lunes, 5 de agosto de 2013

Estado, mercado... ¿discusión sin fin?

Ventana reflexiva
“…es noventista y promercado…”
Estado, mercado… ¿discusión sin fin?

El Estado y el mercado suelen ser presentados como los extremos de una contradicción. Sin embargo, el Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.

El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, como responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar bienes y servicios.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en  el mercado y los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, cada vez cuesta más identificar al Estado con la democracia y a las corporaciones con el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, están los ciudadanos. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses. Democracia y mercado no nacieron rivales, sino socios. La novedad es que quienes hoy los invocan –Estado y corporaciones- suelen ser los verdaderos socios en su negación y comportamientos viciosos.

Los ciudadanos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas y directorios, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Éstos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generación de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores o valores.

La imbricación entre ambas concentraciones de poder conforma, por último, un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos porque la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances-  medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos y del control estatal. 

Esa asociación –y no el “mercado”- fue la característica de “los noventa” que en varios aspectos se proyecta hasta hoy: corporaciones escapando al mercado, Estado escapando al control ciudadano, Estado y corporaciones socios en el poder y los negocios.

Sin embargo, Estado y corporaciones son necesarios. Es tan inimaginable una sociedad sin orden político como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. Los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o las comunicaciones –que proveen las corporaciones- son bienes tan necesarios como la acción estatal contra la inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social. Sonaría tan fuera de época pretender que Samsung no fabricara más celulares o Bagó medicamentos como que el Estado se desentendiera de la inclusión social o de la educación.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los principios que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. No todo lo que hace el Estado es democrático, ni todo lo que hacen las corporaciones responde a las necesidades del “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en “poner las cosas en su lugar”, para no errar en el diagnóstico ni en las soluciones. Confundir “mercado” con corporaciones es igual que confundir “democracia” con “Estado”. Un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle debe ser el límite de ambos.

El activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos. Las ligas de consumidores existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos. La novedad es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la complejidad social, la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la superexplotación de recursos naturales, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la anulación de la privacidad, la corrupción pública-privada, la especulación financiera desenfrenada, la agresión al ambiente, la manipulación de la opinión pública y la colusión viciosa de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso se exige al Estado más transparencia, a las corporaciones mayor cuidado ambiental y nada de comportamientos monopólicos y a ambos que no tengan una recíproca relación mañosa.

La política y los partidos políticos son vínculos necesarios entre el poder y los ciudadanos, aunque no tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el Estado no es ya el impoluto representante de la democracia sino que ha sido objeto de una cooptación sistemática, usualmente oculta, por parte del poder corporativo.

La acción partidaria debe impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación respetuosa con la militancia social y estimular el debate abierto, fiscalizador del Estado y de las corporaciones.

El nuevo individualismo militante que llega de la mano del creciente poder ciudadano no niega el derecho a las ideologías. De hecho, defiende el derecho de cada uno a tenerla libremente. Lo que resiste es la ideología impuesta, y con más razón cuando intenta serlo desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada, entre otras formas, por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar arbitrariamente sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- o mantenerlo en la extrema pobreza, limitación suprema de cualquier autonomía personal.

Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán crecientemente- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que creen, sea que llegue la amenaza desde el poder político o desde el económico.

Han advertido los peligros y se auto-organizan para evitarlos. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos  relacionados con la agenda concreta. Eso significa más democracia.

 Es la buena noticia que llegó con este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario que está sin dudas destinado a ser característica permanente y saludable de los años que vienen.

El olvidado tercer actor se suma al debate. Son los ciudadanos.


Ricardo Lafferriere

sábado, 3 de agosto de 2013

El gran rumbo

                Los procesos electorales concentran debates. En ese “maremágnum” los ciudadanos deben encontrar un rumbo que defina su voto.

                Temas coyunturales, pasiones, recelos, ilusiones, estrategias, tácticas, amistades, simpatías, lealtades, agradecimientos, revanchas, son, entre otros, los componentes de una gran ecuación realizada por cada ciudadano. Sin embargo, al final, todo se define en una sola acción: elegir una boleta e ingresarla en la urna.

                La democracia, punto de llegada de la evolución política de las sociedades civilizadas, se asienta en este enigmático conjunto de motivos diversos que los aspirantes a representantes se esfuerzan en alinear para llegar a los números “mágicos” que se elaboran en cada batalla.

                “Más del 30”; “no menos del 15”; “una ventaja de 10”; “el 5, para entrar en el reparto” “mayoría absoluta”; terminan operando como cifras fantásticas que otorgan triunfos, mantienen en carrera, habilitan negociaciones, alientan futuras ilusiones y sirven de base para las nuevas construcciones conceptuales y alquimias de poder.

