miércoles, 27 de enero de 2010

Los debates que vienen

El último tramo del período kirchnerista está, sin dudas, cargado de una densidad traumática que oscila entre el misticismo “épico” y la mordacidad chabacana de sus protagonistas principales, de los que a esta altura cabe dudarse –como lo decíamos en una nota anterior- hasta su sano juicio. Pero pasará.

La oposición, en este tramo, confluye en la construcción de límites que expresan el instinto de supervivencia de una sociedad llevada hasta el borde de su tolerancia. Juegan acá los recuerdos traumáticos –de la violencia, de las crisis económicas, de las crisis políticas y hasta de los desbordes inmorales- de las últimas décadas, influyendo fuertemente para mantener la cordura y el sentido común, últimas barreras frente a la sucesión de dislates esquizoides.

Esto ocurre en la superficie. Sin embargo, en el fondo de este proceso fuertes transformaciones cosmopolitas están impregnando la convivencia nacional, imponiendo nuevas conciencias y matices que aún no llegan a reflejarse nítidamente en el escenario.

El cambio del mundo ha llegado al país para quedarse, mostrándose en conductas, modas, preferencias y estilos que conforman un nuevo “paradigma” social, principalmente en las generaciones que han crecido en la revolución de las comunicaciones y la información, el peligro del cambio climático, la desaparición de las “seguridades” tradicionales y la incertidumbre sobre lo que puede ocurrir en todos los ámbitos, desde la violencia cotidiana hasta el trabajo, desde las crisis globales hasta las nuevas formas de unidades familiares. Este nuevo paradigma, que llega a todos los sectores sociales, no se refleja y no se reflejará en los viejos alineamientos partidarios tal como los conocimos, nacidos para otros problemas, como categorías históricas propias de momentos que requerían de otras soluciones, aunque sí en aquellos con flexibilidad suficiente para recrearse interpretando las nuevas realidades con frescura intelectual y disposición abierta.

La novedad incluye mayor tolerancia a la diversidad, mayores espacios de libertad individual, respeto a las reglas y una relación entre las personas y el poder más próxima al diálogo que a la imposición. Toma conciencia de las limitaciones de los recursos naturales y la vulnerabilidad del ecosistema y se afirma en una solidaridad voluntaria cuya expresión son las innumerables “causas” que motivan iniciativas y esfuerzos de los más diversos.

En términos tradicionales, es un “mix” de viejas izquierdas y viejas derechas, resignificadas por nuevos condimentos. Adhiere a la “libertad”, pero le agrega fuertes condimentos de solidaridad, equidad e intolerancia con la pobreza extrema. Adhiere al “Estado” para gestionar bienes públicos o fiscalizar su calidad y precio, pero no lo tolera corrupto, cooptado por corporaciones mafiosas de gremialistas, políticos o empresarios. Reclama acciones sociales inclusivas –educación, salud- pero cuidadosamente separadas del clientelismo, al que desprecia visceralmente. Recrea su afecto por el terruño y la “nación”, a los que sin embargo no concibe “en oposición a” otros terruños y naciones, sino compartiendo con ellos la vida en el planeta en forma madura y solidaria.

Ninguna de estas afirmaciones excluye “a priori” a viejas izquierdas o viejas derechas, muchos de cuyos simpatizantes podrían adoptarlas en bloque. Pero tampoco quedan absorbidas en ellas, porque sus perfiles son claramente disfuncionales con las antiguas visiones extremas. Tanto la explotación irracional de los recursos naturales (de las “derechas”) como el ejercicio autoritario del poder (de las “izquierdas”), tanto el insustancial reclamo “antiimperialista” (de las izquierdas) como la virtual disolución de los marcos nacionales (de las derechas). Desarrollo sustentable, democracia de consensos, normatización de la globalización, construcción de un piso de equidad para todos, sacralización de los derechos humanos y libertad de las personas por encima de cualquier “soberanía” o abstracción ideológica, son los nuevos ejes convocantes.

Ese nuevo paradigma se afirma en los jóvenes y lo estará cada vez más, a medida que los años vayan diluyendo las visiones del siglo XX “bipolar”, los Estados guerreros, de las tecnologías mecánicas y las economías industriales energo-intensivas.

