lunes, 5 de junio de 2023

“Necesitamos una mayoría del 70 % para gobernar”

 



Es una verdad de perogrullo. Se requiere contar con una gran mayoría para gobernar, sí. La pregunta es ¿para hacer qué cosa?  No sirve el apoyo del setenta por ciento de la Argentina corporativa, sino el setenta por ciento de las opiniones ciudadanas. Y eso se logrará con la transparencia en los objetivos y los necesarios acuerdos parlamentarios.

¿Qué acuerdo programático preelectoral se podría firmar con Schiaretti y, si se firma, cuál es la garantía de cumplimiento? No es una pregunta por él, sino por lo que implica. ¿Contendría la reforma sindical, la reforma laboral, la reforma del Estado, la apertura de la economía, la recuperación de las empresas estatales cooptadas y fundidas por la ineptitud cleptómana, la independencia total de la justicia o la reforma sanitaria que libere a los argentinos de la dictadura corrupta de las obras sociales sindicales?

Más bien se trataría de un pacto para que nada cambie, y si se deseara cambiar, desestabilizar al gobierno al que eventualmente perteneciera.  ¿O no recordamos al acuerdo de la Alianza, con la deserción del peronismo del Frepaso en la mitad del gobierno y el golpe de diciembre del 2001, motorizado por la “corporación de la decadencia” en pleno, con el ariete de choque del peronismo político, gremial, piquetero y parlamentario? ¿Cuánto duraría el presidente de un eventual gobierno de este “70%” si decidiera cambiar la ley de asociaciones profesionales, la de obras sociales, la grotesca protección arancelaria de los empresarios rentistas, terminar con el narcotráfico, poner en regla a las empresas de servicios públicos, sancionar una Ley de Coparticipación Federal o llegar a un Estado sin déficit?

No podría sostener que es imposible un acuerdo con Schiaretti o cualquier peronista, o cualquier compatriota de cualquier fuerza política. La cuestión es para qué acordar y en qué momento. Y eso debe formar parte del debate electoral transparente, que sirva para hacer pensar a los ciudadanos sobre cuál es el mejor camino para la Argentina y lo lleve a reflexionar sobre lo que está decidiendo cuando vota. Un “trato pampa” no fabricaría un acuerdo lúcido y transparente, sino que lo anularía.

La democracia exige honestidad. Esa honestidad debe mostrarse en las posiciones parlamentarias apoyando las medidas necesarias para la transformación, y en eso, sin perjuicio de lo que hicieren en el futuro, los legisladores que responden a Schiaretti no han mostrado su mejor cara. Su actitud futura en el Congreso les dará oportunidad de cambiarla.

Si hay honestidad en los protagonistas, la mayoría del setenta por ciento debe lograrse en el Congreso luego de las elecciones. Ahí podrá verse quienes prestan apoyo en los temas indispensables para el relanzamiento argentino. Llegarán los que defienden el “statu quo” y llegarán los quieren cambiar. Ahí se verá lo que hacen los legisladores que han llegado por el voto a través de una u otra fuerza política. Hacerlo antes, sería una doble traición.

Habría una traición de Schiaretti a sus compañeros peronistas, que seguramente no lo seguirían por haber pactado con “los gorilas”. Y habría una traición de JxC a sus propios simpatizantes, a los que les ofrecería el espectáculo bochornoso de la disolución de sus principios fundamentales aún antes de comenzar un eventual gobierno, renunciando a la claridad de sus objetivos esenciales nada más que por una hipotética -y pequeña- ganancia electoral. El gran beneficio sería, una vez más, para la opción antisistema que podría exhibir el disvalor del pacto de “la casta” ante una ciudadanía cada vez más confundida, desorientada y escéptica por el comportamiento de sus liderazgos políticos.

Con Schiaretti no vendría lo mejor del peronismo -sus ciudadanos, los compatriotas que votan al peronismo por lealtad partidaria, a los que les ha tocado soportar el desastre de sus gobiernos pero que han seguido votándolos con admirable tenacidad y que seguramente seguirán haciéndolo por la propuesta que consideran la propia a su identidad, que hoy pasa claramente por su adhesión al kirchnerismo-. Vendrá lo peor: los puentes con las corporaciones que conforman el entramado de la “coalición de la decadencia”. Vendrán los empresarios protegidos, los burócratas sindicales, los concesionarios amañados de servicios públicos monopólicos, la red delictiva de policías, jueces, punteros y fiscales del conurbano, los vínculos con el narcotráfico, los que negocian desde ambos lados del mostrador con fondos públicos y decisiones administrativas lesivas para el patrimonio público y aún los comunicadores que hace rato decidieron dejar de responder a la ética de su profesión para convertirse en propagandistas.

No será seguramente porque Schiaretti -con nombre y apellido- los traiga con él, sino por los puentes de años construidos por el peronismo con esa coalición de la decadencia de la que forma su pata política fundamental. Se harán “schiaretistas” no los peronistas que votan, sino los que han lucrado con los votos peronistas escondiendo sus propósitos, muchos de ellos -la mayoría- con el actual gobierno al que les convendrá demonizar para liberarse de culpas.

El peronismo, como expresión política difusa -más que el radicalismo, aunque menos que el PRO, la CC o los propios libertarios- seguirá existiendo. No puede saberse por cuánto tiempo, pero es una realidad en la Argentina. Debe darse su propio proceso renovador, hacer su reorganización interna, poner en orden sus ideas y lealtades y volver a identificar su esencia con la del país, que ha abandonado durante el período kirchnerista. No entorpezcamos su puesta al día y su necesaria reorganización con inventos de corto aliento y poca ética tratando de aprovechar hilachas de sus votos. Seamos leales, aún con ellos, seamos leales con los ciudadanos que aún creen en los liderazgos no peronistas y seamos por una vez aunque sea, leales con el país que sufrimos ver derrumbarse día a día por nuestra incapacidad de concertar las medidas imprescindibles para frenar su decadencia y relanzarlo hacia un destino mejor.

Ricardo Lafferriere

martes, 18 de abril de 2023

Divagaciones. ¿Se romperá JxC? ¿A quién le conviene?

 Divagaciones

¿Se romperá JXC? ¿A quién le conviene?

En un análisis anterior sostuve que existe una lucha sorda -y a veces, no tan sorda- entre dos miradas que coexisten en la principal coalición opositora. Todos son antikirchneristas, todos son democráticos, ninguno aplaude ni reivindica la corrupción sino al contrario. Pero... está claro que los caminos propuestos para una eventual acción de gobierno son diferentes.

Los unos son tradicionalistas, conservadores, convencidos -o no, pero lo disimulan- que la Argentina puede ser gobernada sin grandes cambios, sólo con desterrar la corrupción generalizada. Su zona de confort es ocupar el gobierno y arbitrar los conflictos, sin un norte diferente a sobrevivir el período que le toque. Lo harán más o menos exitosamente, según las condiciones internacionales: tasas de interés, liquidez para préstamos, precios de los productos agropecuarios exportados, o incluso alguna “lotería” como la puesta en valor de minerales novedosos o los propios hidrocarburos. Es el país de las estructuras, con sus luces -hoy, pocas- y sus sombras -lamentablemente, muchas-.

Su estrategia no es desmantelar el país corporativo, sino acordar con las corporaciones -gremiales, empresariales, piqueteras, financieras- sucesivos parches, puestos en la cuenta de la sociedad, es decir, de los ciudadanos comunes. El resultado de este camino no es ningún secreto: continuar con la decadencia y la descomposición sistémica de un país que lleva muchas décadas cuesta abajo en todos los órdenes en los que alguna vez fue señero. Y al final, una gigantesca toldería con un pequeño grupo de élite, la nueva oligarquía, decidiendo todo. Como en Cuba, Nicaragua, Venezuela,

Los otros son transformadores. Ofrecen un camino de cambio estructural modernizador. Tampoco es un secreto cómo hacerlo: equilibrar el funcionamiento de la macroeconomía con una reorganización integral del Estado, poner en leyes -permanentes, estables- la política impositiva renunciando a los inventos voluntaristas, incorporarse al juego mundial de un mercado gigantesco -único lugar en que es posible obtener ganancias, ante la ridícula dimensión del mercado interno argentino-, potenciar las iniciativas privadas -personales, comunitarias, empresariales, emprendedoras- sin interferir en ellas con ocurrencias caprichosas, y evitar que el viejo país corporativo, el de la “coalición de la decadencia”, frene este proceso con invocaciones falsarias de “justicia social”, “desarrollo autónomo”, “soberanías” de opereta, y similares consignas absolutamente vacías de contenido concreto. El resultado de este camino también puede imaginarse porque los ejemplos en el mundo sobran: formar parte del portentoso desarrollo científico y técnico de la humanidad, recuperar prestigio y credibilidad para estimular decisiones de inversión internas y externas, avanzar hacia una sociedad de clases medias, con la pobreza y la riqueza improductivas reducidas al mínimo, y volver a ser un protagonista internacional respetado.

¿Es necesario insistir en estas definiciones? Pues creo que sí, porque en ambas hay de todo: pro, radicales, socialistas, peronistas y ... comunicadores.

Su pugna se mantiene velada -perjudicialmente velada- por las razones propias de la política: no romper puentes con quien puede ser un posible aliado-. Pero subyace en cada decisión, pequeña o grande, referida a lo público. Esta tensión -obviamente- se acentúa al acercarse procesos electorales, que marcarán el ritmo en el período de gobierno que se inicie.

Hoy hay un kirchnerismo derrotado sin chances. La coalición de la decadencia -que lo usó, o mejor dicho se usaron recíprocamente durante casi dos décadas- busca armar su reemplazo. No en vano ha perdurado durante décadas, con toda clase de gobiernos. Y está alerta ante el crecimiento de quienes han logrado echar raíces en gran parte de la ciudadanía, sus viejos adversarios modernizadores. Incluso ven que en un extremo de ese campo adversario hasta surge un relato cuasi violento, que expresa la indignación irrefrenable -aunque banal- de ciudadanos que ven hasta donde se ha sumergido su país y el peligro de su propia existencia.