                ¿Hay algún componente más importante que otros? Pareciera que varían. Cada ciudadano define su decisión según su propia tabla de valores, que cambia según cada circunstancia histórica.

                Quienes optan por la militancia política, participan en los debates internos de una fuerza con cuyas conclusiones deben alinearse, al saldarse esos debates. Esa actitud es tan necesaria para la democracia como la que adoptan los ciudadanos que prefieren mantener su libertad absoluta de reflexión y opinión.

Los partidos administran el poder en las coyunturas y ese papel es inherente a la esencia de la política como función constitutiva de la sociedad. Es el “componente agonal”, que necesariamente debe contar con una dosis de “encuadramiento”, “disciplina” y "espíritu de cuerpo".

Pero los debates abiertos incentivan levantar la mirada al horizonte, estimulan la reflexión creativa, generan trascendencia. Sin ellos, la lucha por el poder corre el riesgo de agotarse en el puro poder, perdiendo su legitimidad ética.

Una democracia sin partidos es imposible –lo estamos viendo-. Nada menos que el partido del gobierno ha estado al borde de su desaparición jurídica, por no cumplir con una vida interna ni siquiera latente. Ello repercute en un sistema político escaso de ideas y en un gobierno cada vez más aislado y débil.

Pero una democracia sin ciudadanos librepensadores también es imposible. La reducción del debate nacional al cruce de consignas propio de la lucha política agonal o a la repetición nostálgica de banderas de otros tiempos han raquitizado la reflexión estratégica. El país no sabe a dónde va. Nadie se anima a decirlo, y tal vez, nadie lo sabe.

El ejercicio de la ciudadanía analizando y participando del debate público “al margen” de la lucha por el poder enriquece las opciones, permite a los ciudadanos una visión de largo plazo y ayuda a orientar a quienes están en las trincheras de la coyuntura con reflexiones que, tal vez, no tienen cabida en su lucha cotidiana.

Miremos, por ejemplo, “Vaca Muerta”. Es comprensible la duda del ambiente político: miles de millones de dólares potenciales podrían ayudar –cualquiera sea el color del gobierno- a aliviar la gran dificultad de la política: obtener recursos de los ciudadanos para reorientarlos de acuerdo a sus programas y prioridades. Porque gastar es “lindo”, pero cobrar impuestos no lo es tanto.

El atajo de conseguir recursos del subsuelo es muy atractivo. Son fondos que no se le sacan a nadie –vivo-. Su efecto negativo se verá a largo plazo –cuando las personas y los políticos sean otros-. Y sus consecuencias ambientales directas afectan a un número ínfimo de votantes, comparándolo con el grupo al que habría que cobrarle impuestos.

Y una ventaja adicional: los recursos serían enormes. Como una lotería, ganada además, sin comprar billete.

Lo muestra la complejidad del debate neuquino. Obras públicas que difícilmente podrían realizarse en un plazo rápido, enriquecimiento económico, sensación de prosperidad… ¿cómo podría su gobernador oponerse? ¿Cómo resistir la tentación de “venderle el alma al diablo”, aunque signifique contaminar napas, agregar más polución al envenenamiento del agua potable, romper el subsuelo y sumarse a los odiosos mega-contaminadores globales causantes del cambio climático?

No es casual que –salvo, tal vez, la honrosa excepción de Pino Solana-, los principales candidatos capitalinos y bonaerenses eviten referirse al tema a pesar de su determinante -y patética- consecuencia en el perfil del país que resultará de esta operación.

Difícilmente pueda surgir desde la política una voz que alerte sobre los riesgos y, a la vez, conserve su chance de ser exitosa en su obligación primaria de llegar al poder. Pero alguien debe hacerlo, y es la función principal de los ciudadanos, intelectuales, académicos y organizaciones de la sociedad civil.

Esa función fiscalizará tanto la tendencia cortoplacista de la política agonal como las tentaciones de ganancia rápida de las corporaciones y preparará la conciencia ciudadana para hacer más fácil la tarea de la propia política al definir políticas públicas.

Definir el gran rumbo. Esa es la mirada estratégica. La gran ausente de nuestra convivencia, pero la que debemos hacer renacer con un comportamiento diferente en el seno de la sociedad civil, ya que es tan difícil hacerlo en el campo político por las características competitivas que le son propias.

Pero si no lo hacemos, el riesgo es seguir marchando en círculos, esterilizando esfuerzos, frustrando ilusiones y agravando esta gris decadencia que ya lleva más de ocho décadas.