El escenario argentino post kirchnerista asumirá inexorablemente este nuevo perfil y se adecuará a él, como a todos los espíritus de época. Los debates sobre el botín de las finanzas públicas, que atravesaron las fuerzas políticas del siglo XX explicando su dinámica, se agotarán al compás del agotamiento de sus mecanismos de captación, frente a una sociedad crecientemente consciente y activa en defenderse de las expoliaciones. Malas noticias para las corporaciones y mafias de empresarios protegidos y sindicalistas corruptos, como para los dirigentes políticos especializados en la apropiación de los fondos públicos por mecanismos de mayor o menor sofisticación o de mayor o menor cinismo.

Pero también se hará intolerable la indiferencia por la suerte de los más vulnerables y del propio eco-entorno, la biodiversidad, la naturaleza y los recursos agotables.

¿Quiénes esbozan hoy la imagen del país que viene, de la Argentina “post-K”?

En el escenario, claramente, quienes son capaces de articular acciones comunes en el Congreso. Lo hemos visto estos días en Diputados: Aguad trabajando con Solá, Carrió, Pinedo y hasta algunos socialistas y retro-progresistas que resienten ser usados de escudos argumentales por la corrupción kirchnerista. Aún mirándose de reojo y en ocasiones cediendo a los antiguos instintos –porque la historia reciente aún les pesa- están insinuando un cambio de estilo y un acercamiento a la Argentina futura. Su esfuerzo para frenar el autoritarismo y las chifladuras los acerca en el diálogo y eso será bueno para comprender sus argumentos recíprocos, entender sus visiones diferentes y preparar el terreno para el tiempo “post-K”. Ayuda, además, para tranquilizar a los ciudadanos con la imagen de que otra convivencia es posible, a pesar de las diferencias.

Curiosamente, la nota más importante es la que brilla por su ausencia: no serán más necesarios “liderazgos providenciales”. Es un escenario en el que la garantía es el pluralismo en sí mismo, más que el “carisma” del presidente de turno. Los hechos y la propia realidad, tozuda e inexorable, lograrán lo que la política no pudo lograr en estas últimas ocho décadas: reconstruir los grandes equilibrios constitucionales entre los ciudadanos y el Estado, la Nación y las provincias, y los tres poderes entre sí.

La antítesis del pueblerino autoritarismo kirchnerista no es la vuelta al caos del 2002, que a esta altura, sólo está en la cabeza de los propios K. Es el orden de una Argentina virtuosa, integrada al mundo, respetuosa de sus leyes, cuidadosa de su gente, tranquila sobre su rumbo, solidaria con los demás.

Cómo construirla será la agenda de los debates que vienen.



Ricardo Lafferriere

lunes, 25 de enero de 2010

Generaciones del Bicentenario

Desde quienes llevamos a cuestas varias décadas de vida hasta los jóvenes que están comenzando a tratar de comprender su país, hemos escuchado reiteradamente la añoranza de los tiempos en los que el mundo necesitaba un granero que le diera alimentos y la Argentina lo tenía, las buenas épocas de la ocupación del territorio, la llegada de los inmigrantes y el gran salto de nuestro país desde ser poco más que un desierto despoblado, a uno de los de mayor crecimiento en el planeta.

Y siempre el cuento terminaba con la década del 30, cuando el mundo comenzó a abastecerse solo, dejó de necesitarnos y nos obligó a la triste tarea de enfrentarnos cara a cara con nuestro destino. Ahí comenzó la decadencia... y nuestros altibajos.

Los números –descarnados- nos dicen que, en valores constantes, el ingreso por habitante de las primeras tres década del siglo XX es el mismo que el del primer lustro del siglo XXI. Sólo el feliz interregno de Frondizi abrió una esperanza de cambio a tono con la época, que por esos años puso de moda la industrialización como camino al bienestar. De cualquier forma, el espasmo duró poco, hasta 1966, con el derrocamiento a Illia producido por mandos militares antiperonistas coaligados con sindicalistas peronistas vestidos al efecto de saco y corbata.

Mientras tanto, en estas ocho décadas, el ingreso por habitante de los chilenos de multiplicó por dos, el de los brasileños por cuatro, el de los franceses y españoles por seis, el de los ingleses por siete, el de los australianos por ocho y el de los norteamericanos por doce. La riqueza de cada argentino promedio, que en la década del 20 equivalía al 75 por ciento de la que disfrutaban los habitantes de los los países más desarrollados del mundo, hoy apenas alcanza al 10 %.

