miércoles, 7 de febrero de 2024

El "estilo argentino"

 

En su libro “Principios para enfrentarse al Nuevo Orden Mundial”, Ray Dalio -prestigioso inversionista titular de la firma “Bridgewater Associates”- realiza un magistral abordaje a las diferencias de estilo entre la práctica norteamericana y la china. Luego de sostener que ese contencioso está marcando y marcará por varios lustros el ritmo de la evolución global, expresa las dos formas de trabajo en que los liderazgos políticos enfrentan su gestión. Cualquiera de ambos tiene atractivos para los inversores, a condición de conocer y seguir sus reglas.

En el caso americano, el individualismo no sólo impregna su Constitución y sus creencias más profundas. En ese individualismo caben todas las maneras de ver el mundo y de actuar en él, donde el “piedra libre” alcanza desde las corporaciones más grandes hasta las iniciativas más pequeñas de los emprendedores, muchos de ellos inmigrantes centro (o latino-) americanos expulsados de sus países y exitosos en el de adopción. Una sociedad que permite y respeta a las minorías y modas más insólitas, que luego se extienden a todo el mundo occidental.

En el chino, por el contrario, su estilo es el del pensamiento a largo plazo, organicista si se quiere, pero privilegiando al conjunto -la familia, el partido, el país- y planificando objetivos medidos en décadas, cuando no en siglos. El propio Deng Xiao Ping, iniciador de la modernización y el “milagro” chino, dejó el liderazgo a sus sucesores fijando, ya en 1980, las metas para un cuarto de siglo y para mediados del siglo XXI: multiplicar por cuatro su PBI para fines del siglo XX -lo logró en 1995- y llegar al 2050 con el mismo nivel de vida para toda su población que el de los países occidentales medianamente desarrollados. Van encaminados.

¿Cuál es nuestro “estilo”? O más sutil aún ¿tenemos un “estilo”?

Como con aguda intuición lo desarrollara hace un par de décadas Daniel Larriqueta en sus dos libros “La Argentina imperial” y “La Argentina renegada”, nuestro país no tiene una herencia unívoca sino dos: la originaria, que él denominaba “tucumanesa”, estamental y organicista, que fue el resultado del trasplante de los reinos medioevales europeos de tiempos de los Austria en épocas de la conquista y la colonización temprana y que terminó haciendo simbiosis con las civilizaciones autocráticas indígenas del Perú; y la “atlántica”, que llegó con las revoluciones burguesas-liberales-independentistas de los siglos XVIII y XIX, cuando el absolutismo medioeval fue sucedido por el tiempo de las leyes, la limitación del poder, las Constituciones, los “códigos” y, en fin, por la modernidad. La revolución emancipadora -abierta y liberal- desalojó del poder a la vieja sociedad colonial, cerrada y estamental. La Constitución y luego la llegada de los inmigrantes parecieron marcar el triunfo definitivo de la Argentina atlántica, pero fue un espejismo que duró hasta el retorno del país cerrado que duraría un siglo, desde los años 30 del siglo XX hasta hoy.

Esas dos improntas aún conviven como herencias genéticas en nuestra sociedad, obviamente con impregnaciones recíprocas, pero predominando ora una, ora otra, sin terminar de definir un “estilo” que pueda entenderse como caracterizador de la Argentina.

La creatividad popular lo expresa a menudo con el conocido apotegma que presuntamente nos define: africanos que quieren vivir como europeos, pagar impuestos como en Burundi pero recibir servicios públicos como en España, tener la libertad de iniciativa de EEUU pero con un Estado que regule y controle todo lo que pueda -a los demás...-, admiradores del Che Guevara pero reclamantes de “mano dura, que ponga orden”, aunque a la vez resistentes a cualquier autoridad legal, aún las que actúan dentro de sus competencias.

Por no hablar de la inmisericorde calificación de sus gobiernos. De la Rúa era “estirado, distante, le faltaba calle”. Pero Milei es un “payaso” que “no respeta la investidura que inviste, como Menem”. Alfonsín “no sabía nada de economía” -aunque debió soportar 13 paros generales-... y Macri “un niño bien que no le gustaba trabajar”.  A eso suele reducirse la política, donde la reflexión y el debate sobre los años que vienen -y sobre la comprensión de los datos de la realidad- suelen estar ausentes de la discusión, impidiendo cualquier mirada estratégica compartida y dejando en manos del destino lo que pueda pasar. Mucho menos gestar un consenso estratégico nacional.

Esa calidad del debate -el que se da en lo “público”, el que encuadra las acciones de quienes deben gobernar, y al que no son ajenos los diseñadores de escenario mediático- se acerca más al estilo americano que al chino. El bochornoso tratamiento de la ley de “Bases...”, por unos y otros, muestra este aquelarre.

¿Es esto bueno o malo, para atraer inversores -en términos de Dalio- e incluso para convivir? Mi respuesta: es contradictorio y auto bloqueante. En el estilo americano, individualista, el reclamo al Estado es mínimo, casi inexistente, mientras que en Argentina el individualismo tiene frente al Estado una actitud bifronte: quiere que haga todo, pero que no se meta en nada. Que dé salud pública y seguridad, pero que no cobre impuestos. Que dé jubilaciones a todos, pero que no recaude aportes. Que garantice la educación, pero que no exija rigor académico ni docente. Que no tenga déficit público, pero que no se desprenda de empresas ultra-deficitarias, innecesarias para la gestión ni limite el gasto. Que respete el federalismo pero que mantenga los envíos de fondos extra-coparticipables a las provincias. Que frene la inflación, pero sin bajar gastos ni cobrar más impuestos.

