesta encontrar una salida compartida que encarrile esta deriva de final más que incierto. Como marchan las cosas, todo parece encaminarse a un “todos contra todos” al precio de poner en riesgo la propia existencia nacional. Hace años que, personalmente, lo venimos observando y advirtiendo, desde las aciagas jornadas de diciembre del 2001.  Hoy es más dramático, porque no se avizoran actores sociales importantes con vocación de consenso ni patriotismo inclusivo. Los protagonistas de “la escena” no parecen advertir -y si lo advierten, no parecen inmutarse- del peligro al que están conduciendo a la Nación, cada uno con su intransigencia y cada intransigencia ajena esgrimida para justificar la propia. Así comienzan los conflictos abiertos. Nadie puede predecir cómo ni dónde terminan. Por lo pronto se ven muchas fuerzas centrífugas y muy pocas centrípetas actuando en el todo nacional.

Nuestro país terminó de nacer a mediados del siglo XIX primero con un conflicto armado que abarcó a toda la Cuenca del Plata, luego con un consenso entre triunfadores y derrotados y por último con administraciones que tenían el norte de la vigencia constitucional, pero que marcharon hacia ese norte bordeando en el camino las normas de la constitución jurada, mediante intervenciones federales, ejércitos punitivos y elecciones de base electoral reducida. Lograr la “república verdadera” costó más de medio siglo.

Y ahora, a lo nuestro.

La deriva de la Argentina en lo que va de este siglo aceleró su decadencia nacional. El país “anómico” definido por Carlos Nino se acostumbró a vivir sin reglas y con reglas a medias. La disgregación fue una constante voluntariamente inadvertida, hasta que tomamos conciencia de ella.

Mientras tanto, el mundo cambió su escenario de conflictos pero no sus consensos básicos, fundamentalmente al ritmo de una economía transnacionalizada que hace asociarse hasta a enemigos violentos. La arquitectura institucional global que se pensó hace siete décadas como la garantía contra las grandes guerras (ONU, FMI, etc.) demuestra diariamente su pavorosa inutilidad, resultado de su cooptación burocrática para poner sus hilachas al servicio del respectivo interés. El mundo se ha asociado al realismo más extremo de poder y en este marco cada uno se prepara y hace su juego.

Esa agenda no es percibida entre nosotros, entretenidos en los juegos de la política local, cada vez más parecida a un juego de adolescentes. Esta situación agrava los problemas internos y los peligros externos. Un mundo derivando al realismo de la fuerza no es precisamente un buen escenario para un país que renunció a pensar en su defensa y decide, como el avestruz, dejar de mirar lo que pasa y desinteresarse de sus futuro y de los peligros.

La miopía es extrema, el desinterés por el rumbo es notable, la sensación de pertenecer a un colectivo nacional compartido -que antes se llamaba patriotismo- es de una debilidad innegable, la ignorancia de las normas que rigen económicamente el mundo -aún entre rivales que hasta guerrean entre sí- asombra y las peleas por las migajas que quedan del país señero son patéticas.

En este campo de batalla no puede asombrar la negación de las formas, que también muestran el retroceso. Tampoco los insultos cruzados, muestra de la estrechez de miras -o exclusividad de enfoques- de unos y otros.  

Por un lado, el presidente. Sus conocimientos de excelencia se concentran en el estudio de la economía, ciencia en la que uno de los males tal vez más extremos es la inflación desbocada. Su “ética” profesional le indica la prioridad de desarticular y desterrar la inflación, cuya causa última es la abundancia de dinero. Toda su obsesión gira alrededor de este objetivo, nada menor si observamos la lascerante decadencia a que nos ha llevado ignorar ese capítulo y su ascenso a primerísima prioridad del electorado. Sin ánimo de faltar el respeto, se observa que trascendiendo ese objetivo, en los demás temas no hay en su mirada un capítulo que descuelle o sea postulado con similar fuerza: son lábiles y provisorios, como lo hemos visto incluso con sus otrora definiciones estrambóticas, cambiadas al ritmo de cada necesidad política coyuntural. Si hubiera que definir en una frase su constante, ésta sería: “más allá de en lo que gastemos, no podemos hacerlo en más cantidad que lo que hay”.

