sábado, 31 de octubre de 2009

Reforma Política: ¿se les puede creer?

Todavía recordamos las promesas de 1994. Para lo argentinos, se abría una modernización inédita en su normativa constitucional: los nuevos derechos sociales, la protección ambiental, la agilización de la justicia, el afianzamiento del federalismo, la racionalidad económico-social.... El precio no parecía tan grande: aceptar la posibilidad de una reelección para el presidente, que, además, tenía gran respaldo popular.
Y el radicalismo les creyó.
· Creyó que Menem y el peronismo “reducirían el presidencialismo extremo” con la creación del Jefe de Gabinete. Hoy tenemos mayor concentración de poder en el Ejecutivo de la que se tenga memoria.
· Creyó que el tercer senador permitiría una representación de las fuerzas de minoría en las provincias. La consecuencia fue que el peronismo dividiera ficticiamente sus fuerzas en varias provincias, para adueñarse de los tres senadores, que luego coincidían en el mismo bloque.
· Creyó que el Consejo de la Magistratura mejoraría el Poder Judicial. Y tenemos un Poder Judicial más temeroso que nunca del poder político, y una disminución de las defensas de los ciudadanos que en ocasiones llega a la literal ausencia de justicia.
· Creyó que la reforma obligaría a la búsqueda de consensos para políticas de estado. La consecuencia fue que las leyes más importantes se aprueban comprando voluntades, fomentando la borocotización, chantajeando gobernadores y canjeando canonjías. Las leyes se aprueban como las manda el Poder Ejecutivo, sin cambiar una coma y sin elaborar ningún consenso estratégico. O se destinan miles de millones de fondos públicos por cualquier ocurrencia, sin debate alguno ni búsqueda de consensos, por un tosco decisionismo autoritario.
· Creyó que se terminarían los Decretos de Necesidad y Urgencia. La consecuencia fue que, al contrario, se institucionalizaron y permiten una vía rápida para evitar el control parlamentario, con una “sanción ficta” que enfrenta la propia Constitución.
La Reforma Política es necesaria y fue bandera de todas las fuerzas. Pero...
¿Se les puede creer?
En el 2002 implantaron las elecciones abiertas y simultáneas, por iniciativa del presidente peronista Eduardo Duhalde. En el 2003, el propio presidente Duhalde las suspendió por decreto porque no resultaban convenientes a su partido.
En el 2005, se suspendieron nuevamente y en el 2007 directamente se derogaron, en ambos casos por iniciativa del presidente peronista Néstor Kirchner.
Ahora se impulsan nuevamente, por parte de la presidenta peronista Cristina Fernández, porque percibe que las necesitan para solucionar su conflicto partidario en forma favorable a la dinastía gobernante, aunque ello signifique destrozar el sistema político con la excusa de su mejoramiento. Como hicieron con la Constitución, cuyas normas más importantes incumplen sistemáticamente (como la no-sanción de la Ley de Coparticipación), o distorsionan (como la reglamentación del Consejo de la Magistratura y de los DNU).
Pretenden una “reforma política”. Pero no aceptan los puntos clave:
· Terminar con las listas sábanas. Pondría en peligro la construcción del poder clientelista.
· Implantar el voto electrónico o la boleta única. Pondría en peligro las diferentes formas de fraude del aparato clientelista.
· Prohibir toda clase de publicidad oficial desde que se convocan a elecciones. Les impediría utilizar el poder del Estado para incidir en la opinión pública.
Entonces ¿se les puede creer? Y más concretamente, ¿pueden creerles los radicales?
Para el viejo partido, las consecuencias de su apoyo a la reforma del 94 no fueron gratuitas. El radicalismo comenzó un declive de representatividad que lo acompañaría durante más de una década, y del que aún no ha salido: la sociedad lo percibió como cómplice en lo que realmente le importaba al oficialismo de entonces y que los argentinos percibían como lo que realmente estaba en disputa: el continuismo amañado de Menem. Y le perdió la confianza, en un sentimiento de recelo y crítica que aún subsiste en muchos simpatizantes radicales de toda la vida.
Con los antecedentes existentes, ¿cómo aventar el riesgo de volver a licuar la representatividad de la oposición desvinculándola nuevamente de los ciudadanos? ¿Se puede confiar en quienes no han dudado en cambiar mecanismos y plazos decisivos buscando el beneficio sectario, como el adelantamiento de las elecciones, las candidaturas falsas y la utilización del poder del Estado para incidir en la opinión pública? Con los ejemplos exhibidos en los seis años de la dinastía K ¿cabe la ingenuidad de suponer que la reforma busca mejorar el sistema institucional del país?
Que a esta ley la apoyen los socialistas, que viven en el limbo, o los retro-progresistas como Pino, Sabatella o Macaluse, socios ad-hoc de todos los dislates, no sorprendería ya a nadie.
Sin dudas quien más sufriría los efectos de la licuación de su incipiente recuperación de credibilidad política sería el viejo radicalismo, al que se le pide el apoyo para una reforma que lo acercaría al gobierno y lo alejaría de los partidos del arco democrático-republicano con los que guarda real afinidad en objetivos de reconstrucción democrática y con los que viene construyendo artesanalmente, con algunos mediante acuerdos electorales y con otros mediante el trabajo legislativo, un verdadero centro de poder alternativo.
Pero fundamentalmente lo alejaría de los ciudadanos, por ser el partido del que los argentinos esperan –como natural contrapeso de la hegemonía peronista- la capacidad de interpretar por donde pasa el frente del poder, una firme defensa de los derechos de las personas y de la integridad democrática y la habilidad política necesaria para construir la sucesión a estos años de pesadilla.