Ricardo Lafferriere

lunes, 29 de julio de 2013

Frenemos el daño a tiempo

Las imágenes del desastre ambiental en la Amazonía ecuatoriana presentadas en “Periodismo para Todos” del domingo son elocuentes.

Contra lo que pudiera decirse sobre su oportunidad, aunque se las intente descalificar por panfletarias, el hecho real, el que interesa, el determinante, es que son ciertas.

Tan ciertas como la situación de Zelmira Campo, la pobladora de Añelo, en Neuquén, mostrando el agua extraída del subsuelo contaminado, con la que debe cocinar, bañarse, lavar la ropa y, cuando se le termina el bidón semanal que recibe, también beber.

Una hija y su marido muertos de cáncer. Sin tener alternativas, porque su situación económica es evidente que no le permitía el lujo de comprar el agua potable que necesitaba, que tenía, y que dejó de tener al instalarse el yacimiento de Loma de la Lata.

Similar situación atraviesa la comunidad mapuche de Campo Maripe, sobre la formación de Vaca Muerta, descripta por su cacique Juan Albino Campos y pobladores.

A riesgo de parecer obsesivos, desde esta columna no nos cansaremos en reclamar la moratoria de nuevos yacimientos de hidrocarburos fósiles. Lo hemos dicho hasta el cansancio: el mal ejemplo no es ejemplo. No sólo debiéramos prohibirlo nosotros: debiéramos levantar nuestro reclamo junto a quienes piden una moratoria global de nuevos yacimientos de petróleo profundo.

No debe importarnos que Estados Unidos y China apunten al “shale” –oil y gas-; tienen sus motivos, que no compartimos pero que pueden explicar su apuesta. Unos, por causas geopolíticas y otros, por su industrialización acelerada, se han lanzado a renovar las extracciones de fósiles.

No es nuestro caso. La Argentina no tiene razones geopolíticas, ni tampoco una demanda exacerbada por un crecimiento desmedido. Puede obtener energía limpia de fuentes alternativas renovables. Tanto su geografía física como humana poseen potencialidades enormes para la energía solar y la eólica, cuyas tecnologías han madurado en estos últimos años al punto de ser más económicas que las tradicionales.

Días atrás mencionaba el ejemplo alemán: desde una ubicación geográfica equivalente a Tierra del Fuego, en una década logró desarrollar un parque generador solar de 32.000 Mgv/h, más de una Argentina y media. Nuestro parque generador solar no llega a los 10 (¡diez!) Mgv/h.

Condenar al envenenamiento de compatriotas por obligarlos a beber agua contaminada, y asociarnos a los contaminadores globales con las mega - emisiones de CO2 que serán el resultado del petróleo y el gas que eventualmente se extraiga de Vaca Muerta es inmoral. Señora: ES INMORAL.

Visitó usted a Francisco, renovando su admiración a su mensaje. No le recordaremos desde acá la prédica de humildad que pidió a los cristianos y especialmente a los más acomodados. Tal vez sería inútil. Sí recordaremos los dos conceptos sobre los que inició su apostolado, en su primera homilía: “tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos.

Vaca Muerta, para los argentinos, no es otra cosa que apostar a otra fuente de rentas fáciles, en lugar de a un proyecto nacional integrador, democratizado, apoyado en tecnologías limpias y en una democracia madura y participativa.

Señora: hace algunas semanas decíamos que Vaca Muerta es el equivalente a la política de sojización que ha impulsado su gobierno. “Sólo soja” es buscar “salvarnos” con la superexplotación de la tierra, Vaca Muerta es intentar lo mismo del subsuelo, poniendo ese atajo en la cuenta de nuestros hijos y nietos.

Vaca Muerta es concentración económica, dependencia del gran capital, vaciamiento de la democracia. Energías alternativas es descentralización, estímulo a las PYMES productoras de todo el país, potenciación de una democracia de base productiva y transformadora.

No siga, señora, con esta aventura. Ponga al frente del área energética un funcionario honesto con capacidad de escuchar y de convocar. Abra el debate energético a todas las voces, buscando el mejor plan, que contemple todos los aspectos y no sólo la urgencia para tapar el fracaso de estos años, o de hacer negocios rápidos con contratos amañados y cláusulas reservadas, porque hasta a él le da vergüenza que se conozcan.

No es necesario inventar la pólvora de nuevo. Fuentes primarias renovables y diversificadas, estímulo a la reconversión industrial hacia equipamiento “verde”, redes de distribución inteligentes, educación para el consumo austero y racional, respaldo a la reconversión del transporte, público y privado, hacia energías renovables comenzando por los híbridos. 