Y opera. Para un observador que tiene sus valores y sentimientos -como quien escribe- es indisimulable el esfuerzo del país corporativo para despegarse de esos peligrosos exponentes modernizadores. Y advierten que el peligro mayor es JxC unido. La coalición de la decadencia nunca ha sido exclusiva de un partido o fuerza política: ha tenido sus pies en todos -derecha, centro e izquierda, civiles y militares, obreros y empresarios, comunicadores y académicos-. No creo equivocarme si afirmo que hoy su proyecto “táctico” es la ruptura de JxC, liberar de sus respectivas ataduras partidarias al sector  que considera afín -porque las ve como limitaciones-  y convertirlo en un centro de convergencia de todo el país corporativo.

No sería tan loco. Al importante sector de electores que el “nacional-populismo” tradicional representa en la lucha interna de JxC le podría agregar sin barreras de ninguna clase la confluencia con el tumultuoso kirchnerismo en disgregación que busca otro paraguas, ante el agotamiento del que les ofrecía CK. Y allí llegarían desde K en estampida, peronistas no K que siempre adornan, empresarios protegidos, concesionarios de servicios públicos amañados, aparatos sindicales corruptos con sus dirigentes millonarios, banqueros que lucran con un Estado eternamente insolvente requirente de fondos que paga intereses más que leoninos, elefantiásicos, y toda la runfla piquetera y los aparatos políticos que “manejan votos” asociados al narcotráfico y con los fondos de los “planes”. Para eso necesita romper barreras partidarias molestas y recurrir, una vez más, al ungüento tranquilizador del relato de la “unión nacional” y el “consenso” entre cúpulas, que deje todo como está -en todo caso, concentrando las culpas en el kirchnerismo en desaparición-. Aparentemente cambiar todo. Realmente, para que nada cambie.

Tengo para mí que la forma de evitar esa ofensiva es ofreciendo desde el campo modernizador de JxC dos cosas: claridad conceptual en el discurso, para que quede bien patentizado el contenido de la opción, y conformar una oferta electoral que pase por encima de las estructuras predispuestas al camino anterior, y que tenga potencia electoral. Firmeza, para marcar las necesidades de cambio de hoy, y llevarlas adelante. Ilusión, con la imagen de un país de futuro que debe reconstruir su nueva mayoría modernizadora, escapando al abrazo de oso del populismo conservador. Con un JxC unido, fuerte y democrático, con claridad de objetivos y vocación inclusiva.

Ese camino hará pensar a todos. A los viejos, en el país que tuvimos, y a los jóvenes en el portentoso país que podríamos ser si en lugar de ladrarle a la luna y reducir el reclamo a los gritos destemplados tomamos el camino -que alguna vez hemos seguido, en tiempos de la Argentina pionera- de actitudes patrióticas, capacidad de trabajo y estudio, rigor académico, valentía de pioneros, vigencia y respeto a la ley y solidaridad con quienes la merecen.

 

Ricardo Emilio Lafferriere

 

 

 

 

jueves, 16 de febrero de 2023

Ventana al futuro: ¿Qué caminos posibles puede adoptar la Argentina al finalizar el ciclo kirchnerista?

Aportes para el debate 

El ciclo kirchnerista parece acercarse a su fin. Sin embargo, esto no implica “per se” el fin del modelo “nacional-populista”, para el que pueden darse circunstancias que objetivamente prolonguen su vigencia, aún al precio de continuar con el languidecimiento del “país” como conglomerado sociopolítico. Volveré sobre esto.

En efecto: los pilares centrales sobre los que se apoya el modelo “nacional-populista” en Argentina es una coalición -tácita o expresa, según las coyunturas políticas- cuyos actores principales son:

a.      Un empresariado prebendario: que depende directamente de contratos de obras públicas y de decisiones sobre servicios públicos como la concesión monopólica o protegida de prestación de estos servicios, la fijación de sus tarifas, los negociados entre proveedores del Estado y privados sin reglas ni control, etc.

b.      Un empresariado rentista que vive de la protección del mercado impidiendo el ingreso de productos generados en el mercado global, que lo hace dueño excluyente del mercado interno en el que reinan “como el zorro en el gallinero”.

c.      Una estructura sindical burocratizada, con una conducción enriquecida y una masa de trabajadores formales en cada área para los cuales esa conducción logra mantener mínimamente su nivel de ingresos y una mínima prestación de salud.

d.      Una gigantesca red clientelar que rodea a la Capital Federal y a los grandes conglomerados urbanos, producto de una migración interna y de países limítrofes que lleva décadas y que ha configurado un agregado aluvional de personas desprovistas de los bienes fundamentales para su subsistencia y de herramientas educativas-culturales para integrarse a la sociedad formal, convertidas en carne de cañón de aparatos políticos-delictivos que los utilizan para lucrar con sus necesidades y  presionar a los gobiernos de turno.

e.      Sectores del Estado y de la justicia cooptados por esas estructuras gremiales, empresariales y políticas.

f.       Estructuras político-gremiales intermedias que han cooptado el aparato estatal

dirigiendo recursos hacia sus integrantes, por diversos mecanismos: entrega directa de fondos, obras o servicios públicos amañados, empleo público clientelizado, compras directas o con mecanismos ocultos, etc.

g.      Y actores de pertenencias políticas, ideológicas e intelectuales difusas, centralmente agrupados en el peronismo pero acompañados por dirigentes de otros partidos y expresiones intelectuales, artísticas y comunicacionales que pueden mantener con el peronismo disputas o diferencias parciales pero que entienden de la misma manera el proceso económico y político: economía cerrada, protagonismo exaltado del Estado sin los límites de la ley y el estado de derecho, protección de sindicatos semi-oficiales, ideología de la “sustitución de importaciones” en su versión “siglo XX”, impostación del discurso nacionalista banal, exaltación del “pueblo” como abstracción, indiferencia ante el fenómeno inflacionario, el endeudamiento público para financiar gastos corrientes, la desvalorización de la moneda y, en general, la búsqueda de apoyos sectoriales corporativos para el ejercicio del poder o la oposición, según la coyuntura política.

Como vemos, el kirchnerismo no es el protagonista permanente de esta coalición, aunque la haya expresado en las dos últimas décadas agregándole su impronta, centrada en una gran corrupción que, en rigor, no es esencial ni inherente al sistema nacional-populista sino que se desarrolló aprovechando y respondiendo a las necesidades de éste a cambio de respaldo para la ocupación del aparato estatal. Hay nacionalismo populista más allá del kirchnerismo.

De la afirmación anterior se desprende que la oposición al kirchnerismo se puede visualizar en dos grandes grupos, que pueden coincidir en su objetivo inmediato -terminar con la corrupción kirchnerista y aún recuperar el funcionamiento del estado de derecho- pero no necesariamente coinciden en los cambios que deben realizarse en el sistema económico-rentístico del país.

Algo similar ocurrió con la coalición kirchnerista originaria. La cúpula K, detentadora del poder, fue respaldada por amplios sectores políticos -no sólo peronistas- a su llegada al poder. La recuperación del poder del Estado unió a tradicionales adversarios, que advirtieron que, sin un poder ordenador, todo sería dirigido a un caos.

Algunos de esos sectores fueron desgranándose en el camino y pasando a una oposición al “modelo” a medida que la percepción ordenancista originaria de los primeros tiempos luego de la crisis de cambio de siglo terminó con el reforzamiento del poder ejecutivo y comenzó a definirse el camino de la “recuperación” -cerrado, pretendidamente autárquico, y cada vez más corrupto-. Este camino lo fue alejando de quienes vieron que serían los “financiadores” obligados del nuevo intento “nacional y popular”, con el agravante que no contarían con un estado de derecho neutral para defender sus intereses. Y también por sectores de la opinión pública que lo miraron con simpatía hasta que fue asomando en forma creciente la corrupción y las deformaciones político-institucionales que ya habían sido aplicadas en Santa Cruz.

La profundización de la corrupción fue alejando a estos sectores y a otros de la coalición de gobierno, que fue sin embargo reforzada con el alineamiento de quienes resultaban cooptados por el dinero fácil que el Estado se encargaba de expropiar a determinados sectores para beneficiar a otros, por fuera de cualquier norma legal y control, así como por la construcción de un “relato” seductor para intelectuales, artistas y comunicadores que veían reflejado en el discurso oficial viejas afirmaciones ideológicas de fondo nacionalista y reivindicativa y a la vez, que ese relato los incluía como receptores de fondos públicos.

Como veremos, entre los perjudicados estaban los productores agropecuarios -si- pero también la enorme masa de jubilados y pensionados, empleados públicos y en general, determinados sectores de trabajadores de ingresos fijos que no participaban de la alianza oficial y el grueso de la población que, en cuanto consumidora, era condenada a bienes cada vez más caros y de menor calidad ofrecidos por el empresariado rentista.

¿Cómo se financia esta “coalición del gasto”?

Son varios los sectores y mecanismos que “financian” la posibilidad de esta confluencia económico-social-política. Son los perjudicados por el “modelo”, sin cuya exacción ese modelo sería inviable. Algunos son expropiados directamente, otros mediante la licuación de sus activos al compás de la degradación de la moneda y del país en su conjunto, y otros porque los bienes y servicios a los que se les permite acceder llevan incorporados en sus precios las exacciones, sea por las rentas generadas por la protección, sea por la descomunal presión impositiva, ambos extremos golpeando los precios de los productos de consumo.

Esos sectores son centralmente:

a.      Los productores y -en general- el complejo agropecuario. Es el único sector “prima facie” superavitario y competitivo de la economía argentina. Su aporte anual se traduce en la generación de divisas -aporta más del 70 % de las divisas que ingresan al país-. El mecanismo de apropiación de los ingresos agropecuarios tiene una “llave maestra”, que es el control de cambios y del comercio exterior. Al obligar a los exportadores a liquidar sus ingresos exclusivamente vía el BCRA al tipo de cambio fijado por éste en forma discrecional -y al fijar éste el valor del peso argentino a un monto que duplica el de su valor de mercado- asegura por esta vía varios canales de apropiación y su aporte a las finanzas públicas, efectuada mediante tres grandes agregados:

a.      Las “retenciones a la exportación”, que incluyen entre el 30 y el 35 % del precio final de la producción exportada.

b.      El impuesto a las ganancias, que varía según la dimensión de la explotación pero que puede estimarse como promedio en un 30 % del valor residual en pesos de la producción.

c.      El “diferencial del tipo de cambio”, mediante el que se le extrae otro porcentual difícil de cuantificar por el abanico de precios de la divisa “no oficial”, pero que si se compara con la evolución del índice de precios mayoristas (el que mejor refleja el costo de los productos y el único que está al alcance de cualquier persona) o el propio precio de la divisa en los diversos mercados financieros no oficiales puede afirmarse que alcanza al 100 % de diferencia. Por esta vía se “absorbe” otro 20 %.