Ricardo Lafferriere

domingo, 25 de octubre de 2009

Acción social y populismo

Cerca de diez millones de pesos al mes es lo que recibe del gobierno nacional, según el presidente del Comité Nacional de la UCR, Gerardo Morales, el grupo “Tupac Amaru”, para desarrollar sus actividades de “Estado paralelo” en la provincia de Jujuy. La investigación periodistica, por su parte, estima los fondos públicos recibidos por esta organización en alrededor de Doscientos millones de pesos anuales. Con esa cantidad ha construido viviendas, instalado unidades productivas, sostenido gastos sociales y hasta articulado un sistema de seguridad propio que contaría con armas. A fuer de ser honestos, han sido bastante más eficientes que los burócratas corruptos de Aerolíneas, que pierden esa suma cada mes para financiar viajes semivacíos al Calafate y llevar amigos a los partidos de la Selección.
¿Está mal que los pobres reciban dinero público? La pregunta viene a cuento de las explicaciones que, según algunos periodistas oficialistas, han vertido voceros oficiales acerca de esta asignación: “La plata que les damos viene toda en obras, no se queda nada en el camino”. Curiosa confesión que, por exclusión, reconoce que las estructuras del Estado son impotentes en el control de la corrupción en cadena, crecida durante los años “K” a niveles orgiásticos.
Pero ocurre que nadie en su sano juicio, frente al nivel de pobreza que el kirchnerismo ha instalado en la Argentina, puede oponerse a políticas sociales que puedan paliar la miseria. La pregunta, en todo caso, esquiva el tema principal: ¿reconoce el gobierno que es incapaz de llevar adelante políticas públicas en el marco democrático-republicano? ¿es inexorable condenar a los compatriotas de menores recursos a caer en el clientelismo de líderazgos mafiosos o cuasimafiosos como contrapartida de un alivio a su pobreza? ¿está ya el gobierno kirchnerista, oficialmente, resignando su capacidad de gobernar en democracia?
La democracia tiene un piso de formalidad imprescindible para garantizar los derechos de todos, pobres y ricos: se llama estado de derecho. No se ha inventado hasta ahora un sistema más eficiente para lograr el desarrollo económico en una sociedad moderna o que pretenda serlo que la vigencia de leyes aprobados por la mayoría de los ciudadanos a través de los parlamentos. Por el contrario, los sistemas que pretenden ejercer el “puro poder” con fines sedicentemente justicieros pero obviando la ley han terminado, sin excepción alguna, en dictaduras de partido, tiranuelos enriquecidos con cuentas en el exterior, fundamentalismos étnicos o religiosos negadores de los derechos humanos, o incitaciones a la violencia social que abre el camino a ríos de sangre y poblaciones empobrecidas con economías estancadas.