Y asociación en el esfuerzo de decenas de miles de nuevos empresarios energéticos que generen en sus hogares y vendan a la red, con sus paneles solares, con sus turbinas eólicas, con sus plantas familiares de bio-gas y procesamiento de residuos, energía de orígenes multiplicados, aprovechando la maravillosa dimensión continental del territorio argentino.

Así lo ha hecho Alemania. Así lo está haciendo Dinamarca, España, Francia. Así lo acaba de comenzar Chile, con una ley que es de avanzada, que habilita a los usuarios a vender energía a la red, sin condenarlos a ser consumidores pasivos de las grandes generadoras.

Olvídese, señora, de Vaca Muerta. Ábrale un pequeño espacio en su pensamiento a Zelmira Campo, su compatriota neuquina que ha perdido a su esposo y a su hija muertos por el cáncer, que también ya la alcanzó a ella. Y a sus compatriotas de los pueblos originarios.

El de Vaca Muerta es un camino que nos va a terminar matando a todos.


Ricardo Lafferriere


jueves, 25 de julio de 2013

Ventana reflexiva

Estado, corporaciones, ciudadanos, consumidores

El Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.
El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar los bienes y servicios requeridos por la sociedad.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, ni el Estado es la democracia, ni las corporaciones son el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios liberales del siglo XIX, están los ciudadanos, los consumidores, la “sociedad civil”. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses.

Pero éstos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Los ciudadanos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generaciones de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores económicos.

Y está el mayor problema: la imbricación entre ambas concentraciones de poder, que conforma un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos favorecidos por la forma de funcionamiento de las sociedades de masas, en la que la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances- de medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos.

Sin embargo, ante la sociedad, el Estado se presenta como garante de la democracia y las corporaciones como defensoras del mercado.

Ambos son necesarios. Es inimaginable una sociedad sin orden político, tan inimaginable como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. La inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social –responsabilidad del Estado- son bienes tan necesarios como los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o la provisión de las comunicaciones –que proveen las corporaciones-.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los plexos ideológicos que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. 

No todo lo que hace el Estado es democrático. No todo lo que hacen las corporaciones responde al “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en comprender las limitaciones de ambos. Para evitar sus desbordes, es necesario un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle.

Ese activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos –las ligas de consumidores, por ejemplo, existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos- pero sí lo es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la anulación de la privacidad, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la corrupción pública-privada, la agresión al ambiente, la superexplotación de recursos naturales, la manipulación de la opinión pública y la acción de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso es tan fuerte el reclamo por la transparencia –en lo relacionado al funcionamiento estatal-, por el cuidado ambiental y la custodia de los comportamientos monopólicos excluyentes  en lo que hace a las corporaciones y contra la relación sin adecuados controles públicos entre las empresas y el poder.

La política y los partidos políticos son interfases necesarias entre el poder y los ciudadanos. No tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el poder no es sólo el poder estatal, ni el Estado es ya el impoluto representante de la democracia.

Su campo de acción debe trascender la gestión del Estado. Deben impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación íntima con la militancia social.

El nuevo individualismo militante no niega el derecho a las ideologías. De hecho, cada uno la tiene, a su medida y voluntad y la defiende. Lo que resiste es la ideología impuesta, y mucho menos desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- por motivos que responden a razones alejadas de su propio bienestar.

No alcanzan, para una respuesta adecuada a la complejidad de la sociedad actual, las recetas de hace un siglo, o medio siglo, cuando el “ciudadano” era el soberano en la política y el “consumidor” el rey en la economía, pero ambos delegaban su autonomía en la política y en las empresas. Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán cada vez más- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que cree.

Han advertido el peligro y se auto-organizan para evitarlo. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos vinculados a los objetivos tangibles relacionados con la agenda del presente.

 Esa es la buena noticia que ha traído este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites –y reclaman- al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario dinámico y denso que está sin dudas destinado a ser característica permanente de los años que vienen.



Ricardo Lafferriere

lunes, 22 de julio de 2013

Vaca Muerta

Rentas fáciles, futuro en riesgo

Las voces no oficialistas que se han pronunciado en contra de la firma del convenio entre YPF y Chevrón –sucesora comercial de la vieja “Standard Oil”- cubren todo el abanico político.

Desde Stolbizer (GEN) hasta Sturzenegger (PRO), desde Alfonsín (UCR) hasta Alieto Guadagni (PJ no oficialista) hay una visión coincidente en la inconveniencia de esta concesión.