La suma de estos agregados orilla el 80 % del valor de venta de la producción, que es lo que se extrae de la rentabilidad agropecuarias. Los productores conservan apenas el 20 % del valor bruto de su producción, con lo que deben hacer frente a sus costos de explotación, amortización de equipos, impuestos y tasas locales y rentabilidad.

b.      Los sectores medios propietarios (dueños de inmuebles), cuyo valor se retrajo por la caída generalizada de la economía y la licuación del valor de los activos, entre un 30 y un 50 % en el período 2020/2023, al compás del deterioro del “conjunto-país”.

c.      Los sectores medios de ingresos fijos, afectados igualmente por la licuación de la moneda en la que cobran sus haberes y la presión impositiva desbordada.

d.      Los empresarios marginados de la estructura populista, cuyos patrimonios han acompañado la licuación del peso argentino y valen aproximadamente la mitad de lo que valían en 2020.

e.      Los pasivos y trabajadores del sector público, cuyos ingresos han sido absorbidos también entre un 30 y un 50 %.

f.       El Estado, a través del endeudamiento público alucinante, que ha provocado en las últimas décadas no menos de tres grandes “defaults” y varios “pequeños”, con el consiguiente crecimiento de la “tasa de riesgo país” -cuya contracara es la tasa de interés al que el mercado le presta a la Argentina, en los pocos períodos en que lo hace-. El servicio de ese endeudamiento, cuando se realiza, es soportado por el presupuesto público, o sea por los contribuyentes formales.

g.      El mercado interno. Cuando todo lo anterior ya no alcanza para financiar el entramado populista, se recurre al impuesto inflacionario generado por la emisión de moneda nacional sin control ni respaldo, desatando y reproduciendo un aumento de todos los precios de la economía, incluido el de la divisa -contracara de la disolución del peso-.

Cierto es que la descapitalización del sector agropecuario y la virtual desaparición de otros sectores exportadores tuvo como contrapartida el surgimiento de sectores modernos, como la exportación de servicios -fundamentalmente informáticos y otros servicios profesionales de menor dimensión- y el turismo. Ambos sectores sin embargo fueron limitados por el cerramiento financiero-monetario del país. Éste produce la “retención” objetiva que implica la apropiación de la diferencia entre la divisa generada en el exterior y su liquidación en Argentina vía BCRA -como los exportadores agropecuarios-, cuya consecuencia es la reducción del ingreso equivalente a la diferencia entre el valor oficial y los diferentes valores de mercado semilibre (“Blue”, MAE, “turista”, “tarjeta”, etc.) que ha oscilado entre 1 a 1,8 y 1 a 2. Para una comprensión más rápida: si se generan 100 USD por un trabajo profesional en el exterior, llegan al interesado entre 50 y 55 dólares antes de impuestos, que se transforman en apenas 20 si el objetivo es adquirir divisas en el mercado no oficial. El turismo fue castigado también por el aislamiento, que requiere la proliferación de controles monetarios, financieros y fiscales desalentadores del turismo receptivo que, con el retraso cambiario producido, debería haber explotado dos o tres veces sobre sus niveles anteriores.

Las implicancias de todo este entramado de intervención arbitraria del sector público en la economía y en las finanzas particulares se proyectan a toda la vida social, que ha generado mecanismos diversos para evitar lo que muchos consideran apropiaciones ilegales de sus patrimonios. Estos mecanismos abarcan desde mercados de divisas informales diversos entre los que se incluyen operadores “minoristas” como cambios por “delivery”, con tipos de cambios especiales efectuados por micro emprendedores urbanos al margen del sistema oficial o la aparición de remesadoras “fintech” de fondos hacia y desde el exterior con las que las personas buscan evitar esas apropiaciones. Estos ejemplos “minoristas” comenzaron a coexistir con los ya tradicionales mecanismos “mayoristas”, como la utilización de acciones de cotización nacional e internacional para mantener el valor de un ahorro, así como operaciones con los títulos públicos que cotizan en el mercado internacional y nacional, arbitrando con los mismos por mecanismos sofisticados instrumentados por el sistema bancario.

Todo este entramado es tan complejo y abarca a tantos actores -corporativos, empresarios, privados, políticos, gremiales y hasta judiciales- que hace muy difícil focalizar los motores del modelo en “el kirchnerismo”, como si una derrota electoral o política de esta fuerza fuera suficiente para desmantelar la infinidad de mecanismos de los cuales ha terminado por depender mucha gente, sean o no integrantes de la política, el gremialismo o la economía.

Tómese nota que en estos análisis no han sido incluidos los sectores que podríamos vincular más estrechamente al submundo kirchnerista y agravan el cuadro: la clientelización extrema del conurbano de CABA y ciudades grandes y medianas del interior posibilitada por la apropiación de ingresos por las vías descriptas, la instalación del narcotráfico en importantes conglomerados urbanos con la complicidad de aparatos político-policiales-judiciales y con capacidad de poner en jaque a los propios poderes públicos aún no cooptados, ni las redes delictivas de diversa clase también apoyadas en el entramado de corrupción político-policial-judicial mencionado.

Tampoco han sido incluidas las redes clientelares privadas, socias del Estado, que reciben millones de “planes sociales” para su libre administración, canjeando esos planes por servicios personales que en algunos casos implican participar de sus actos públicos de presión y en otros simple servidumbre o explotación personal cercana a los vínculos de esclavitud. A estos sectores hasta se le ha otorgado la gestión de un sector del propio Estado, el que determina los fondos asignados y los grupos a los que les asigna.

¿Cuáles son los caminos alternativos, entonces, para la Argentina?

En términos políticos, esa “base socioeconómica” de la Argentina tiene lógicas expresiones políticas. Cabe sin embargo la aclaración que esa expresión no necesariamente es nítida: la política, como campo específico del quehacer social, transmite esos intereses, pero también tiene dinámica y “reglas” propias, con motivaciones que no son sólo los intereses económico-sociales sino que se centra en la compleja y ancestral lucha por la ocupación del “poder”, en la que intervienen personas, partidos y grupos que no necesariamente son animados por el mismo “ethos”. 

En el estadio dirigencial argentino hay quienes desean acceder al poder para cambiar la sociedad, quienes pretenden apenas administrar los conflictos que la evolución de la realidad vaya presentando y aquellos para quienes el poder constituye una fuente de riqueza personal, para quienes los eventuales “relatos” que exhiben son apenas máscaras intercambiables a cuyos contenidos no se sienten obligados.

La vida política incluye tradiciones, afectos, odios, recelos, competencias personales, valores y rivalidades viejas y nuevas que se superponen a los intereses económicos de los sectores que representan y ello agrega un componente de incertidumbre sobre la actitud que en definitiva asuma uno u otro dirigente o sector al momento de definir medidas de gobierno. La relación entre el poder y la economía es, entonces, de una permanente incidencia recíproca en la que cada sector tiende, en última instancia, a su interés específico: en el caso de la política, acceder y conservar el poder y en el caso de la economía, la mejora de la rentabilidad o la ganancia.

Con esta salvedad y en mi opinión, son cuatro alternativas que obviamente interactúan entre ellas formando “híbridos” en continua evolución y cambio pero que, en forma “pura” podríamos agrupar de la siguiente forma:

a.      El populismo peronista-kirchnerista. Incluye todo el entramado de poder mencionado, al que ha agregado el componente de la corrupción generalizada, no limitada a los estratos altos de su nomenclatura, sino que ha diseminado su justificación a los niveles intermedios y bajos de la administración en todas las competencias -nacional, provinciales y municipales- y también a su justificación en niveles privados. Muestra una nota característica: la indiferencia ante la vigencia del estado de derecho, al que consideran sólo como una circunstancia instrumental obviable. Tiene también una consideración “normalizadora” de procedimientos corruptos en la vida cotidiana, con un relato justificador y exculpador de delitos y delincuentes, jerarquizando las conductas ilícitas y numerosos comportamientos inmorales ya desde las Tablas de la Ley: no robar, no mentir, no matar. ¿Nombres? A título de mero ejemplo: C. y M. Kirchner, A. Fernández, De Mendiguren, Manzano, Vila, Esquenazi, Massa, el aparato político-policial-judicial del conurbano, así como ciertos Bancos, empresarios y numerosos exponentes del mundo artístico e intelectual.

b.      El nacional-populismo tradicional. Incluye el entramado de poder mencionado, sin el agregado de la corrupción generalizada. Se expresa centralmente por la vigencia “ideológica” (real o impostada) del paradigma “nacional y popular” en sectores variopintos de peronistas y de otras fuerzas políticas, algunas enfrentadas políticamente al kirchnerismo pero adherentes a la visión telúrica del país cerrado y autárquico, vestido con el ropaje ideológico de la defensa de “lo nacional” y “lo popular”. Una diferencia importante con el anterior es que reivindican y respetan el estado de derecho y cuestionan la corrupción. Sus nombres son importantes y los encontramos en el PRO, en el radicalismo, en la Coalición Cívica y también en el socialismo. Este sector puede recibir el flujo de empresarios alineados circunstancialmente durante la administración de A. Fernández-CFK con el sector peronista-kirchnerista en busca de medidas de protección, financieras, arancelarias o recursos públicos sólo otorgables por quien detente el poder circunstancial. Y de peronistas deseosos de librarse del kirchnerismo pero que comparten a grandes rasgos sus banderas “ideológicas”. Diversos dirigentes peronistas alineados con el kirchnerismo durante su gestión de gobierno pueden agruparse potencialmente también en este grupo, al advertir que el kirchnerismo-gobierno no les garantiza ya éxitos electorales que se traduzcan en espacios de poder.