También es contradictorio y auto bloqueante si lo cotejamos con el estilo chino, que cosecha admiradores por su capacidad de crecimiento, planificación, fijación de objetivos y eficiencia. Pero que también -debemos recordarlo- no admite el derecho de huelga, ni la disidencia política, ni la libertad de opinión alternativa al Partido Comunista de China, ni el cuestionamiento al poder sea por los ciudadanos de a pie, sea por los grandes empresarios a los que disciplina en forma hasta grotesca cuando según su criterio se apartan de los objetivos del gobierno. O sea, una libertad acotada sólo admisible dentro del sistema, que no afecte las metas definidas por el poder tanto en lo público como en temas inherentes a la vida privadas.

Puestos a buscar similitudes, los partidos “republicanos” argentinos -libertarios, radicales, pro, socialistas- se reflejan en el pluralismo de los partidos occidentales de los países desarrollados, aunque sin su aceptable disciplina interna, mientras que el justicialismo tiene un “acuerdo estratégico” con el Partido Comunista de China, firmado hace algún tiempo por Gildo Insfrán, en su carácter de -entonces- vicepresidente de esa fuerza. Ninguna de esas afinidades tampoco dice mucho, en ninguno de ambos casos. En el primero, porque la ortodoxa disciplina económica y política de los partidos occidentales de todo el arco ideológico es mediatizada hasta el cansancio por los locales, y en el segundo porque la planificación esencial del modelo chino no es precisamente una virtud del justicialismo, que a esta altura no tiene idea -y si la tiene, no la expresa- de las metas y objetivos que postula para el país para las próximas décadas, o años.

En suma, la Argentina es un misterio politológico. Y así le va. Sin orientaciones claras en su rumbo estratégico, marcha a los tumbos administrando coyunturas nada más que para subsistir. Su política se edifica en consignas infantiles sin conclusiones proyectuales. Su estilo es inexistente y, en todo caso, también es un misterio hasta cuándo el conglomerado de personas que vive en su territorio se tolerará recíprocamente formando un pueblo. Tal es el deterioro que se entusiasma con la novedad de un discurso de casi dos siglos de antigüedad y un estilo que destila chabacanería, el que sin embargo es admirado por “popular”, como lo fuera el (¿distinto?) de las groserías artísticas y “culturales” de la gestión anterior kirchnerista.

Hay voces lúcidas -y muchas- en nuestro país en su espacio público y aún político. Aún asumiendo la injusticia inherente a todas las generalizaciones, asombra sin embargo su incapacidad para gestar, como estamento, un proyecto común de largo plazo. En esa marcha, llega a nosotros el mundo con su nuevo paradigma, el que supera las lecturas anteriores y altera la “geografía ideológica” llevando a las viejas izquierdas a alianzas ultramontanas y las viejas derechas a ser a veces el único refugio de antiguos progresistas. Nunca el futuro -lejano y cercano- ha sido tan imprevisible.

Ricardo Lafferriere

viernes, 19 de enero de 2024

Lo que no hará Milei

 2023 mostró una Argentina en situación terminal. Poco agregaría repitiendo los números de inflación, deuda, déficit público, disolución de la moneda, corrupción, narcotráfico, salud pública, impunidad y desprecio por la vida humana.

El cambio expresado por la sociedad estaba fundado. Entre las opciones de cambio, terminó imponiéndose la más radical, como muestra del estado de angustia de una sociedad que estaba siendo conducida al abismo.

Esa opción, con ser la más clara en el ámbito económico, no será eterna. En el caso de éxito, logrará contener la inflación, estabilizar la economía y posiblemente despertar el entusiasmo inversor para relanzar el país hacia el crecimiento. No será poco, pero lejos estará de ser todo.

No todo son números, ni economía. Quedarán cosas, que probablemente no sean enfocadas por el gobierno de Milei por sinceras convicciones libertarias, o porque deberá dedicar su esfuerzo a su objetivo mayor, encauzar la economía -así como el gobierno de Alfonsín tuvo su desafío central en terminar con la inestabilidad institucional, lo que logró al precio de tener que pasar a un segundo plano el desenvolvimiento económico, que le costó el gobierno-. Así suele pasar: los gobiernos priorizan sus principales desafíos, y quedan para los que sigan los temas que en el momento parecen secundarios.

¿Qué le quedará a la Argentina, una vez que la economía se haya estabilizado y comenzado su camino de crecimiento? Pues.... todo lo demás. La agenda será enorme.

Habrá que construir un sistema de salud inclusivo, moderno y de excelencia. Habrá que reconstruir la educación, cuyas hilachas nos han llevado al fondo de las tablas “PISA”. Habrá que volver a edificar un sistema de defensa nacional, diseñando fuerzas adecuadas a los tiempos, con máximo entrenamiento y en condiciones de responder a los desafíos que puedan presentarse en un mundo cada vez más inestable. Habrá que construir una infraestructura de primer nivel para aprovechar la dimensión continental del país. Habrá que vincularse al sistema científico y técnico global, participando de los grandes desarrollos que marcan la punta de flecha del conocimiento, desde la Inteligencia Artificial, la exploración del espacio profundo, la investigación genética, la generación de energía por fuentes alternativas renovables, la robótica, los cultivos “verdes” -sin polución ambiental-, etc.

