martes, 30 de septiembre de 2014

Alguien a cargo, por favor... (II)

Es ya un deporte nacional debatir si el kirchnerismo “llega” o “no llega” a diciembre de 2015. El debate es acompañado por la aceleración de las campañas electorales, que a pesar de lo dispuesto en la ley respectiva se encuentran en pleno desarrollo.

En efecto: han “lanzado” sus candidaturas presidenciales Sergio Massa, Daniel Scioli, Mauricio Macri, Julio Cobos, Florencio Randazzo, Hermes Binner, Agustín Rossi, Pino Solanas, Elisa Carrió y esta semana lo hará Ernesto Sanz.

El rumbo de crisis en el país, mientras tanto, sigue su marcha rampante. Para percibirlo alcanza con observar los datos “de campo” –la relación entre precios y salarios, la desocupación, el valor del dólar paralelo y las tarifas- y los datos “de segundo piso” –el déficit fiscal creciente, el desequilibrio de la balanza comercial, la crisis de la balanza de pagos y la emisión monetaria sin respaldo-. Todos muestran una progresión crecientemente acelerada.

El rebote social no es menor. Se nota en las calles una agresividad en ascenso, igual que los delitos contra la propiedad y una creciente violencia en estos hechos delictivos. Se ven cada vez más negocios con persianas cerradas en forma permanente, y compatriotas viviendo en la calle, en una cantidad que no se observaba desde hace al menos tres años.

Políticamente, la desorientación del gobierno frente a la crisis que él mismo provocó es incremental. Debiera asumir la actitud madura de respaldarse en una convocatoria honesta a la unidad nacional sin preconceptos invitando a las fuerzas políticas más representativas a cambiar ideas y acordar políticas destinadas a atravesar la crisis atenuando sus efectos en las personas más necesitadas. Eso se haría en cualquier “país serio”. Acá se lo impide su vanidad.

En cambio, el kirchnerismo acentúa sus reflejos autoritarios y busca un nuevo arsenal de enemigos a quienes responsabilizar por una situación que es de su exclusiva responsabilidad. Se aísla más del mundo, anuncia un incremento de su persecución sobre quienes quieren defender sus ingresos del manotazo inflacionario refugiándose en la divisa, persigue con represión la protesta social mientras se muestra impotente ante la delincuencia común, a la que termina justificando, y amenaza con dejar al Estado cooptado por su sector fundamentalista desplazando a los funcionarios que no son absolutamente verticalizados a sus caprichos más esotéricos.

Alguna vez hemos dicho que la política es como un eje en cuyos extremos se encuentra la lucha por acceder al poder (que es lo que interesa a los políticos “profesionales”) por un lado y la lucha por los intereses de aquellos que invoca representar (que es lo que interesa a los ciudadanos) por el otro. La sana política es el arte de encontrar el punto de equilibrio entre ambos propósitos.

La percepción que se siente hoy es que nadie se pone “el país al hombro” y que el centro de gravedad de la acción política se ha desplazado totalmente al primer extremo. El gobierno, preparando su vuelta al llano luego del 2015 y la oposición construyendo su “posicionamiento” de cara a la sucesión son los propósitos marcan la agenda, mientras la crisis avanza raudamente ante un gobierno autista y una oposición alegremente indiferente.

Los argentinos, entre tanto, observan azorados la displicencia con que el poder trata su presente. Mientras los ciudadanos cargan preocupación, el país acumula tensión.


Ricardo Lafferriere

Alguien a cargo, por favor...

El tour por Vaticano y Nueva York significó ubicar en la escena a los jóvenes invitados de La Cámpora y aliados cercanos. La agenda, por el contrario, fue desconectada de la realidad cada vez más dura de la situación nacional.

La valoración del reclamo presidencial puede ser discutible, poniendo el tema en perspectiva. Sin embargo, poco tiene que ver con el acelerado deterioro de la situación interna, que no está pidiendo involucrarnos en luchas globales de largo plazo sino en la solución de problemas crecientes en lo inmediato.