Por el otro lado, está el tradicional “escenario” público -hoy llamado genérica y desdibujadamente “la casta”, que cada uno entiende a su manera-. Su praxis política se ha concentrado tradicionalmente en la distribución del ingreso, cada vez más pequeño debido a la indiferencia, por ignorancia o por desinterés en el funcionamiento económico. Los capítulos que mueven sus inquietudes son variados y representativos de sectores, ideologías, partidos y convicciones plurales, sin negar incluso la apropiación indebida de ingresos públicos y tráfico de influencias.  Sin embargo, ante la extrema gravedad terminal de la situación argentina, todos esos capítulos pierden terreno mientras la inflación no sea dominada, porque su frase guía esta vez sería, en mayor o menor dimensión: “no me importa si no hay recursos, necesito cubrir estos gastos de cualquier forma”, sin terminar de aclarar -y sin que le importe demasiado- de dónde se obtendrán esos recursos ni quién resultará afectado.

En el medio, lo que queda del “estado de derecho” está convertido en una herramienta de lucha más que de solución de conflictos, que cada cual interpreta perfilado hacia su propio objetivo. Zamarreado y tironeado hacia uno y otro lado, sufre la tensión de ser interpretado en forma parcial por unos y otros, sin que tampoco se vea por parte de la sociedad un soporte sólido a sus reglas. Hay, por suerte y debe reconocerse, actores de lo público -partidos, bloques y dirigentes-, en las diversas fuerzas, que logran dominar sus “ethos” agonales y buscan un funcionamiento institucional virtuoso. Es de desear que se multipliquen.

Mientras, en el campo de debate, campea lamentablemente la degradación de las conductas, que también en diferente medida se ha hecho predominante en polémicas que no buscan resultados, sino triunfo a cualquier precio.

Difícil ser optimista en tal escenario. La proyección hacia el futuro sólo contiene incertidumbres y una clara predominancia de lucha sin fin ni objetivos compartidos.

Lo que sí parece claro es que de no imponerse un cambio en el “ethos” de los actores del escenario y de la propia sociedad recreando la solidaridad nacional y la responsabilidad por las propias decisiones, el horizonte no parece promisorio y las peores pesadillas pueden llegar a imponerse, sea en la disgregación territorial o política del país, sea en el surgimiento de una alternativa de “puro poder”, ordenando la convivencia al borde de la Constitución y las leyes.

“Hay que empezara de nuevo”, le dijo don Hipólito a don Marcelo luego de su derrocamiento. Hoy, empezar de nuevo tal vez sea una obligación ciudadana: retomar la actitud republicana desde el pequeño ejemplo de cada uno, en la ilusión que llegue a incidir en la conducta de los actores del escenario, desde el presidente hasta los gobernadores, legisladores, comunicadores y twitteros. Asumir la idea de “proceso”, de prioridades, de etapas. Y entender que el país no es ni del gobierno ni de la oposición sino de los ciudadanos, que miran hoy azorados como puede desvanecerse la esperanza de cambio, una vez más, simplemente por no saber acordar.

Ricardo Lafferriere

29/2/2024

 

 

 

 

lunes, 12 de febrero de 2024

Liderazgo de crisis

La situación de Argentina, compleja y cuasi terminal, obliga a incorporar al análisis una mirada abarcativa e integral. No es sólo lo económico: el momento muestra crisis política, cultural, ética. Esa crisis polifacética necesariamente requiere una comprensión multidimensional.

Cien años de caída no son gratis. Dejan cicatrices en la capacidad de comprensión, acostumbran a lo que debiera ser excepcional y extienden la resignación. En los grupos más activos y convencidos, endurece las posiciones respectivas quitando flexibilidad a unos y otros. Eso daña aún más la convivencia y hace más complicado acordar salidas. Cada uno suele ver en el otro sus perfiles más negativos y endurece la intransigencia de las propias miradas.

La historia muestra que en estos casos, no hay soluciones puras. Ni las ortodoxias económicas, ni las políticas, ni las culturales, ni las éticas. Lo que puede sonar horroroso en tiempo normales, deja de serlo cuando se llega al borde de la propia existencia.

Difícilmente pueda salirse de una crisis multidimensional como la argentina sin la preeminencia de un liderazgo político -impuesto o electo- en condiciones de disciplinar y alinear a los actores. Si algo conserva aún la Argentina es el rito recuperado de elegir liderazgos en procesos electivos. No es un logro menor, habida cuenta de los atajos autoritarios a que recurrido en su historia.