¿Cómo oponerse a que organizaciones no gubernamentales coincidan con el Estado en la obtención de objetivos de innegable justicia, como generación de trabajo, construcción de viviendas o seguridad? El dislate surje cuando esas organizaciones pretenden reemplazar la soberanía popular, a las decisiones de las mayorías, entorpeciendo el mecanismo de relojería en que consiste el ordenamiento politico, destinado a garantizar no sólo a los que tienen fuerza y armas, sino a todos los ciudadanos, -sean débiles y viejitos, estén enfermos, anden en silla de ruedas o no puedan salir de su casa- la igualdad esencial que como personas tienen de participar en las deciciones generales. O cuando ejercitando la intolerancia propia de los años de plomo pretenden silenciar las voces con las que no coinciden, destrozar ámbitos diferentes, tomar comisarías, saquear legislaturas, invadir oficinas públicas, hacer justicia por mano propia o liberar personas sometidas a proceso. Eso no es “acción social” sino “acción directa” político-militar, y es el germen del regreso a tiempos de triste memoria.
La democracia no puede olvidar a los empobrecidos jujeños a los que ayuda Milagro Sala y su corte. El gobierno tiene una triple culpa de los hechos violentos que ella y su organización protagonizan: la primera, por ignorar en su agenda en forma inmoral a los argentinos sin recursos; la segunda, por tratar de liberarse de esa culpa volcando su apoyo a grupos irregulares con los que erosiona la convivencia y hace retroceder a la democracia a tiempos previos a la propia organización institucional del país, y la tercera por tratar de construir un poder fáctico sobre la base del clientelismo, que aunque traiga a esos compatriotas empobrecidos un mejoramiento de su nivel de vida directo, lo hace a cambio de sumergirlos en la humillación de su subordinación política y la pérdida de su condición de hombres libres en condiciones de optar por caminos diferentes o definiciones distintas de las indicadas por la “organización”.
Nuestro entorno regional más próspero avanza en su política, su economía, su equidad social, su prestigio internacional. Brasil está en el umbral de ingresar en la máxima gobernabilidad global y su presidente exhibe el 80 % de respaldo de su pueblo. Chile está completando el proceso de transición con la Concertación y la presidenta Bachelet muestra similar apoyo. El Uruguay ha votado en el marco de un proceso de convivencia ejemplar, con su presidente invitando a sus predecesores –rivales- a la inauguración de las obras públicas durante el proceso electoral, para que no se vea en ellas una publicidad espúria: Vázquez se va también con el 80 % de imagen positiva.
En la Argentina, el kirchnerismo nos lleva, luego de conseguir el deterioro de la economía y de la calidad institucional más grandes desde la recuperación democrática, a poner en el debate los temas más primitivos y arcaicos de una sociedad civilizada. La presidenta, en uno de los récords mundiales como los que a ella le gustan, es la jefa de gobierno menos respaldada en todo el continente –menos del 20 % de opiniones positivas, casi 10 puntos menos que el denostado George Busch al terminar su mandato- y su consorte –que personifica el poder perverso en las sombras- es el político más devaluado en las muestras de opinión en el país.
Lo que evidencia que lo que anda mal en la Argentina no es precisamente el pueblo. ¿Cómo pensar que grupos como Tupac Amaru y liderazgos marginales como el de Milagro Sala no vendrían a ocupar el espacio que los Kirchner, por incapacidad de gestión y su insistencia en reiterar ridículos, han hecho desaparecer de la agenda de gobierno?