“Crecientes” significa “dirigiéndonos rápidamente hacia una mega-crisis”, que, a diferencia del año 2001, no tiene causas externas sino fundamentalmente internas, como es diagnóstico de la gran mayoría de los analistas políticos y económicos objetivos.

La convención internacional para las reestructuraciones de deuda es un viejo y justo reclamo del “poder político” frente a la tendencia libertina de la globalización financiera. Ni siquiera es propio de los países en desarrollo, en tanto la influencia negativa del tornado financiero global afecta a las economías más desarrolladas. Los últimos años, desde el 2008 hasta hoy, lo han demostrado.

 No es, sin embargo, un tema declamatorio, ni adecuado para la “diplomacia del megáfono”, usualmente dirigida a quienes los viejos políticos de Comité caracterizaban como “el zonzaje” o “la gilada”.  O sea, a nosotros, los ciudadanos de a pié.

Quienes tenemos algunos años recordamos estos “mega-proyectos” que ayudan a adornar las tribunas (como el “Nuevo Orden Económico Internacional”, o las “Metas del Milenio”) pero poco efecto tienen en los episodios calientes de coyuntura, como el que atraviesa Argentina.

Hoy, la urgencia del país no es internacional, sino interna. Una febril inflación que se ha despertado y comienza a desperezarse anuncia que aquel pronóstico que desde esta humilde tribuna hiciéramos en enero de 2014 de una divisa  norteamericana alcanzando los $20 pesos en diciembre no merece ya ridiculización –como entonces- sino que hasta puede ser superada. Y detrás de ese derrumbe del valor de nuestra moneda, lo que sigue: precios desbordados, angustiantes situaciones sociales, desocupación, disolución del salario, y decenas de miles de compatriotas lanzados por la borda de la línea de pobreza.

Tal vez por haberse formado en tiempos lejanos en de la historia reciente, quien esto escribe recuerda que el centro de análisis de los grupos políticos –y gremiales, empresarios y universitarios- de los 60/70 del siglo pasado era el país, su coyuntura y su salidas. Muy pocas veces, si alguna, éstos incluían en la agenda el posicionamiento electoral o partidario. Hoy, esa reflexión retumba por su ausencia.

¿Alguien se está haciendo cargo de lo que pasa, o sigue cada uno privilegiando los símbolos de su imagen en la opinión pública, impostando batallas épicas para la tribuna, elaborando inteligentes frases de marketing o “posicionando” eventuales candidatos con recorridas efectistas?

La sensación que campea entre los argentinos es que pocos tienen al país en su agenda. Ni en el gobierno, pero tampoco en la oposición. No se siente que nadie se “ponga al hombro” la crisis que se acerca. Y eso asusta, más que el dólar que se dispara, la inflación que excluye, la desocupación que angustia, o algún imprevistamente famoso motochorro circunstancial que –hasta él…- está “pensando seriamente en irse del país porque ya no se siente contenido” por una dirigencia indiferente ante la angustia de su gente.

Ricardo Lafferriere


viernes, 26 de septiembre de 2014

Viajar a Marte en Aerolíneas

La inesperada noticia del éxito tecnológico de la India, poniendo en la órbita de Marte un artefacto espacial para fines científicos, está indicando tal vez lo más importante que pasa en el mundo. Un enorme salto adelante, que no es exclusivo de las grandes potencias sino de aquellas de desarrollo intermedio que deciden priorizar la inteligencia y el desarrollo tecnológico, en lugar de seguir dando “ladridos a la luna” por las injusticias globales que no podrán cambiar en el corto plazo.

La nave espacial fue diseñada, construida y lanzada con tecnología desarrollada en el país asiático. Pero tal vez lo más interesante es su costo: Setenta y cinco (75) millones de dólares por todo concepto, la décima parte de lo que costó en Estados Unidos el proyecto de exploración de Marte.

Ha sido una lección de inteligencia tecnológica, estratégica y de optimización de recursos. El presidente indio se solazó comparando el costo del proyecto con el presupuesto de la película “Gravity”, superior en treinta millones de dólares a lo que costó el desarrollo tecnológico indio.

