domingo, 4 de octubre de 2009

Redistribución: política del fracaso

Al discurso de la presidenta Cristina Kirchner sobre la redistribución del ingreso se lo suele atacar desde el flanco de su hipocresía, facilitado por la obscena acumulación de riqueza del matrimonio y el crecimiento correlativo de la pobreza durante su gestión. Asumiendo que es su debilidad más evidente, su falencia no es sin embargo esa, sino su tácito reconocimiento del fracaso en remover las verdaderas causas de la pobreza.
La “redistribución”, en los términos expresados por el kirchnerismo, no conduce a otro destino que al crecimiento... de la propia pobreza. En efecto, al concentrar el enfoque en la incautación de riqueza privada desinteresándose, a la vez, tanto de impulsar su generación como de capacitar a las personas para crear su propia riqueza, se generan obvias consecuencias: la riqueza privada languidece y las personas beneficiarias a corto plazo de la “redistribución” ven reducidos sus aparentes beneficios en forma sistemática, al agotarse la fuente desde la que se extraían los recursos.
Es que el debate gira en este escenario alrededor del centro del problema: el trabajo productivo. Y esa es la diferencia conceptual profunda entre una política “progresista”, o si se prefiere, “socialista” en los términos en que el socialismo se inserta hoy en la economía de mercado y el “populismo” como culminación moderna del viejo bonapartismo, o sea construcción del poder supralegal apoyado en la fuerza de personas clientelizadas. Lo que Marx denominaba “lumpenproletariado”, que tantos recelos éticos ha provocado en muchas generaciones progresistas.

EL SOCIALISMO Y EL TRABAJO

Para ello no viene mal una incursión en el centro axiológico del socialismo. Como subproducto potente de la modernidad, el “socialismo” fue imaginado como una superación del capitalismo al que se arribaría –en la visión marxista originaria- en forma natural, cuando los trabajadores llegaran a ser propietarios de los medios de producción y, en consecuencia, no existiera más la “plusvalía”, es decir, la parte del valor del trabajo que en lugar de formar parte del salario era incautada por los dueños del capital, una vez deducidos los costos de producción, la amortización del capital y las inversiones reproductivas en desarrollo tecnológico. Esa “plusvalía”, cuando llegara el socialismo, regresaría ... al salario de los trabajadores.

LA “PLUSVALÍA”

La “plusvalía”, por su parte, no es cualquier excedente. Por lo pronto, no lo es la amortización de capital, ni los salarios, ni los impuestos. Es “plusvalía” la parte del ingreso empresarial que configura la “ganancia neta”, deducido todo lo anterior, que retribuya el aporte de capital. Porque aún en las economías socialistas más “puras”, quienes trabajan en la producción deben sostener a los que no trabajan: niños, ancianos, discapacitados, fuerzas de defensa y seguridad, sistemas de salud, sistemas de educación, y muchos más, sin los que la sociedad no sería posible, y los trabajadores “productivos” no podrían desempeñar tampoco su tarea en una economía en marcha. Y también debe financiarse el desarrollo científico y técnico, la incorporación de productividad y aún la reserva para eventuales tiempos de crisis.
De ahí que la ética del socialismo fue siempre, desde el comienzo, el respeto al trabajo creador, considerado el valor más importante de la existencia humana. No existe socialismo sin trabajo, porque su legitimación es el aporte a la producción social, la que necesita cualquier grupo humano para proveerse de los bienes y servicios necesarios para su supervivencia y bienestar.

EL CAMINO AL “SOCIALISMO”

Los socialismos modernos –nórdicos, mediterráneos, inglés, alemán, español-, abandonado el camino leninista del cambio revolucionario, algunos desde el comienzo y otros luego de la implosión del bloque “socialista”, concentraron su esfuerzo en reducir la “plusvalía” de las empresas captándolas mediante impuestos para financiar el bienestar de las sociedades mediante programas inclusivos. Y curiosamente, encontraron puntos de coincidencia con partidos tradicionalmente vinculados al capital, interesados en mantener un clima de convivencia tal que les asegurara la competitividad necesaria para producir más y mejor. Volviendo a la tradición marxista originaria, concibieron al socialismo como un objetivo de largo plazo al que se llegará con cambios progresivos. Dejaron de ser “enemigos” de las grandes empresas y del mercado, para considerarlos socios fundamentales para el progreso económico y social.