Ricardo Lafferriere

domingo, 18 de octubre de 2009

Cristina, su “modelo” y sus ideas

“Hemos seguido un modelo propio y nos ha ido bien”, declaró la Sra. Presidenta en la India, mientras posaba para una fotografía turística con el Taj Mahal de fondo y destacaba la magia del país anfitrión, que “trajo suerte” y posibilitó la clasificación de la selección argentina de fútbol para el torneo mundial de Sudáfrica (¿?). Al regresar, imputó groseramente a la oposición que “no se le cae una idea” y que por eso “se dedica a agraviar”.
Defraudadores de la voluntad popular y de los fondos públicos, coimeros de las obras de infraestructura, chantajistas de gobernadores y legisladores, responsables del crecimiento de las redes de narcotráfico, lavado de dinero y valijas con fondos clandestinos, responsables del mayor deterioro social que hayan sufrido los argentinos en lo que va del siglo, apropiadores de fondos ajenos y otros –y “otras”- de similar calaña, escuchaban embelesados las ideas que “se le caían” a la oradora, invitada para el discurso central conmemorando el 17 de octubre.
La oposición, por su parte, estaba en esos momentos trabajando para difundir sus ideas, alejada de los medios, del turismo internacional pagado por los argentinos y de los escenarios del poder. Por supuesto, no estaba en el Teatro Argentino de La Plata, donde la banda que tiene a los argentinos secuestrados se reunió para cumplir el rito al que han vuelto, después de agraviar años atrás al “pejotismo” y a los “intendentes”.
La oposición estaba en el otro extremo del país, más precisamente en Jujuy. Allí, el presidente del principal partido opositor era silenciado por bandas irregulares al servicio y orden de la asociación ilícita reunida en el Teatro Argentino, con acciones violentas contra su persona y contra las instalaciones de la entidad organizadora de la conferencia, donde no habría “dedito levantado” sino análisis serio y meduloso de la situación irregular en la que se encuentra la democracia argentina y específicamente la gestión de sus cuentas públicas.
Apenas unos centímetros nos separan de la dictadura. Como lo hemos sostenido hace poco, a la dictadura puede llegarse de dos formas: por la ruptura abrupta de la legalidad, o por deterioro progresivo de la calidad democrática. En nuestro caso, cada día hay un retroceso que conspira contra la marcha iniciada en 1983. Pasamos de la democracia al populismo, de éste a la autocracia y estamos en la puerta de la ruptura final, preanunciada al sancionar la ley de medios.
A muchos argentinos les indigna la manipulación del discurso, con afirmaciones mendaces y tono amenazante, que fluyen desde un poder que ha olvidado los límites más elementales del decoro, la templanza y el sentido común. Quienes advierten y sufren estos hechos, sin embargo, suelen tener, ellos sí, las virtudes de las que carece la banda gobernante.
Sin embargo, lo más duro lo sufren otros compatriotas: los que deben comprar las papas por unidad, olvidarse de comer tomates, imaginar dónde conseguirá la presidenta el pan a $ 2,40 el kilo o resignarse a que le corten la luz y el gas, cuyas facturas resultan ya inalcanzables con o sin el aumento de De Vido.
Jubilados que deben pagar remedios cuyo costo supera el monto de su haber, maestros cuyos sueldos no alcanzan a la tercera parte de lo que recibe un camionero, médicos a los que las obras sociales que reparten remedios falsificados le abonan como arancel de consulta el equivalente a la mitad de una gaseosa, marginales que no desean caer en el delito pero que son forzados a dormir en los zaguanes y en las plazas, tapados por cartones viejos y frazadas agujereadas... en fin. El “modelo propio” que Cristina invocó frente a los indios, surgido de las “ideas” que se le caen, pero cuyos mérito los argentinos y principalmente los opositores –todos necios- no reconocen.
El abismo existente entre la percepción del poder y la realidad de los argentinos es cada vez más notable. Nadie se atrevería a predecir el final de este proceso. Sin embargo, lo que está cada vez más claro es que ese final parece inexorable. Y no pasará, sin dudas, por el reconocimiento de los supuestos éxitos del “modelo propio” de la banda kirchnerista. En todo caso, en ejercicio de la templanza para aquellos que no la hayan perdido, es de desear que no llegue al desenlace traumático que han tenido, en el mundo, pandillas similares.

