sábado, 24 de enero de 2015

El “Judenrat” y el “Judío oficial”

Luego de la derrota alemana y la liberación de los campos de concentración fue cobrando espacio en los debates de posguerra el papel que habían desempeñado los “Judenrat”. 

Se dio este nombre a las “autoridades” judías que existían en los “guetos”, designadas por los nazis de entre los rabinos o personajes comunitarios más importantes, que actuaban de intermediarios entre las autoridades nazis y los internados. El caso paradigmático más recordado es el de Mordechai Chaim  Rumkowski, quien gobernó el gueto de Lodz (Polonia) como un dictador, siendo un activo colaborador de los nazis y que se rodeaba una una pompa real, haciéndose llamar “Chaim I”.

Sus funciones eran varias. Entre ellas, las más discutibles eran las de ayudar a los nazis a “elegir” a los que tendrían el destino del asesinato en los centros de la muerte, el trabajo forzado o el destino más confortable como asistentes en servicios diversos –administrativos, enfermería, limpieza, y hasta policía- en el funcionamiento de los guetos. No era menor. Podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Desempeñaban una tarea de mediación y en este sentido lograban un claro “status” superior al de los judíos comunes. La función implicaba una especie de protección y permitía una cierta cuota de poder, confort y “prestigio” para los que la desempeñaban.

Ambas cosas durarían lo que durara la situación macabra, pero el futuro distinto se veía tan lejano que el beneficio inmediato parecía más que rentable.

La derrota alemana terminaría con ellos. Terminada la guerra y despejado el horror, las conductas comenzaron a juzgarse con los cartabones de la civilización recuperada. La figura de los “Judenrat” pasaría a la historia como la más despreciable de las actitudes de integrantes del pueblo masacrado. Sus “parientes cercanos” en tiempos más normales fueron los “judíos oficiales”.

Escuchando las escuchas y leyendo la formidable denuncia de Alberto Nisman la convocatoria reflexiva de esta figura es obsesiva al intentar comprender el motivo de un participante central. Surge una y otra vez la tensión entre el esfuerzo por cumplir una orden presidencial atroz, enfrentada a la conciencia. Pero a la vez la evidencia que el banal propósito de encontrar alguna mínima grieta que permita no romper del todo los lazos con la comunidad de historia, de sangre y de afectos, se fue convirtiendo cada vez más en una misión imposible.

El levantamiento de las “circulares rojas” era el único motivo que “enganchaba” a Irán con el proyecto presidencial de impulsar el “Memorando de entendimiento”. Pero justamente era a la vez el límite que no podía atravesarse si se intentaba mantener aunque sea una delgada línea de afinidad a la historia, la cultura, la solidaridad y la lealtad con la comunidad de pertenencia.

¿Cómo hacer algo y a la vez no hacerlo? ¿Cómo escapar al dilema ético?

Esto es peor que los Judenrat. Allí la opción era el daño a los demás o el daño propio. Aquí se enfrentó el daño a los demás con el beneficio propio.

Eso se ve una y otra vez en el proceso. Comprometerse a su aceptación, pero luego ser reticente para cumplir lo firmado. Acordar con los responsables del atentado genocida contra su pueblo, porque así se le había ordenado, pero a la vez dificultar luego la ejecución de lo firmado –consciente o inconscientemente- llevando el proceso a un punto muerto. A cambio de conservar un puesto y disfrutar sus beneficios, terminar mintiendo a todos. 

Los “Judenrat” defendían su función con el argumento que entregando algunos a la muerte, se podían salvar otros del exterminio total. En este caso, sólo se trató de soportar en silencio la calificación de “ruso de m…” por los socios criminales de sus patrones. Y cobrar a fin de mes.

En la lejana y obviamente abismal diferencia de circunstancias entre ambas situaciones la figura del “Judenrat” y su pariente más benigno, el “Judío oficial”, vuelve a ser objeto de reflexión, mostrando la vieja verdad de la filosofía: los grandes interrogantes de la conciencia humana se reiteran a través de los años, de los lugares y de las circunstancias. Atraviesan culturas y épocas. Son tan permanentes como la propia condición humana.

Ricardo Lafferriere




jueves, 22 de enero de 2015

Nada nuevo...

Tomando un título prestado del Buenos Aires Herald, la Sra. Presidenta lo ha relacionado con una afirmación, reiterada luego por todo su equipo de funcionarios, aludiendo al “desplome” de la denuncia realizada hace poco más de una semana por el Fiscal Nisman.

Curiosamente, coincidimos con la primera parte: la denuncia no dice nada nuevo, ni expone hechos que la opinión pública no conociera. Todo el debate sobre el vergonzoso acuerdo con Irán que desembocara en el “Memorando de entendimiento” es el objeto central de esta denuncia, y fue desmenuzado en oportunidad de su debate parlamentario.

¿Qué agrega la denuncia a estos viejos hechos? Pues nada más y nada menos que desnudar su proceso de gestación y los verdaderos motivos que lo impulsaron.

“Una novela”, dicen a coro los voceros del partido oficial, alineado verticalmente tras el relato exculpatorio. Y exactamente eso es lo que parece, aunque superándola. Ni el mejor de los novelistas hubiera podido imaginar la atrocidad que significa planificar y ejecutar un proceso en el que las autoridades democráticas de un país renuncien a investigar un crimen colectivo declarado ya “de lesa humanidad”, a cambio de abrir la puerta a beneficios materiales. Y a culminar con la muerte violenta del investigador que descubre la cadena de hechos delictivos.