c.      La “modernización democrática”. Incluye a los actores perjudicados por el modelo nacional y popular: son productores de campo, empresarios con vocación cosmopolita, emprendedores de diverso tipo, intelectuales de diversa ubicación en el “arco ideológico” en contacto con las ideas del mundo occidental desarrollado, políticos con mayor comprensión de la marcha del mundo y adherentes a una economía abierta y a una transición consciente para contener el fuerte efecto-cambio y la reconversión de los afectados por la modernización. Reivindican y respetan el estado de derecho como marco legal imprescindible para el resurgimiento argentino. Sus nombres también pertenecen a la UCR, el PRO, la CC y peronistas que “dieron el salto”, como el ejemplo de Pichetto así como igualmente liberales de vocación republicana. Hay aquí también, además de numerosos dirigentes de los partidos tradicionales, dirigentes agropecuarios, empresarios de vanguardia (Mercado Libre, Globant, etc.) y algunas figuras del mundo artístico -Campanella, Darín, Maximiliano Guerra, etc.- e intelectual.

d.     El liberalismo populista extremo, autodenominados “libertarios”. Su relato se acerca más al anarquismo de derecha que al liberalismo al que dice interpretar. Incluye a actores exclusivamente políticos y personales, sin una expresión clara entre el empresariado ni el mundo gremial, pero movilizadora del hastío de las generaciones jóvenes que sufren la impotencia en la construcción de sus vidas personales, pero son víctimas del deterioro educativo de los últimos lustros, que les impide entender la complejidad de lo social y sus matices. Su expresión política más clara es Javier Milei, con un relato cercano al anarquismo liberal. Los caracteriza una relativa indiferencia ante la vigencia o no del estado de derecho, así como un ataque “in totum” a la dirigencia política sin diferenciar pertenencias ni matices. Desde el punto de vista económico, simpatizan con la reducción del Estado a su mínima dimensión, exclusivamente a sus funciones básicas de defensa, seguridad y justicia.

Definidos así los agregados políticos de los “rumbos posibles” es importante destacar que existen nombres que pueden oscilar entre algunos de los agrupamientos mencionados “a brocha gorda”: unos, entre los grupos nacional-populista tradicional y el modernizador democrático, otros, entre los grupos kirchnerista y nacional-populistas, “liberales” varios, entre las opciones de modernización democrática y libertarios, y radicales, socialistas y peronistas varios, entre los grupos nacional-populista tradicional y modernizador democrático.

El sector “populista con hegemonía kirchnerista”, es acompañado en el Frente de Todos por peronistas no kirchneristas que desde el Partido Justicialista, sin embargo, no cuestionan su deformación cleptómana y apoyan, con o sin convencimiento, la impunidad de los delitos contra el patrimonio público de los funcionarios del kirchnerismo, que reproducen en cada escalón del Estado que les toca compartir así como sus ataques a las instituciones del estado democrático de derecho, del que sólo rescatan la institución presidencial. Han sido y son beneficiarios de la cadena de corrupción que han reproducido mayoritariamente en los escalones de gobierno que administran.

El sector “nacional-populista tradicional”, definido por su impronta cultural-ideológica, comparte políticamente el espacio en un caso con el espacio peronista con el kirchnerismo y en el segundo el espacio de Juntos por el Cambio con el sector “modernizador-democrático”. De esta forma, en Juntos por el Cambio, se libra una batalla sorda por la hegemonía discursiva y política entre el sector nacional-populista tradicional con el sector modernizador democrático, que no es nítida, sino que es matizada por conveniencias electorales y de posicionamiento. Esta batalla también comenzó a darse en el seno de la propia coalición kirchnerista ante la evidencia del abismo que se abría a sus pies por las consecuencias de la aplicación dogmática del país cerrado, la “autarquía”, el pobrismo y la negación de la pluralidad, con el agravante de la mega-corrupción.

¿Quiénes tienen más chances?

Con el dinamismo de la política y la economía argentinas es imposible prever con algún grado de racionalidad el camino que terminará adoptándose. Tampoco es de descartar que lo que termine formándose sea una coalición de gobierno que nuclee a dos o más de esos grupos.

Un triunfo político del sector “nacional-populista tradicional”, por ejemplo, posiblemente busque un acercamiento con el sector “modernizador democrático” -con el que ha formado un frente desde hace varios años, “Cambiemos” o “Juntos por el Cambio”- para determinadas políticas de estado, pero también con algunos migrantes del sector “populista kirchnerista” para ampliar su respaldo político.

Si el triunfador fuera el sector “modernizador democrático”, seguramente buscaría alianzas -puntuales o estratégicas- con exponentes del sector “nacional-populista tradicional” con el que comparte la propuesta política de Juntos por el Cambio, pero también en el electorado del sector “libertario” que puedan coincidir con algunas medidas económicas y de reforma del Estado.

Es más improbable un triunfo del “populismo kirchnerista”, por el descrédito que arrastra y el rotundo fracaso de sus predicciones económicas en el turno de gobierno iniciado en 2019, aunque nada es descartable del todo, especialmente si la opción opositora de Juntos por el Cambio llega a una crisis que culmine con su disolución o fractura. En caso de resultar ganadora esta alternativa, no sólo proseguiría el derrumbe del país como “espacio político” sino que muy posiblemente se acentuarían las características autoritarias-represivas y el alineamiento internacional con el mundo populista (Maduro, Putin, Ortega, Evo Morales, etc.)

¿Cuáles son las posibilidades y límites de cada alternativa?

Los límites de las alternativas pueden definirse sólo a grandes rasgos, porque dependerán de la evolución de variables que no son todas nacionales, sino que algunas tienen origen internacional, aunque repercutan en el país. Un ejemplo de esta relación la dan los precios internacionales de productos agropecuarios. Precios muy altos benefician a la Argentina con “efecto riqueza”, atenuando la presión por el cambio de paradigma ya que pueden seguir financiándose gastos improductivos -al margen que sean o no socialmente “justos”- sin cambios estructurales que relancen la economía, pero le permitan languidecer sin sobresaltos. Precios muy bajos obligan a acelerar el proceso de cambio, o a profundizar la pobreza.

Un triunfo electoral del sector “populista kirchnerista” por ejemplo, en la actual situación socioeconómica tiene límites muy estrechos y quizás pueda afirmarse sin error que llegó a su límite. Al no existir más capacidad de crecimiento por falta de inversión, ni financiamiento por el nivel de endeudamiento interno y externo alcanzado por el país, ni de incremento impuestos por la alucinante presión impositiva en los tres niveles -nacional, provincial y municipal- sobre la producción, las posibilidades de supervivencia del sistema sólo tienen alternativas represivas.

¿Qué significa “límite”? En los procesos sociales complejos, como el argentino, el límite es impreciso: los cubanos llevan 60 años con el sistema y aunque aparezcan tensiones puntuales, el Partido Comunista de Cuba sigue detentando el poder totalitario sobre una sociedad empobrecida, resignada y reprimida. Similar suerte se va dibujando en Nicaragua y en Venezuela. El sistema se ajusta expulsando a las personas que aspiran a mejorar su vida, clienteliza a los que se resignan -o no tienen alternativa- a depender del poder en forma directa o indirecta y reprime sin legalidad alguna, velada o abiertamente, a quienes se oponen. El marco es compatible con la violación de los derechos humanos y la desaparición de derechos y garantías ciudadanas.

Un eventual triunfo del sector “nacional-populista tradicional” tropezaría de inmediato con las limitaciones económicas que implica el modelo cerrado, autárquico, patrimonializador del Estado y repartidor de rentas inherente a sus intereses. La “ventaja” inicial de despegarse de la corrupción extrema se agotaría pronto, ante la toma de conciencia de los sectores a los que se absorben desmesuradamente ingresos y que son su base electoral principal, las clases medias -consumidores, productores agropecuarios, ingresos fijos, jubilados y pensionistas, etc.- que haría pronosticar una muy cercana crisis de gestión de desemboque imprevisible, presentando nuevamente las opciones del dilema que arrastra el país desde hace décadas: abrir la economía a las corrientes mundiales de inversiones, financiamiento, tecnología y comercio -opción que requeriría alianzas fuertes con los “modernizadores democráticos”- o seguir cayendo hasta una explosión hiperinflacionaria y crisis social generalizada, si su alianza “de supervivencia” elegida fuera con el populismo kirchnerista.

La novedosa experiencia “massista” pretende recorrer parcialmente este camino y anticipa los límites que el mismo conlleva, los mismos con los que se enfrentaría un eventual gobierno opositor si ésta fuera su impronta.

En efecto: con el populismo kirchnerista comparte varios sostenes económicos (empresarios vinculados al Estado) y gremiales (sindicatos protegidos) lo que sería un obstáculo para su acercamiento al sector “modernizador democrático”. Su mayor fuerza es ideológica: la predominancia del pensamiento dogmático “nacional y popular” entre importantes protagonistas políticos, gremiales, comunicacionales, artísticos e incluso académicos, ideología que resiste obsesivamente los desmentidos más claros de la realidad, en algunos casos por ingenuidad nostálgica y en otros por conveniencia utilitaria.

Un triunfo del sector “modernizador democrático” tendría otras complicaciones, más centradas en los damnificados inmediatos de la indispensable reforma del sector público, el impositivo y el régimen laboral, aunque es previsible una mejor repercusión internacional y más facilidad de refinanciamiento de la deuda pública (sin los cuales la dureza de la transición sería grande). Al ser el único compatible con la inserción internacional virtuosa y con el modelo de gestión democrática globalmente aceptado en el mundo occidental, podría iniciar un proceso largo de renacimiento, recuperación y modernización de Argentina como el insinuado en el período 2015-2019.

En gran medida su éxito dependería de su virtuosismo en la gestión de la transición, la transformación de los “planes sociales” en trabajo productivo, la adecuada gestión de la deuda al contar con mayor receptividad en la dirigencia del mundo occidental y la profundidad de las reformas estructurales (laboral, financiera, monetaria, sector público, coparticipación federal) para hacer racionales y sostenibles los ingresos y los gastos del Estado en sus tres niveles.