Y por acá seguimos añorando –y citando en los discursos altisonantes de todo el abanico político- las buenas épocas de la Argentina exitosa, que creció sobre la base de su producción de alimentos.

Fue un buen tiempo. Aunque a nuestra presidenta le quede la impresión –ya que sería atrevido decir “conocimiento”- de que la gente “se moría de hambre”, ninguna cifra de esos años llegó al grado de miseria que muestra nuestro país hoy, en pleno “reverdecer productivo”. Ni siquiera los conventillos más sórdidos de La Boca o Barracas llegaban a la degradación que muestran hoy las villas de los tiempos kirchneristas, totalmente olvidadas de toda preocupación del Estado (“inclusivo”, “popular”) por su seguridad, la educación de sus chicos, el cuidado de sus ancianos y las fuentes de ocupación para su población activa.

Pero la historia tiene sus vueltas. Después de pasar la locomotora del mundo por la industria bélica en los 50, por la producción automotriz en los 60, por los servicios en los 70 y 80 y últimamente por las tecnologías de la información a partir de los 90, nuevamente vuelve a ubicarse en el riel de los alimentos, abriendo de nuevo una posibilidad cerrada hace setenta años. Con un agregado: los alimentos de hoy ya no requieren trabajo embrutecedor, de sol a sol arrastrando el arado mancera en mañanas congelantes, o sobre rudimentarias cosechadoras tiradas a caballo bajo el sol abrasador. Hoy los alimentos son tecnología de vanguardia, biotecnología, maquinarias computarizadas, cultivos planificados hasta el detalle, cosechadoras conducidas a distancia con sistemas de posicionamiento global (GPS) y avanzadas técnicas de labranza para disminuir los riesgos del deterioro del suelo. Son pueblos dinámicos, agroindustria, laboratorios, ocupación del territorio, prosperidad. ¡Qué mejor noticia para la Argentina, la de saber que de nuevo puede subir en el tren de la historia!

Pero no. El Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria que le es adicta ha resuelto que el país debe “desacoplarse”. Y decide soltar el vagón del tren que pasa por nuestra estación, eligiendo persistir en la triste mediocridad de la decadente grisitud. Acoplarse es atraer inversiones, fijar objetivos, levantar la mirada, generar confianza. Por nuestros pagos se las espanta, se trabaja por espasmos, con la mirada baja, destilando odio, escándalos políticos y esquizofrenias conspirativas.

Por supuesto, el mundo no nos espera. Seguirá su marcha.

Y por estos pagos, mediocres discursos impostados seguirán añorando la época del “granero del mundo”, invocando la mirada hacia el ayer, mientras los demás –no sólo desde lejos, apenas cruzando el río Uruguay, la Cordillera o el Iguazú- se suman con optimismo y pujanza a la traccionante economía global.

Hay, por supuesto, compatriotas con la mirada límpida y vocación de pioneros. El campo nos ha dado una muestra y la solidaridad recogida en las ciudades nos alienta con millones de argentinos que quieren la posibilidad de labrarse una vida próspera, en paz, apoyada en su esfuerzo, tranquilos de cualquier robo vergonzoso como el que el oficialismo comete contra los productores apropiándose, sin aportar nada, de entre el 80 y el 100 % de su rentabilidad. Compatriotas que ven el mundo sin complejos y aceptan su desafío, se preparan y emprenden con decisión la lucha por la vida. En algún momento triunfarán, porque la historia está jugando a su favor. Pero no sólo en el campo: en las industrias culturales, castigadas por la ceguera sectaria de una ley mordaza; en el esfuerzo modernizador, castrado por otra ceguera del aislamiento tecnológico; en el esfuerzo inversor, castrado por la apropiación clientelista de los ahorros nacionales; en la vocación emprendedora, aplastada por la irracionalidad fiscal... y así hasta el infinito. Todo lo que toca, K lo destroza.

Pero el tiempo pasa y mientras tanto es importante mantener en un rinconcito del corazón la llama de la esperanza. Ningún mal es eterno. El kirchnerismo tampoco, aunque lo apañen aún mafias del conurbano, burocracias corruptas del sindicalismo y –cada vez menos- dirigentes peronistas. Ya comenzó su decadencia. En poco tiempo, será simplemente una pesadilla más del pasado, a la que todos querremos olvidar lo más rápido posible. Deberemos, sí, estar atentos a que su impronta populista, arcaica y corrupta no contamine hacia quienes vendrán, estén fuera o dentro del peronismo.