Sin embargo, no es nada nuevo. Todos los argentinos de buena –y de mala- fe, saben que eso es lo que ocurrió. A tal punto que el Convenio, a pesar de haber recibido el apoyo desmatizado de una mayoría oficialista acrítica, ha sido declarado inconstitucional y no ha logrado ser puesto en vigencia, a más de un año de su aprobación.

Ni siquiera ha sido ratificado por la contraparte iraní, que una vez que comprobó su inoperancia para levantar las “circulares rojas” para sus funcionarios, se desinteresó de tal engendro y siguió haciendo negocios con privados, sin alterarse demasiado.

La denuncia de Nisman es completa, exhaustiva, medulosa. Acredita hechos que en cualquier país serio del mundo hubieran provocado el derrumbe del gobierno. ¿Alguien puede imaginar cómo hubiera reaccionado la opinión pública y la política norteamericana, por ejemplo, si advirtiera que su presidente renuncia a la persecución penal de los autores del atentado a las Torres a cambio del petróleo de Afganistán o de Irak? ¿Alguien imagina a legisladores republicanos sosteniendo a Bush o demócratas haciendo lo mismo con Obama si se comprobara un extremo tan siniestro?

Hay, sin embargo, una diferencia sustancial. Aún en la capital del “imperio”, con todos sus vicios y deformaciones, corruptelas y maniobras, la defensa del interés de su país sigue siendo exigida por la opinión pública y observada como un valor irrenunciable por la totalidad de la dirigencia política y legisladores electos.

En pocos países del mundo  –tal vez, en la Venezuela chavista, y algún otro país con sistemas políticos marginales- la dirigencia política puede expresar el respaldo acrítico a medidas que bastardean la dignidad internacional de su país, la renuncia a valores básicos de su honor nacional, o sostener una mentira develada con la obsesión del marido infiel que enfrenta las pruebas evidentes. 

Eso es lo que vimos acá en el Congreso, cuando la mayoría oficialista aprobó el engendro, y ayer mismo cuando la dirigencia justicialista en pleno se exhibió bailando sin ninguna vergüenza -ni propia, ni ajena- al ritmo de los chiflados vaivenes interpretativos de una cuenta de Facebook.

La denuncia del fiscal Nisman no es una sentencia. Es, justamente, una denuncia. Una abogada, exitosa o no, debiera conocer las diferencias. Se estudian en Derecho Procesal Penal.

 Las apabullantes pruebas en la que se funda la denuncia del Fiscal –coherente, sistematizada, cronológicamente hilvanada, articuladora de hechos ocultos con actos públicos que forman parte del conocimiento general- no sólo ameritan sino que obligan a una investigación imparcial. Si el Fiscal suicidado-asesinado no la hubiera realizado, habría incurrido en violación de su deber como funcionario judicial. Cumplir con su deber le costó la vida. En “democracia”…

Dependerá ahora de la justicia seguir las líneas de investigación y ratificar –o no- las pruebas que a él lo llevaron a esa convicción. Y a las partes –acusatoria y acusadas- intervenir en el juego de la ley procesal, impugnando lo que crean, ofreciendo pruebas y tratando de demostrar su inocencia o culpabilidad. Por mi parte, con esas pruebas mencionadas  y la experiencia política de haber vivido en este país nuestro en las últimas décadas, me alcanza para convencerme de su veracidad.

Nada nuevo. Pero claramente veraz y verosímil. No lo oculta ni siquiera el inefable esfuerzo dialéctico de un prestigioso ex Juez de la Corte buscando la forma de “hacer zafar” a la presidenta y demás denunciados con argumentos leguleyos de grosera factura, como si se tratara de una asociación para robar tres gallinas y no para encubrir un delito de homicidio en el que perdieron la vida ochenta y cinco personas, declarado “de lesa humanidad” por la justicia de su país. No discutiendo si los hechos existieron o no, sino “su encuadramiento como figura penal típica”.

Todos sabemos que los hechos existieron. El esfuerzo –y el mérito del Fiscal, que le costó la vida- es hacer lo que pocos hacemos: el trabajo sistemático, jurídicamente persistente, en el marco de la ley procesal, de encontrar suficientes fundamentos para la verdad que trasciendan la intuición.

Justamente si de algo está en las antípodas es de la ligera afirmación “no tengo pruebas, pero tengo certezas”, que con liviandad incluyera la primera magistrada en uno de sus posts en Facebook.

La denuncia de Nisman, apoyada sólidamente en pruebas difícilmente rebatibles, avanza gravemente hacia la certeza. Deberá ser la justicia la que, de una vez por todas y en forma ejemplar, demuestre a los argentinos que a pesar de no haber “nada nuevo”, esta vez algo termine distinto.

Ricardo Lafferriere



La pregunta

“Abreviemos las palabras frente a los grandes hechos”.

El viejo precepto de Quintiliano retumba hoy reclamando silencio, como opción a las palabras vanas.

Las palabras han sido despojadas, en este querido país nuestro, de significación auténtica. 

Demasiadas palabras han ocultado demasiadas cosas, durante un lapso que lleva ya una década.

Anoche mismo, cinco carillas de palabras presidenciales –de quien, en otros tiempos, solía reclamar el sólo título de “primera ciudadana”- ocultan tras una sucesión de autoreferencias biográficas que a nadie interesan, dudas sucesivas a las que debiera responder más que formular, y descrédito inmisericorde de quien ha dejado su vida por desempeñar su función como se lo dictaba su conciencia, trataron de ser una vez más el escudo que oculte responsabilidades propias y funcionaran como atajo exculpatorio.