Ricardo Lafferriere

jueves, 15 de octubre de 2009

Democracia, populismo, autocracia, dictadura

Es tenue la línea que va dividiendo los conceptos, tanto como el deslizamiento de la institucionalidad hacia su descomposición definitiva.
De la democracia al populismo el traslado es facil, aunque no el regreso. Tan sólo basta con renunciar a la construcción de ciudadanía para reemplazarla por la vacía invocación “igualitaria” –que, por supuesto, se muestra como bandera de combate para ilusionar a los clientelizados, aunque jamás alcanzará a quienes clientelizan, que poseen normalmente billeteras, alhajeros y cuentas bancarias alejadas de los problemas de la línea de pobreza-.
Siempre se seguirá invocando la ley de las mayorías, como si ésta fuera la única exigible para configurar la democracia. Olvidan que no fue sólo Tocqueville el que alertaba sobre la “dictadura de las mayorías”, sino el propio Aristóteles, cuando fulminaba la “demagogia” –tradicional conceptualización del populismo- como “la forma corrupta y degenerada de la democracia”. El populismo es la democracia sin virtudes, sin ciudadanos, sin compromiso por los derechos ajenos, sin respeto a los seres humanos concretos -su convivencia en paz, su seguridad y su bienestar- como última justificación del poder-. Como deformación de un sistema “puro” es éticamente inferior incluso a la aristocracia y a la propia monarquía.
Del populismo o la demagogia a la autocracia hay apenas unos pasos, también tenues. El populismo es incompatible con formas orgánicas bidireccionales de participación ciudadana. Es vertical, sus líneas de fuerza confluyen en una camarilla y ésta está subordinada a una persona en cuyos criterios y bajo cuyas directivas se alinean todos, utilizando el poder del Estado para beneficio particular con especial despreocupación por el bien del conjunto social. La autocracia no se siente limitada por la ley –que en una democracia, alcanza a todos-. No tolera que el estado de derecho establezca límites a su poder porque se imagina superior a todos y a cada uno. No acepta dar explicaciones sobre sus decisiones, porque considera al poder como una propiedad particular que le pertenece. Y por eso mismo le parece natural utilizar el poder para su enriquecimiento, el que juzga natural y justificado en razón de considerarse su –natural- titular.
Y de allí a la dictadura hay también muy poca distancia. No es sencillo fijar esa línea divisoria, pero está claro que existe. Cuando la autocracia ejerce el poder desconociendo la única norma que le permitía un lejano nexo con la democracia, que es la ley de la voluntad de la mayoría, la dictadura está en la puerta. En el camino está la pérdida de legitimidad, que es obrar enfrentando abiertamente la opinión pública. Y no obsta a ello que existan “formas” institucionales subsistentes por inercia: existieron en la Roma de los Césares, existieron en el estalinismo y aún en los propios fascismos europeos y dictaduras latinoamericanas de mediados del siglo XX. Y existen hoy en dictaduras de partido único que mantienen mecanismos “institucionales” con los que cubren la ficción de la representación popular, pero que no bastan para que la conciencia universal, la convicción de sus propios ciudadanos y la ciencia política dejen de calificar de “dictadura”.
Las dictaduras llegan de dos formas: como consecuencia de rupturas institucionales abruptas, o como consecuencia de deterioros institucionales progresivos, incluso sutiles. En sus tiempos iniciales suelen contar con el beneplácito de muchos ciudadanos, curiosamente sin que importe tanto su conformación ideológica. Con independencia de su forma de llegada, sus características son similares: pasado algún tiempo niegan a las mayorías populares, diseñan excusas formales o simbolismos abstractos (ideológicos, nacionalistas, clasistas, religiosos, étnicos) para violar la ley y perpetuarse en el poder a cualquier precio, acallan las voces divergentes, no se sujetan al plexo normativo constitucional y van generando una tensión social que suele desembocar en crisis violentas –que no son su exclusividad, aunque rara vez terminan sin hechos de esa naturaleza, cuando la tolerancia social supera el límite de la dignidad, de la pobreza o del hartazgo-.
No es democrática una sociedad sin prensa libre, sin funcionamiento institucional limpio, con funcionarios que amenazan con violencia a quienes no se alinean con el gobierno, sin justicia independiente, sin respetar la voz de las mayorías expresadas limpiamente en el comicio.
No es democrática una sociedad que amplía a límites repugnantes la polarización social, con compatriotas que viven en las calles en la pobreza más miserable mientras sus autoridades acumulan riqueza injustificada y dilapidan con cinismo los escasos recursos públicos, con un nepotismo que repugna la conciencia republicana.
No es democrática una sociedad que se desinteresa de la seguridad de sus integrantes, que somete el futuro de sus jóvenes a redes mafiosas de narcotraficantes vinculados al poder y mata a sus ancianos con remedios falsificados con la anuencia y el beneplácito del propio poder, cuya instauración ha financiado con dinero rojo sangre.
No es democrática una institucionalidad que apaña jueces corruptos porque son amigos del gobierno y persigue jueces imparciales porque investigan delitos de los personeros.
Democracia, populismo, autoritarismo, dictadura.
En ese tenue pero inexorable deslizamiento va cayendo nuestra convivencia de manera persistente desde hace varios años. La oscilación menor entre el populismo y el autoritarismo que se instaló en los últimos tiempos puede haber confundido a algunos. Ahora, sin embargo, el peligro es mayor. Estamos en la línea –cada vez más perceptible- de la última frontera. Cruzada ésta, estaremos ya en tiempos oscuros.



