jueves, 25 de julio de 2013

Ventana reflexiva

Estado, corporaciones, ciudadanos, consumidores

El Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.
El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar los bienes y servicios requeridos por la sociedad.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, ni el Estado es la democracia, ni las corporaciones son el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios liberales del siglo XIX, están los ciudadanos, los consumidores, la “sociedad civil”. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses.

Pero éstos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Los ciudadanos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generaciones de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores económicos.

Y está el mayor problema: la imbricación entre ambas concentraciones de poder, que conforma un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos favorecidos por la forma de funcionamiento de las sociedades de masas, en la que la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances- de medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos.

Sin embargo, ante la sociedad, el Estado se presenta como garante de la democracia y las corporaciones como defensoras del mercado.

Ambos son necesarios. Es inimaginable una sociedad sin orden político, tan inimaginable como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. La inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social –responsabilidad del Estado- son bienes tan necesarios como los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o la provisión de las comunicaciones –que proveen las corporaciones-.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los plexos ideológicos que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. 

No todo lo que hace el Estado es democrático. No todo lo que hacen las corporaciones responde al “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en comprender las limitaciones de ambos. Para evitar sus desbordes, es necesario un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle.

Ese activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos –las ligas de consumidores, por ejemplo, existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos- pero sí lo es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la anulación de la privacidad, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la corrupción pública-privada, la agresión al ambiente, la superexplotación de recursos naturales, la manipulación de la opinión pública y la acción de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso es tan fuerte el reclamo por la transparencia –en lo relacionado al funcionamiento estatal-, por el cuidado ambiental y la custodia de los comportamientos monopólicos excluyentes  en lo que hace a las corporaciones y contra la relación sin adecuados controles públicos entre las empresas y el poder.

La política y los partidos políticos son interfases necesarias entre el poder y los ciudadanos. No tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el poder no es sólo el poder estatal, ni el Estado es ya el impoluto representante de la democracia.

Su campo de acción debe trascender la gestión del Estado. Deben impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación íntima con la militancia social.

El nuevo individualismo militante no niega el derecho a las ideologías. De hecho, cada uno la tiene, a su medida y voluntad y la defiende. Lo que resiste es la ideología impuesta, y mucho menos desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- por motivos que responden a razones alejadas de su propio bienestar.

No alcanzan, para una respuesta adecuada a la complejidad de la sociedad actual, las recetas de hace un siglo, o medio siglo, cuando el “ciudadano” era el soberano en la política y el “consumidor” el rey en la economía, pero ambos delegaban su autonomía en la política y en las empresas. Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán cada vez más- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que cree.

Han advertido el peligro y se auto-organizan para evitarlo. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos vinculados a los objetivos tangibles relacionados con la agenda del presente.

 Esa es la buena noticia que ha traído este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites –y reclaman- al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario dinámico y denso que está sin dudas destinado a ser característica permanente de los años que vienen.



Ricardo Lafferriere

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