Hipótesis diversas se han echado a rodar por redacciones, conciliábulos, cálculos mezquinos, opinólogos de toda laya y desde los más diversos abordajes. “El gobierno”, “Él mismo, que no soportó la presión”, “la guerra de servicios”, “los iraníes junto a los servicios K que trabajan con ellos”, “los servicios desplazados por los K, que lo manejaban”, “el Mosad y la CIA” …. y así hasta casi el infinito.

En el interín, la justicia argentina ofrendó la vida de un fiscal, tal vez el más honroso y sufrido de los funcionarios del Poder Judicial, sujeto a presiones de delincuentes, víctimas ansiosas, funcionarios corrompidos, mafias sanguinarias y una formación jurídica que conforma la alianza entre su compromiso ético con la verdad y con la ley, por encima del poder y la conveniencia, y su prueba por los procedimientos previamente establecidos, bajo el estricto control de las partes, de sus superiores y de la instancia de contralor que es dueña de su carrera.

Un Fiscal de la Nación Argentina ha entregado su vida.

No sabe quien esto escribe quién tiró del gatillo del arma que disparó su muerte. Como antiguo abogado formado en el derecho clásico y la experiencia de viejo dirigente de la lucha por recuperar la democracia argentina debe decir que le martilla la mente sólo una pregunta:

Si el Fiscal cuya muerte nos lastima a todos no hubiera formulado hace apenas una semana la grave denuncia penal contra la Presidenta de la Nación, dos de sus ministros, un Diputado Nacional, un dirigente piquetero y un militante neo-fascista de izquierda… ¿estaría hoy muerto?

Podemos responder esta pregunta con un simple ejercicio intelectual de imaginación y sentido común, con un par de palabras: probablemente no. Cumplir con su deber le costó la vida.

La democracia es, aún, una meta inalcanzada. No se llega a ella sólo votando sino ejerciendo nuestra ciudadanía por encima de cualquier alineamiento político y convicción ideológica. Los argentinos que en menos de 24 horas respondieron con la espontánea movilización saludando a quien será ya para los tiempos un mártir del estado de derecho nos muestra que en el fondo de nuestro pueblo vive el sentido de país que en ocasiones extrañamos, pero que como en las grandes marchas del 2012, y antes en el 2008, y antes en 1983, sienten aún que conforman una Nación de la que son sus ciudadanos.

Ante tan terribles momentos como los que vivimos, podemos recuperar la esperanza. Esta etapa de pesadilla terminará. Volveremos a vivir bajo la Constitución y las leyes. Podremos discrepar sin que nos maten. La Justicia podrá funcionar sin grotescas presiones que la distorsionen. Florecerán nuevamente las palabras cargadas de sentido. 

Y será entonces el momento de rendir con recogimiento el homenaje permanente a quienes, como Alberto Nisman, habrán abonado con su sangre ese camino.


Ricardo Lafferriere

domingo, 11 de enero de 2015

El terrorismo, la libertad, la prensa y los argentinos

No se vio a ningún funcionario nacional en el acto de solidaridad realizado el domingo 11 frente a la Embajada de Francia. Sí del resto del arco democrático.

La ausencia no se debió, sin dudas, a una coincidencia de método con el ataque terrorista. Sería atrevido decirlo. Pero sí evidenció la misma pulsión que el contenido de la declaración del gobierno nacional al respeto del atentado: contra el terrorismo, pero sin decir ni una palabra sobre la libertad de prensa. Igual que el de Rusia. Y el de China. La libertad de prensa es mala palabra para esta “forma” de democracia “nacional y popular” practicada por el kirchnerismo y sus “nuevos amigos”. Podría significar contaminarse de “neoliberalismo” o entenderse como un apoyo “a occidente”...

Dos formas de “democracia”. Las divide la libertad de expresión. En su lúcida nota del domingo en Clarín, Tomás Abraham realizaba una penetrante mirada al interior de nuestra propia convivencia: la de los márgenes de tolerancia y justificación de violencia ante hechos que para el “sentido común” de la mayoría debieran ser espacios de respeto.

No parece mal preguntarse: ¿seríamos capaces en la Argentina de tolerar –sin querer “matar” a los autores- a eventuales caricaturas del Papa en calzoncillos, de Hebe recibiendo…. lo que recibió en su “Universidad”, en sus viajes por el mundo y sus “programas de vivienda”, de San Martín como hijo ilegítimo, de Belgrano mujeriego y padre ausente, de Perón corruptor de menores, de la Virgen María como prostituta, o de Jesucristo homosexual? No sabemos. No hay en el país –salvo, tal vez, “Barcelona”- un humor tan ácido que tome como objeto los cultos iconográficos de colectivos más o menos importantes de nuestra convivencia. Pareciera que una primera pulsión nos llevaría a no aceptarlo. Sin embargo, debiéramos ser capaces. Así nacimos hace dos siglos.

Dicho esto: ¿debe tener límites la libertad de expresión? Esa es la pregunta sobre la que el atentado fanático en París debe poner luz. La que separa a ambas clases de democracia, dirían algunos. Por mi parte, diría: la que define si existe o no una sociedad democrática.

El humor ácido y corrosivo es la herramienta más democratizadora con que cuentan los más débiles para reclamar igualdad. Es la que no respeta oligarquías ni de “poder”, ni de “dinero”, ni de “prestigios”. Sólo es exitoso –y ese es su desafío- si desenmascara las impostaciones, los desbordes y las pretensiones de preeminencia o superioridad. Es el que pone en su lugar a todos los que “se las creen”, aquellos que pretenden para el poder, para la subordinación a dogmas que esconden privilegios o para el que tiene mucho dinero,  la impunidad del intocable. Alejar ese humor de la protección a la libertad de expresión es defender una sociedad elitista.