Ricardo Lafferriere, 10/10/2009.

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domingo, 4 de octubre de 2009

Redistribución: política del fracaso

Al discurso de la presidenta Cristina Kirchner sobre la redistribución del ingreso se lo suele atacar desde el flanco de su hipocresía, facilitado por la obscena acumulación de riqueza del matrimonio y el crecimiento correlativo de la pobreza durante su gestión. Asumiendo que es su debilidad más evidente, su falencia no es sin embargo esa, sino su tácito reconocimiento del fracaso en remover las verdaderas causas de la pobreza.
La “redistribución”, en los términos expresados por el kirchnerismo, no conduce a otro destino que al crecimiento... de la propia pobreza. En efecto, al concentrar el enfoque en la incautación de riqueza privada desinteresándose, a la vez, tanto de impulsar su generación como de capacitar a las personas para crear su propia riqueza, se generan obvias consecuencias: la riqueza privada languidece y las personas beneficiarias a corto plazo de la “redistribución” ven reducidos sus aparentes beneficios en forma sistemática, al agotarse la fuente desde la que se extraían los recursos.
Es que el debate gira en este escenario alrededor del centro del problema: el trabajo productivo. Y esa es la diferencia conceptual profunda entre una política “progresista”, o si se prefiere, “socialista” en los términos en que el socialismo se inserta hoy en la economía de mercado y el “populismo” como culminación moderna del viejo bonapartismo, o sea construcción del poder supralegal apoyado en la fuerza de personas clientelizadas. Lo que Marx denominaba “lumpenproletariado”, que tantos recelos éticos ha provocado en muchas generaciones progresistas.

EL SOCIALISMO Y EL TRABAJO

Para ello no viene mal una incursión en el centro axiológico del socialismo. Como subproducto potente de la modernidad, el “socialismo” fue imaginado como una superación del capitalismo al que se arribaría –en la visión marxista originaria- en forma natural, cuando los trabajadores llegaran a ser propietarios de los medios de producción y, en consecuencia, no existiera más la “plusvalía”, es decir, la parte del valor del trabajo que en lugar de formar parte del salario era incautada por los dueños del capital, una vez deducidos los costos de producción, la amortización del capital y las inversiones reproductivas en desarrollo tecnológico. Esa “plusvalía”, cuando llegara el socialismo, regresaría ... al salario de los trabajadores.

LA “PLUSVALÍA”

La “plusvalía”, por su parte, no es cualquier excedente. Por lo pronto, no lo es la amortización de capital, ni los salarios, ni los impuestos. Es “plusvalía” la parte del ingreso empresarial que configura la “ganancia neta”, deducido todo lo anterior, que retribuya el aporte de capital. Porque aún en las economías socialistas más “puras”, quienes trabajan en la producción deben sostener a los que no trabajan: niños, ancianos, discapacitados, fuerzas de defensa y seguridad, sistemas de salud, sistemas de educación, y muchos más, sin los que la sociedad no sería posible, y los trabajadores “productivos” no podrían desempeñar tampoco su tarea en una economía en marcha. Y también debe financiarse el desarrollo científico y técnico, la incorporación de productividad y aún la reserva para eventuales tiempos de crisis.
De ahí que la ética del socialismo fue siempre, desde el comienzo, el respeto al trabajo creador, considerado el valor más importante de la existencia humana. No existe socialismo sin trabajo, porque su legitimación es el aporte a la producción social, la que necesita cualquier grupo humano para proveerse de los bienes y servicios necesarios para su supervivencia y bienestar.

EL CAMINO AL “SOCIALISMO”

Los socialismos modernos –nórdicos, mediterráneos, inglés, alemán, español-, abandonado el camino leninista del cambio revolucionario, algunos desde el comienzo y otros luego de la implosión del bloque “socialista”, concentraron su esfuerzo en reducir la “plusvalía” de las empresas captándolas mediante impuestos para financiar el bienestar de las sociedades mediante programas inclusivos. Y curiosamente, encontraron puntos de coincidencia con partidos tradicionalmente vinculados al capital, interesados en mantener un clima de convivencia tal que les asegurara la competitividad necesaria para producir más y mejor. Volviendo a la tradición marxista originaria, concibieron al socialismo como un objetivo de largo plazo al que se llegará con cambios progresivos. Dejaron de ser “enemigos” de las grandes empresas y del mercado, para considerarlos socios fundamentales para el progreso económico y social.