Para los argentinos, tal vez podría ser más ilustrativo compararlo con otra cifra: el subsidio que el pueblo argentino le da a los compatriotas que viajan en avión y a los directivos de AA, cuyo promedio desde que se estatizó la empresa alcanza a dos millones y medio de dólares diarios.

Los indios pusieron un artefacto científico orbitando alrededor del planeta Marte, luego de recorrer sesenta millones de kilómetros, al costo equivalente a dos meses de déficit de Aerolíneas.

Algunos tenemos todavía sangre en las venas y sentimos en las vísceras el deterioro imperdonable que el peronismo en su versión kirchnerista le ha provocado y le está provocando al país. Ellos, sus sostenes, sus socios y sus cómplices. La indignación crece al ver la diferencia entre lo que podríamos ser y lo que somos, entre lo que podríamos haber hecho y lo que hicimos.

Luego de diez años de tirar por la borda los mejores años de la historia económica argentina y de llevarnos a la crisis en la que nos adentramos día a día por la incapacidad de gestión y los caprichos presidenciales, terminamos paralizando todos los proyectos públicos y deteniendo la ejecución presupuestaria en lo que no sea sueldos. Esta suspensión no alcanza entre otras cosas a los subsidios a Aerolíneas, ni a los fondos destinados al “Fútbol para Todos”, ni a los gastos de publicidad oficialista ni la “cadena de la felicidad” para periodistas, jueces, fiscales, legisladores y artistas alineados. Y de “yapa”, desatamos una inflación desenfrenada y vaciamos las reservas.

El mundo avanza, mientras profundizamos el aislamiento y la insignificancia internacional. El viaje al Vaticano para llevarle al Papa un kilo de chorizos, y a Nueva York para entrevistarse con el mayor especulador financiero del mundo y atacar gratuitamente a países amigos alimentando el patrioterismo de los ingenuos es la contracara de lo que podríamos estar haciendo, simplemente, con un gobierno sensato, interesado en el futuro del país y de su gente y con una auténtica vocación nacional.


Ricardo Lafferriere

jueves, 25 de septiembre de 2014

Alguien a cargo, por favor…

El tour por Vaticano y Nueva York significó ubicar en la escena a los jóvenes invitados de La Cámpora y aliados cercanos. La agenda, por el contrario, fue desconectada de la realidad cada vez más dura de la situación nacional.

La valoración del reclamo presidencial puede ser discutible, poniendo el tema en perspectiva. Sin embargo, poco tiene que ver con el acelerado deterioro de la situación interna, que no está pidiendo involucrarnos en luchas globales de largo plazo sino en la solución de problemas crecientes en lo inmediato.

“Crecientes” significa “dirigiéndonos rápidamente hacia una mega-crisis”, que, a diferencia del año 2001, no tiene causas externas sino fundamentalmente internas, como es diagnóstico de la gran mayoría de los analistas políticos y económicos objetivos.

La convención internacional para las reestructuraciones de deuda es un viejo y justo reclamo del “poder político” frente a la tendencia libertina de la globalización financiera. Ni siquiera es propio de los países en desarrollo, en tanto la influencia negativa del tornado financiero global afecta a las economías más desarrolladas. Los últimos años, desde el 2008 hasta hoy, lo han demostrado.

 No es, sin embargo, un tema declamatorio, ni adecuado para la “diplomacia del megáfono”, usualmente dirigida a quienes los viejos políticos de Comité caracterizaban como “el zonzaje” o “la gilada”.  O sea, a nosotros, los ciudadanos de a pié.

Quienes tenemos algunos años recordamos estos “mega-proyectos” que ayudan a adornar las tribunas (como el “Nuevo Orden Económico Internacional”, o las “Metas del Milenio”) pero poco efecto tienen en los episodios calientes de coyuntura, como el que atraviesa Argentina.

Hoy, la urgencia del país no es internacional, sino interna. Una febril inflación que se ha despertado y comienza a desperezarse anuncia que aquel pronóstico que desde esta humilde tribuna hiciéramos en enero de 2014 de una divisa  norteamericana alcanzando los $20 pesos en diciembre no merece ya ridiculización –como entonces- sino que hasta puede ser superada. Y detrás de ese derrumbe del valor de nuestra moneda, lo que sigue: precios desbordados, angustiantes situaciones sociales, desocupación, disolución del salario, y decenas de miles de compatriotas lanzados por la borda de la línea de pobreza.