Los argumentos son tantos como diversas las voces. Desde esta columna también nos hemos pronunciado, destacando la prevención ambiental, que aunque no haya formado parte de las voces opositoras, sí ha reflejado el cuestionamiento de científicos y organizaciones protectoras de los recursos naturales y el ambiente.

A esta prevención se agrega un informe conocido en estos días, en el que una nueva investigación en curso acrecienta la necesidad de cuidar los pasos en la extracción y quema de hidrocarburos fósiles.

La investigación se cita en la revista Science NOW, reproducido en varios órganos de divulgación científica, en la que se destaca que el derretimiento del hielo antártico debido al calentamiento global sería sustancialmente mayor que el que hasta ahora se contabilizaba. Puede accederse a una síntesis en http://news.sciencemag.org/sciencenow/2013/07/east-antarcticas-ice-sheet-not-a.html.

 Si bien no está determinado en forma científicamente terminante que ese derretimiento se deba a causas antropogénicas, la relación de circunstancias que rodean el fenómeno indica que no puede despegarse de la influencia de ese calentamiento transmitido al continente helado a través de los vientos que golpean su borde oriental, originados por el calentamiento en el trópico, ese sí debido a causas originadas por la acción humana.

Las previsiones más pesimistas afirman que ese calentamiento adicional al conocido y calculado llevaría el crecimiento del nivel del mar a fin de siglo a una altura que puede alcanzar los veinte metros. La causa es que el hielo antártico se encuentra hoy sobre tierra firme, a diferencia del Ártico, que en su mayoría flota ya en el mar y forma parte de la masa oceánica.

 Es obvio destacar las implicancias que tendría el fenómeno para la vida en el planeta tal como la conocemos, con una concentración de población humana en los bordes continentales alcanzando a ciudades tan pobladas como Tokio, San Francisco, Nueva York, Hong Kong, Shangai, Buenos Aires, Río de Janeiro… etc.

Otras voces sostienen que estos datos son alarmistas y sugieren desecharlos, como si no existieran. Lo cierto es que el consenso científico mayoritario los avala, y oficialmente son los utilizados por las Naciones Unidas y la Convención sobre el Cambio Climático firmada por todos los países del mundo. De todas formas, son lo suficientemente graves como para ignorarlos, atento a la gravedad de sus eventuales implicancias.

Estas reflexiones no suelen formar parte de los debates sobre temas públicos nacionales, pero como está la situación climática en el mundo no puede actuarse como si no existieran, con mucha más razón cuando hay alternativas, como es el caso argentino. En lugar de buscar alegremente una nueva fuente de rentas extrayendo y quemando el petróleo profundo (Shale, presal), una actitud madura y sensata sería sumarse a quienes reclaman una moratoria global a la extracción de dichos hidrocarburos hasta tanto se dilucide científicamente con mayor grado de certeza la influencia de esa quema en el cambio climático.

El acuerdo de YPF con Chevrón es condenable para algunos, por su escasa legalidad; para otros, por una decisión que reduce la capacidad de decisión del país sobre una reserva estratégica; para otros, por graves falencias en su negociación; para otros, por negar el federalismo, para otros por no responder a un plan energético integral.

Nuestra opinión es que aunque se hiciera un acuerdo impecable, soberano, económicamente conveniente, y respetuoso del federalismo, igualmente sería nefasto. Canjear la habitabilidad del planeta para nuestros hijos y nietos por un “carnaval” (diría Kicilloff) que nos permita vivir hoy sin trabajar es sencillamente inmoral.

El país no necesita la energía cara, oscura, contaminante, de fuentes fósiles. Puede cubrir sus necesidades con energías renovables, a un costo sustancialmente inferior. Sería un camino más transparente, menos abierto a la corrupción, alejado de las grandes concentraciones de capital. No sería un “carnaval” de dinero fácil y negocios rápidos, sino un cimiento sólido, diversificado y participativo de un país en crecimiento integral.

En una nota anterior (http://www.ricardo-lafferriere.blogspot.com.ar/2013/07/acuerdo-con-chevron.html) hablamos del ejemplo de Alemania, vanguardia de la Unión Europea en la sustitución de fuentes fósiles y nucleares por energía solar. Insistimos hoy en esa prédica.

No nos sumemos a los repudiados contaminadores globales. No rifemos con displicencia el futuro del planeta, casa común de nuestros hijos y nietos. No destrocemos nuestro subsuelo con el “fracking”.

