Estado, corporaciones,
ciudadanos, consumidores
El Estado y las grandes corporaciones parecen ser los
grandes articuladores de las sociedades modernas.
El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la
economía.
Uno, responsable del orden y el bien común. Las otras, de
generar los bienes y servicios requeridos por la sociedad.
Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías
internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en
los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en los
consumidores, de los que se reivindican servidores.
Sin embargo, ni el Estado es la democracia, ni las corporaciones
son el mercado.
En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los
revolucionarios liberales del siglo XIX, están los ciudadanos, los consumidores,
la “sociedad civil”. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o
sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus
propios intereses.
Pero éstos, a pesar de ser invocados por ambas
organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez
más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos
gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas, en el otro.
Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones
son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la
decisión y escrutinio ciudadano. Los ciudadanos no pueden controlar ni incidir realmente
en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles
inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se
construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la
educación.
Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por
el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores,
entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte
incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generaciones de necesidades o
las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en
detrimento de otros actores económicos.
Y está el mayor problema: la imbricación entre ambas
concentraciones de poder, que conforma un estrato íntimamente relacionado por
favores recíprocos favorecidos por la forma de funcionamiento de las sociedades
de masas, en la que la política necesita –para llegar al poder- del respaldo
económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances-
de medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos.
Sin embargo, ante la sociedad, el Estado se presenta como
garante de la democracia y las corporaciones como defensoras del mercado.
Ambos son necesarios. Es inimaginable una sociedad sin orden
político, tan inimaginable como lo sería sin producción, avances tecnológicos,
bienes o servicios. La inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de
contención social –responsabilidad del Estado- son bienes tan necesarios como los
alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o la provisión
de las comunicaciones –que proveen las corporaciones-.
Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para
el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus
acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los plexos
ideológicos que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más
poder, uno; más ganancias, las otras.
No todo lo que hace el Estado es
democrático. No todo lo que hacen las corporaciones responde al “mercado”.
El secreto de un buen análisis consiste en comprender las
limitaciones de ambos. Para evitar sus desbordes, es necesario un activismo
social sofisticado e inteligente que los observe y controle.
Ese activismo social, custodio de los valores diversos compartidos
por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos
tiempos –las ligas de consumidores, por ejemplo, existen desde hace décadas,
así como organismos defensores de los derechos humanos- pero sí lo es la
multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la revolución de las
comunicaciones y la interactividad.
La aparición de peligros nuevos como la anulación de la privacidad, la
extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la
lucha antiterrorista, la corrupción pública-privada, la agresión al ambiente,
la superexplotación de recursos naturales, la manipulación de la opinión
pública y la acción de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son
los espacios más necesitados del activismo social.
Por eso es tan fuerte el reclamo por la transparencia –en lo
relacionado al funcionamiento estatal-, por el cuidado ambiental y la custodia
de los comportamientos monopólicos excluyentes en lo que hace a las corporaciones y contra la
relación sin adecuados controles públicos entre las empresas y el poder.
La política y los partidos políticos son interfases
necesarias entre el poder y los ciudadanos. No tienen ya la exclusividad en la
determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos
espacios y comprender que el poder no es sólo el poder estatal, ni el Estado es
ya el impoluto representante de la democracia.
Su campo de acción debe trascender la gestión del Estado.
Deben impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y
reforzando su legitimidad con una
imbricación íntima con la militancia social.
El nuevo individualismo militante no niega el derecho a las
ideologías. De hecho, cada uno la tiene, a su medida y voluntad y la defiende.
Lo que resiste es la ideología impuesta, y mucho menos desde el poder.
La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No
hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada por el
clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar
a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar sus
opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- por
motivos que responden a razones alejadas de su propio bienestar.
No alcanzan, para una respuesta adecuada a la complejidad de
la sociedad actual, las recetas de hace un siglo, o medio siglo, cuando el “ciudadano”
era el soberano en la política y el “consumidor” el rey en la economía, pero
ambos delegaban su autonomía en la política y en las empresas. Las personas,
cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de
elección, están tomando -y lo harán cada vez más- un papel activo y consciente
en su propia defensa y en la de los valores en los que cree.
Han advertido el peligro y se auto-organizan para evitarlo.
Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del
Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a
costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados
por reclamos vinculados a los objetivos tangibles relacionados con la agenda
del presente.
Esa es la buena noticia
que ha traído este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.
La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”,
los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013
y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que
ponen límites –y reclaman- al Estado y a las decisiones corporativas conforman
un nuevo escenario dinámico y denso que está sin dudas destinado a ser
característica permanente de los años que vienen.
Ricardo Lafferriere
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