jueves, 15 de octubre de 2009

Democracia, populismo, autocracia, dictadura

Es tenue la línea que va dividiendo los conceptos, tanto como el deslizamiento de la institucionalidad hacia su descomposición definitiva.
De la democracia al populismo el traslado es facil, aunque no el regreso. Tan sólo basta con renunciar a la construcción de ciudadanía para reemplazarla por la vacía invocación “igualitaria” –que, por supuesto, se muestra como bandera de combate para ilusionar a los clientelizados, aunque jamás alcanzará a quienes clientelizan, que poseen normalmente billeteras, alhajeros y cuentas bancarias alejadas de los problemas de la línea de pobreza-.
Siempre se seguirá invocando la ley de las mayorías, como si ésta fuera la única exigible para configurar la democracia. Olvidan que no fue sólo Tocqueville el que alertaba sobre la “dictadura de las mayorías”, sino el propio Aristóteles, cuando fulminaba la “demagogia” –tradicional conceptualización del populismo- como “la forma corrupta y degenerada de la democracia”. El populismo es la democracia sin virtudes, sin ciudadanos, sin compromiso por los derechos ajenos, sin respeto a los seres humanos concretos -su convivencia en paz, su seguridad y su bienestar- como última justificación del poder-. Como deformación de un sistema “puro” es éticamente inferior incluso a la aristocracia y a la propia monarquía.
Del populismo o la demagogia a la autocracia hay apenas unos pasos, también tenues. El populismo es incompatible con formas orgánicas bidireccionales de participación ciudadana. Es vertical, sus líneas de fuerza confluyen en una camarilla y ésta está subordinada a una persona en cuyos criterios y bajo cuyas directivas se alinean todos, utilizando el poder del Estado para beneficio particular con especial despreocupación por el bien del conjunto social. La autocracia no se siente limitada por la ley –que en una democracia, alcanza a todos-. No tolera que el estado de derecho establezca límites a su poder porque se imagina superior a todos y a cada uno. No acepta dar explicaciones sobre sus decisiones, porque considera al poder como una propiedad particular que le pertenece. Y por eso mismo le parece natural utilizar el poder para su enriquecimiento, el que juzga natural y justificado en razón de considerarse su –natural- titular.
Y de allí a la dictadura hay también muy poca distancia. No es sencillo fijar esa línea divisoria, pero está claro que existe. Cuando la autocracia ejerce el poder desconociendo la única norma que le permitía un lejano nexo con la democracia, que es la ley de la voluntad de la mayoría, la dictadura está en la puerta. En el camino está la pérdida de legitimidad, que es obrar enfrentando abiertamente la opinión pública. Y no obsta a ello que existan “formas” institucionales subsistentes por inercia: existieron en la Roma de los Césares, existieron en el estalinismo y aún en los propios fascismos europeos y dictaduras latinoamericanas de mediados del siglo XX. Y existen hoy en dictaduras de partido único que mantienen mecanismos “institucionales” con los que cubren la ficción de la representación popular, pero que no bastan para que la conciencia universal, la convicción de sus propios ciudadanos y la ciencia política dejen de calificar de “dictadura”.
Las dictaduras llegan de dos formas: como consecuencia de rupturas institucionales abruptas, o como consecuencia de deterioros institucionales progresivos, incluso sutiles. En sus tiempos iniciales suelen contar con el beneplácito de muchos ciudadanos, curiosamente sin que importe tanto su conformación ideológica. Con independencia de su forma de llegada, sus características son similares: pasado algún tiempo niegan a las mayorías populares, diseñan excusas formales o simbolismos abstractos (ideológicos, nacionalistas, clasistas, religiosos, étnicos) para violar la ley y perpetuarse en el poder a cualquier precio, acallan las voces divergentes, no se sujetan al plexo normativo constitucional y van generando una tensión social que suele desembocar en crisis violentas –que no son su exclusividad, aunque rara vez terminan sin hechos de esa naturaleza, cuando la tolerancia social supera el límite de la dignidad, de la pobreza o del hartazgo-.
No es democrática una sociedad sin prensa libre, sin funcionamiento institucional limpio, con funcionarios que amenazan con violencia a quienes no se alinean con el gobierno, sin justicia independiente, sin respetar la voz de las mayorías expresadas limpiamente en el comicio.
No es democrática una sociedad que amplía a límites repugnantes la polarización social, con compatriotas que viven en las calles en la pobreza más miserable mientras sus autoridades acumulan riqueza injustificada y dilapidan con cinismo los escasos recursos públicos, con un nepotismo que repugna la conciencia republicana.
No es democrática una sociedad que se desinteresa de la seguridad de sus integrantes, que somete el futuro de sus jóvenes a redes mafiosas de narcotraficantes vinculados al poder y mata a sus ancianos con remedios falsificados con la anuencia y el beneplácito del propio poder, cuya instauración ha financiado con dinero rojo sangre.
No es democrática una institucionalidad que apaña jueces corruptos porque son amigos del gobierno y persigue jueces imparciales porque investigan delitos de los personeros.
Democracia, populismo, autoritarismo, dictadura.
En ese tenue pero inexorable deslizamiento va cayendo nuestra convivencia de manera persistente desde hace varios años. La oscilación menor entre el populismo y el autoritarismo que se instaló en los últimos tiempos puede haber confundido a algunos. Ahora, sin embargo, el peligro es mayor. Estamos en la línea –cada vez más perceptible- de la última frontera. Cruzada ésta, estaremos ya en tiempos oscuros.



Ricardo Lafferriere, 10/10/2009.

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