Sin embargo, el deterioro de las fuerzas políticas les ha impedido cumplir con su cometido más importante: generar liderazgos democráticos. La presión corporativa, la declinación ético-cultural y la propia inercia decadente esterilizó estos almácigos dirigenciales que debieran ser los partidos políticos, aplastando a sus brotes más sanos por la inmisericorde presión de las malezas.

Los liderazgos surgentes, entonces, carecen del “cursus honorum” exigidos por las democracias estables y virtuosas. Es un dato, frente al que poco puede hacerse sino tomarlo como una inexorabilidad.

Nos queda, en un extremo, la necesidad de conducción que evite la anarquía a la que conduce la caída sin freno. En el otro, liderazgos que no nacen de procesos maduros de experiencia, estudio, compromiso y virtudes, sino de la angustiante necesidad del cuerpo social, cercana a la desesperación, de frenar la decadencia y reordenar la convivencia para retomar la marcha.

En el proceso, valiosos reclamos y miradas prudentes suelen ser desplazados frente a las urgencias críticas. Ahí quedarán, para tiempos posteriores, conservando su esencial justicia para cuando esa justicia sea posible. El torrente ordenancista arrastrará lo que encuentre a su paso, con el respaldo en gran medida irreflexivo de mayorías angustiadas.

Las exigencias de madurez institucional, de matices en la economía, de proporcionalidad en las medidas, de rigor ético, siguen existiendo y condimentando el proceso social, pero cediendo por la fuerza de los hechos ante la gravedad que no tolera “medias tintas”, tal vez justas pero sin espacio y sin tiempo.

Si el proceso resulta ser virtuoso, el liderazgo aprenderá sobre la marcha a separar lo principal de lo accesorio, a comprender a los sectores, a moderar las urgencias y matizar sus discursos. Si por el contrario, es vicioso, la caída o el retroceso volverá con más fuerza, tal vez para una etapa terminal.

No hay forma de conocer el futuro, de ahí la angustia de quienes tienen convicciones diferentes y discrepan total o parcialmente con el rumbo adoptado. Quizás el mejor aporte que puedan hacer es expresar sus recelos sin tono de trinchera, aceptando con humildad que la mayoría -supremo juez de una convivencia democrática- ha fijado un rumbo diferente, y dejando con buena fe y mejor talante su opinión y consejo, sin ponerse frente al torrente que terminará aplastándolo. Mucho menos tratar de frenarlo. “Vox populi, vox Dei”...

No significa dejar valores de lado: al contrario, significa sublimarlos e insertarlos en la tolerancia democrática, preservándose para tomar eventualmente el timón ante un fracaso y preparándose para aportar lo mejor para perfeccionar y emprolijar el resultado, si fuera exitoso pero insuficiente. Al final, todo en la vida es insuficiente y siempre quedan cosas por hacer.

Lo que tal vez menos sirva sea impostar errores de forma, volverse intransigentes frente a minucias, asumir actitudes arrogantes o hasta no comprender que verdades que consideraba ya incorporadas a la cultura colectiva, esa misma cultura colectiva no las adopta como centrales; y que será necesario retomar la prédica, el trabajo, la lucha tesonera, para que vuelvan a ser valores incorporados a la conciencia ético-política de la mayoría para cuando elija sus futuros liderazgos.

Como que robar no está bien, que la ley está para ser respetada, que los delitos -grandes y chicos- deben ser sancionados, que no existe convivencia cualitativamente superior al estado de derecho y que lo que une a una sociedad por encima de las distintas visiones y creencias de sus miembros es la solidaridad nacional, o sea el patriotismo.

Ricardo Lafferriere

 

 

miércoles, 7 de febrero de 2024

El "estilo argentino"

 

En su libro “Principios para enfrentarse al Nuevo Orden Mundial”, Ray Dalio -prestigioso inversionista titular de la firma “Bridgewater Associates”- realiza un magistral abordaje a las diferencias de estilo entre la práctica norteamericana y la china. Luego de sostener que ese contencioso está marcando y marcará por varios lustros el ritmo de la evolución global, expresa las dos formas de trabajo en que los liderazgos políticos enfrentan su gestión. Cualquiera de ambos tiene atractivos para los inversores, a condición de conocer y seguir sus reglas.