Tal vez por haberse formado en tiempos lejanos en de la historia reciente, quien esto escribe recuerda que el centro de análisis de los grupos políticos –y gremiales, empresarios y universitarios- de los 60/70 del siglo pasado era el país, su coyuntura y su salidas. Muy pocas veces, si alguna, éstos incluían en la agenda el posicionamiento electoral o partidario. Hoy, esa reflexión retumba por su ausencia.

¿Alguien se está haciendo cargo de lo que pasa, o sigue cada uno privilegiando los símbolos de su imagen en la opinión pública, impostando batallas épicas para la tribuna, elaborando inteligentes frases de marketing o “posicionando” eventuales candidatos con recorridas efectistas?

La sensación que campea entre los argentinos es que pocos tienen al país en su agenda. Ni en el gobierno, pero tampoco en la oposición. 

No se siente que nadie se “ponga al hombro” la crisis que se acerca. Y eso asusta, más que el dólar que se dispara, la inflación que excluye, la desocupación que angustia, o algún imprevistamente famoso motochorro circunstancial que –hasta él…- está “pensando seriamente en irse del país porque ya no se siente contenido” por una dirigencia indiferente ante la angustia de su gente.


Ricardo Lafferriere


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Cambio

En una definición que generó muchas esperanzas, la presidenta expresó hace ya varios años, en su diálogo con Ángela Merkel, que Alemania era el modelo que le gustaría tomar para nuestro país.

Pasó agua bajo el puente. Y varios años de gestión. Hoy, las definiciones son otras.

Entrevistarse con George Soros, en lugar de ser recibida por Barak Obama. Enorgullecerse porque en el mundo se está diciendo que la Argentina se parece a Arabia Saudita. Reemplazar a su orgullo de pertenecer al G-20 junto a los países más avanzados, por la íntima amistad con Venezuela, país con el que compartimos el discutible mérito de encabezar la mayor tasa de inflación mundial. Mientras, su Jefe de Gabinete declara que “Alemania siempre fue hostil con nosotros”…

¿Qué pasó en estos años? La respuesta puede ser variada, tan variada como las coyunturas atravesadas que han sido acompañadas de novedosos y sucesivos enemigos virtuales –ya que no reales-: el campo, el “imperio”, la prensa, la justicia, “la oposición”, dirigentes gremiales díscolos, empresarios “concentrados” que dejaron de ser dóciles, bancos, y otros fungibles enemigos tan coyunturales como los arranques presidenciales.

Sin embargo, una constante se ha mantenido invariable: el desmantelamiento institucional. En cada uno de los conflictos anteriores hubo avances y retrocesos, idas y vueltas. En el creciente raquitismo del estado de derecho la dirección ha sido unívoca.

Ahí está, sin dudas, la causa de los principales males argentinos, desde la inflación a la inseguridad, desde el estancamiento hasta la insignificancia internacional. Un poder indiferente a la ley, para el que los derechos ciudadanos existen sólo si la política los reconoce, la división de poderes reemplazada por el omnímodo poder presidencial y el federalismo sólo un recuerdo simbólico de aspiraciones pasadas. Su patético apoyo a la gestión feudal del gobernador de Formosa es apenas una muestra.

Esa desarticulación es la que ha abierto las puertas a que políticas decisivas para el futuro estratégico del país se decidan en el secreto de los despachos. Las grandes obras de infraestructura con sobreprecios notables, la (inexistente) política educativa, los contratos secretos con empresas petroleras, las múltiples líneas de clientelismo presentadas como “políticas sociales inclusivas”, la (inexistente) lucha contra el narcotráfico durante toda la década que ha eclosionado en la imbricación de las redes delictivas con escalones importantes del poder, la impostura de la impunidad ante el delito invirtiendo los términos de cualquier sociedad civilizada, la indiferencia ante la angustiante vida cotidiana por el exponencial crecimiento de la inseguridad retrocediendo a tiempos ya olvidados y la degradación ética de la función pública. Ese es el resultado del desmantelamiento institucional.