ACUERDOS ESTRATÉGICOS

Esos puntos de confluencia fueron los acuerdos estratégicos que todas las naciones exitosas desarrollaron a través del tiempo, sin que ello fuera obstáculo para que nuevos problemas fueran incorporados a la agenda y movilizaran a unos y otros, con sus diferentes enfoques. La “segunda modernidad” o modernidad de las secuelas –en términos de Beck- trajo a la consideración los problemas generados por el éxito del mundo moderno, con nuevas demandas de razonamiento –técnicos, filosóficos, sociales- para enfrentarlos: la polución, el calentamiento global, los riesgos incontenibles como catástrofes nucleares o ambientales, el desborde tecnológico, etc., todos ellos desafíos novedosos para las tradicionales pautas interpretativas del marxismo.

LOS IMPUESTOS Y EL POPULISMO

La incautación estatal de la “plusvalía” a través de los impuestos debe cumplir, entonces, con una regla de oro: no afectar la capacidad de reinversión, la amortización del capital y la generación tecnológica, porque ello implicaría no ya defender el fruto del trabajo, sino afectar al “capital social”, o sea a la masa de capital acumulada por una sociedad durante toda su historia cuya disminución afectará al bienestar del conjunto. Y ello por una razón fundamental: si lo hiciera, no estaría defendiendo el fruto del trabajo, sino incautando a todos los demás, injustamente, parte de su ahorro histórico. Estaría “robando” lo que no le pertenece.
De esta forma, la ética del socialismo se reafirma en la capacidad humana de transformar el mundo y generar bienestar aplicando su trabajo físico e intelectual y ratifica que el centro motor de toda la elaboración teórica socialista es la justicia en la distribución de los frutos del trabajo personal, que deben revertir hacia quienes lo crean, que en la cosmogonía marxista son sus trabajadores. Lo que tiene muy poca relación con la “redistribución del ingreso” en los términos planteados por el kirchnerismo.
En efecto: sería una misión imposible rastrear en la ética del populismo relación alguna con esta construcción intelectual, porque el motor del populismo no es el trabajo, ni el compromiso con la creación de riqueza a través de la acción humana, sino la incautación lisa y llana de la riqueza existente. No asume ningún compromiso con la producción, de la que se desentiende y no le interesa afectar al conjunto liquidando capital social, al que hace objeto de su rapiña.

SOCIALISMOY POPULISMO

Mientras que el socialismo, coherente con el pensamiento moderno, se compromete con el crecimiento, el populismo recurre a la acción pre-moderna de la incautación por la fuerza, propia del ordenamiento feudal, premoderno o prehistórico. No le preocupa el “estado de derecho” –piedra angular de la organización social capitalista y socialista-, sino el puro poder. Descree del “ciudadano”, construcción intelectual que lleva ínsito el signo de la igualdad de las personas en sus derechos y obligaciones, término que con gusto erradiraría hasta del lenguaje, y endiosa el “puro poder”, ejercido por autócratas de partido único, dictaduras desmatizadas de personajes pintorescos, o autocracias indigenistas precolombinas. Mientras que para el socialismo, quien pudiendo trabajar y no lo hace no es merecedor de recibir el fruto del esfuerzo ajeno, para el populismo por el contrario es merecedor a cambio de una subordinación personal al constructor de poder, que le acercará migajas de la riqueza extraída discrecionalmente a quienes participan de su creación –trabajadores y empresarios-.