Si el riesgo del sector “nacional-populista tradicional” es la continuación y profundización del desborde inflacionario y su subsiguiente caos económico-social, en el caso del sector “modernizador-democrático” el riesgo a enfrentar es la resistencia activa en el corto plazo por parte del kirchnerismo, en gran parte debido a la persecución judicial por la megacorrupción de su gobierno, pero también de los afectados por la modernización y el cambio si la administración de la transición careciera del necesario virtuosismo político al llevar adelante las reformas estructurales. Este punto lleva a una demanda puntual de la que dependerá el éxito de su gestión: el diseño de una transición para el cambio de paradigma que prevea y dé respuesta a los sectores honestos que resulten por ella afectados, abriéndoles caminos alternativos de inserción en el nuevo paradigma.

Un triunfo del sector “libertario”, por último, lo ubicaría de inmediato frente al dilema de aplicar sin red de seguridad sus medidas de racionalidad sólo económica olvidando el equilibrio social o de buscar apoyo del sector “modernizador democrático” en el plano parlamentario y económico, de difícil obtención por las profundas falencias institucionales que son la contracara del núcleo ideológico que une a Juntos por el Cambio por encima de sus diferentes miradas económicas.

Como las incógnitas que deja su relato son muy amplias, es muy difícil predecir hacia dónde decantará al momento de tener que enfrentar la resistencia de los afectados con su programa extremo. Sus relaciones internacionales, por otra parte, son otra incógnita, así como la confianza o desconfianza que pueda despertar en el mundo occidental por sus vínculos con los grupos populistas de extrema derecha (Orván, Vox, Le Pen), aunque la laxitud de su discurso podría abrirle la puerta a una posible relación con el propio populismo kirchnerista, canjeado ese apoyo por una amnistía o indulto a sus delitos de corrupción.

Arriesgando pronósticos, ¿cuál alternativa tiene mayores chances de éxito?

La primera pregunta por formular es sobre la definición de “éxito”.

Si se refiere al proceso electoral de este año, parecería descartado el triunfo del “populismo kirchnerista” por el enorme desgaste e incapacidad de gestión, no sólo inherente al modelo “nacional y popular” sino a la absoluta falta de profesionalidad y conocimientos sobre la gestión pública y el conocimiento de la megacorrupción con la que se han beneficiado sus principales dirigentes, incluyendo especialmente a su lideresa máxima y excluyente, la expresidenta Fernández de Kirchner pero no reducido a ella sino a numerosos integrantes de la “nomenclatura” peronista y empresarial de las gestiones kirchneristas.

Si descartamos este sector, no obstante que puede ser el que conserve en términos individuales la mayor cantidad de “electores propios” (alrededor del 20 %) y centramos la mirada en los otros tres, podemos destacar:

Sector “nacional populista tradicional”. No tiene “a priori” una organización institucional unificada que le permita enfrentar una gestión de gobierno exitosa. Sus principales dirigentes forman parte principalmente del conglomerado opositor Juntos por el Cambio, del cual le significaría un gran costo político separarse, aunque también los encontramos en el peronismo y hasta en ciertos espacios del kirchnerismo. Su ruta de éxito electoral debería transitar un camino que tiene tres pasos: 1) convertirse en el mayoritario de “Juntos por el Cambio”, que integra junto con la mayoría de los dirigentes del sector “modernizador democrático”, 2) luego colocarse en alguno de los dos primeros lugares en el largo proceso electoral de agosto-octubre y por último 3) ganar las elecciones generales.

Su base política no sería contundente, ya que debería luego -para gobernar- formalizar alianzas con sus compañeros del sector “modernizador democrático” y quizás con algunos antiguos exponentes del sector “kirchneristas populistas” que tengan intenciones de reinsertarse en el proceso político. El entramado empresario, gremial y hasta político de la histórica coalición “nacional y popular”, vencido el kirchnerismo, posiblemente migraría en gran parte hacia este sector, aunque recordemos que no son sectores que aporten riqueza, sino que demandan gasto público.

Su eventual gestión de gobierno estaría caracterizada por administrar la decadencia con más prolijidad que el kirchnerismo y seguramente con menos niveles de corrupción, pero en lo económico-social, su techo estaría dado por su naturaleza: reducción a lo existente, renuncia a impulsar reformas, resignación a la decadencia. Su gestión previsible, al margen de alguna reivindicación simbólica sin mayor importancia, se reduciría a arbitrar presiones sectoriales a costa del interés general.

Puesto a gestionar, tarde o temprano deberá enfrentar el límite: el profundo desequilibrio existente y creciente le impondrá un ajuste al estilo “nacional y popular”, o sea empujando hacia adelante una deuda corregida y aumentada, una economía más raquítica, una institucionalidad forzosamente más débil, una sociedad más alejada de la frontera de crecimiento global, recurriendo a una fortísima reducción del ingreso de sus votantes vía nueva devaluación y default y desembocando en un caos económico-social -tipo 1989- solo disciplinable con represión. Y como su esencia democrática le impediría reprimir -afortunadamente-, puede ocurrir que deba irse del gobierno, originando una nueva crisis política. El relato “nacional y popular tradicional” imputaría el fracaso al FMI, los acreedores externos y los grandes intereses... para recomenzar el ciclo, como ha ocurrido en los últimos 70 años.

Sin embargo, es necesario agregar un matiz importante. El modelo “nacional - populista tradicional” ha podido sortear durante muchas décadas las situaciones más complicadas y aún críticas, sin perder su hegemonía social, asentada en el nacionalismo banal y objetivos sedicentemente justicieros, con presencia permanente en las fuerzas políticas tradicionales con diferentes matices.

Un alivio económico coyuntural, ajeno a la dinámica del propio sistema, por ejemplo, -vía reducción de tasas de interés internacionales, aumento de precios de exportaciones argentinas o la puesta en valor de recursos minerales sea tradicionales (petróleo/gas) o nuevos (litio)- puede otorgar margen para realizar cambios superficiales que le permitan renovar su relato, sin realizar cambios estructurales, aún al precio de continuar con la decadencia secular del país, su economía y su sociedad, así como el crecimiento del hiato entre la marcha de la región y del mundo “vis a vis” con la realidad argentina. De ahí que, liberado del peso de la corrupción y el ideologismo extremo del kirchnerismo y sus aliados más cercanos, no puede descartarse la continuación de gobiernos con su signo de identidad, con una u otra definición política o aliados políticos circunstanciales. Para determinados escalones dirigenciales de la política, la posibilidad de “arbitrar” los conflictos de la decadencia puede ser considerada como su natural “zona de confort”, renunciando -o sin que los convoque- un programa de cambio cuya contracara política pueda significar problemas de gobernabilidad, mucho más si no se posee la convicción para asumirlo.

Sector “modernizador democrático”. Su posibilidad, igual que el sector “nacional populista tradicional”, está ligada al triunfo en la disputa interna por el liderazgo de Juntos por el Cambio y debería transitar luego similar hoja de ruta. La diferencia principal es la característica de su predisposición a alianzas, que supongo más dirigida al sector “libertario” en lo económico y prácticamente sin posibilidad de hacerlo con el sector “kirchnerista populista”. De cara al gobierno, su desafío es cultural: diseñar y luchar por un relato que derrote intelectualmente al paradigma “nacional y popular”, su gran rival en el proceso político-cultural de las clases medias, con el que sin embargo tiene fuertes coincidencias en sus convicciones democráticas-republicanas, pero que también derrote al “libertario” populismo de derecha con el que puede coincidir eventualmente en alguna medida económica, pero con cuya visión del mundo y de la convivencia democrática la incompatibilidad es total.

El sector “modernizador democrático”, sin embargo, es el único sector de los cuatro cuyo liderazgo puede canalizar con convicción las “semillas del cambio” hacia un país modernizado (agro, servicios de punta, industria exportadora, “explosión” de microempresas, reformas fiscal, laboral y monetaria, profunda reforma educativa, reforma del sistema de salud, modernización del Estado) así como una integración del país a las corrientes más potentes y modernas de comercio, inversiones, tecnologías y financiamiento del mundo occidental.

Sector “libertario”. No aparece con desafíos de liderazgo interno en su fuerza, que es totalmente unipersonal. No obstante, por las características del sistema político argentino, es previsible que su liderazgo presidencial, aun perdiendo, se refleje en una importante representación parlamentaria elegida en la primera vuelta electoral, que resulta imprescindible para formar mayoría. Ello ocurrirá pase lo que pase en definitiva con su candidatura principal, la presidencial, ya que los legisladores se eligen en la primera vuelta electoral y el presidente en la segunda, si ninguno alcanzara el porcentaje exigido para su triunfo sin “ballotage” (40 % con 10 % de diferencia sobre el segundo, o 45 %). Esta opción está sólo unida por su liderazgo (J. Milei) pero su eventual derrota presidencial debilitaría ese liderazgo y los legisladores elegidos pueden asumir roles imprevisibles, sea negociando individualmente, o apostando a convertirse en el germen de un reagrupamiento ante un eventual fracaso del gobierno, cualquiera sea. Dependerá de la actitud que en definitiva tome Milei.

La eventual presidencia de Milei generaría, corregidos y aumentados, los conflictos sociales previsibles ante una proliferación de “reformas” que no sólo atacarían sin ninguna amortiguación a los beneficiados por el modelo “nacional y popular” tradicional y el kirchnerista, sino que tampoco podrían contar con una alianza hacia el pensamiento “modernizador democrático”, justamente por sus falencias en el tema institucional y su ataque a las instituciones democráticas básicas del país.

Sus posibilidades de éxito electoral, sin embargo, se ampliarían en el caso de una derrota de los “modernizadores democráticos” en la disputa interna por el liderazgo de Juntos por el Cambio, debido a que numerosos votantes de esa fuerza, especialmente de los estratos etarios más jóvenes -ya que no sus dirigencias- podrían restarle su apoyo y volcarse hacia la opción libertaria.

Si en el proceso interno de puja por el liderazgo de Juntos por el Cambio resultara vencedor el sector “modernizador democrático”, es posible que puntuales medidas de gobierno -relacionadas con la reforma del Estado, el equilibrio macroeconómico y la inserción internacional- fueran apoyadas por este sector, siempre denunciando su “insuficiencia” la necesidad de su “profundización”. Caso contrario -triunfo del sector “nacional populista tradicional” en la disputa interna por el liderazgo de Juntos por el Cambio-, es previsible que el sector “libertario” formara parte de una oposición con proyecto de crecimiento y convertirse en alternativa aprovechando su recepción de votantes -ya que no de dirigentes- de Juntos por el Cambio frustrados por la carencia de opción electoral, al momento de expresarse la crisis del gobierno del sector “nacional populista tradicional”, lo que no demoraría mucho en llegar por las características de su proyecto.