Difícilmente haga objeto de su crítica acciones solidarias. No se verán caricaturas exitosas ridiculizando a la Madre Teresa de Calcuta, a Néstor –el niñito Qom muerto en el Chaco- o al policía musulmán asesinado mientras custodiaba la redacción de Charlie Hebdo. Su objetivo son quienes sobrepasan al conjunto y se aprovechan de esa preeminencia, por sobre sus obligaciones solidarias con los congéneres con quienes conviven. Y quienes utilizan la impostación de creencias colectivas arraigadas para esconder tras su utilización fines terrenales para nada respetables.

Es muy pobre el argumento que matiza el atentado por el “contexto”. Nadie está obligado a leer una revista, o a comprarla. A nadie se le impone la observación de una caricatura en una publicación en la que debe descontar que todos los temas se tratan en esas condiciones. A nadie se le prohíbe contestar –si así lo desea- en medios similares, aclarando o criticando, lo que le parezca oscuro o mal evaluado.
 
Cualquiera puede recurrir al orden legal si cree que una publicación lo ofende personalmente. Existen las leyes, los procedimientos y los jueces. Quien esto escribe debió soportar incluso de exponentes de la misma prensa ataques inmisericordes, en otros tiempos, por tratar de habilitar un procedimiento judicial sumario que garantizara el “derecho de réplica” a fin de extender la libertad a todos quienes pudieran sentirse afectados por informaciones erradas. Tenían derecho a hacerlos. Y de mi lado, la obligación de tolerarlos.

Pretender justificar el asesinato de doce personas porque los autores se sintieron ofendidos en sus creencias es ultramontano, antidemocrático, inquisitorial, criminal, propio de reacciones primitivas en sociedades tribales. Ningún colectivo –religioso, político, nacional- merece que su nombre sea mezclado con este retroceso. Millones de musulmanes de todo el mundo viven en paz y entre ellos, decenas de millones lo hacen en sociedades abiertas, en Estados Unidos, en Europa o en nuestros propios países, y ni por asomo tienen con estos atentados más relación que un judío puede tenerla con el judío que asesinó a Rabin, o un cristiano con los católicos asesinos del Ku Klux Klan que hace algunas décadas –y tal vez hoy mismo- pretenden sembrar de odio la convivencia norteamericana.

Similar crítica nos inspira la otra tendencia, la de matizar la condena al atentado porque “las sociedades occidentales atacan a las sociedades del oriente medio”. La historia del mundo es una sucesión de luchas de unos contra otros, en las que es imposible encontrar “quién empezó”. El presunto odio musulmán a los cristianos fundamentado en la invasión de las Cruzadas hace diez siglos tiene como antecedente la invasión musulmana a los reinos de la Europa cristiana, desde el siglo VIII. Los procedimientos criminales en uno y otro lado eran la norma de la época. ¡Si hasta hace pocas décadas vimos en nuestro propio país atentados terroristas asesinando militares con sus hijas pequeñas, o torturas inhumanas en campos de detención que culminaban con el asesinato de los detenidos arrojados en el Río! ¿O no vemos decapitaciones televisadas, bombardeos a civiles y ataques con gases venenosos, por unos y por otros? Si algo nos enseña la historia es que una vez desatada la violencia, resulta muy difícil volver a poner en caja la convivencia.

Hoy mismo vemos diariamente horrores cometidos en zonas de guerra, pero también en zonas pacíficas azotadas por luchas que nada tienen que ver con el conflicto de “oriente” y “occidente”. El robo de niñas de 7 y 8 años de edad para venderlas en remate como esposas o esclavas, el asesinato y decapitación de personas cuyos credos religiosos no coincidan con el de la secta dominante, los asesinatos masivos suicidas cometidos por niños de 10 años, la lapidación de mujeres acusadas de adulterio, no expresan ningún “choque de civilizaciones”, pero no son procedimientos muy diferentes a los cometidos por Stalin durante las grandes purgas, por los nazis contra los judíos y otras etnias que consideraban inferiores, por narcotraficantes a través de sicarios a sueldo, o por detentadores del “poder” en países democráticos que saltan sus normas con los argumentos más diversos, casi siempre vinculados con la “seguridad nacional”. Pues bien: contra todos la herramienta del humor ácido, la libertad absoluta de prensa y de palabra, la posibilidad de decir lo que cada uno desee aunque moleste, es la herramienta más importante. Por todo eso no podemos transigir, ni dejar grietas en los repudios claros, terminantes, contra la muerte, la violencia y el fanatismo.

La libertad de expresión no puede tener límites, hasta por una imposibilidad material. Abierta una excepción, es imposible evitar la manipulación del límite que habilite otras. Terminaría dependiendo del poder –justamente…- decidir cuál es ese límite. Así se ha procedido en las dictaduras. Así no puede proceder la democracia, la única que merece ese nombre.

“Libertad, libertad, libertad”, dice el himno que cantamos desde niños en este país nuestro. No vendría mal reflexionar de vez en cuanto lo que esto significa para nuestra propia existencia como nación y como ciudadanos de esa nación. Los más místicos tal vez dirían que es el sueño que desató una revolución aún inacabada hacia una sociedad diferente. Los más materialistas, que era un objetivo político para marcar las diferencias entre el país colonial dividido en estamentos y el que había decidido hacer escuchar “el ruido de rotas cadenas” abriendo “el trono a la noble igualdad”.