EL PROGRESISMO MODERNO

La correcta “redistribución” en términos de un progresismo moderno y avanzado sólo se justifica si tiene como objetivo facilitar la incorporación al circuito económico a los excluidos y ello tiene herramientas ya conocidas: la educación, la capacitación, el readiestramiento permanente, que debe ser no sólo laboral sino empresarial. Las formas de inclusión apuntan en el mundo de hoy, no a liquidar ahorro y capital en una especie de ficticio socialismo de demanda, sino a generar por el contrario un socialismo de oferta, garantizando a cada uno la posibilidad de participar según su esfuerzo, su capacitación, su inversión y su trabajo en la generación de bienes y servicios con cuya retribución pueda vivir dignamente.
Cierto es que también hay excluidos, personas que no lograrán incorporarse al proceso económico de producción, distribución y consumo por incapacidades insolubles o por extrema situación de debilidad. Es desde la política que deben atenderse sus problemas con programas que establezcan el “piso de dignidad” que la conciencia de cada sociedad estime adecuado, según sus respectivos objetivos y posibilidades económicas –que no serán las mismas en España, Suecia o Gran Bretaña que en Somalia, Etiopía o Costa de Marfil-. Esos programas públicos o mixtos deberán financiarse a través de los impuestos, que en una democracia moderna son el resultado de análisis medulosos en los parlamentos, encargados de encontrar la sintesis virtuosa que, con los límites claros del estado de derecho, definan quienes y cuántos aportarán y a qué finalidades se destinarán esos recursos.
¿Qué tiene que ver esto con la “redistribución del ingreso” kirchnerista? ¿Cómo puede compatibilizarse el estado de derecho con la incautación de los ahorros privados previsionales, o con la tosca apropiación de los frutos del trabajo agropecuario? ¿Qué relación guarda esta política, que descapitaliza al país provocando la evasión cotidiana de recursos por la inseguridad, que demoniza las formas empresariales más modernas y exitosas de nuestro campo, que renueva alegremente el crecimiento de la deuda pública para financiar caprichosas ocurrencias sin discusión parlamentaria, que promueve el monocultivo de soja convertida en la única actividad rentable al precio de deteriorar la diversidad del entramado económico del interior, que al captar todo el ahorro existente priva a los empresarios de crédito, y por el contrario distribuye ese ahorro sin orientación productiva alguna a fin de construir respaldo político clientelizado, que no sólo descuida sino que olvida la educación y el readiestramiento permanente de trabajadores y empresarios, que ha sumergido en un festival de corrupción la distribución de los fondos públicos –por definición, fruto del trabajo de los argentinos captados a través de los impuestos- para enriquecer a su grupo de “amigos” empresarios, políticos y sindicalistas?
Nada.
Sólo una verborragia impostada, sin fundamento económico, político o ético alguno, puede justificar la concentración de riqueza en el patrimonio personal de quienes detentan el poder mientras el país implosiona.
Esto no es progresismo. Es el populismo más reaccionario, propio de los feudos de la edad media, de las autocracias precolombinas, de las teocracias genocidas del Islam y de los explotadores de indios en reservaciones o encomiendas, en las que también se “redistribuía” una parte de la renta para garantizar nada más que la supervivencia de su fuerza de trabajo.
Su objetivo es más crudo: construir poder en beneficio propio, aunque el precio sea destrozar todo lo de bueno y honorable que la sociedad argentina –capitalista y socialista, con inversión y trabajo, con esfuerzo productivo y riesgo creador- ha construido en dos siglos de historia.

EL FRACASO DE LA “REDISTRIBUCIÓN”

En términos nacionales, la “redistribución” es, simplemente, la expresión del fracaso. Porque un país exitoso, socialmente homogéneo, articulado alrededor del estado de derecho y la autonomía de las personas, que custodie el trabajo y la inversión, no necesita que se le pase el fútbol por televisión gratuita como demostración de igualdad anunciada en términos épicos y casi revolucionarios.
Es un fracaso porque significa reconocer que no se ha conseguido, a pesar de las excelentes condiciones favorables de las que se disfrutó más de un lustro, brindar a todos igualdad de oportunidades en la lucha por la vida, que existan menos excluidos, que se haya reducido la pobreza o articulado en forma virtuosa una economía pujante con una sociedad integrada.
Es un fracaso porque los ciudadanos excluidos son más, los pobres son más, los sin techo son más, los educados son menos y peor calificados, las empresas son menos y quienes se encuentran en el último umbral de la miseria avergüenzan no sólo la conciencia de los argentinos, sino ya la conciencia universal.
Y es un fracaso porque se ha desarticulado la capacidad de crecimiento de la economía nacional al privarla de reglas de juego estables, condición esencial para desatar el impulso creador que se traduce en inversiones de riesgo, en acumulación de riqueza, y en mayor bienestar para todos, que es en definitiva el objetivo de cualquier ética y acción política progresista.


Ricardo Lafferriere

2 comentarios:

isa-bella dijo...

Brillante artículo. Muy bien escrito -da placer leerlo- y muy claro en la exposición de ideas que, esperamos, algún día sean compartidas (y comprendidas) por la mayoría de nuestra sociedad. Gracias!

Unknown dijo...

Ricardo, te felicito por el documento, que me parece de una claridad pocas veces vista.
Un jóven kantiano -léase romántico-del siglo XXi en argentina, sufre de la náusea existencialista, a la cual llega después de analizar la realidad, en busca de las certezas que sustenten su accionar político.
Seducido por las retóricas épicas marxistas, acepta el mandato de la justicia social. Pero no puede desconocer su dignidad ni la de sus hermanos, imponiéndo en nombre de la razón la demonización del "teatro democrático burgués".
Ya que su propia conciencia, fue posible gracias a las garantías del estado de derecho que tanto costó conseguir y tanto cuesta recuperar.
La angustia que esta nausea genera, puede resolverse en la síntesis que vos tan claramente expones y que es, la base doctrinaria de la socialdemocracia.
Y la revolución permanente, tendrá tal vez, una vez por año, la posibilidad de reactualizarse, en cada nuevo debate sobre el presupuesto público.
Celebro y agradezco tus luces saludos

Justo Contín