En el caso americano, el individualismo no sólo impregna su Constitución y sus creencias más profundas. En ese individualismo caben todas las maneras de ver el mundo y de actuar en él, donde el “piedra libre” alcanza desde las corporaciones más grandes hasta las iniciativas más pequeñas de los emprendedores, muchos de ellos inmigrantes centro (o latino-) americanos expulsados de sus países y exitosos en el de adopción. Una sociedad que permite y respeta a las minorías y modas más insólitas, que luego se extienden a todo el mundo occidental.

En el chino, por el contrario, su estilo es el del pensamiento a largo plazo, organicista si se quiere, pero privilegiando al conjunto -la familia, el partido, el país- y planificando objetivos medidos en décadas, cuando no en siglos. El propio Deng Xiao Ping, iniciador de la modernización y el “milagro” chino, dejó el liderazgo a sus sucesores fijando, ya en 1980, las metas para un cuarto de siglo y para mediados del siglo XXI: multiplicar por cuatro su PBI para fines del siglo XX -lo logró en 1995- y llegar al 2050 con el mismo nivel de vida para toda su población que el de los países occidentales medianamente desarrollados. Van encaminados.

¿Cuál es nuestro “estilo”? O más sutil aún ¿tenemos un “estilo”?

Como con aguda intuición lo desarrollara hace un par de décadas Daniel Larriqueta en sus dos libros “La Argentina imperial” y “La Argentina renegada”, nuestro país no tiene una herencia unívoca sino dos: la originaria, que él denominaba “tucumanesa”, estamental y organicista, que fue el resultado del trasplante de los reinos medioevales europeos de tiempos de los Austria en épocas de la conquista y la colonización temprana y que terminó haciendo simbiosis con las civilizaciones autocráticas indígenas del Perú; y la “atlántica”, que llegó con las revoluciones burguesas-liberales-independentistas de los siglos XVIII y XIX, cuando el absolutismo medioeval fue sucedido por el tiempo de las leyes, la limitación del poder, las Constituciones, los “códigos” y, en fin, por la modernidad. La revolución emancipadora -abierta y liberal- desalojó del poder a la vieja sociedad colonial, cerrada y estamental. La Constitución y luego la llegada de los inmigrantes parecieron marcar el triunfo definitivo de la Argentina atlántica, pero fue un espejismo que duró hasta el retorno del país cerrado que duraría un siglo, desde los años 30 del siglo XX hasta hoy.

Esas dos improntas aún conviven como herencias genéticas en nuestra sociedad, obviamente con impregnaciones recíprocas, pero predominando ora una, ora otra, sin terminar de definir un “estilo” que pueda entenderse como caracterizador de la Argentina.

La creatividad popular lo expresa a menudo con el conocido apotegma que presuntamente nos define: africanos que quieren vivir como europeos, pagar impuestos como en Burundi pero recibir servicios públicos como en España, tener la libertad de iniciativa de EEUU pero con un Estado que regule y controle todo lo que pueda -a los demás...-, admiradores del Che Guevara pero reclamantes de “mano dura, que ponga orden”, aunque a la vez resistentes a cualquier autoridad legal, aún las que actúan dentro de sus competencias.

Por no hablar de la inmisericorde calificación de sus gobiernos. De la Rúa era “estirado, distante, le faltaba calle”. Pero Milei es un “payaso” que “no respeta la investidura que inviste, como Menem”. Alfonsín “no sabía nada de economía” -aunque debió soportar 13 paros generales-... y Macri “un niño bien que no le gustaba trabajar”.  A eso suele reducirse la política, donde la reflexión y el debate sobre los años que vienen -y sobre la comprensión de los datos de la realidad- suelen estar ausentes de la discusión, impidiendo cualquier mirada estratégica compartida y dejando en manos del destino lo que pueda pasar. Mucho menos gestar un consenso estratégico nacional.

Esa calidad del debate -el que se da en lo “público”, el que encuadra las acciones de quienes deben gobernar, y al que no son ajenos los diseñadores de escenario mediático- se acerca más al estilo americano que al chino. El bochornoso tratamiento de la ley de “Bases...”, por unos y otros, muestra este aquelarre.

¿Es esto bueno o malo, para atraer inversores -en términos de Dalio- e incluso para convivir? Mi respuesta: es contradictorio y auto bloqueante. En el estilo americano, individualista, el reclamo al Estado es mínimo, casi inexistente, mientras que en Argentina el individualismo tiene frente al Estado una actitud bifronte: quiere que haga todo, pero que no se meta en nada. Que dé salud pública y seguridad, pero que no cobre impuestos. Que dé jubilaciones a todos, pero que no recaude aportes. Que garantice la educación, pero que no exija rigor académico ni docente. Que no tenga déficit público, pero que no se desprenda de empresas ultra-deficitarias, innecesarias para la gestión ni limite el gasto. Que respete el federalismo pero que mantenga los envíos de fondos extra-coparticipables a las provincias. Que frene la inflación, pero sin bajar gastos ni cobrar más impuestos.