No estaremos más “desacoplados”. Nos volveremos a “acoplar” al mundo que está construyendo la ciudad del futuro con la más formidable revolución científica y técnica de la historia de la humanidad, apoyados en nuestros principios de siempre.

Los ejes convocantes no nos resultarán extraños.

Frente al desquicio institucional, “constituir la unión nacional”.

Frente a los enfrentamientos trasnochados impulsados por el kirchnerismo con gritos destemplados desde el atril diabólico, “consolidar la paz interior”.

Frente al desmantelamiento de nuestra defensa invocando una historia falsaria, “proveer a la defensa común”.

Frente a la grosera manipulación de la justicia, el Consejo de la Magistratura amañado y las presiones a los jueces, “afianzar la justicia”,

Frente al desvergonzado clientelismo y la pobreza creciente y lascerante de más de diez millones de compatriotas, “promover el bienestar general”.

Y frente a las presiones a empresarios, políticos, periodistas, empleados, trabajadores, jueces y dirigentes sociales, “asegurar los beneficios de la libertad”.

Agregando que, en un momento en que el mundo parecen levantarse barreras que excluyen, seguimos manteniendo bien en alto la convocatoria de siempre, invitando a compartir nuestra aventura de futuro a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.

En ese esfuerzo estaremos la inmensa mayoría de los argentinos de las generaciones del bicentenario, conducidos por quien daba ser, pero unidos en el trabajo y la ilusión de un futuro posible.

Como en 1810. Como en 1853.

Ya falta poco. No perdamos la esperanza.

Ricardo Lafferriere

lunes, 18 de enero de 2010

Chile: el “ethos” deseado

El envidiable ejemplo de la democracia chilena –como, hace algunas semanas, el de la uruguaya- trae a la reflexión argentina, por contraste, la obsesión atávica con el que gran parte del “establishment” económico y político interno enfoca sus análisis y propuestas de comportamiento y políticas públicas, explicando la persistencia del estancamiento que nuestro país comenzó a sufrir hace ocho décadas y que, lamentablemente, no pareciera recibir aún los aportes de la nueva modernidad instalada en el mundo.

Este atavismo tiene una indudable relación con el creciente abandono, iniciado justamente en 1930, de los tres grandes equilibrios constitucionales, entre los cuales el primero es el referido al ámbito de los ciudadanos frente al poder, de lo privado frente a lo público. Los constituyentes patentizaron en la “Primera parte” de la Constitución, la inicial, el desarrollo de los derechos de los ciudadanos, que aparecen apenas superado el Preámbulo y la definición sobre las formas de gobierno del nuevo Estado. Son esos derechos los que, sin embargo, en las prácticas políticas cotidianas ocupan la última prioridad subordinados a las tensiones originadas en la ruptura de los otros dos grandes equilibrios: entre la Nación y las provincias, y entre los tres poderes del Estado.

Los derechos de los ciudadanos parecen ser los que menos cuentan. No figuran en la agenda política, ni en la judicial, ni en la legislativa, demasiado ocupadas por las grandes abstracciones que generan contradicciones cuya resolución, cualquiera fuere, ignorará sus vidas cotidianas. Ni las condiciones inhumanas de pobreza e inseguridad, ni la estabilidad para desarrollar iniciativas apoyadas en el propio esfuerzo, ni el bienestar básico otorgado por servicios públicos eficientes –entre los cuales, el del transporte es el más ausente-, ni la garantía de una educación de excelencia y una atención de salud digna, forman parte de los planes de acción de gran parte de las dirigencias, para las que las dicusiones que importan es quien maneja el dinero público que, al fin, termina funcionando como el botín de un ilícito.

Los debates del “escenario” se encienden con estos últimos temas, y hasta muestran hechos inesperados, como los de economistas de fuerzas aparentemente antagónicas con el oficialismo –a estar a sus discursos- ofreciendo alternativas más sutiles a las siempre grotescas propuestas kirchneristas para apropiarse de fondos que no son suyos –en estos días, las reservas que acumula el Banco Central como contrapartida de sus pesos fabricados y de las deudas que ha contraído para formar su “tesoro”-. Es necesario un esfuerzo de sofisticadas argumentaciones teóricas para encontrar diferencias de fondo –no ya de forma- entre el tosco “Fondo del Bicentenario” que se apropia de reservas “manu militari” y las sugerencias de destacados economistas para llegar al mismo fin emitiendo “LETES” de colocación forzosa, u obligando a los Bancos a prestarles para no “ahogarse en un vaso de agua”.