Unos y otros, con mayor o menor ensueño, conformamos el país de la utopía democrática. La única. La que no “contextualiza” sino que reclama, pide, exige “asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar en el suelo argentino”.

Es una lástima que la presidenta no haya concurrido, por sí o a través de alguno de sus Ministros, al acto de solidaridad con Francia y los franceses. Por encima de todas  las diferencias, hubiera estado representando esta vez, si no a todos, sí a la inmensa mayoría de su pueblo.


Ricardo Lafferriere

domingo, 4 de enero de 2015

Unidad o división

Una vez más, la prestigiosa intelectual Beatríz Sarlo ha insistido en su tesis de dividir a la oposición con el mismo argumento que ya utilizara en el 2011: no hay tropas extranjeras en el territorio que ameriten una alternativa unida de fuerzas diferentes.

Una vez más, como en el 2011, discrepamos.

El kirchnerismo no es una opción política más, sino una alternativa  medularmente destructora del país moderno y de la estructura institucional que nos costó dos siglos lograr. No es de “izquierda” ni de “derecha”. Es la negación de la vida institucional, el regreso al país sin normas.

No puede levantarse frente a esa opción el alegre jubileo de propuestas “finalistas”, sino que se debe ofrecer una sólida alternativa democrática-republicana que implique una especie de nuevo pacto constituyente abarcador de las diferentes miradas que conviven en la Argentina actual.

No seguir ese camino en el 2011 habilitó la continuación del ciclo populista por cuatro años y provocó lo que está a la vista: la colonización de la justicia, la reducción de la riqueza del debate democrático al tosco maniqueísmo sobre cuya manipulación se ocultó el mayor proceso de desfalco a la riqueza pública de la historia argentina, la fuerte ofensiva sobre la prensa tendiendo a hacerla funcional con la estrategia divisionista, el retraso a niveles grotescos en el nivel educativo, en la racionalidad económica y en la calidad institucional.

Por último, llevó al alineamiento del país con lo más retrógrado del planeta, el aislamiento de las corrientes globales de tecnologías, inversiones, comercio y financiamiento que están configurando el mundo global y la reducción del prestigio nacional al punto de convertir a la Argentina en un país paria, hazmerreír del mundo. Los “nuevos amigos” son países sin democracia, violadores de derechos humanos, gestores de un neocolonialismo que atenaza con créditos atados, cesión de soberanía para oscuros proyectos tecnológicos y corrupción en grandes obras de infraestructura.

Frente a estos “logros”, insistir en las visiones “finalistas” de las diferentes fuerzas políticas resulta un arcaísmo infundado. Alguna vez sostuvimos que sería como si en las jornadas de la revolución de Mayo, Mariano Moreno hubiera afirmado “Mi límite es Saavedra”, oponiéndose a conformar con él la Primera Junta –de la que, al final, uno fue Presidente y el otro Secretario-. O como si luego de Caseros, Urquiza hubiera seguido su lucha contra los gobernadores que habían formado parte del entramado de poder del derrotado Juan Manuel de Rosas, en lugar de sumarlos para incluirlos en la institucionalidad plural de la Constitución de 1853.

Podría contestarse que luego de votar, el gobierno podría conformarse de manera plural. Sin embargo, esa no es una alternativa eficaz, habida cuenta que el sistema electoral argentino exige una mayoría absoluta al ganador, favoreciendo a la primera minoría si ésta obtiene una mayoría relativa (40 %) con una diferencia de diez puntos o más con respecto a la fuerza que la sigue.

La tesis de Sarlo permite –casi garantiza- un nuevo ciclo populista, que históricamente no ha bajado nunca al 40 % del apoyo electoral. Si la oposición democrática-republicana mantiene sus divisiones, enfrentando fragmentadas al torrente populista, el resultado está cantado.

Obsérvese que no proponemos la dilusión de las diferentes miradas en un partido político nuevo, sino reclamamos madurez para saber diferenciar lo que es una etapa del proceso político de lo que es un diseño finalista. Un acuerdo político no debe significar otra cosa que un acuerdo para una etapa, la que en nuestro caso debe estar dirigida a la reconstrucción del edificio institucional derrumbado por el kirchnerismo populista.

Para gestar ese acuerdo, cada fuerza debe conservar su identidad, valores y objetivos. Y su independencia. Como lo hacen hoy mismo en Alemania los socialdemócratas y demócratas cristianos de la Gran Coalición, sin exigir que antes haya “tropas extranjeras” en territorio alemán. Pudieron hacerlo luego de las elecciones, porque es un sistema parlamentario. No es nuestro caso.

Como cualquier acuerdo, requiere un programa absolutamente claro, que permita gobernar y que permita también ganar las elecciones. De nada sirve un “pacto de gobernabilidad” simbólico si no se asienta en una estrategia de poder, tanto como sería inútil una estrategia de poder sin un pacto de gobierno asentado en un acuerdo claro y transparente, elaborado de cara a la sociedad.

La democracia exige pluralidad, pero también madurez. La intolerancia de los “demócratas”, claramente inmadura, nos ha llevado a esta situación límite, en que gran parte del capital histórico  argentino ha sido y está siendo dilapidado, simplemente por no aceptar acuerdos.

Éstos no se reducen, por último, a los acuerdos electorales. Requieren la reconstrucción de los partidos, sin los cuales es imposible gestar acuerdos de largo plazo, la otra gran falencia de la democracia argentina.