También es contradictorio y auto bloqueante si lo cotejamos con el estilo chino, que cosecha admiradores por su capacidad de crecimiento, planificación, fijación de objetivos y eficiencia. Pero que también -debemos recordarlo- no admite el derecho de huelga, ni la disidencia política, ni la libertad de opinión alternativa al Partido Comunista de China, ni el cuestionamiento al poder sea por los ciudadanos de a pie, sea por los grandes empresarios a los que disciplina en forma hasta grotesca cuando según su criterio se apartan de los objetivos del gobierno. O sea, una libertad acotada sólo admisible dentro del sistema, que no afecte las metas definidas por el poder tanto en lo público como en temas inherentes a la vida privadas.

Puestos a buscar similitudes, los partidos “republicanos” argentinos -libertarios, radicales, pro, socialistas- se reflejan en el pluralismo de los partidos occidentales de los países desarrollados, aunque sin su aceptable disciplina interna, mientras que el justicialismo tiene un “acuerdo estratégico” con el Partido Comunista de China, firmado hace algún tiempo por Gildo Insfrán, en su carácter de -entonces- vicepresidente de esa fuerza. Ninguna de esas afinidades tampoco dice mucho, en ninguno de ambos casos. En el primero, porque la ortodoxa disciplina económica y política de los partidos occidentales de todo el arco ideológico es mediatizada hasta el cansancio por los locales, y en el segundo porque la planificación esencial del modelo chino no es precisamente una virtud del justicialismo, que a esta altura no tiene idea -y si la tiene, no la expresa- de las metas y objetivos que postula para el país para las próximas décadas, o años.

En suma, la Argentina es un misterio politológico. Y así le va. Sin orientaciones claras en su rumbo estratégico, marcha a los tumbos administrando coyunturas nada más que para subsistir. Su política se edifica en consignas infantiles sin conclusiones proyectuales. Su estilo es inexistente y, en todo caso, también es un misterio hasta cuándo el conglomerado de personas que vive en su territorio se tolerará recíprocamente formando un pueblo. Tal es el deterioro que se entusiasma con la novedad de un discurso de casi dos siglos de antigüedad y un estilo que destila chabacanería, el que sin embargo es admirado por “popular”, como lo fuera el (¿distinto?) de las groserías artísticas y “culturales” de la gestión anterior kirchnerista.

Hay voces lúcidas -y muchas- en nuestro país en su espacio público y aún político. Aún asumiendo la injusticia inherente a todas las generalizaciones, asombra sin embargo su incapacidad para gestar, como estamento, un proyecto común de largo plazo. En esa marcha, llega a nosotros el mundo con su nuevo paradigma, el que supera las lecturas anteriores y altera la “geografía ideológica” llevando a las viejas izquierdas a alianzas ultramontanas y las viejas derechas a ser a veces el único refugio de antiguos progresistas. Nunca el futuro -lejano y cercano- ha sido tan imprevisible.

Ricardo Lafferriere

viernes, 19 de enero de 2024

Lo que no hará Milei

 2023 mostró una Argentina en situación terminal. Poco agregaría repitiendo los números de inflación, deuda, déficit público, disolución de la moneda, corrupción, narcotráfico, salud pública, impunidad y desprecio por la vida humana.

El cambio expresado por la sociedad estaba fundado. Entre las opciones de cambio, terminó imponiéndose la más radical, como muestra del estado de angustia de una sociedad que estaba siendo conducida al abismo.

Esa opción, con ser la más clara en el ámbito económico, no será eterna. En el caso de éxito, logrará contener la inflación, estabilizar la economía y posiblemente despertar el entusiasmo inversor para relanzar el país hacia el crecimiento. No será poco, pero lejos estará de ser todo.