En todo caso, el gran ausente es el objetivo estratégico para el país, que pareciera estar ausente de las principales fuerzas del escenario, las que siguen razonando alrededor de la simplificación de la consigna “nacional y popular” –que, como se ha dicho en otro momento, termina no siendo ni nacional ni popular-, o de similar simplificación “liberal” –que tampoco termina siendo liberal- para justificar cualquier cosa que parezca urgente.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad de dicho paradigma a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la humillación clientelar, la pobreza y el estancamiento-.

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente, aunque larvado. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el añejo ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio de los dirigentes del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930 y convertido en ideología oficial partidaria desde hace varias décadas. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas que, sin embargo, al momento de las definiciones, termina decantando por la visión “oficial” aunque esto la acerque a los rivales políticos de la superficie o la coyuntura.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” por un lado y los dirigentes del conurbano y el aparato gremial por el otro. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben sufrir la acción depredadora de sus compañeros bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura incesantes conflictos internos crudamente aprovechados por dirigentes inescrupulosos, como el ex presidente Kirchner.

El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación discrecional de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país. La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo. Esta deformación es el resultado de la ruptura del segundo gran equilibrio constitucional (Nación-provincias) en favor del estado nacional.

Efectivamente, podría sostenerse que las divisas del Central –que crecieron por el superávit comercial, generado centralmente por el esfuerzo agropecuario- deben destinarse a diferentes finalidades presupuestarias. Lo que no puede ocultarse detrás de las filigranas académicas es que en última instancia se trata de otra gigantesca apropiación de recursos ajenos al margen de los equilibrios constitucionales, que se sustraen de la productividad de la economía “moderna” y se pretenden aplicar al financiamiento de un esquema social ultramontano y ciertamente improductivo. Y que su consecuencia inexorable es el empobrecimiento del país cuya expresión más cruda es la pérdida de valor de la moneda nacional, que por medidas como ésta ha perdido en medio siglo nada menos que dieciséis ceros.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cuál vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia, tanto como de la destrucción institucional que los ha marginado de incidir en el poder real. Sus sectores más lúcidos libran una lucha desigual para no caer en las redes clientelistas del oficialismo y encontrar caminos de superación sin renunciar a su autonomía y su dignidad.

Una propuesta política virtuosa debe abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y geográficamente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces el “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo. Pero han demostrado ser vulnerables al verdadero enemigo de la Argentina exitosa, que es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos, propia de los tiempos que corren, es un peligro vital.

La concepción autoritaria del ejercicio del poder olvidando a los ciudadanos y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio de la discrecionalidad oficial deben ser reemplazadas por un nuevo ethos político, más acorde no ya con las demandas de la segunda modernidad que integran la agenda del mundo y de la región, sino de las más básicas de la primera modernidad con que, hace doscientos años, comenzó la marcha del país: el estado de derecho, la igualdad ante la ley, la separación de poderes, la independencia de la justicia y la consideración de los ciudadanos, de las personas, como último e irreemplazables sostenes y justificación de todo el andamiaje político.

Ese cambio de “ethos” político que hemos reclamado desde esta columna tantas veces es la llave de oro. Sin ella, todo avance será muy difícil. Con ella, con la capacidad de generar consensos estratégicos beneficiosos para los ciudadanos –y evitando cuidadosamente los acuerdos o complicidades para repartir el botín-, los caminos del futuro se abren mostrando un escenario tan portentoso como el que está protagonizando el mundo y nuestra propia región con los ejemplos de Brasil, Uruguay y el envidiable proceso democrático chileno.



Ricardo Lafferriere

miércoles, 13 de enero de 2010

Desvaríos

Hay algo peor que una presidenta denunciando un complot, y es que a esa presidenta nadie la tome en serio.