Días atrás trascendió que nuestro vecino Uruguay ha logrado obtener prácticamente la totalidad de su abastecimiento eléctrico de fuentes renovables. Este logro se asentó en un acuerdo estratégico de todas sus fuerzas políticas, de proyección decenal. ¿Quiénes deberían participar en un acuerdo similar en la Argentina, con liderazgos efímeros y partidos desteñidos?

Tal vez este ejemplo aislado pueda testimoniar de manera patética el resultado fatal de la destrucción partidaria, de la que son –o somos- responsables los argentinos, no sólo los dirigentes. El vaciamiento institucional, la banalización del debate político, el raquitismo comunicacional y la dilusión del compromiso ciudadano han logrado el sueño de tantas fuerzas reaccionarias a través de la historia patria: un país sin política, abandonando el espacio público a las meras estrategias personales.

Nos definimos entonces por la necesidad de un gran acuerdo neoconstituyente democrático y republicano, realizado por los partidos políticos sobre la base de un programa transparente, que mantenga la individualidad de todos y el pluralismo parlamentario. Y sostemos que ese acuerdo debe ser también electoral, como exigencia de su eficacia.

Afirmamos que allí no debe terminarse la historia, sino comenzar, asumiendo la obligación de la reconstrucción de partidos políticos cuya función no sea sólo actuar de contenedores de aspiraciones electorales personales, sino de verdaderas usinas de reflexión y debate sobre los problemas que ofrece y las políticas que necesita el país ante la agenda del momento y del mundo.

Si hubiera tropas extranjeras…otro sería el problema. Seguramente entonces el marco del acuerdo necesario incluiría al propio populismo, hasta el kirchnerismo y la propia presidenta. Pero no es el caso, ya que afortunadamente aún no hemos llegado a ese extremo. Por ahora, el objetivo primario es recuperar la democracia.

El rival no es un “ejército de ocupación”, sino el populismo. Frente a él es necesario alinear todas las fuerzas disponibles, a fin de retomar la construcción de un país “representativo, republicano y federal”, contenedor de las diferencias y con marcos de reflexión, debate y decisión capaz de incluir en él a las visiones diferentes.

Para ello se precisa la disposición a gestar acuerdos y no sólo a gritarnos las diferencias en la cara.

Ricardo Lafferriere


martes, 30 de diciembre de 2014

Un pequeño gran paso adelante

Entre tantas noticias desilusionantes, esta Navidad tuvo sin embargo una que –aunque desapercibida para el gran público e incluso los medios masivos- constituye un paso positivo hacia la construcción de una humanidad mejor. Se trata de la entrada en vigencia, el 24 de diciembre, del Tratado de Comercio de Armas (ATT, por su designación en inglés “Arms Trade Treaty”).

Firmado por 131 países, ha sido ratificado por 61 y con ello ha superado el límite acordado para su entrada en vigencia –se requerían 50 ratificaciones-.  En la Asamblea General había sido votado por 154 votos positivos frente a tres negativos (Siria, Irán y Corea del Norte) y 23 abstenciones –entre las cuales se destacan los votos de Rusia y China, nuestros “nuevos amigos”-, con los que afortunadamente en este caso la Argentina no hizo causa común-.

Si bien no ha sido ratificado aún por cinco de los diez más grandes exportadores, sí lo han hecho otros cinco de esos “top ten” del terror, alimento de las innumerables confrontaciones que arrasan con la vida de gente inocente en el mundo actual.

Varias son las novedades en el mercado mundial de armas incluidas en esta normativa, destinada a poner bajo control de los Estados un mercado que, hasta la fecha –al decir de una columnista norteamericana- “tiene menos regulaciones que el comercio internacional de la banana”.

Tal vez la innovación más importante es limitar el comercio de armas a los Estados, y proscribir ese comercio para particulares. Los Estados, compren o vendan, serán los responsables de controlar ese comercio, y serán los responsables de verificar su destino final y su uso.

Entre otras cosas, serán responsables del uso que terminen dándosele a las armas comercializadas hasta el punto que podrán enfrentar sanciones –compradores y vendedores- si las armas fueran utilizadas en determinadas situaciones consideradas crímenes contra la humanidad, como las violaciones en masa y los asesinatos múltiples.

En un hecho sin precedentes internacionales, el Tratado extiende la responsabilidad por abusos y violaciones de derechos humanos a los Estados que a sabiendas faciliten estos abusos proveyendo de armamentos usados para esas atrocidades.

Aunque no se especifican sanciones expresas, hay pasos que tendrán implicancias en las transacciones. Los Estados deberán expresar, al realizar las transacciones y como responsables de ellas, su destino final.

Las normas del Tratado abarcan municiones, partes y componentes bajo licencias de exportación. No cubre armas donadas, sino las compras.

Este primer paso simplemente es una puerta abierta para construir un camino. Entre los signatarios que sí lo han ratificado, hay tradicionales exportadores de armas como Gran Bretaña, Francia y Alemania, quienes se preocuparán de convertir en “argumentos de mercado” a aquellos que realicen operaciones sin cumplir con las salvaguardias del acuerdo.

Aunque la ratificación enfrente dificultades en Estados Unidos –ya se han pronunciado en contra la poderosa Asociación Nacional del Rifle, y varios legisladores republicanos- y aunque tampoco cuente con la firma de otros países exportadores –como China y Rusia-, el Tratado hará al tráfico de pequeñas armas un circuito más responsable. Al igual que el Tratado de No Proliferación Misilística, aunque carezca de fuerza vinculante, su sanción moral termina pesando de tal forma que incide en las características del mercado afectándolo prácticamente, ya que a pocos les interesará ser escrutados y denunciados ante la opinión pública como virtuales cómplices de violaciones de derechos humanos, genocidios y atrocidades al vender armamentos a irregulares o a Estados represores.