Alemania logró lo que logró y entusiasmó entonces a la presidenta porque dejó en el pasado su pasado, edificando sobre sus ruinas un sistema político ejemplar, un respeto sacrosanto a las libertades públicas, políticas de solidaridad social escrupulosamente separadas del clientelismo, una vocación de integración que la llevó a liderar la unidad continental sin cerrar sus mercados desde su derrota en la 2ª. Guerra Mundial hasta hoy, y en los últimos tiempos por liderar una reconversión energética dirigida a sustituir las fuentes primarias hidrocarburíferas por renovables, que ya aportan más de un tercio de la capacidad generadora germana.

Hoy, la presidenta no habla más de Alemania. Ha cambiado. No ha sido, sin embargo, un cambio en la dirección del futuro. Su orgullo es parecerse a Arabia Saudita, ser amiga del régimen venezolano, reunirse a solas con un especulador global, trasladarse medio siglo hacia atrás en la historia y seguir, como don Quijote, peleando contra molinos de viento que no existen, a pesar de los esfuerzos por revivirlos que oscilan entre lo tierno y lo grotesco.

El país, mientras tanto, prepara su futuro. Lo hace la oposición y lo hace su propio partido. Cada uno desde su respectivo posicionamiento. Un candidato presidencial anunciando la anulación del corralito aduanero que nos impide exportar y la racionalización del sistema impositivo. Otro candidato 
presidencial, recorriendo el Silicon Valley para impregnarse de la revolución científica y técnica. El mayor frente opositor definiendo con claridad su compromiso institucional y la finalización de la corrupción sistémica. Hasta el candidato oficial destaca su decisión de “recuperar el camino del crecimiento” sin ocultar que sólo se puede recuperar lo que se ha perdido.

Todos, sin embargo, coincidiendo en que ese futuro tiene muy poco que ver con el que la presidenta se empeña en intentar revivir. No quieren conflictos sino coincidencias; no quieren corrupción generalizada, sino escuchan el reclamo general por la honestidad en la función pública; no quieren ser rehenes de los delincuentes, sino políticas coherentes de seguridad; no quieren aislarse del avance del mundo, sino sumarse a la portentosa revolución científica y técnica con la gigantesca capacidad transformadora de los argentinos. No pretenden liderar hacia el pasado, sino que anuncian que su meta está en el futuro, el de un mundo en paz, abierto y democrático, ese que no existe en el “relato” oficial de incertidumbres, conflictos y mentiras.

Todos anuncian un cambio. Pero otro, que justamente marcha en una dirección exactamente opuesta al relato, aunque en algunos casos lo disimule.

Ricardo Lafferriere


lunes, 8 de septiembre de 2014

Alternativa o testimonio, el dilema radical

Hace un par de años, más precisamente en el 2011 comenzó a profundizarse el reacomodamiento electoral de la sociedad, como grandes placas tectónicas que se movían en lo profundo de la opinión pública. Sostuvimos entonces que la opción “izquierda-derecha” (o si se prefiere, de “progresistas-moderados”) no expresaba ya –si es que alguna vez lo hizo- la contradicción predominante entre los argentinos.

Decía también que el fundamento último  del juego político no es ni fue el conflicto ideológico –que suele calificar las alternativas sólo en contadas excepciones- sino una pulsión antropológica. Las sociedades necesitan la existencia del “poder” como campo ordenador de la convivencia. No existe en el mundo, ni en la historia, ni una sola sociedad en la que el poder no exista.

Sobre estas dos afirmaciones y la observación del país sostenía que en las sociedades democráticas, en las que el poder deriva de la decisión ciudadana, las miradas ideológicas sólo “califican” el debate político, el que, sin embargo, se resuelve por otras percepciones, más vinculadas a la capacidad de gobernar que al preciosismo ideológico.