ACUERDOS ESTRATÉGICOS

Esos puntos de confluencia fueron los acuerdos estratégicos que todas las naciones exitosas desarrollaron a través del tiempo, sin que ello fuera obstáculo para que nuevos problemas fueran incorporados a la agenda y movilizaran a unos y otros, con sus diferentes enfoques. La “segunda modernidad” o modernidad de las secuelas –en términos de Beck- trajo a la consideración los problemas generados por el éxito del mundo moderno, con nuevas demandas de razonamiento –técnicos, filosóficos, sociales- para enfrentarlos: la polución, el calentamiento global, los riesgos incontenibles como catástrofes nucleares o ambientales, el desborde tecnológico, etc., todos ellos desafíos novedosos para las tradicionales pautas interpretativas del marxismo.

LOS IMPUESTOS Y EL POPULISMO

La incautación estatal de la “plusvalía” a través de los impuestos debe cumplir, entonces, con una regla de oro: no afectar la capacidad de reinversión, la amortización del capital y la generación tecnológica, porque ello implicaría no ya defender el fruto del trabajo, sino afectar al “capital social”, o sea a la masa de capital acumulada por una sociedad durante toda su historia cuya disminución afectará al bienestar del conjunto. Y ello por una razón fundamental: si lo hiciera, no estaría defendiendo el fruto del trabajo, sino incautando a todos los demás, injustamente, parte de su ahorro histórico. Estaría “robando” lo que no le pertenece.
De esta forma, la ética del socialismo se reafirma en la capacidad humana de transformar el mundo y generar bienestar aplicando su trabajo físico e intelectual y ratifica que el centro motor de toda la elaboración teórica socialista es la justicia en la distribución de los frutos del trabajo personal, que deben revertir hacia quienes lo crean, que en la cosmogonía marxista son sus trabajadores. Lo que tiene muy poca relación con la “redistribución del ingreso” en los términos planteados por el kirchnerismo.
En efecto: sería una misión imposible rastrear en la ética del populismo relación alguna con esta construcción intelectual, porque el motor del populismo no es el trabajo, ni el compromiso con la creación de riqueza a través de la acción humana, sino la incautación lisa y llana de la riqueza existente. No asume ningún compromiso con la producción, de la que se desentiende y no le interesa afectar al conjunto liquidando capital social, al que hace objeto de su rapiña.

SOCIALISMOY POPULISMO

Mientras que el socialismo, coherente con el pensamiento moderno, se compromete con el crecimiento, el populismo recurre a la acción pre-moderna de la incautación por la fuerza, propia del ordenamiento feudal, premoderno o prehistórico. No le preocupa el “estado de derecho” –piedra angular de la organización social capitalista y socialista-, sino el puro poder. Descree del “ciudadano”, construcción intelectual que lleva ínsito el signo de la igualdad de las personas en sus derechos y obligaciones, término que con gusto erradiraría hasta del lenguaje, y endiosa el “puro poder”, ejercido por autócratas de partido único, dictaduras desmatizadas de personajes pintorescos, o autocracias indigenistas precolombinas. Mientras que para el socialismo, quien pudiendo trabajar y no lo hace no es merecedor de recibir el fruto del esfuerzo ajeno, para el populismo por el contrario es merecedor a cambio de una subordinación personal al constructor de poder, que le acercará migajas de la riqueza extraída discrecionalmente a quienes participan de su creación –trabajadores y empresarios-.