Infinitos campos de desarrollo, que cada etapa de gobierno deberá enfocar de acuerdo a las necesidades del país, de la evolución del mundo y del progreso de nuestra sociedad y nuestra gente.

¿Tiene entonces sentido enfrentar al gobierno de Milei o será mejor prepararse para las etapas que vendrán, cuando Milei sea un recuerdo -como lo es Alfonsín, Menem, de la Rúa o los Kirchner-?

Por supuesto que hay procedimientos y temas que no son los que cada uno hubiera preferido. No son menores la impericia política ni la debilidades formales de algunos pasos. Sí es menor el desborde verbal, que en mayor o menor medida ha acompañado a la lucha política desde siempre. Y es menor el encuadre “ideológico” con el que pretende vestir su mensaje, que aunque esté en línea con una moda joven que atraviesa el mundo, nada cambia de cara a los principales desafíos y problemas a enfrentar. Y que, además, durará lo que duran las modas.

Debe reconocerse que aún jugando “en el borde”, no se han atravesado líneas rojas como olvidar al parlamento o agredir a la justicia, como vimos en tiempos no tan lejanos. Alertas, por supuesto, si esto ocurriera. Pero lo que parece realmente poco inteligente es unir los reclamos a los coletazos del país prebendario, populista y cleptómano que da sus últimas batallas para no morir. Mezclar la paja y el trigo puede ser una respuesta de ingenuos o perezosos. No agregará nada a los cambios -posiblemente los demore- y ayudará a agravar las falencias institucionales, llevándolas a cruzar la línea roja. Nadie puede querer eso.

Ricardo Lafferriere

jueves, 18 de enero de 2024

PROGRESISMO, POPULISMO, LIBERTARIOS... O LIDERAZGO DEMOCRÁTICO

 El debate no es exclusivo de los argentinos. Atraviesa el mundo.

Hace tiempo que los grandes actores políticos globales nacidos en el cruce de los siglos XIX y XX se quedaron sin relato. Ese espacio fue ocupado por reemplazantes provisionales, la mayoría de ellos arcaicos que buscan renacer ante el agotamiento de los rivales que lo desplazaron en el campo intelectual y político. Religiones, nacionalismos y personalismos varios conforman un conjunto variopinto y anárquico, unidos sólo por una definición metodológica, el populismo.

Ese novedoso puente habilita confluencias curiosas y en otros tiempos impensables. Viejas “izquierdas” apoyando integrismos medioevales, renacidos nacionalismos decimonónicos cuando no del siglo XVIII o hasta medioevales tomando el lugar que en el siglo XX ocupara el “progresismo” y alianzas que hubieran sido consideradas “contra natura” hasta hace pocas décadas, como ciertas “izquierdas” confluyendo con salvajes expresiones terroristas que hubieran merecido el repudio total hasta de los anarquismos más virulentos.

El rival de todos es el poder existente, en cualquier lugar y sea cual fuera, y específicamente el poder institucional construido por las democracias liberales. El sincretismo populista habilitante de personalismos o dogmatismos autoritarios no requiere ni admite -como las democracias- coherencia argumental, esfuerzo justificatorio, debates creativos y cuestionamientos permanentes. Esa es su fuerza.

Las redes sociales potencian el sincretismo y la banalización. Nunca en la historia los ciudadanos comunes han tenido tantas posibilidades de expresión, pero ese imprevisto poder no ha sido acompañado de una formación ni siquiera básica que le de consistencia a sus posiciones. En consecuencia, el punto de referencia deja de ser el colectivo -nacional, ético, cultural- para pasar a ser los intereses más directos o la propia elaboración intelectual, valiosa pero en la inmensa mayoría de los casos, banal e individualista. Mientras la humanidad inicia su ascenso hacia la inteligencia artificial, las sociedades parecen perder su propia inteligencia natural.

La nueva realidad desorienta a las élites. A las políticas, desde ya, pero también a las culturales, económicas, empresariales y aún militares. Al no tener una argamasa que unifique a los antiguos actores o ser ésta cada vez débil, y al disolverse los antiguos colectivos, las representaciones sienten quedarse sin representados. Su esfuerzo termina reduciéndose a la lucha circular por su propia subsistencia. Eso potencia la disgregación, que a su vez alimenta al simplismo populista generador de mensajes casi místicos dirigidos a esas personas desorientadas y ansiosas de un rumbo. También estimula la impostación de causas justas, presentadas como caricaturas al estilo “todo o nada” en lo que a cada una le importa, sin que interese su consecuencia para los demás.

La formación de mayorías, herencia de la construcción democrática de los siglos XIX y XX, se hace efímera. Sólo la fuerza y el sectarismo habilitan alguna clase de permanencia. Se fuerza la instalación de “grietas” que le quitan riqueza al debate y polarizan las sociedades con tensiones límite mientras buscan hacer desaparecer los diálogos alrededor del centro, propiedad de las democracias virtuosas.

Frente a ello no es sencillo articular un protagonismo consciente. Hasta la propia democracia sufre el deterioro de la licuación social y la búsqueda de líderes que “arreglen” los problemas, sin mucho análisis.

Se da en el mundo, y se da entre nosotros.

Una cosa es segura dentro de toda esta confusión: si bien las consignas voluntaristas no alcanzan, tampoco es el regreso al pasado ni la restauración corporativa la que abrirá un camino virtuoso. Más bien lo demorará.