Organicemos una reflexión colectiva y plural sobre la energía que necesitamos y necesitaremos, obtengámosla de fuentes primarias renovables y aprendamos a usarla en forma inteligente. Y olvidémosnos de Vaca Muerta, que puede terminar matándonos a todos.

Ricardo Lafferriere


martes, 16 de julio de 2013

Acuerdo con CHEVRON

¿Para eso querían YPF?

                “Me gustaría que nos pareciéramos a Alemania”, expresó la presidenta Cristina Fernández a Ángela Merkel en ocasión de su visita a ese país, en 2007.

                No ha sido ni es, sin embargo, el rumbo que ha impreso a la política energética de su gobierno.

                Entre 2002 y 2012, Alemania pasó de generar 100 Mgv/h de energía solar, a 32.000 Mgv/h. La Argentina se ha mantenido en ese período con una generación solar de 6 (seis) Megavatios/h.

Casualmente, el gran salto de generación solar en Alemania se dio durante el mismo período en que, en la Argentina, gobernó la pareja Kirchner.

                Alemania agregó nada más que con su parque generador solar el equivalente a una Argentina y media: la capacidad generadora total de nuestro país no llega a los 20.000 Mgv/h.

                Las causas del vuelco hacia fuentes primarias renovables en Alemania se produjo luego de desechar las fuentes fósiles, por contaminantes y de la definitiva proscripción de la energía atómica, luego del desastre de Fukushima, por peligrosa.

                A raíz del impulso a la energía no convencional, el costo de producción de dicha energía es hoy igual o inferior a la tradicional. Pero no sólo eso: como consecuencia del tendido de redes inteligentes y la posibilidad de vender a la red la energía generada por particulares y familias, gran parte de la generación solar es hoy  aportada por paneles ubicados sobre las viviendas y parcelas de campos.

Millones de alemanes se han convertido en pequeños “empresarios energéticos”, fortaleciendo su economía y su sociedad y la solidez de su propia democracia política.

Es tal el impulso cultural que se ven paneles hasta en techos de barcos, cuya provisión de electricidad está sostenida por la captación de energía solar.

Alemania está ubicada en una latitud equivalente a Tierra del Fuego. No recibe la potente radiación del trópico, o de las zonas templadas –como podría hacerlo la Argentina-.

Por nuestro lado, acaba de ser entregado a la aventura, en la búsqueda de nuevas rentas, parte del mega-yacimiento de “shale” de Vaca Muerta. Es el único “proyecto estratégico” energético del país, en los diez años de reinado “K”.

La presidenta Kirchner ha dejado de preferir el ejemplo de Alemania. Prefiere seguir el de Estados Unidos y de China. Pero a diferencia de ambos, uno por motivos geopolíticos y otro por su rápido crecimiento industrial, en nuestro caso tenemos opciones.

Técnicos y empresas, productores y familias, están en condiciones de repetir el fenómeno revolucionario de los alemanes. Podríamos ser Alemania. No lo seremos, pero a pesar del sueño oficialista, tampoco seremos Estados Unidos ni China: nos pareceremos más bien a los regímenes autoritarios de Medio Oriente o Venezuela.

No por sus pueblos, sino por su funcionamiento político. Las rentas fáciles extraídas al subsuelo –es decir a nuestro futuro, al de nuestros hijos y nietos- pueden terminar financiando regímenes de tiranuelos corruptos, democracias débiles y derechos humanos inexistentes. Como lo hemos sufrido en esta última década.

Pero nada es tan grave como el impulso adicional al calentamiento global que implica volcar a la atmósfera el petróleo profundo, el del Shale y el “pre-sal”. En lugar de asumirnos como militantes de la vida y de la preservación ambiental, nos sumaremos a la legión de los repudiados contaminadores globales.

Es realmente triste la imagen de YPF entregando a Chevrón 395 kilómetros cuadrados de territorio para destrozar su subsuelo mediante el “fraking”. Lo es por su significado: el primer paso de un proceso que, una vez instalados los mega-intereses petroleros, será difícil detener.

Empezamos un camino profundamente equivocado, resultado de la desesperación por las consecuencias de una década de ausencia de reflexión estratégica. Esas consecuencias no las sufrirá el kirchnerismo, experiencia política que está en su final. Lo sufrirán –lo sufriremos- los argentinos, que deberemos lidiar con sus consecuencias ecológicas, geológicas, económicas y políticas.

La impostura de la “nacionalización” de YPF queda así al desnudo, al igual que la ingenuidad de los que repartían banderitas argentinas sumados a la murga.

Una nueva oportunidad perdida. Una nueva herencia maldita de una década que en los tiempos será recordada en color negro.