...

Pero si con la palabra “éxito” queremos expresar el relanzamiento modernizador de la Argentina, sólo un liderazgo inclusivo y convocante con claridad de objetivos podría desatar una fuerza suficientemente poderosa como para vencer la resistencia al cambio. Ello sólo podría darse, en una mirada realizada a comienzos de 2023, con un triunfo de la opción “modernizadora democrática” en la disputa interna por el liderazgo de Juntos por el Cambio y en las elecciones generales y una gestión de gobierno a la vez potente y virtuosa. Potente para liderar el cambio y virtuosa para hacerlo manteniendo el equilibrio social abriendo espacios de contención con los que lo sufrirán en la coyuntura y suficientemente convocantes a la inversión productiva. Para que esa alternativa resulte exitosa parece imprescindible mantener la unidad de Juntos por el Cambio y reforzar esa unidad con la incorporación de sectores peronistas y liberales honestos, cuando se los encuentre, aislando al “nacionalismo populista” más cerril y al kirchnerismo residual, que liderarán la resistencia.

Alternativas posibles que cambiarían el análisis precedente

Aunque implicaría una ruptura inesperada, no puede descartarse un realineamiento de los grupos mencionados como opositores.

En efecto, no puede descartarse que la “coalición del gasto” (o “de la decadencia”) mencionada al comienzo de este documento, tradicionalmente aliada del pensamiento “nacional populista”, incida sobre algunas dirigencias políticas de Juntos por el Cambio induciendo una ruptura de ese frente. Como dijimos, en Juntos por el Cambio existen dos inclinaciones ideológicas diferentes. Coexisten allí quienes se encuentran más cercanos al “modelo nacional y popular tradicional” pero se oponen al kirchnerismo por su corrupción extrema y su agresión institucional, con quienes también se oponen al kirchnerismo, pero tienen conciencia del agotamiento del “modelo nacional y popular tradicional” y propugnan una modernización de la economía con un criterio inclusivo, asumiendo los desafíos de la transición en el cambio de modelo. Estas dos almas también coexisten en el radicalismo, en el PRO y aún en la CC.

La formación de Juntos por el Cambio, en rigor, no tuvo como convocante originario un proyecto determinado en lo económico-social. Sí coincidían en la recuperación democrática y en el freno a la corrupción. A partir de allí, todo era opinable. En la actual situación del país, eso sólo no alcanza, aunque la unidad siga siendo imprescindible para la derrota del ala más dura del populismo “cleptómano”, la que expresa el kirchnerismo.

No es descartable que el sector “nacional y popular tradicional” de Juntos por el Cambio pueda forzar una ruptura y busque acercamientos o incluso confluencia con emigrados del sector “populista kirchnerista” que pretendan tomar un camino diferente al kirchnerismo por considerarlo un camino irrecuperable.

Si esto ocurre, es posible que el otro sector de Juntos por el Cambio sea receptivo a un acercamiento con el electorado del grupo “libertario” con una especie de “derechización” de su relato. El electorado “libertario” de esta forma podría insertarse en una estructura nacional que cubra sus falencias territoriales y orgánicas.

En ambos grupos “reagrupados” podría haber dirigentes de las dos fuerzas principales de JxC -radicales y PRO-. Existen “modernizadores democráticos” como “nacional populistas tradicionales” tanto en el PRO, el radicalismo y la propia Coalición Cívica. Y ambos cuentan con respaldo intelectual y de comunicadores. Sebrelli y Kovadloff, por ejemplo, y algunos editorialistas importantes de diarios nacionales coincidirían en su respaldo a los “modernizadores democráticos”, tanto como algunos intelectuales y artistas y lo mismo ocurriría con el pensamiento “nacional populista tradicional”, adueñado sólidamente del sistema comunicacional público y gran parte de los comunicadores no públicos.

Un reagrupamiento de estas características se dispararía en caso de que el sector derrotado en la puja interna por el liderazgo de Juntos por el Cambio decida romper la coalición. Posiblemente sea la alternativa a la que estén apostando importantes dirigentes tanto del Frente de Todos como del propio Juntos por el Cambio y, desde otra perspectiva utilitaria, Javier Milei.

¿Podría darse un camino intermedio, una especie de equilibrio entre los rumbos que aparecen como opciones enfrentadas?

Sería posible. Sin embargo, el punto de partida reduce al mínimo esta posibilidad. Como está dicho: con el nivel de endeudamiento, de desprestigio y aislamiento internacional, del nivel de la presión fiscal, del ritmo de la inflación, del desequilibrio público, del nivel de pobreza y deterioro de la moneda nacional -que concentra y expresa todos los desequilibrios mencionados- parece que ese rumbo “intermedio” tendría una chance muy pequeña.

Para volver a crecer es necesario convocar decisiones de inversión. Ello es imposible con el desequilibrio macroeconómico. También con el temor que genera una justicia que no otorga garantías de independencia. Y con leyes laborales -y peor aún, convenios colectivos- que se remontan a 1975, cuando la economía y las técnicas de producción eran otras. La presión impositiva -variable analizada en profundidad por quienes deciden inversiones- posee un nivel tan elevado que saca a la Argentina de la carrera, agravadas por una discrecionalidad por parte del gobierno en el área fiscal -y no sólo fiscal- que se ha convertido en normal y que implica un peligro constante sobre cualquier actividad productiva.

El cerramiento, por otra parte, dificulta el acceso al único mercado en el que es posible obtener ganancias, el mercado global. El desequilibrio macroeconómico agrega otra espada de Damocles, ya que su periódico estallido unido a los extremos mencionados no da garantías de estabilidad a cualquier cálculo de rentabilidad debido a la incertidumbre sobre el tipo de cambio, haciendo imposible cualquier proyección microeconómica para una inversión.

La permanente crisis fiscal, por otra parte, no sólo golpea con incertidumbre la seguridad impositiva sino que abre constantes mecanismos especulativos para financiar el desequilibrio público, cada uno de los cuales es una ventana por la que se extraen recursos de la economía a través del gasto del Estado, las tasas de interés, los subsidios discrecionales a empresas y personas, todos ellos con mayor tasa de ganancia que cualquier actividad productiva, compitiendo en consecuencia con las eventuales inversiones que a ella se puedan destinar.

La continuación del aislamiento y la indiferencia ante la inserción internacional provocará que no haya inversiones ni del exterior ni internas. La Argentina proseguirá, como en las últimas décadas, generando recursos rentísticos y especulativos a quienes cuenten con información sobre las decisiones políticas, se integre a la “corporación” o lucre con las necesidades financieras del Estado. Serán recursos que se transformarán en divisas y emigrarán, pero jamás se reinvertirán en la economía nacional.

Por supuesto que si se elimina la corrupción sería un aporte importante a la recuperación, pero es más bien una condición necesaria, no suficiente. Debería ser acompañada de un programa fiscal que muestre seriedad en las cuentas públicas -que sólo puede venir de la reducción del gasto, ya que la presión impositiva existente no admite incrementos-. Esa reducción del gasto requiere una relación transparente, legal y automática en la distribución de los impuestos (coparticipación), la eliminación de los subsidios económicos (tarifas), la reducción paulatina de los subsidios sociales (planes), la reformulación general y cirugía mayor en las empresas públicas y una puesta a punto del sistema jubilatorio sobre bases de sostenibilidad, justicia y coherencia actuarial .por último, la reformulación negociada de la deuda pública a fin de proyectar su sostenibilidad sin sobresaltos, tanto en su segmento externo como interno -del Estado y del Banco Central-, reformulación que sólo será posible si se la enmarca en un programa coherente y sustentable que lo haga creíble. Si ello no se logra, la alternativa es otro default, un ajuste del cerramiento aún mayor y la continuación de la decadencia hacia el pobrismo extremo.

Si no se hacen estas cosas, el camino de recuperación termina en un callejón sin salida.

...

El futuro está abierto y es opaco. Lo que aparece cada vez más claro es que pocas veces en la Argentina moderna sus opciones han sido tan patentemente disímiles y conllevan futuros tan diferentes: la “cosmopolitización” o la definitiva “latino americanización” del país. Sarmiento diría “Civilización y barbarie”.

Alguien interesado en una Argentina moderna, pujante, con vocación de futuro, prestigio internacional, valores democráticos, integrada y respetuosa de los derechos de las personas para perseguir sus propios sueños debería encontrar su lugar en una opción alejada claramente del populismo, sea cual fuere su bandera partidaria.

Decía al comienzo que la crisis actual y próxima, de continuar su rumbo, puede terminar con la disolución del país como marco sociopolítico. El desarrollo de este concepto requiere mucho más que un análisis coyuntural. Pero... se disolvió la Unión Soviética, Yugoslavia, Checoeslovaquia, el imperio francés, el imperio inglés, el imperio otomano... y antes todos lo que la historia nos enseña. Los países son nada menos, pero nada más, que categorías históricas.

Es improbable que un marco nacional como el argentino siga soportando eternamente la tensión entre “los que pagan” (invierten y producen) y “los que cobran” (sin otra justificación que su vinculación al poder o su capacidad de presión), sin normas y sin justicia.

Si la Argentina continúa su deterioro, puede llegar a su disolución: tiene regiones que podrían configurar, cada una de ellas un país (La Patagonia, Cuyo, el Litoral, la región Centro, la propia CABA.) No existen fuerzas centrípetas que neutralicen el hastío centrífugo de las regiones productoras. Tiene importantes “relatos” en su escenario político-intelectual que no sólo desmerecen, sino que no consideran a sus adversarios ni siquiera como “compatriotas” con cuyas ideas no coinciden, sino como reales enemigos, es decir no tiene un afecto nacional compartido que sirva de soldadura a la unidad nacional contrarrestando la tensión centrífuga.