Esta cualidad, en la intuición de los votantes, es plurivalente. Incluye la capacidad de conformar coaliciones amplias, de disciplinar a la mayoría detrás de una gestión, de contar con un entramado de relaciones más o menos confiables con los distintos sectores que otorguen al gobierno la necesaria empatía ciudadana, la creencia en la existencia de equipos de gobierno más o menos capacitados, y, en fin, las características personales de quien ejerce el liderazgo. Ninguna de estas cualidades solas, sino la conjunción de ellas, es lo que define la decisión final y solitaria del ciudadano frente a la urna, que puede decidir votar una oferta con la que no termina de identificarse, pero que siente que está en mejores condiciones para gobernar.

Desde esa perspectiva, la Argentina ha elegido coaliciones de gobierno “de facto” con estas características siempre. Así fue el “alfonsinismo”, el “menemismo”, la “Alianza” y el kirchnerismo.
Desde la implosión del 2001, el espacio antropológico del poder ha sido paulatinamente ocupado en su totalidad por la última de las coaliciones mencionadas. Frente a ella, el error opositor fue creer que lo adjetivo, lo “ideológico”, era lo que interesaba a los ciudadanos, y descuidaron la formación de la coalición alternativa.

Ese papel lo había cumplido históricamente el peronismo –cuando el radicalismo era gobierno- y el radicalismo –cuando quien gobernaba era el peronismo-. La implosión radical, en la crisis del 2001/2002, no fue seguida de su reconstrucción como partido de poder, sino por el vano intento de forzar a la sociedad a una polarización ideológica que no la representa.

Decíamos entonces, ubicados en el lugar de un ciudadano argentino preocupado: el radicalismo debe decidir si retoma su papel en el sistema político argentino de articular una coalición alternativa de poder, con todo lo que ello implica y demanda, o si opta por convertirse en un partido testimonial. Ambas alternativas son posibles y respetables. Pero son diferentes.

En el primer caso, debía “abrir sus brazos” para incluir al gran abanico de las clases medias republicanas, rivales naturales del modelo populista. Fue su papel tradicional, incluyendo a los más “progresistas” y los más “moderados”, los “Yrigoyen” y los “Alvear”, en su juego interno democrático. En términos prácticos de la política de hoy, esos pilares son, en sus flancos, el PRO y el socialismo, que junto a los radicales expresan las tres grandes expresiones de las clases medias argentinas no populistas.

Si elegía el segundo, se reduciría forzosamente hasta su insignificancia. Sus restos pasarían a convertirse en el ala derecha del socialismo y en el ala izquierda del PRO, dando riqueza de matices a proyectos ajenos. Pero desaparecería como “partido de poder”.

Lo que debe también decirse es que si abandona el papel que la sociedad imaginaba de él, ese papel será ocupado por otro. Los sistemas políticos reemplazan sus eslabones faltantes. Los partidos no son eternos, sino apenas categorías históricas que subsisten mientras son útiles para representar su papel en el juego grande de la política.

Quienes fueron y podrían ser aún votantes radicales mayoritariamente esperan y les gustaría que el viejo partido reasuma su papel histórico, sirviendo de columna vertebral articuladora de la coalición alternativa. Quienes aspiran a reemplazarlo en este papel están satisfechos con su dureza ideológica y consecuente desgranamiento, medrando con los restos de su viejo prestigio.

Curiosamente, muchos de sus cuadros y dirigentes nacionales radicales parecieran preferir un presente híbrido que reduce los espacios de justificación para actitudes contradictorias en su geografía, cargadas de un dogmatismo esclerosado en su discurso nacional  coexistiendo con una pragmática vitalidad que se resiste a morir en los distritos en los que conserva vocación de poder.

También decíamos entonces que al radicalismo se le abría una oportunidad de volver a entrar en la historia, pero que la historia no se detendría esperando al radicalismo. Tal vez todavía tenga tiempo, aunque no mucho.

Ha aparecido en el escenario una fuerza que pareciera recorrer el camino inverso: desde su originaria identidad testimonial como heredero del antiguo pensamiento liberal ha ampliado sus límites hacia una fuerza de gobierno con vocación de poder, incluyendo en su seno testimonios del arco de pensamiento democrático republicano que antes canalizaba el radicalismo, sin los “límites” marcados por la adjetivación ideológica. Es decir, con una potencialidad de desarrollo más eficaz, desde la perspectiva de la funcionalidad de la democracia de alternancia.