Aunque sea difícil, el liderazgo democrático es la única garantía de marchar hacia una sociedad en progreso, crecimiento y buena convivencia apoyada en valores éticos. La herramienta de la razón no admite polarizaciones. La paz -general y social- exige respeto a los argumentos diversos. Es el verdadero progresismo, que no puede reducir sus banderas a la racionalidad económica -aunque debe incluirla- pero tampoco negarla en complicidad con el pasado corporativo y cleptómano.

El hastío de la situación argentina en caída libre habilitó una reacción en sentido contrario. Pero sería erróneo creer que ante el populismo autoritario la mayoría de los argentinos requiere un autoritarismo sin matices. En la necesaria inteligencia y sentido común de la dirigencia política está hoy la tarea de separar “la paja del trigo”, evitando que las reacciones frente a los excesos del poder administrador las conduzca a neutralizar los esfuerzos por rectificar el rumbo suicida que llevábamos, pero a la vez recreen esa democracia compleja, sofisticada, seria y moderna que espera una sociedad en plena transición -como todos en el mundo- hacia una ciudad global: la tarea de reconstruir un liderazgo democrático, que no puede ser sólo “mayoritario” sino plural, dialoguista, empático y consciente de sus límites políticos y temporales.

La incapacidad de las dirigencias para generar ese liderazgo alternativo llevó a que el liderazgo del cambio quedara en manos de una opción que, aun acertando en la mayoría de los capítulos económicos, muestra fuertes falencias institucionales hoy disimuladas por la urgencia, pero que se harán notar cada vez más cuando el país retome su marcha. La construcción del liderazgo democrático alternativo moderno y cosmopolita, con centro en el país y los argentinos, es entonces imprescindible. No hacerlo puede hacer que el recorrido del péndulo vuelva peligrosamente al pasado, ahí sí muy cerca de lo irreversible. Lo vemos hoy mismo, con el ingenuo acercamiento de tradicionales dirigencias democráticas a los cínicos estertores del populismo cleptómano.

Ricardo Lafferriere                                                

domingo, 10 de diciembre de 2023

¿Menem 2.0?

 

¿Menem 2.0?

Imposible no sentir remembranza de aquel tiempo. La economía del primer turno democrático se había desbocado, pasando su factura por no haber tomado nota del cambio que ya se había producido en el mundo y en el país entre el derrocamiento de Arturo Illia en 1966 y los nuevos aires que comenzaron a campear a partir de la crisis del petróleo y el comienzo de la nueva globalización y expansión financiera.

Alfonsín tuvo una prioridad, que trascendía la economía: reconstruir el tejido institucional cuyo deterioro llevaba muchas décadas. Lo logró, con una singular épica democrática de la que aún disfrutamos, aunque el precio de la desactualización económica -más que del propio Alfonsín, de la sociedad argentina y su sistema político y económico- pasó factura. Llegó la hiperinflación, que Menem sufrió también a comienzos de su gestión.

La llegada de Cavallo comenzó a ordenar la economía. La situación internacional lo ayudó, así como el predicamento del nuevo presidente ante los gremios, el éxito de la lucha contra la inflación y -a pesar de llegar con una historia y una experiencia larga en el sistema- una presentación de “outsider” taquillero con los medios que le facilitó su llegada al gran público. Su hegemonía duró una década.

Se ha escrito mucho sobre su final. Alguna vez he sostenido que los errores de su gestión no fueron ajenos a la falta de oposición, no porque el radicalismo de esos tiempos no la hiciera, sino porque la hacía desde el pasado, creyendo que era posible regresar al país de Illia, sin tomar nota de los cambios -que al final de su mandato, el propio Alfonsín había advertido cuando realizó su convocatoria de Parque Norte e impulsó las privatizaciones de Entel, Aerolíneas y lanzó el Plan Houston- producidos en el mundo luego de la crisis del petróleo, de la deuda y de la globalización financiera.

De la Rúa y Macri intentaron retomar el camino modernizador pero chocaron con una sociedad que aún estaba atada a los conceptos de mediados del siglo XX y no había asumido los cambios del mundo. Estructuras que alguna vez he conceptualizado como la “coalición de la decadencia” impidieron los tres esfuerzos modernizadores de la democracia, cada uno con sus particularidades y matices.

La situación que deja el kirchnerismo es mucho peor que la que recibió Menem, más grave que la recibida por de la Rúa y muchísimo más grave que la que recibió Macri. La impresión que dejan los primeros pasos de Milei es que busca retomar aquel rumbo, reinsertando al país en el mundo económico global.

Sus ejes son similares al intento del peronismo de Menem: fuerte alineamiento occidental, reducción sustancial del aparato estatal, apertura económica unilateral, reconstruir la economía sobre las bases liberales de la Constitución y buscar homologar el costo argentino -incluidos los salarios, que en una economía abierta con paritarias libres es previsible que acrecienten notablemente su valor- con la competitividad global.

Esas bases debieran ser un punto de encuentro, no de divergencias.

