Todavía recordamos las promesas de 1994. Para lo argentinos, se abría una modernización inédita en su normativa constitucional: los nuevos derechos sociales, la protección ambiental, la agilización de la justicia, el afianzamiento del federalismo, la racionalidad económico-social.... El precio no parecía tan grande: aceptar la posibilidad de una reelección para el presidente, que, además, tenía gran respaldo popular.
Y el radicalismo les creyó.
· Creyó que Menem y el peronismo “reducirían el presidencialismo extremo” con la creación del Jefe de Gabinete. Hoy tenemos mayor concentración de poder en el Ejecutivo de la que se tenga memoria.
· Creyó que el tercer senador permitiría una representación de las fuerzas de minoría en las provincias. La consecuencia fue que el peronismo dividiera ficticiamente sus fuerzas en varias provincias, para adueñarse de los tres senadores, que luego coincidían en el mismo bloque.
· Creyó que el Consejo de la Magistratura mejoraría el Poder Judicial. Y tenemos un Poder Judicial más temeroso que nunca del poder político, y una disminución de las defensas de los ciudadanos que en ocasiones llega a la literal ausencia de justicia.
· Creyó que la reforma obligaría a la búsqueda de consensos para políticas de estado. La consecuencia fue que las leyes más importantes se aprueban comprando voluntades, fomentando la borocotización, chantajeando gobernadores y canjeando canonjías. Las leyes se aprueban como las manda el Poder Ejecutivo, sin cambiar una coma y sin elaborar ningún consenso estratégico. O se destinan miles de millones de fondos públicos por cualquier ocurrencia, sin debate alguno ni búsqueda de consensos, por un tosco decisionismo autoritario.
· Creyó que se terminarían los Decretos de Necesidad y Urgencia. La consecuencia fue que, al contrario, se institucionalizaron y permiten una vía rápida para evitar el control parlamentario, con una “sanción ficta” que enfrenta la propia Constitución.
La Reforma Política es necesaria y fue bandera de todas las fuerzas. Pero...
¿Se les puede creer?
En el 2002 implantaron las elecciones abiertas y simultáneas, por iniciativa del presidente peronista Eduardo Duhalde. En el 2003, el propio presidente Duhalde las suspendió por decreto porque no resultaban convenientes a su partido.
En el 2005, se suspendieron nuevamente y en el 2007 directamente se derogaron, en ambos casos por iniciativa del presidente peronista Néstor Kirchner.
Ahora se impulsan nuevamente, por parte de la presidenta peronista Cristina Fernández, porque percibe que las necesitan para solucionar su conflicto partidario en forma favorable a la dinastía gobernante, aunque ello signifique destrozar el sistema político con la excusa de su mejoramiento. Como hicieron con la Constitución, cuyas normas más importantes incumplen sistemáticamente (como la no-sanción de la Ley de Coparticipación), o distorsionan (como la reglamentación del Consejo de la Magistratura y de los DNU).
Pretenden una “reforma política”. Pero no aceptan los puntos clave:
· Terminar con las listas sábanas. Pondría en peligro la construcción del poder clientelista.
· Implantar el voto electrónico o la boleta única. Pondría en peligro las diferentes formas de fraude del aparato clientelista.
· Prohibir toda clase de publicidad oficial desde que se convocan a elecciones. Les impediría utilizar el poder del Estado para incidir en la opinión pública.
Entonces ¿se les puede creer? Y más concretamente, ¿pueden creerles los radicales?
Para el viejo partido, las consecuencias de su apoyo a la reforma del 94 no fueron gratuitas. El radicalismo comenzó un declive de representatividad que lo acompañaría durante más de una década, y del que aún no ha salido: la sociedad lo percibió como cómplice en lo que realmente le importaba al oficialismo de entonces y que los argentinos percibían como lo que realmente estaba en disputa: el continuismo amañado de Menem. Y le perdió la confianza, en un sentimiento de recelo y crítica que aún subsiste en muchos simpatizantes radicales de toda la vida.
Con los antecedentes existentes, ¿cómo aventar el riesgo de volver a licuar la representatividad de la oposición desvinculándola nuevamente de los ciudadanos? ¿Se puede confiar en quienes no han dudado en cambiar mecanismos y plazos decisivos buscando el beneficio sectario, como el adelantamiento de las elecciones, las candidaturas falsas y la utilización del poder del Estado para incidir en la opinión pública? Con los ejemplos exhibidos en los seis años de la dinastía K ¿cabe la ingenuidad de suponer que la reforma busca mejorar el sistema institucional del país?
Que a esta ley la apoyen los socialistas, que viven en el limbo, o los retro-progresistas como Pino, Sabatella o Macaluse, socios ad-hoc de todos los dislates, no sorprendería ya a nadie.
Sin dudas quien más sufriría los efectos de la licuación de su incipiente recuperación de credibilidad política sería el viejo radicalismo, al que se le pide el apoyo para una reforma que lo acercaría al gobierno y lo alejaría de los partidos del arco democrático-republicano con los que guarda real afinidad en objetivos de reconstrucción democrática y con los que viene construyendo artesanalmente, con algunos mediante acuerdos electorales y con otros mediante el trabajo legislativo, un verdadero centro de poder alternativo.
Pero fundamentalmente lo alejaría de los ciudadanos, por ser el partido del que los argentinos esperan –como natural contrapeso de la hegemonía peronista- la capacidad de interpretar por donde pasa el frente del poder, una firme defensa de los derechos de las personas y de la integridad democrática y la habilidad política necesaria para construir la sucesión a estos años de pesadilla.
Ricardo Lafferriere
No hay comentarios:
Publicar un comentario