La Argentina firmó y ratificó el Tratado y es uno de los 61 países que lo han hecho hasta ahora –a más de los nombrados Gran Bretaña, Alemania y Francia, se encuentran Italia, Israel, Holanda, Bélgica, la República Checa y varios más-.

 Entre tantas –y merecidas- críticas a la Cancillería, es bueno destacar que en este tema nuestro país ha logrado adelantarse en la región, donde el Tratado sólo ha sido ratificado –además de la Argentina-, la R. O. del Uruguay. Bolivia no lo ha firmado, mientras que Brasil y Chile aún no le han prestado su ratificación parlamentaria.

Ese es el rumbo que los ciudadanos de todo el mundo esperan de la globalización: reglas, convenios e instituciones que construyan un entramado legal cuyo objetivo final sean las personas, su bienestar, su seguridad y su libertad.



Ricardo Lafferriere

viernes, 19 de diciembre de 2014

Cuba - Estados Unidos

Razón y sentimientos

La reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos ha conmocionado no sólo el escenario político internacional, sino –para quienes seguimos el proceso político- viejos sentimientos forjados durante cinco décadas en varias generaciones de latinoamericanos.

Es, también, un hecho de significación histórica. Quien haya seguido los pronunciamientos virtualmente unánimes de los países latinoamericanos en las últimas décadas recordará lo difícil que es encontrar una reunión continental o regional en la que no se hubiera exhortado al levantamiento del bloqueo.

Cierto es que éste aún no se ha levantado. Pero también lo es que la reanudación de relaciones diplomáticas no deja otro camino que llegar a ese punto.

La mayoría de los latinoamericanos ha visto este paso con satisfacción, con mayor o menor alegría, pero con la sensación de terminar con un “peso” que enrarecía la política continental.

Pero la política internacional –en realidad, la política…- no es sólo sentimientos, aunque éstos formen parte del razonamiento operativo del poder. Ocurre en este campo algo similar al juicio sobre una obra de teatro, o una película. Una cosa es si gusta o no. Otra es el análisis de cada uno de los aspectos que, unidos, terminan configurando la obra: el guión, las actuaciones, la puesta, la música, la fotografía, incluso el momento en que es puesta en cartel.

Ésto ha gustado. Pero no se produjo sólo porque “guste”. Ningún paso de la política internacional se produce sólo por el gusto. Siempre hay razones, intereses, prospectiva, estrategia, objetivos. La decisión presente no es una excepción.

Hay razones que tal vez nunca se conozcan. Otras, es posible deducirlas de acuerdo a los beneficios que obtienen las partes. Aquí son tres: EEUU, Cuba y el Papa.

Estados Unidos –como país, más que uno u otro de sus actores políticos, entre los que los hay fuertemente opuestos, la mayoría de ellos en el ala más dura del partido Republicano- ha dado un paso estratégico que pone en valor, en el momento oportuno, su clara ofensiva global.

El principal “rival” norteamericano es, hoy, el crecimiento chino. Lejos de caracterizarse por la tensión abierta de la guerra fría, este contencioso se da en diversos escenarios “blandos”, en los que predominan el acceso a recursos naturales, el acceso a mercados, el acceso a financiamiento y el posicionamiento internacional de cara a los diferentes campos en los que se está diseñando el entramado legal de la globalización y la gobernabilidad mundial –OMC, ONU, Consejo de Seguridad, Alianza del Pacífico, OTAN- y, entre los “issues” que preocupan en el nuevo rompecabezas mundial, la presencia política, económica y militar en las regiones.

Para EEUU, ésto estaba claro con la URSS a partir de Yalta, acuerdo que con la sonada excepción –a medias- de Cuba, fue respetado por ambas superpotencias: América Latina era una región que caía en la “zona de interés” natural de Estados Unidos. Podía haber incursiones solapadas, influencias indirectas, escarceos diplomáticos o comerciales, pero, en última instancia, quien definía políticamente los conflictos en la región era EEUU. El espejo del otro bloque lo configuraba Europa del Este, bajo la “zona de interés” soviética, según los terminantes acuerdos de la inmediata posguerra.

La ruptura del mundo bipolar y el “nuevo orden mundial” desembocaron en un gigantesco desorden. La implosión soviética primero y el surgimiento chino luego convirtieron al mundo en un escenario de influencias cruzadas, que se ha acentuado con la decidida expansión china. Ha tomado la delantera en África, con la diplomacia de las grandes obras públicas y las inversiones en recursos naturales, desplazando a las antiguas potencias coloniales y a la influencia norteamericana.

Ha avanzado en América Latina, también con inversiones. En nuestro país hemos observado en los últimos tiempos, aprovechando las necesidades angustiosas de divisas del populismo kirchnerista, lograr hasta una base satelital virtualmente soberana en territorio argentino cedido por el gobierno kirchnerista, que ha renunciado hasta a la aplicación de su legislación nacional. Pero también inversiones, comercio y créditos blandos -pero "coloniales", es decir, atados- en Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela, Colombia, Costa Rica, Brasil, Chile y otros países.