Los debates virtuosos debieran centrarse en reducir los costos sociales de la transición, organizar un sistema previsional y de salud pública de excelencia al alcance de todos, reconstruir la educación de calidad en la que nadie quede afuera, integrar al país en su dimensión continental con una infraestructura que llegue a todos y relanzar la economía sobre la base de la estricta vigencia del estado de derecho. Esos temas son los que sería esperable de una oposición “desde el futuro”, que no reniegue del mercado ni de la modernidad, sino que sobre ella garantice un piso generalizado de dignidad. Así logró Europa, en un juego virtuoso de socialdemócratas y populares, recuperarse de la destrucción de la guerra.

Si en lugar de esa línea que busca el centro se reproducen los discursos opositores que vimos durante la década de los 90 cuestionando la necesidad de un cambio e ignorando lo que realmente es necesario custodiar y propugnar, la historia puede volver a repetirse. Y sabemos lo que significa.

Ricardo Lafferriere

sábado, 4 de noviembre de 2023

Si fuera dirigente, no me animaría a hablar...

Afortunadamente, hace varios años que dejé de serlo, luego de algún acierto y muchas equivocaciones. Hoy la edad me permite la licencia de sólo pensar y escribir, sin intentar incidir en nadie ni “dictar cátedra” desde una tribuna.

En esta situación de ciudadano corriente, aún con el pasado a cuestas -que siempre pesa-, siento la vocinglería de mi “asamblea de neuronas” discutiendo a los gritos, intentando aclarar lo que pasa y ayudarme a decidir qué hacer.

En esa Asamblea, están las emotivas y las racionales, pujando ambas por imponerse. ¿Habrá posibilidad de síntesis, o están indefectiblemente condenadas al desgarro de la propia identidad? ¿Qué hacer?

Por un instante, una de las más viejas logra un pequeño momento de silencio y habla, con toda la carga de su sensatez, errores, memoria y regreso a las fuentes. No es malo escucharla. Total, siempre están las más nuevas con los aportes del cambio del mundo, de la tecnología, de una sociedad y un mundo que tienen similitudes, pero también diferencias grandes con los tiempos jóvenes.

“¿Y si hacemos una incursión por nuestros viejos métodos de análisis?¿quiénes están detrás y se expresan en uno u otro lado?

Comenzó el ejercicio intelectual. Dejemos de lado a la vocinglera adjetivación que desde uno u otro protagonista impostan posiciones de cara a la campaña y aún la personalización de los candidatos y hurguemos en lo profundo, en las fuerzas sociales que se alinean en ambos lados.

 En un lado, claramente el país que giró durante décadas alrededor de la “corporación de la decadencia”. Empresarios protegidos y rentistas, gremialistas corruptos, los intendentes del conurbano donde imperan las mafias narco-delictivas, los millones de clientelizados que se usan como carne de cañón para defender los privilegios de la “corporación...”, el entramado de intereses oscuros que alinea a punteros, policías, fiscales, jueces, jefes de “orgas” piqueteras... en fin, los que “cobran” por una u otra vía alrededor del esqueleto de un Estado que han cooptado, han vaciado de sentido ético y social y lo han convertido en la máxima herramienta del saqueo y la corrupción. El que desde el poder o desde la oposición mandó en el país en las décadas infinitas de la decadencia y no quiere perder el botín. Y no son sólo peronistas.

En el otro, las fuerzas productivas. Los del campo, expoliados hasta el cansancio por la corporación de la decadencia, los jóvenes con vocación de progreso, los empresarios vinculados a lo más moderno del mundo en su tecnología y en su producción -audiovisual, telemática, inteligencia artificial, generación de contenidos, y todo el complejo comunicacional-, los emprendedores que sufren la hiper-reglamentación estatal usada como herramienta de clientelización, los que ansían un país en el que sean respetados su esfuerzo, su patrimonio, su inversión, su educación y su capacitación productiva. Los que “pagan” y han venido pagando la fiesta desde hace décadas.

Entre estos campos, simpatizo claramente con el segundo y me siento visceralmente opositor al primero. En estos términos, para mí no existe una opción de “Massa o Milei” porque la opción Massa ni siquiera puedo considerarla: lo considero no sólo alineado sino instrumento absoluto de la primera opción, en las antípodas de la Argentina que sueño. Pero... ¿cuán nítido es el alineamiento de Milei con la segunda? Y ahí surge mi verdadero interrogante personal, reducido a otra dimensión: Milei o la “neutralidad” expresada por la abstención o el voto en blanco. Ese es, para mí, el verdadero y único dilema subsistente.

Tal vez estos elementos llevaron a Patricia Bullrich a esa decisión unilateral, que tomó como ciudadana ya liberada de su candidatura y sin invocar ninguna representación, agotada el día del comicio. ¿Qué considerar más correcto? ¿Ayudar a consolidar una nueva fragmentación de las clases medias productivas, ilustradas, democráticas, cosmopolitas, que votaron “el cambio” divididas entre su candidatura y la de Milei, aún al precio de gran un costo político personal, o ayudar a evitar esta fragmentación estructural sobre la que cabalgaría la corporación de la decadencia y específicamente el peronismo, que pugnó siempre por dividir a ese torrente modernizador de mil maneras y con mil disfraces, con la pícara utilización de un ideologismo banal y falsario útil para alinear un rebaño entre ingenuo y desactualizado?

Vuelvo a la asamblea de neuronas. Las más apasionadas, las que se mueven con el corazón y los sentimientos, insisten fuertemente en la “neutralidad” apoyadas en el abismo moral que las separa -en lo personal- de uno y otro de los candidatos en pugna. Sin embargo, es oportuno recordar que la moral no es un valor heterónomo sino autónomo, personal, íntimo. No responde a dictados ajenos, sino a su propia pulsión. Y es por definición diferente en cada uno.