Sin embargo, es probable que no alcance, salvo el dramatismo de situaciones traumáticas. Hacen falta todos. Una construcción que no abarque esa amplitud abre la seria chance de que la alternativa a la actual gestión termine desplazada al interior del propio bloque populista, del que la sociedad presume que, pasado el chisporroteo electoral, volverán al mismo cauce sosteniendo al gobierno que resulte elegido. Como en 1989 y en 2003. Una vez más los ciudadanos habrán elegido a quien puede gobernar, desechando a quienes ven la política como mero un testimonio.


Ricardo Lafferriere

domingo, 7 de septiembre de 2014

Un ajuste insoportable

Ya llegamos. Como lo veníamos advirtiendo desde hace tiempo –no sólo nosotros, sino numerosos especialistas que saben más- el rumbo económico asumido por CK conducía inexorablemente a ésto: un gigantesco desajuste estructural, en cuya base estuvo el fogoneo artificial de la demanda y cuyo epifenómeno es la inflación, retroalimentada por un gigantesco déficit público.

Ese desajuste, como todos, condujo al ajuste que el kirchnerismo se resiste a reconocer y que, en consecuencia, la realidad económica impone por su propio peso a través del proceso inflacionario también creciente.

Los datos económicos marcan quienes no pierden con la inflación. El único sector que muestra ganancias extraordinarias es el financiero. En la otra cara, sufren son los salarios, y con ellos la producción industrial que se retrae, arrastrando al comercio y los servicios. Los locales cerrados, la reducción de horas extra, los despidos, la desesperación por defender el valor del salario refugiándose en la divisa, son hechos que ya hemos conocido en el país y que –lamentablemente- sabemos cómo terminan. Todos son el resultado de la irresponsabilidad y de la desconfianza.

La semana pasada hablábamos del horizonte optimista de los próximos años. Ahora, aunque sea menos entusiasmante, enfocamos el horizonte difícil de los próximos meses. En ellos chocarán las recetas del “mejor ajuste”, frente al intento oficial de ocultarlo con medidas policiales cada vez más amplias que profundizarán la tensión económica, social y delictiva.

Cualquier ajuste es antipático, tanto como lo fue la falsa simpatía que llevó al desajuste. Gastar más de lo que se puede conduce, en algún momento, a reducir los gastos para nivelar las cuentas. Lo primero es lindo. Lo segundo es feo, pero es consecuencia de lo primero. Hoy deberíamos poner en reflexión en tono maduro los mejores caminos para evitar innecesarios costos sociales y volver a crecer, luego de doce meses consecutivos de caída en la producción industrial, del comercio, de los salarios y de la recaudación real.

En el centro del desequilibrio está el descomunal déficit público. Los caprichos van desde agregar alegremente erogaciones financiadas por emisión sin respaldo hasta desinteresarse por la calidad de lo gastado. Son injustificados, en esta situación, el subsidio a los que vuelan en avión a través del déficit de Aerolíneas, el dispendio en compromisos innecesarios como el reconocimiento de intereses punitorios en la renegociación con el Club de Paris por la esclerosis ideológica que atrasa medio siglo de negar la intervención del FMI, el subsidio a consumos innecesarios desmotivando la austeridad como lo son las mega-transferencias a la energía, el transporte y demás servicios, y el festival de billetes de $ 100 por el otro capricho, el de no imprimir moneda de $ 1000 y $ 500 –que reduciría el precio de fabricar moneda, porque cada billete cuesta lo mismo, sea de $ 2 o de $ 1000-, los gastos ocultos en la nueva “cadena de la felicidad” para alinear periodistas, artistas, jueces, sindicalistas y legisladores o la vergonzosa actitud de recorrer el mundo pasando el sombrero ante los nuevos “amigos” de costosas contrapartidas.

Este desajuste golpea más cuando la economía retrocede, ante la enorme desconfianza producida por decisiones de escasa legalidad que han llevado a todos a una actitud defensiva, al enfrentarse a los dislates cleptocráticos de la administración.