China está efectuando una fuerte “diplomacia ferroviaria” con centro en Pekín, diseñando un abanico de trenes de alta velocidad en Asia Central, llegando hasta Turquía, Alemania y la zona oriental de Rusia. Hasta se encuentra en proyecto un tren de alta velocidad Pekín-Washington, que atravesaría Rusia y la tunelización del Estrecho de Behring, atravesando Rusia en Asia y Canadá en América.

Para Estados Unidos, en sus relaciones con América Latina el problema cubano ha sido en los últimos años una “piedra en el zapato” que obstaculizaba permanentemente sus intentos de acercamiento a la región, en la que su influencia podría comenzar a peligrar porque no hay ya un acuerdo vigente que lo vedara, como durante la guerra fría, con el principal rival.

En efecto: el bloqueo golpeaba el sentimiento de todos los pueblos, condicionaba a los gobiernos, y generó durante todo el último medio siglo una cínica ventaja argumental para la dictadura cubana montada sobre el tradicional sentimiento antiimperialista de América Latina. Conformaba, sin embargo, una antigualla sin justificación alguna en el actual escenario internacional, en el que EEUU tiene relaciones con Corea del Norte, está discutiendo un tratado de desnuclearización con Irán y está desplazando en el tema árabe-israelí su tajante alineamiento de posguerra por una posición más matizada, propugnando un acuerdo sobre la base de dos Estados soberanos.

Para Estados Unidos, el bloqueo era entonces muy costoso políticamente y su solo planteo tenía el mismo sabor arcaico que el “relato antiimperialista” del gobierno cubano. Ambos, típicos exponentes de tiempos de la guerra fría, que el mundo superó hace más de tres décadas.

China, con su activa política de inversiones, recorre América Latina pero también se acercándo a Cuba, donde, dicho sea de paso, el fracaso estrepitoso de la gestión de la “revolución” se ha vuelto un activo, ya que todo está por hacer. No tiene energía, ni puertos, ni servicios públicos, ni carreteras, ni comunicaciones, ni servicios modernos. Y nada moviliza más “los principios” que las conveniencias económicas.

Los empresarios americanos –y los propios cubanos de Miami-, que cuentan con tecnologías, financiamiento y capitales, sólo necesitan una ventana legal y política para volcarse a la Isla, que seguramente de no ser así dependería en última instancia de las inversiones chinas, escenario nada atractivo para el posicionamiento global de los Estados Unidos.

Para Cuba, el acuerdo es agua para un sediento. El derrumbe del precio del petróleo reducirá sustancialmente la capacidad venezolana de seguir subsidiando su energía, sin lo cual la posibilidad de regresar a la miseria absoluta del “período especial” está a la vuelta de la esquina.

En un mundo competitivo y lanzado a la construcción de la economía global, ya no hay quien pague cuentas ajenas. La propia Rusia está luchando para atravesar una etapa de fuerte ajuste, seguramente recordando que una caída similar provocó, a fines de los 80, la implosión del estado soviético y la caída del muro de Berlín y de la “cortina”, abriendo caminos independientes a países de su “área de interés”.

El beneficio para Estados Unidos, entonces, está claro: remover un fuerte obstáculo para su relación con América Latina y abrir un capítulo muy importante de posibilidades de negocios en diversas áreas que ya se están delineando: energías renovables, turismo, construcción, comunicaciones, infraestructura. El mismo que para Cuba, cuyo pueblo se encuentra cada vez más cansado de la verborragia “revolucionaria” que lo ha condenado a cincuenta años de miseria.

Las condiciones objetivas indicaban la conveniencia para ambos países. Sólo faltaba el disparador, que resultó ser nuestro compatriota el Papa Francisco. A él –bueno es también recordarlo- aparecer como actor decisivo en un acercamiento caro a los sentimientos de la mayoría de los latinoamericanos le implica un agregado de prestigio concreto en el escenario internacional. El reino del espíritu y de los afectos, en el que se mueve la religión, sintonizó la misma frecuencia que la realidad terrenal. Fue uno de esos momentos especiales en los que la “alineación de los planetas” produce acontecimientos trascendentes.

Se ratifica en este acuerdo una verdad cada vez más inexorable: la globalización impone sus reglas. 
Se la puede conducir, pero no detener. No hay chances para permanecer aislados. La virtud de una gestión política exitosa es “surfear” las grandes tendencias, aprovechándolas sin enfrentarlas.

Quedarán, como pasa siempre, tareas por hacer y personas disconformes. Los duros republicanos y los más intransigentes anticastristas reclamarán más, ignorando los matices y la real capacidad de acción de la política y de los liderazgos. El Príncipe –decía Macchiavello- no hace lo que desea, sino lo que puede.

La realidad existente permite a la política dar este paso, que no es menor y que abre nuevos caminos. Recorrer esos caminos, que serán sinuosos y nada lineales, impondrá otras batallas, que deberán dar otros actores: los ciudadanos cubanos, los empresarios norteamericanos, la diplomacia continental, e incluso los demás actores del mundo.

Quedan tramas abiertas, pero la obra satisface. La mayoría de los latinoamericanos a los que les interesa el tema dormirán un poco menos angustiados. Los ideólogos podrán reelaborar sus relatos para adecuarlos al nuevo escenario. Por casa, ya hemos leído un adelanto…

Las limitaciones que impone la realidad reducirá los espacios más extremos y abrirá un cauce cada vez más amplio para las iniciativas ciudadanas. Hacia más libertad, más iniciativa individual, más crecimiento, más horizontes de esperanza. En fin, la lucha de siempre, que no regalará nada sino que será el resultado de la acción, concreta y objetiva, de los ciudadanos.

Ricardo Lafferriere