Por eso es importante destacar que la decisión de la que hablamos no responderá a ningún alineamiento o pertenencia, agotados el día del comicio al ser desplazada de la carrera final la opción en la que cada uno, voluntariamente, decidió participar para construir en conjunto. El “balotaje” vuelca en el ciudadano individual, en sus valores, convicciones, análisis y compromisos una decisión que le corresponde sólo a él, sin opciones colectivas como las que los movieron en la “primera vuelta” pero que han decidido no jugar en esta partida.

Las otras, las racionales, se mueven al compás de los objetivos: responden al imperativo causa-efecto, interpretan la realidad sin pasiones sino con una mirada fría e insisten en el análisis metódico y cartesiano. Éstas fueron las que evidentemente se impusieron en la personal reflexión de Patricia Bullrich.

La decisión de cada uno responderá a sus valores, pero también a su historia personal, a su manera de ver la vida y de tomar posiciones. En mi caso, formado en tiempos de la sociedad “sólida” -diría Bauman- pero también de pasiones fuertes, esas que ayudaron a construir la  democracia pero a la vez le quitaron flexibilidad para responder a los acelerados cambios del mundo y del país y dificultaron la formulación de acuerdos básicos -a pesar de los buenos discursos- es más posible que termine imponiéndose la decisión que tomé al día siguiente de la elección, aferrado al mandato alemnista de  no hacer nada si lo único que se puede hacer es malo.

Pero también soy consciente que no existen acciones absolutamente puras en la vida real. Cada acción valiosa conlleva un disvalor. Cualquiera sea la decisión de cada uno, votar a Milei o abstenerse, su espíritu mantendrá una inquietud, la de que “falta algo”. La forma de sintetizar esa contradicción es una sola: con la acción posterior. Una acción en la que deberá probarse la tolerancia, la apertura y la frescura intelectual, más propia de las nuevas generaciones de la sociedad “líquida”.

Allí, en “qué hacer luego” debiera centrarse entonces la reflexión. Es en ese “luego” que tengo para mí la misma convicción de antes: la unidad estratégica de las clases medias, que debe juntar a unos y otros. Sea votando a Milei, sea votando en blanco o absteniéndose, lo que importa es la lucha que sigue después, que no se habrá agotado en esta elección, cualquiera sea su resultado. El sueño de un país moderno, integrado al mundo, cosmopolita, democrático, con sentido social e inquebrantable adhesión al estado de derecho. Que grite tres veces “libertad” mientras construye, con la ilusión de los inicios, “el trono a la noble igualdad"...

Ricardo Lafferriere

jueves, 26 de octubre de 2023

Bullrich apoya a Milei ... y hay crisis en JxC

 Entiendo a todos

Era previsible el maremágnum, especialmente en el “escenario”. JxC es un espacio conformado por familias políticas distintas, con historias diversas y culturas internas también diferentes.

En algún momento los objetivos coincidieron y formaron el espacio. El principal aglutinante fue terminar con el populismo orgiástico del kirchnerismo. En 2015 se logró. Los acuerdos necesarios para conformar el espacio triunfante habían sido “de segundo piso”, realizados por quienes estaban en el escenario y compartidos por los votantes.

La gestión de gobierno dejó al descubierto las diferentes visiones. No juzgo en este momento la corrección de unos y otros -lo he tratado en otras notas-. Sí quedó en evidencia las prioridades que los diferentes actores pensaban para la eventual gestión. Un proceso interno abierto, en el que participaron las fuerzas fundacionales, determinó en su momento la fórmula a impulsar.

Hoy esas historias y esas culturas distintas resurgieron ante el paso dado por Patricia Bullrich y Luis Petri, apoyados -o instados, a esta altura es lo mismo- por Mauricio Macri. El surgimiento de Javier Milei canalizando gran parte del electorado originario de JxC amenaza con provocar un cisma.

Una parte de JxC evidentemente considera que “el cambio” es un espacio compartido por ambas fuerzas y deben unirse para conseguir, justamente, el objetivo primario de JxC, terminar con el Kirchnerismo, que hoy amenaza reciclarse por otras dos décadas con la nueva pareja emergente. Está convencida que es tal vez la última oportunidad de detener la decadencia ya suicida de un país en rumbo a su disolución. Llama a acordar entre las segunda y tercera fuerzas para terminar contra lo que considera “el mal mayor”. Curiosamente, coincido.

Otra parte, más formal, entiende que el papel asignado por los votantes a JxC es el de la oposición, y que poco une a este espacio con el de La Libertad Avanza, cuyo liderazgo máximo ha destratado e insultado hasta el cansancio gestas que muchos argentinos consideramos heroicas para lograr la restauración democrática. Esta opinión es predominante en la “nomenclatura” del radicalismo y otras fuerzas con más organicidad, historia y cultura de debate que el Pro. Curiosamente, también coincido.

¿Quién tiene razón? Como todo en política -y en la vida- las líneas se cruzan, porque ambos la tienen. El juez definitivo es la mayoría electoral, que llamada a participar con las reglas de juego aceptadas por todos, decidirá cuál objetivo considera más importante o prioritario.