Ricardo Lafferriere

domingo, 7 de julio de 2013

Massa o la oposición

Hace unos días reflexionamos sobre el “poder” y lo que significaba, en la dinámica política argentina, la imposibilidad material de los sectores no-peronistas de articular una alternativa de relevo. Ante esa impotencia, el peronismo puede resultar nuevamente, decíamos, el ámbito responsable de organizar el próximo turno.

Desde esta columna hemos insistido durante una década en las características cortoplacistas y esencialmente conservadoras del diseño económico kirchnerista. Sin embargo, sería errado afirmar que ese diseño es exclusivo del régimen gobernante. En lo profundo y desprolijidades aparte, el diagnóstico ha perdurado durante décadas porque subyace en el diagnóstico de la mayoría de políticos argentinos, tanto oficialistas como opositores.

Por supuesto, hay excepciones. Sin embargo, la predominancia del “estado cultural” de la sociedad, los comunicadores y la opinión académica sobre el tema no dejó espacio para que esas diferencias se expresaran. El temor a la descalificación desmatizada dejó esas voces en silencio y al país con una aproximación parcial al análisis de su propia realidad.

Nuestra tesis central es que el kirchnerismo inició su gestión en una realidad crítica, en la que sin embargo lo principal de la Argentina productiva estaba intacto. Era una crisis de deuda, financiera y de “papeles”, generada centralmente por el gigantesco endeudamiento durante la década del peronismo-menemista.
Un rebote se avizoraba como inexorable, porque el campo, aún sin sembrar, estaba en plena capacidad productiva, las industrias estaban paradas pero modernizadas y la infraestructura desarrollada en los demonizados años 90 estaba subutilizada, pero allí estaba.

La economía se movía con un ritmo extremadamente ralentizado, pero para que volviera a andar no eran necesarias medidas geniales ni capitales adicionales.

No es el lugar de analizar esa dramática situación del 2001, que requería sin dudas una actitud política fuera del alcance del escenario nacional de entonces, oficialista y opositor.

La solución la impuso la propia realidad: dejar de pagar la deuda y volcar esos recursos al consumo debería producir necesariamente la reactivación, aún en la forma imperfecta en que se dio.

El kirchnerismo sólo continuó el rumbo señalado por Duhalde. A tal punto fue así que ni siquiera cambió el Ministro de Economía.

Pero… de no existir medidas transformadoras, el límite lo daba lo existente. Creer que se podía seguir canalizando indefinidamente ingresos a la demanda convirtiendo en permanentes las políticas de excepción comenzó a conspirar contra el futuro, cada vez más fuerte, porque esos ingresos no eran inagotables. 

Kirchner no lo entendió así y su mirada comenzó a volverse sobre el país productivo y los ahorros estratégicos.

Esquilmar aún más al campo –motor de la acumulación económica y financiador natural de cualquier crecimiento- significó poner un freno al desarrollo posible de un país integrado. El sector real y potencialmente más competitivo fue privado de su reconversión y forzado a su retroceso por la irracionalidad de la apropiación de sus ingresos, vía retenciones y demás impuestos.

Se liquidaron las existencias ganaderas y se confiscó el excedente agropecuario que en lugar de financiar nuevas inversiones fue volcado al clientelismo y a la corrupción llegándose al punto inimaginable de no contar ya ni siquiera con trigo para el fluido autoabastecimiento de pan.

Luego se confiscaron los ahorros previsionales, haciendo inviable al sistema para los próximos años, financiando con ese ahorro estratégico los caprichos más escatológicos de la conducción política. Hoy, el grueso de las reservas previsionales están constituidas por bonos de un Estado insolvente.

Se agotaron las reservas de hidrocarburos tras la desinversión forzada por la corrupción, presentada como “argentinización” de YPF, que en los hechos privó a la principal empresa petrolera de fondos para invertir en exploración y desarrollo al forzarla a destinar sus beneficios a la auto-compra del empresariado “especialista en mercados regulados”, socios del poder y la familia presidencial.

Para coronar el dislate, se confiscó la empresa con el argumento de su falta de inversión, que había sido causada por la propia presión oficial. Eso aisló aún más al país de la comunidad inversora internacional.
Se echó mano a las reservas en divisas, debilitando la moneda y la credibilidad, lo que reinstaló en la sociedad la “fiebre del dólar”, como única reserva de valor alejado de los arrebatos oficialistas.

Se abandonó la infraestructura, no ya de nuevas inversiones sino de la propia amortización del capital existente, llevando los servicios públicos a un grado de deterioro sin antecedentes. Trenes, rutas, energía, comunicaciones, puertos, son un testimonio de ese vaciamiento.