EL PROGRESISMO MODERNO

La correcta “redistribución” en términos de un progresismo moderno y avanzado sólo se justifica si tiene como objetivo facilitar la incorporación al circuito económico a los excluidos y ello tiene herramientas ya conocidas: la educación, la capacitación, el readiestramiento permanente, que debe ser no sólo laboral sino empresarial. Las formas de inclusión apuntan en el mundo de hoy, no a liquidar ahorro y capital en una especie de ficticio socialismo de demanda, sino a generar por el contrario un socialismo de oferta, garantizando a cada uno la posibilidad de participar según su esfuerzo, su capacitación, su inversión y su trabajo en la generación de bienes y servicios con cuya retribución pueda vivir dignamente.
Cierto es que también hay excluidos, personas que no lograrán incorporarse al proceso económico de producción, distribución y consumo por incapacidades insolubles o por extrema situación de debilidad. Es desde la política que deben atenderse sus problemas con programas que establezcan el “piso de dignidad” que la conciencia de cada sociedad estime adecuado, según sus respectivos objetivos y posibilidades económicas –que no serán las mismas en España, Suecia o Gran Bretaña que en Somalia, Etiopía o Costa de Marfil-. Esos programas públicos o mixtos deberán financiarse a través de los impuestos, que en una democracia moderna son el resultado de análisis medulosos en los parlamentos, encargados de encontrar la sintesis virtuosa que, con los límites claros del estado de derecho, definan quienes y cuántos aportarán y a qué finalidades se destinarán esos recursos.
¿Qué tiene que ver esto con la “redistribución del ingreso” kirchnerista? ¿Cómo puede compatibilizarse el estado de derecho con la incautación de los ahorros privados previsionales, o con la tosca apropiación de los frutos del trabajo agropecuario? ¿Qué relación guarda esta política, que descapitaliza al país provocando la evasión cotidiana de recursos por la inseguridad, que demoniza las formas empresariales más modernas y exitosas de nuestro campo, que renueva alegremente el crecimiento de la deuda pública para financiar caprichosas ocurrencias sin discusión parlamentaria, que promueve el monocultivo de soja convertida en la única actividad rentable al precio de deteriorar la diversidad del entramado económico del interior, que al captar todo el ahorro existente priva a los empresarios de crédito, y por el contrario distribuye ese ahorro sin orientación productiva alguna a fin de construir respaldo político clientelizado, que no sólo descuida sino que olvida la educación y el readiestramiento permanente de trabajadores y empresarios, que ha sumergido en un festival de corrupción la distribución de los fondos públicos –por definición, fruto del trabajo de los argentinos captados a través de los impuestos- para enriquecer a su grupo de “amigos” empresarios, políticos y sindicalistas?
Nada.
Sólo una verborragia impostada, sin fundamento económico, político o ético alguno, puede justificar la concentración de riqueza en el patrimonio personal de quienes detentan el poder mientras el país implosiona.
Esto no es progresismo. Es el populismo más reaccionario, propio de los feudos de la edad media, de las autocracias precolombinas, de las teocracias genocidas del Islam y de los explotadores de indios en reservaciones o encomiendas, en las que también se “redistribuía” una parte de la renta para garantizar nada más que la supervivencia de su fuerza de trabajo.
Su objetivo es más crudo: construir poder en beneficio propio, aunque el precio sea destrozar todo lo de bueno y honorable que la sociedad argentina –capitalista y socialista, con inversión y trabajo, con esfuerzo productivo y riesgo creador- ha construido en dos siglos de historia.

EL FRACASO DE LA “REDISTRIBUCIÓN”

En términos nacionales, la “redistribución” es, simplemente, la expresión del fracaso. Porque un país exitoso, socialmente homogéneo, articulado alrededor del estado de derecho y la autonomía de las personas, que custodie el trabajo y la inversión, no necesita que se le pase el fútbol por televisión gratuita como demostración de igualdad anunciada en términos épicos y casi revolucionarios.
Es un fracaso porque significa reconocer que no se ha conseguido, a pesar de las excelentes condiciones favorables de las que se disfrutó más de un lustro, brindar a todos igualdad de oportunidades en la lucha por la vida, que existan menos excluidos, que se haya reducido la pobreza o articulado en forma virtuosa una economía pujante con una sociedad integrada.
Es un fracaso porque los ciudadanos excluidos son más, los pobres son más, los sin techo son más, los educados son menos y peor calificados, las empresas son menos y quienes se encuentran en el último umbral de la miseria avergüenzan no sólo la conciencia de los argentinos, sino ya la conciencia universal.
Y es un fracaso porque se ha desarticulado la capacidad de crecimiento de la economía nacional al privarla de reglas de juego estables, condición esencial para desatar el impulso creador que se traduce en inversiones de riesgo, en acumulación de riqueza, y en mayor bienestar para todos, que es en definitiva el objetivo de cualquier ética y acción política progresista.


Ricardo Lafferriere