¿Es el paso de Patricia Bullrich y Luis Petri una “traición”? Esta acusación más bien destila el tufillo del despecho. No ha sido secreto para nadie el desinterés de una parte del liderazgo de JxC, el perdidoso en su elección interna, restando su apoyo en la elección general a la fórmula del espacio común. Varios de sus dirigentes han aparecido en los medios en 24 horas denostando a Bullrich (“y Macri”) más veces que las que lo hicieron en dos meses de campaña para apoyar la fórmula del espacio. Les resulta a muchos más interesantes impostar la supuesta simpatía de Macri por Milei como causa de la derrota, más que sus propias inacciones.

En todo caso y para no cargar las tintas, creo que todos han sido leales a sus convicciones. Bullrich, Petri (y si se quiere, Macri) han reiterado lo que propusieron hace meses, antes de la conformación definitiva de los alineamientos: incluir a La Libertad Avanza en JxC para seguir con ella adentro el proceso interno. No fue acepado, y acataron.

Los partidos de JxC se negaron a ese ingreso al ver las propuestas alocadas del novedoso “rock-star” -noblesa obliga, cada vez más licuadas- sin advertir que esas propuestas serían seguramente vencidas en el cotejo interno.

Terminado el proceso electoral, una de las “almas” de JxC prefiere agotar las instancias posibles, legales y políticas, para detener lo que considera el mayor mal y peligro para la propia existencia del país.

La otra, prefiere aceptar el papel de reserva resignándose a la derrota del objetivo originario.

¿Significa esto el fin de JxC? Tal vez, o tal vez no. Para lo que sí debe servir la experiencia es para aclarar lo que en definitiva motiva a unos y otros, y pasar en limpio las coincidencias obligantes. Nadie puede atribuirse -nadie lo ha hecho- la opinión del conjunto y por lo que se ha visto, los pasos han sido individuales. Hasta la propia decisión de Bullrich-Petri es, si se quiere, una “patriada” que a nadie obliga, ni siquiera a sus propias fuerzas, como no sea con un ejemplo que puede o no seguirse.

En lo personal, por una historia militante que es idéntica a mi historia vital, se me hace imposible votar a Milei, de quien no puedo separar en mi memoria su imagen castigando con un guante de box la figura de Raúl Alfonsín y de quien no he escuchado ni una sola vez la frase “estado de derecho”. Ello no obsta a que mire a la distancia, debo reconocer que con un dejo de simpatía, a quienes lo hacen. Hay entre ellos innumerables compatriotas que veneran también a Alfonsín pero que no consideran ese agravio como tan importante como para derivar de él un voto del que puede depender algo tan grave como que el país siga existiendo. Prefieren “taparse la nariz” y jugarse por el país.

Pero me resulta muchísimo más imposible votar a Massa, sobre quien no es necesario agregar sustantivos ni adjetivos. Creo que es la corrupción renovada, la impunidad cínica, la anti-política, la anti-patria, el anti-pueblo, la anti-democracia y el anti-estado de derecho. Y me siento con un abismo de distancia, mucho mayor a lo imaginable, con quienes lo apoyan o promueven porque tengo la convicción íntima y profunda que su triunfo puede significar la derrota definitiva de la democracia argentina y de la propia Argentina como país.

Sería deseable que el debate de este mes que viene sirva para atenuar locuras, aclarar compromisos y pasar en limpio modelos y proyectos. Y entonces los ciudadanos decidirán sus prioridades, se sumarán las opiniones, y el país tendrá el rumbo que elija, del que deberá hacerse cargo, cualquiera sea.

Ricardo Lafferriere

 

Milei o Massa

 Milei o Massa

De errores y sorpresas

Pocas cosas son tan aleccionadoras para quienes intentamos descifrar los fenómenos políticos como mirar los escritos en retrospectiva. Así ocurre ahora.

¿El loco o el ladrón? Ese dilema atormenta a quienes creemos en la política de los principios y somos llevados por nuestras convicciones democráticas a una opción de la que es imposible escaparse.

Las dos son opciones inciertas. El loco ha ido cambiando sus propuestas, la mayoría alocadas, día a día. No tiene equipos ni experiencia de gobierno. Ha recorrido en los últimos años todas las opciones a las que muchos hemos enfrentado en cada coyuntura: Menem, Duhalde, Kirchner, Scioli, Cristina. Un catedrático tan importante como Guy Sorman -de quien al parecer fue alumno- nos advierte sobre su inmadurez. Un sociólogo tan importante como Loris Zanatta lo hace sobre su inestabilidad emocional.

El ladrón, por su parte, se ha enriquecido en silencio a su paso por cada escalón de la función pública, en la que se inició militando en la UCD de Alsogaray. Fue menemista, Duhaldista, kirchnerista, antikirchnerista, nuevamente kirchnerista y luego Massista. Massista, hasta el final y sin reparo, sin amilanarse ante el uso de fondos públicos fabricados-falsificados en un nivel alucinante -hablan de casi 2 PBIs en pocos meses- con la sola ambición de su llegada al poder. Sin escrúpulos, sin vergüenza ni valores, con hipocresía primero y con cinismo luego.