O también puede llegar a su definitiva latino americanización "neo-indigenista", manteniendo su unidad como país, pero con una sociedad empobrecida y embrutecida definitivamente, con sus clases ilustradas y productivas emigrando y una nomenclatura populista cleptómana adueñada del Estado en forma arbitraria, mañosa o violenta junto a socios narcos adueñados de hecho de grandes zonas del país. Socios en el mundo y en el continente no le faltarían. Sería el sueño del “pobrismo” jesuita, de los narcos, de los punteros del conurbano, del retro progresismo, y, en general, del populismo. Una gigantesca toldería de vida miserable gobernada por una narco nomenclatura mafiosa enriquecida. Así pasó en Cuba, así pasa en Venezuela y Nicaragua.

Y puede pasar en Argentina. Ya pasa en Formosa, Santiago del Estero y otras provincias feudalizadas.

Como puede pasar también que -por el contrario- la Argentina retome su tradición de país constitucional, integrado al mundo, respetuoso de la ley y los compromisos, reconstruya su moneda, erradique el populismo, vuelva a los esfuerzos modernizadores y educativos, jerarquice su educación y su justicia, y construya una democracia compleja, consciente, inclusiva, actualizada.

También puede pasar.

Los dados parecen estar en el aire.

Ricardo Lafferriere – Febrero de 2023

  

sábado, 17 de diciembre de 2022

Las distintas dimensiones de la integración al mundo



El proceso de globalización acelerado protagonizado a partir de la octava década del siglo XX se ha desdoblado. Sigue potente en lo económico, alimentado por la instalación altamente irreversible de las cadenas de producción y la internacionalización financiera, pero ha tomado en lo político la característica de un enfrentamiento -a veces abierto, a veces larvado- entre dos formas, con sus matices, de entender la organización social: la democrática liberal y la populista autoritaria.

Ello agrega complejidad a la política exterior de los Estados. Éstos deben encontrar la convivencia virtuosa para sus intereses entre la necesidad de participar del mundo económico global -donde se produce la “realización de la ganancia” de cualquier actividad económica- en forma pautada para potenciar al máximo los beneficios y neutralizar los peligros, pero a la vez la necesidad de precisar los niveles de acuerdos, solidaridades y alineamientos que sean posibles en el plano político.

En lo primero, manda la economía y sus reglas. Muy pocos -si alguno- se alza contra ellas. Desde China a USA, desde India a la Unión Europea, desde Brasil hasta los países árabes, todos participan en el juego según las reglas también por todos aceptadas, aún por aquellos que aspiran a cambios parciales de algunos de sus aspectos.

Esas reglas no son muy complicadas: mercados abiertos, honrar las deudas, respetar la propiedad y, en general, actuar en un espacio global en el que lo normal es cumplir lo pactado. El realismo más rancio reina en un campo en el que las interferencias de lo público sobre los mercados son mínimos, y en todo caso se centran en evitar los posibles males que la libertad absoluta de los mercados puede provocar en los países o las personas. Los sucesivos documentos del G20, con participación de todos, muestra esta realidad -por encima de la vigencia del propio G20-.

Distinto es el campo político. El contencioso aquí debe articular el realismo con los principios y valores que cada sociedad ha elegido para sí, lo que además no es un tema sencillo para aquellas que no han terminado de definir con claridad a los que adhiere.

Sobre estas condiciones debe elaborarse una política exterior creíble y posible, sensata, respetable y armónica con los principios culturales, políticos y sociales del país, que aconsejarán la cercanía o lejanía -en términos políticos- con los diferentes protagonistas globales y regionales.

La adecuada integración del país al mundo requiere concentrar los campos de reflexión y acción en dimensiones diferentes, cada una con sus propias reglas.

La primera dimensión es, claramente, la regional. Ser amigo de los vecinos, planificar y ejecutar una sólida unión con aquellos que conforman el primer círculo de interés para el crecimiento económico, profundizar la seguridad común, desarrollar una potente infraestructura de vínculos que permitan a la región ampliar sus mercados nacionales y avanzar hacia la construcción de un espacio de confianza y acción conjunta de defensa y promoción de nuestros países. Zona de paz, libre circulación de personas y productos, desarrollo de grandes obras de infraestructura y hasta defensa común.

La segunda dimensión es la económica. No existen en el mundo economías exitosas desde el aislamiento. La vinculación a las corrientes de comercio, inversiones, financiamiento, tecnologías y flujos turísticos, entre otras cosas, demanda una acción inteligente de promoción pública-privada para facilitar la inserción del país en el mundo económico global. Éste tiene sus reglas, expresadas en organismos multilaterales de comercio, de finanzas, de trabajo, de comunicaciones, reglas cuya negación no es impune y cuyo respeto genera confianza y respetabilidad internacional. Cuidar y profundizar los vínculos con quienes nos compran, quienes nos venden y quienes nos financian. Un ejemplo claro lo da -en un extremo- el propio sistema financiero. Japón debe dos veces y medio su PBI -que es treinta veces mayor que el argentino- pero su tasa de riesgo apenas supera los 34 puntos. La Argentina, sin embargo, con una deuda treinta veces menor, tiene un riesgo país 75 veces la de Japón. En lugar de prestarnos al 0,34 % anual, nos prestan al 20 % anual. No hay en esto ningún secreto: Mientras el Japón jamás ha “defolteado” su deuda, la Argentina lo ha hecho más de diez veces. Nadie duda en prestarle a Japón lo que necesite. Prestarle a la Argentina, por el contrario, se ha convertido en una actividad reservada a aventureros y especuladores, que salvo el FMI -que maneja dinero público-, cobran por ello lo que cobran.

La última integración es tal vez la más delicada: el alineamiento político. No se trata de hacer pactos militares con nadie, pero sí de tener bien en claro a quienes nos acercamos en la forma de valorar la vida, los derechos humanos, la convivencia, el sistema político, el respeto a la soberanía y la integridad territorial de los países y la solución pacífica de las controversias.

En nuestro caso, esos principios están definidos muy claramente en el Preámbulo de nuestra Constitución. No descubrimos la pólvora si afirmamos que su fundamento básico es la libertad, la convicción que la soberanía reside en el pueblo -en cada ciudadano- y que el Estado se concibe como una necesidad para la convivencia sana, sin detentar ninguna potestad que los ciudadanos no le hayan delegado por el pacto constituyente.

Nuestro lugar de pertenencia es el mundo occidental, aún calificando esa pertenencia a la parte del mundo occidental, la del sur, que tiene aún mucho camino que recorrer para sentirse satisfecha con sus logros. Claramente, la Argentina no se define a sí misma como un país populista, autoritario, tolerante con las discriminaciones, subordinada al poder que no surja de la voluntad libre de los ciudadanos a través del sufragio. No se formó por herencia de reyes, zares o emperadores, sino por la decisión de “Nos, los representantes del pueblo de la nación”... y su causa fundacional la expresó San Martín en Lima con su clara vocación cosmopolita, al definir a nuestra revolución emancipadora como “la causa del género humano”.

Esta tercera “dimensión de la integración”, la que nos dice con quiénes nos sentimos más afines, nos servirá de guía de acción en los temas políticos globales e incluso de defensa estratégica. Su claridad nos permitirá recuperar respeto y confiabilidad internacional y nos orientará para marchar en el mundo globalizado con tranquilidad de conciencia, con la obvia prudencia que nos aconseje nuestra fuerza relativa y nuestra situación interna.

Estas tres dimensiones deben confluir en una ecuación flexible que aconsejará en cada momento, ante cada decisión y cada situación, el grado posible y conveniente de compromiso. Sin embargo, conforman una guía estratégica que debería recordarse con arte y madurez de estadistas por quienes conducen el país y definen su política exterior.

Ninguna de estas tres “dimensiones de integración” ha sido honrada en los últimos años. Recelados por los vecinos con quienes debiéramos tener una gran actitud de apertura y respeto, parias internacionales por la costumbre que ya caracteriza a nuestro país de violar las normas comerciales y financieras mientras cierra su economía y actúa al margen de la ley con  ciudadanos y empresas, y un acercamiento internacional al bloque del cual no podemos estar más alejados en principios y valores, los argentinos hemos dejado de ser mirados con respeto para convertirnos poco menos que en una curiosidad étnica, desde el presidente hasta empresarios, obreros y políticos.

Estamos a tiempo. El sol sale todos los días. Sin embargo, de no reaccionar pronto, los peligros que se ciernen sobre la Argentina pueden ser muchísimo más graves y llegar a rozar la propia existencia nacional. Lo que hubiera parecido imposible hace apenas pocos años, hoy es una posibilidad cada vez más cercana: la implosión del país, convertido en un “estado fallido”.

No nos merecemos eso.

RICARDO LAFFERRIERE

viernes, 2 de diciembre de 2022

Gobierno K: ¿errores o aciertos?

 Gobierno K: ¿errores o aciertos?

Hace tiempo comenzó a tomar fuerza la idea que el problema dramático que sufre la economía argentina se debe a “errores” de la gestión de gobierno, que “no ha acertado” con las medidas que requiere el país para normalizar o arreglar sus problemas. De acuerdo a esta idea, un buen economista podría arreglar lo que está mal y corregir los errores.

Sin embargo, las evidencias muestran que el problema argentino está alejado de la intención de normalización en esos términos por parte del gobierno y también de la intención del bloque social que me he permitido llamar la “coalición de la decadencia”, del que el kirchnerismo es su expresión extrema.

Cualquier cambio que permita a los argentinos decidir libremente su accionar contradice en forma directa la intención -que no es un efecto no deseado sino una consecuencia coherentemente perseguida por el kirchnerismo- de hacer desaparecer a los sectores medios y generar un empobrecimiento general que permita la clientelización de toda o la mayor parte de la sociedad. Esa dirección es la seguida en Venezuela, señeros maestros de las miradas K, pero es también la realidad del proceso cubano, pioneros en este modelo de organización y funcionamiento social.

Las políticas alcanzan a todos: autónomos, profesionales, productores, empresas chicas, medianas y hasta grandes. Subsistirán quienes acepten depender de decisiones de precios, importación, exportación y financiamiento decididos por el gobierno. Ninguno más.

Ni siquiera hago un juicio de valor sobre la conducta oficial. Tienen derecho a querer eso para el país, tanto como muchos otros de oponernos. Sin embargo, debemos tener en claro la diferencia, porque ignorarla ha llevado a demasiados actores no kirchneristas a pensar que estamos frente a sólo errores de política económica, de la que “no comprenden” las contradicciones intrínsecas que presentan y se arreglaría con un economista “que sepa”.