No todo son números, ni economía. Quedarán cosas, que probablemente no sean enfocadas por el gobierno de Milei por sinceras convicciones libertarias, o porque deberá dedicar su esfuerzo a su objetivo mayor, encauzar la economía -así como el gobierno de Alfonsín tuvo su desafío central en terminar con la inestabilidad institucional, lo que logró al precio de tener que pasar a un segundo plano el desenvolvimiento económico, que le costó el gobierno-. Así suele pasar: los gobiernos priorizan sus principales desafíos, y quedan para los que sigan los temas que en el momento parecen secundarios.

¿Qué le quedará a la Argentina, una vez que la economía se haya estabilizado y comenzado su camino de crecimiento? Pues.... todo lo demás. La agenda será enorme.

Habrá que construir un sistema de salud inclusivo, moderno y de excelencia. Habrá que reconstruir la educación, cuyas hilachas nos han llevado al fondo de las tablas “PISA”. Habrá que volver a edificar un sistema de defensa nacional, diseñando fuerzas adecuadas a los tiempos, con máximo entrenamiento y en condiciones de responder a los desafíos que puedan presentarse en un mundo cada vez más inestable. Habrá que construir una infraestructura de primer nivel para aprovechar la dimensión continental del país. Habrá que vincularse al sistema científico y técnico global, participando de los grandes desarrollos que marcan la punta de flecha del conocimiento, desde la Inteligencia Artificial, la exploración del espacio profundo, la investigación genética, la generación de energía por fuentes alternativas renovables, la robótica, los cultivos “verdes” -sin polución ambiental-, etc.

Infinitos campos de desarrollo, que cada etapa de gobierno deberá enfocar de acuerdo a las necesidades del país, de la evolución del mundo y del progreso de nuestra sociedad y nuestra gente.

¿Tiene entonces sentido enfrentar al gobierno de Milei o será mejor prepararse para las etapas que vendrán, cuando Milei sea un recuerdo -como lo es Alfonsín, Menem, de la Rúa o los Kirchner-?

Por supuesto que hay procedimientos y temas que no son los que cada uno hubiera preferido. No son menores la impericia política ni la debilidades formales de algunos pasos. Sí es menor el desborde verbal, que en mayor o menor medida ha acompañado a la lucha política desde siempre. Y es menor el encuadre “ideológico” con el que pretende vestir su mensaje, que aunque esté en línea con una moda joven que atraviesa el mundo, nada cambia de cara a los principales desafíos y problemas a enfrentar. Y que, además, durará lo que duran las modas.

Debe reconocerse que aún jugando “en el borde”, no se han atravesado líneas rojas como olvidar al parlamento o agredir a la justicia, como vimos en tiempos no tan lejanos. Alertas, por supuesto, si esto ocurriera. Pero lo que parece realmente poco inteligente es unir los reclamos a los coletazos del país prebendario, populista y cleptómano que da sus últimas batallas para no morir. Mezclar la paja y el trigo puede ser una respuesta de ingenuos o perezosos. No agregará nada a los cambios -posiblemente los demore- y ayudará a agravar las falencias institucionales, llevándolas a cruzar la línea roja. Nadie puede querer eso.

Ricardo Lafferriere

jueves, 18 de enero de 2024

PROGRESISMO, POPULISMO, LIBERTARIOS... O LIDERAZGO DEMOCRÁTICO

 El debate no es exclusivo de los argentinos. Atraviesa el mundo.

Hace tiempo que los grandes actores políticos globales nacidos en el cruce de los siglos XIX y XX se quedaron sin relato. Ese espacio fue ocupado por reemplazantes provisionales, la mayoría de ellos arcaicos que buscan renacer ante el agotamiento de los rivales que lo desplazaron en el campo intelectual y político. Religiones, nacionalismos y personalismos varios conforman un conjunto variopinto y anárquico, unidos sólo por una definición metodológica, el populismo.

Ese novedoso puente habilita confluencias curiosas y en otros tiempos impensables. Viejas “izquierdas” apoyando integrismos medioevales, renacidos nacionalismos decimonónicos cuando no del siglo XVIII o hasta medioevales tomando el lugar que en el siglo XX ocupara el “progresismo” y alianzas que hubieran sido consideradas “contra natura” hasta hace pocas décadas, como ciertas “izquierdas” confluyendo con salvajes expresiones terroristas que hubieran merecido el repudio total hasta de los anarquismos más virulentos.

El rival de todos es el poder existente, en cualquier lugar y sea cual fuera, y específicamente el poder institucional construido por las democracias liberales. El sincretismo populista habilitante de personalismos o dogmatismos autoritarios no requiere ni admite -como las democracias- coherencia argumental, esfuerzo justificatorio, debates creativos y cuestionamientos permanentes. Esa es su fuerza.