El análisis propio, por su parte, nos trae a la memoria nuestra propia mirada, desde hace más de una década, cuando reinaba el kirchnerismo y la oposición bailaba el minué del frente de centroizquierda. En ese momento, en soledad, advertí -ninguna hazaña- que el drama de la Argentina había sido la ruptura de sus clases medias entre sus versiones capitalina y federal. Ese hiato, que dividió el amplio torrente que fuera expresado por el radicalismo durante el siglo XX, se fragmentó entre las nuevas expresiones del PRO y de la CC en el “AMBA”, mientras que el interior productivo seguía mayoritariamente en las filas del viejo partido. La división era aprovechada por un peronismo que también lo había advertido y operaba en silencio, con toda clase de herramientas -desde seudos “relatos” ideológicos, ingenuamente adoptados por militantes de esas fuerzas, hasta la compra directa de voluntades de dirigentes, para lo que son maestros-.

“Para retomar la construcción democrática de la Argentina es imprescindible volver a unir a las clases medias, que hicieron el país moderno”, escribí hasta el cansancio.” Al final, pudo darse. Pero unos y otros, por diversas causas, se negaron a una confraternización que se tradujera en herramientas formales de toma de decisiones y resolución de conflictos, programas y candidaturas. Cada uno en su nido, mirándose con recelo, conformaron una sociedad sin “afectio societatis” dejando al destino y a cada coyuntura la resolución de problemas. Y así no funciona una democracia moderna porque vuelve a abrir el campo de las desconfianzas, de las posibles traiciones y hasta de las rupturas.

Seguramente todos honestos y creyentes de sus convicciones, no supieron articular mecanismos que permitieran resolver rumbos. Y dentro, cada uno empujó por el propio. La sociedad, en consecuencia, se desorientó.

En esta confusión surgió la voz “libertaria” del loco. El hastío de los compatriotas de a pie, que frente a sus angustias cotidianas -disolución de su salario al ritmo de la disolución del peso, incertidumbre sobre el futuro de sus jubilaciones o retiros, ahogado por una presión fiscal e impositiva nacional, provincial y municipales que impedía cualquier iniciativa productiva, sin salud pública, sin educación y sin seguridad- quería que alguien le hablara sin los discursos “de segundo piso”, correctos pero insuficientes para expresar la indignación. Esa voz hizo mella en muchos compatriotas de clases medias y en quienes aspiraban a serlo o a no dejar de serlo.

La voz se convirtió en mito, tal vez fugaz pero con el resultado de recrear la división de las clases medias. El ataque desaforado a las demás expresiones de las clases medias modernas calificadas como “casta” e incluso el agravio innecesario a figuras señeras en la construcción de la democracia como la de Alfonsín clavaron un hito irreversible de repudio. Quedará siempre la incógnita si esos pasos fueron resultado de su locura o de una inteligente tarea de demolición de la unidad elaborada por los tradicionales rivales del país moderno, la Argentina populista, cerrada, rentista y decadente, que gira alrededor del peronismo.

El agravio reiterado al Papa, despertando por reacción una militancia cotidiana en favor de la defensa del pontífice, fue sin dudas una de las principales causas del crecimiento electoral del 50 %, tres millones de argentinos, en la performance electoral que nadie puede atribuir a la “capacidad de movilización” de la estructura peronista o a alguna afortunada o desafortunada frase de Mauricio Macri. Ese país católico -y la Iglesia- reaccionaron apoyando a la opción que veían más cercana al Papa y al “país católico”, que es el obviamente el peronismo.

El otro sector de las clases medias no atinó a responder adecuadamente con una inteligente propuesta transformadora. Enredada en una lucha interna inexplicable terminó saldándose con un hiato horizontal: el noventa por ciento de la dirigencia en un lado arrastrando al 10 % de su electorado, frente al diez por ciento de la dirigencia representando al 17 %, pero dejando heridas profundas que tampoco se suturaron a tiempo.

Del otro lado, la construcción del relato tampoco fue novedad. Lo usó ya Duhalde en el 2001 para dar el golpe a un gobierno que intentaba una modernización democrática del país, la falsaria “unidad nacional” que alineó a los mismos actores que se busca alinear ahora con similar mensaje, obviamente simple escudo para ocultar lo que en última instancia se hará, sea lo que sea. Puede ser continuar con la decadencia infinita con la que lucrar mediante un poder sin controles ni rendición de cuentas hasta terminar de convertir al país en una gigantesca toldería manejada por una narco-nomenclatura millonaria -sueño del “pobrismo” jesuita-, o puede ser un giro “menemista” que intente nuevamente un ajuste sobre las clases medias y mayor endeudamiento y dependencia externa. El populismo no suele mostrar las fichas que esconde tras sus relatos de ocasión. La “unidad nacional” se sostendrá con algún ministerio o secretaría, “anche” embajadas, sin influencia alguna en el rumbo del poder pero que significará absolver a los ladrones.

¿Qué hacer entonces? Pues... volver a las fuentes. En lo personal, y ya retirado, me aferro a lo que me atrajo del radicalismo toda la vida: su sentido principista, democrático y honesto. No lo veo en ninguna de las dos opciones. Y me viene a la memoria aquella frase del fundador que todos en algún momento hemos repetido: “Nunca he practicado la idea de que en política se hace lo que se puede y no lo que se quiere. Para mí, hay una tercera fórmula que es la verdadera: en política, como en todo, se hace lo que se debe, y cuando lo que se puede hacer es malo, no se hace nada”.

Yrigoyen hubiera dicho “abstención revolucionaria”. Ojalá pudiéramos hacerlo, con una fuerza política que lo representara cabalmente. No la tenemos. Como humilde ciudadano simplemente creo que esos valores hoy me indican claramente el camino: no votar o votar en blanco.

Ricardo Lafferriere