Ahora hay que ajustar. Ocultarlo es cínico y lleva a no discutir cómo hacerlo. Reconocerlo, sin embargo, obliga a extremar la sensibilidad y el compromiso con la gestión para evitar males mayores.

Desde esta columna y sin compromisos con la política agonal debemos decirlo. Porque una cosa es conducir ese ajuste con racionalidad, y otra es que lo imponga la realidad, como está ocurriendo, castigando inexorablemente a los más débiles. O acercarnos a la hiperinflación…

Al ajustar, se debe optar. No parece justo hacerse eco de quienes alegremente levantan la bandera de los despidos, aun concediendo que el personal del sector público ha crecido sin justificación de eficiencia. Un momento de recesión no es el mejor para corregir esa distorsión. No lo es para la economía, y no lo es para los miles de compatriotas posiblemente afectados.

Sí parece adecuado terminar con los mega-subsidios a los servicios. Reducirlos nos acercaría al comportamiento de un país consciente de lo que cuestan las cosas y permitirá a los ciudadanos diseñar sus estrategias individuales de sobrevivencia. Para cualquier compatriota, no es lo mismo controlar al máximo el gasto en energía en su casa, optimizar el uso del agua potable y cuidar el consumo  de gas, que carecer de ingresos porque se ha interrumpido el aporte mensual del salario. Y los subsidios en este año prácticamente equivalen al déficit fiscal.

No debiera existir ni un peso más de subsidio para Aerolíneas, reducirse sustancialmente los del transporte de larga distancia y rediseñarse las tarifas de transporte de corta distancia con planes eficaces e inteligentes que no golpeen el presupuesto de los que lo utilizan para trabajar o para concurrir a establecimientos educativos o tarifas especiales para situaciones como discapacitados, jubilados y pensionados. Pero deben reflejar el costo real para el resto de los ciudadanos, porque el servicio cuesta y no es que el subsidio vaya en la cuenta de la Divina Providencia, sino de alguien que, en el otro extremo del circuito económico, está pagando por él.

El “Fútbol para Todos” debe financiarse con ingresos privados. Las contrataciones públicas debieran ajustarse en su transparencia. Informaciones que trascienden a través de empresarios y funcionarios de carrera muestran que la opacidad –como el contrato con Chevrón, o varias obras públicas con destino licitatorio “preacordado”- incluyen ingentes sobreprecios que golpean sobre el gasto. No pueden continuar. No deben continuar.

Para amortiguar la transición hacia el rebote de una economía productiva debe recurrirse al crédito externo. Lo hace el 95 % del mundo. No hacerlo agravará duramente esa transición, entre otras cosas porque necesitaríamos entre 15 y 20.000 millones de dólares adicionales por año hasta el 2020 para pagar los vencimientos externos de los canjes de Néstor y Cristina. Sin fondos externos, ellos golpearán fuertemente aún más el salario y la actividad económica.

Para conseguir financiamiento deben normalizarse las cuentas públicas, las relaciones con el sistema financiero nacional e internacional y la seriedad en la ejecución presupuestaria. El Congreso es quien debe decidir sobre el presupuesto, los impuestos, los gastos y la deuda. No el capricho presidencial, la irresponsabilidad adolescente cargada de un ideologismo de otra época o la tentación de convertir en consigna de lucha una obligación judicial como la chantada del “patria o buitres”.

Llegaremos a una Argentina nuevamente en marcha. Hay consenso sobre ésto en la mayoría de los dirigentes, de las diversas fuerzas políticas. No falta mucho, apenas menos de un par de años. Pero hasta ese momento, deberemos atravesar la condena que los propios argentinos nos auto-impusimos.

Atravesar este período debiera convocar desde ya al acuerdo entre los postulantes presidenciales con más chances, que por encima de su divisa partidaria son “com-patriotas” de un mismo país, para atenuar el temor a lo inmediato con la claridad de un puerto de llegada seguro que anuncie el nuevo tiempo. 

Ésto, entre otras cosas, ayudará también a atravesar la última prueba a que nos somete el destino al fin de la administración K: un ajuste insoportable.


Ricardo Lafferriere