Las redes sociales potencian el sincretismo y la banalización. Nunca en la historia los ciudadanos comunes han tenido tantas posibilidades de expresión, pero ese imprevisto poder no ha sido acompañado de una formación ni siquiera básica que le de consistencia a sus posiciones. En consecuencia, el punto de referencia deja de ser el colectivo -nacional, ético, cultural- para pasar a ser los intereses más directos o la propia elaboración intelectual, valiosa pero en la inmensa mayoría de los casos, banal e individualista. Mientras la humanidad inicia su ascenso hacia la inteligencia artificial, las sociedades parecen perder su propia inteligencia natural.

La nueva realidad desorienta a las élites. A las políticas, desde ya, pero también a las culturales, económicas, empresariales y aún militares. Al no tener una argamasa que unifique a los antiguos actores o ser ésta cada vez débil, y al disolverse los antiguos colectivos, las representaciones sienten quedarse sin representados. Su esfuerzo termina reduciéndose a la lucha circular por su propia subsistencia. Eso potencia la disgregación, que a su vez alimenta al simplismo populista generador de mensajes casi místicos dirigidos a esas personas desorientadas y ansiosas de un rumbo. También estimula la impostación de causas justas, presentadas como caricaturas al estilo “todo o nada” en lo que a cada una le importa, sin que interese su consecuencia para los demás.

La formación de mayorías, herencia de la construcción democrática de los siglos XIX y XX, se hace efímera. Sólo la fuerza y el sectarismo habilitan alguna clase de permanencia. Se fuerza la instalación de “grietas” que le quitan riqueza al debate y polarizan las sociedades con tensiones límite mientras buscan hacer desaparecer los diálogos alrededor del centro, propiedad de las democracias virtuosas.

Frente a ello no es sencillo articular un protagonismo consciente. Hasta la propia democracia sufre el deterioro de la licuación social y la búsqueda de líderes que “arreglen” los problemas, sin mucho análisis.

Se da en el mundo, y se da entre nosotros.

Una cosa es segura dentro de toda esta confusión: si bien las consignas voluntaristas no alcanzan, tampoco es el regreso al pasado ni la restauración corporativa la que abrirá un camino virtuoso. Más bien lo demorará.

Aunque sea difícil, el liderazgo democrático es la única garantía de marchar hacia una sociedad en progreso, crecimiento y buena convivencia apoyada en valores éticos. La herramienta de la razón no admite polarizaciones. La paz -general y social- exige respeto a los argumentos diversos. Es el verdadero progresismo, que no puede reducir sus banderas a la racionalidad económica -aunque debe incluirla- pero tampoco negarla en complicidad con el pasado corporativo y cleptómano.

El hastío de la situación argentina en caída libre habilitó una reacción en sentido contrario. Pero sería erróneo creer que ante el populismo autoritario la mayoría de los argentinos requiere un autoritarismo sin matices. En la necesaria inteligencia y sentido común de la dirigencia política está hoy la tarea de separar “la paja del trigo”, evitando que las reacciones frente a los excesos del poder administrador las conduzca a neutralizar los esfuerzos por rectificar el rumbo suicida que llevábamos, pero a la vez recreen esa democracia compleja, sofisticada, seria y moderna que espera una sociedad en plena transición -como todos en el mundo- hacia una ciudad global: la tarea de reconstruir un liderazgo democrático, que no puede ser sólo “mayoritario” sino plural, dialoguista, empático y consciente de sus límites políticos y temporales.

La incapacidad de las dirigencias para generar ese liderazgo alternativo llevó a que el liderazgo del cambio quedara en manos de una opción que, aun acertando en la mayoría de los capítulos económicos, muestra fuertes falencias institucionales hoy disimuladas por la urgencia, pero que se harán notar cada vez más cuando el país retome su marcha. La construcción del liderazgo democrático alternativo moderno y cosmopolita, con centro en el país y los argentinos, es entonces imprescindible. No hacerlo puede hacer que el recorrido del péndulo vuelva peligrosamente al pasado, ahí sí muy cerca de lo irreversible. Lo vemos hoy mismo, con el ingenuo acercamiento de tradicionales dirigencias democráticas a los cínicos estertores del populismo cleptómano.

Ricardo Lafferriere