Con este otro enfoque se comprenderá que las medidas de política económica iniciada en diciembre de 2019 no son errores sino profundos aciertos: la consecuencia está siendo la que buscan y que fue preanunciada por muchos, entre otros por quien esto escribe en un análisis publicado en marzo de 2020 (“Argentina: país que se disuelve”, enero de 2021 - https://ricardo-lafferriere.blogspot.com/2021/01/argentina-un-pais-que-se-disuelve.html).

La política económica ha sido una herramienta coherente con el desmantelamiento institucional, el ataque a la independencia judicial, la implantación de la mendacidad en el discurso público, la creación de una historia nacional ficticia, la ruptura con las líneas maestras de la organización constitucional y el reemplazo de los valores sobre los que el país edificó su convivencia durante dos siglos, no por otros valores superiores en ética o solidaridad sino arcaicos y premodernos. Sin educación, sin pensamiento crítico y con pensamiento único.

No sólo han profundizado la clientelización los pobres de extrema pobreza, sino que lo han logrado con gran parte del empresariado, sectores de partidos políticos opositores y el aplauso simplón de “intelectuales” y “artistas”. El bloque de poder se completa con los estrechos vínculos con el narcotráfico ya adueñado de gran parte del país y el alineamiento internacional con lo peor del planeta, lo menos democrático, lo menos abierto, lo menos moderno, lo más autoritario. Y el indisimulado apoyo del “pobrismo” de importantes sectores de la Iglesia, funcional en cuanto enaltece la pobreza y demoniza la prosperidad.

No hay, entonces, ningún error. Todo el plan es maquiavélicamente coherente, incluye todos los frentes y su objetivo es indisimulable: la desaparición del país que conocimos reemplazándolo por una gran toldería con millones de seres sin derechos dependiendo de la voluntad de un grupo mafioso sin escrúpulos.

La política, en cuanto expresión de la voluntad ciudadana, no debe confundir en su análisis la naturaleza del régimen. Va en ello no ya la prosperidad sino la propia existencia del país -a ese extremo hemos llegado-. No lo ven quienes no quieren verlo. Sí lo ve la gran mayoría de la población democrática.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 2 de noviembre de 2022

Populismo, progresismo, liberales, libertarios

¿Cuándo el término “progresista” comenzó a ser usado en forma despectiva? ¿Y cuándo el de “liberales” comenzó a identificarse con una extrema minoría?

Las calificaciones mencionadas, así como las de “izquierda” y “derecha” ocultan más que lo que definen. Son categorías estratégicas o tácticas más que ideológicas, destinadas a aprovechar la coyuntural simpatía -o antipatía- de moda en algún momento del devenir político, pero sin ningún común denominador que permita una definición de éstas de alcance general.

De ahí, justamente, el peligro de su uso en el debate político democrático.

Populistas son Trump y Cristina Kirchner, Orbán y el comandante Ortega, Maduro y Bolsonaro. Si una línea -sutil, ya que no sólida- unifica a todos es su cuestionamiento -o débil adhesión- al estado democrático de derecho. En el contenido de sus políticas caben relatos revolucionarios y conservadores, represores y autócratas, estatistas y liberales a ultranza.

Tal vez pocos ejemplos son más claros que la trayectoria del peronismo en la Argentina: estatista con Perón, liberales con Menem, ultraestatistas con los Kirchner, pero todos montados en el común denominador de reducir al mínimo posible los límites del estado de derecho y ampliar al máximo la discrecionalidad del poder y la vulnerabilidad ciudadana.

“Progresistas” es otra cosa. Nació el término en España en la segunda mitad del siglo XIX, en la lucha contra la monarquía absoluta, vehiculizada por el Partido Progresista de Espartero y luego el general Prim, protagonistas de la revolución de 1868 que puso fin a la monarquía absoluta de Isabel II. Fue -si no yerro en mi información- la primera utilización del término en español, derivados de los “reformistas” que tomaron distancia de los “revolucionarios” de la mitad del siglo XIX en Francia e Inglaterra.

En el pensamiento político fue un componente fundamental del centro político que protagonizaría en el siglo XX la gran fuerza constructora del mundo de posguerra. Ese “centro” se conformó como resultado de la confluencia dialéctica entre los socialdemócratas -socialistas que valoraban ciertamente la democracia- con los liberales que valoraban políticas inclusivas rechazando las democracias limitadas sólo a sectores sociales poderosos. Los primeros, se alejaron de los revolucionarios. Los segundos, de los conservadores ultramontanos.

Esa “izquierda del centro”, en Europa se llamó “socialdemocracia” (y en la Argentina “democracia social”) y la flanquearon por la izquierda, sus antiguos socios revolucionarios derivados hacia el comunismo estalinista. La “derecha del centro” fue flanqueada por sus antiguos socios conservadores, derivados hacia los fascismos de entreguerras y los fundamentalismos “de mercado”.

Ese “centro” compuesto de “centroizquierdas” y “centroderechas” construyó las economías avanzadas, los estados de bienestar, las democracias inclusivas, los derechos sociales, las grandes instituciones modernas de la salud y la educación pública, el reconocimiento legal de los sindicatos obreros y las instituciones de previsión. Imbricaron virtuosamente sus principios al punto que en ocasiones era difícil distinguirlos en las coyunturas sin bucear en sus orígenes históricos.

Sus nuevos rivales fueron en la primera mitad siglo XX los autoritarismos, que no atacaban ya las reformas sociales sino la vigencia democrática. El fascismo -por derecha- y el comunismo stalinista -por izquierda- negaron la supremacía del orden legal democrático por sobre el puro poder. Al contrario, el poder pasó a ser considerado como superior a cualquier límite democrático y el orden legal comenzó a ser considerado y usado como un instrumento de las ideologías totalizadoras abandonando su neutralidad. Era una herramienta para construir la “sociedad sin clases” o para defender la “soberanía del Estado”. El ciudadano, base de toda la construcción democrática social, desaparecía como protagonista de la sociedad política.

La democracia triunfó y, con sus más y sus menos, construyó el mundo occidental de post-segunda guerra mundial. Tuvo sus matices expresados por el colorido de sus partidos en juego virtuoso: los “populares” y “demócratas cristianos”, más centrados en el desarrollo económico, los “socialdemócratas”, más centrados en los derechos sociales, los “liberales”, recelosos de las grandes empresas y de los Estados fuertes y aferrados a los derechos de las personas, confluyeron en un mundo crecientemente desarrollado, cada vez más libre, más igualitario, más inclusivo.

Estos valores fueron aceptados por todas las fuerzas en juego a pesar del mayor o menor peso específico que cada una concibiera como predominante en cada momento del proceso económico y social. La “izquierda” y la “derecha” se volcaron, por su parte, a los extremos de la intolerancia recíproca, acercándose a las posiciones ultras en los extremos del arco político.

Los últimos cambios de paradigma mundial trajeron nuevos fenómenos. Surgieron los reclamos de época, como las políticas de género, la defensa del ambiente, la ampliación de los derechos de las personas y las nuevas concepciones de derechos humanos. El impresionante crecimiento de la economía mundial desplazó el eje del debate social y político global hacia las nuevas demandas, sustancialmente más complejas, y comenzaron a aparecer las opciones populistas con simplificaciones de rápida llegada al gran público, pero inútiles para solucionar problemas. “Retro-progresistas” por un lado (añorando la épica revolucionaria), “libertarios” por otro (extrañando al mundo ultraconservador) y “populistas puros” (usando en forma utilitaria parches de uno u otro origen útiles para sus reales metas: la conservación del poder a cualquier precio) configuraron los nuevos extremos.

Si de algo deben considerarse herederas estas opciones es del pensamiento antidemocrático de los antiguos fascismos, estalinismos y conservadores ultramontanos. Están tan alejadas del progresismo como de la democracia, la economía moderna y la inclusión social. Confundirlos es errar peligrosamente en el diagnóstico y a partir de allí, abrir el peligro de una división en la solidez del “centro” para sostener la estructura económica, social y política de una sociedad moderna y para luchar políticamente contra el populismo.

Progresistas contemporáneos son -y han sido- Obama y Fernando Enrique Cardoso, Felipe González, Bachelet y Raúl Alfonsín. Liberales de estos tiempos son -y han sido- Kohl, Merkel, Sarkozy, Sanguinetti, Macron y el propio Macri. Ninguno de ellos tendría punto alguno de contacto con el populismo autoritario y cleptocrático del kirchnerismo ni con los ultraconservadores antidemocráticos o las dictaduras de Cuba, Nicaragua, Corea del Norte o la propia China. Y tampoco caería en error de atacar al progresismo como tal porque alguien que se autocalifique de esa forma cometa los latrocinios injustificables que se han sufrido en la Argentina en los años K contra el estado de derecho, el estado de bienestar, el crecimiento económico, la libertad de los ciudadanos y su pretensión de regimentar la totalidad de la vida de las personas. Tampoco cuestionarían al liberalismo por su prédica constante por una economía sana, el respeto al derecho de propiedad, un Estado limitado y eficiente y su reclamo de los espacios de libertad para los ciudadanos en la construcción de su vida ni la defensa de las empresas en una sociedad libre de mercado.

Tengamos cuidado, entonces, con las calificaciones y las descalificaciones que puedan abrir nuevas brechas montadas en afectos y épicas de una realidad que ya no existe. La Argentina -y el mundo- necesitan construir una férrea muralla contra el populismo que libere la potencialidad económica de los ciudadanos y que también canalice sus mejores sentimientos solidarios, expresados tanto en la vida cotidiana como en la política.

Una sociedad estable necesita una economía sólida y en crecimiento, el respeto de los derechos, la vigencia de la ley, la justicia independiente y un Estado neutral promotor de una sociedad libre y equitativa. Esas son banderas de los verdaderos progresistas, y también de los liberales contemporáneos, enemigos ambos del populismo y naturales protagonistas en la creación de esa sociedad deseada.

Todas esas banderas se expresan con nitidez en la Constitución Nacional, el gran “centro” que construyó el país moderno, el que el populismo -no el progresismo ni el liberalismo- está destrozando.

Ricardo Lafferriere