Los recursos volcados a la educación lo fueron con tal ineficiencia que el nivel educativo de los jóvenes ha retrocedido casi a tiempos presarmientinos. Y la calidad del funcionamiento institucional ha llegado a estadios preconstituyentes, con el poder utilizado como herramienta de represión de la disidencia, limitando el debate, concentrando el discurso en grotescos extremos desmatizados y pretendiendo re-escribir la historia con la profundidad dialéctica de un jardín de infantes.

Por último, se desmanteló la defensa nacional. Argentina es hoy un país indefenso, agravado por su aislamiento. Hazmerreír del mundo y objetivo de las redes más perversas de delito global.

Ese es el saldo.

¿Es capaz una alternativa peronista de revertir estas líneas de gobierno?

La respuesta a esta pregunta concita debate. Quienes afirman que no, creen que las ataduras dialécticas y políticas del kirchnerismo tienen tanta profundidad que es imposible volver sobre los pasos. Los que invocan ser alternativa –dicen- han impregnado su currículum de errores de diagnóstico que aún arrastran, como sostener que varias de los dislates de estos años fueron positivos. Y –concluyen- ese diagnóstico hace inviable una salida razonable.

Los antecedentes parecen dar la razón. Massa fue un funcionario tan central en el kirchnerismo como Scioli, y nunca marcaron una diferencia estratégica. Tampoco los “gobernadores” que aspiran a la sucesión. Quien no lo fuera –de Narváez- fue desnaturalizado por su alianza con el propio Scioli, que destrozó su credibilidad.

La integración de las listas del Frente Renovador y su discurso insinúan esa interpretación. De Mendiguren no nace de un repollo. Gustozzi reiterando su kirchnerismo en cada paso anticipa esa limitación. Parecieran sostener la tesis que un cambio es posible dentro de la visión reaccionaria del kirchnerismo, sólo escapando a los grotescos y desbordes del estilo presidencial. Tesis infantil, errada y –en última instancia- inviable.

Otros sostienen lo contrario. El peronismo –afirman- no es una ideología, sino una estructura de poder. La “ideología” es siempre coyuntural y escasamente obligante. Lo que lo legitima es su capacidad de articular frentes sociales mayoritarios, siguiendo el estado cultural de la mayoría y las necesidades de cada coyuntura.

No hay ningún impedimento de fondo en que vuelvan a adoptar rumbos noventistas, tal vez matizados con la experiencia del mundo y del país en estos años, pero amigables con las inversiones, aparentemente más respetuosos de las normas, tolerante con las miradas opositoras y compatibles con una  ubicación internacional más plural. En este marco –sugieren- podrían gestionar una salida hacia otra dirección.

Esta chance –dicen- se refuerza ante la desorientación y fragmentación opositora, cuyas críticas a Massa parecen serlo sólo a su pasado kirchnerista, que sospechan que puede ser también un presente concesivo al continuismo de la actual estructura de poder. Pero no a su propuesta, que parecen considerar también un “kirchnerismo sano” con el que en el fondo, tienden a coincidir, ignorando su inviabilidad.

¿Quién tiene razón?

Lo dirán los hechos.

Desde esta columna venimos sosteniendo a partir del 2011 que si la oposición es impotente para articular una alternativa capaz de: 1) conformar un frente político-social amplio, inclusivo y plural sobre la base de un acuerdo programático para la etapa; 2) acordar la participación en el eventual gobierno de todos sus integrantes según su representatividad y 3) elegir los candidatos en una gran “PASO” que incluya a todo el colorido no kirchnerista; si no es capaz de esto –decía-, lo más probable es que la sociedad vuelva a buscar en el peronismo quién lo haga. 

Y que si ello ocurre, el peronismo ha demostrado tener la flexibilidad para acomodar su discurso a las necesidades de los dos grandes desafíos de la política: llegar al poder y ejercerlo.

Eso es lo más básico que exigirán los argentinos a los aspirantes a gobernarlos.

Lo otro, tampoco es menor: animarse a cambiar la matriz pendular-viciosa de un país macrocefálico y corrupto, que construye poder y clientelismo sobre la base de la expoliación de sus zonas productoras, de sus empresarios y de sus trabajadores, condenándolo a una perenne y decadente grisitud. 

Pero eso sería aspirar a un milagro, por ahora tan lejano del gobierno como de Massa y –a pesar de sus avances- de la mayoría de la propia oposición.


Ricardo Lafferriere