El desafío que tiene frente a sí la oposición es gigante, ya que se trata de encontrar una salida a la maraña de dislates legales y administrativos producidos por la gestión kirchnerista, disimulando con extrema caballerosidad la sucesión de desvaríos emanados de los discursos presidenciales. Difícilmente se encuentre una presentación que no esté plagada de contradicciones intrínsecas, curiosas interpretaciones históricas, falseamiento de hechos, agravios desbordados y ataques espasmódicos a poco menos que el resto del mundo, con los que intenta cubrir lo que todos los argentinos, aún los menos instruidos, consideran un hecho: su incapacidad para gobernar.

Esa presidenta está ahí, con el peligro que significa, pero como ocurriera tantas veces en la historia, desde el Sultán turco Mustafá (1618) hasta el rey inglés Jorge III (1788), los países siguen su marcha y son quienes permanecen cuerdos quienes deben extremar su cuidado para sostenerlo, hasta que llegue el momento del cambio.

La lista de responsables de la situación argentina en la imaginación presidental, a esta altura, es tan amplia como protagonistas existen. Se salva el Papa –por ahora-, pero no la Iglesia. Ni los diarios nacionales, cuya influencia pareciera ser tan amplia como para influir en las decisiones del Juez neoyorquino Griesa –sumado al plan “destituyente”- y de la justicia argentina, agregada “in totum” al presunto plan antinacional. También el Vicepresidente Cobos, el Presidente del Banco Central Redrado, los políticos opositores radicales, el abuelito de Pinedo –no confundir con el abuelito de Kirchner...-, los peronistas que no quieren sumarse a la patota, la izquierda que no comprende que hay que pagar la deuda externa –como Pino Solana-, la “derecha neoliberal”, los fondos buitres, los economistas profesionales ... y quizás ella misma, cuya posición defendiendo el derecho del Congreso a autoconvocarse, en el año 2001, siendo Senadora, se recordó en estos días.

Todos tienen la culpa, menos su propia torpeza e incapacidad. La de ella, y la de sus ministros, firmando en acuerdo general un DNU inconstitucional que no sólo pretendió tomar ilegalmente la medida de remover al presidente del BCRA autónomo, sino que dejó las reservas internacionales del país en una situación de extrema vulnerabilidad, al considerarlas torpemente, en un instrumento público oficial como lo es un Decreto, propiedad del Estado –y por lo tanto, embargables por sus acreedores-.

La Argentina está siendo puesta a prueba por el destino.

Ante la patética imagen de una presidenta que evidentemente no está en sus cabales, sostenida por una dirigencia peronista-oficialista que no atina a reaccionar para poner los límites, debe ser la oposición la que busque soluciones, con el valioso aporte de los dirigentes peronistas preocupados sinceramente por el país más que por la suerte de un gobierno convertido ya en un grupo de salteadores, comandado por dos personas de las que cabe legítimamente dudar de su sano juicio.

La trabajosa tarea de atenuar los daños y sostener el país hasta que sea el momento institucional de cambiar de timón es un desafío que, si es atravesado con éxito, puede ser la puerta de entrada al renacimiento argentino y su ingreso a un ciclo virtuoso como que el que tuvimos en tiempos del primer centenario.


Ricardo Lafferriere

lunes, 11 de enero de 2010

",,,mi Vicepresidente..." y la templanza de la oposición

La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.

Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.

Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.

No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.

La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.

El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.

El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.

No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.

Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.

Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.

El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.

Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.

La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.


Ricardo Lafferriere

Año del Bicentenario

Nuestra patria comienza en estos días a transitar ya su tercer centuria, y es oportuno aprovechar el aniversario para la tradicional revista y reflexión sobre lo andado y el rumbo que viene.

En estos doscientos años hemos sufrido momentos gloriosos y agónicas coyunturas de decadencia y enfrentamiento. Los turbulentos días iniciales adelantaban algo de esta historia, por la desmesura de la empresa que se fue configurando luego de su impulso autonómico inicial.

Ese pequeño poblado de 40.000 habitantes que era entonces Buenos Aires –contando su campaña- no sólo barrió con las estructuras coloniales, la sociedad estratificada y jerárquica, la dependencia externa y los “mandones”, sino que organizó Ejércitos que difundieron por el Continente su voz libertaria, con la causa republicana rápidamente abrazada por todo el pueblo.

En esa ciudad de 40.000 habitantes, el 20 % de su población (alrededor de ocho mil personas) formaban parte de una fuerza armada, prioritariamente miliciana. Para tener una idea cabal de lo que significaba, es pertinente imaginar que el 20 % de la población del núcleo urbano de la Capital y aledaños en la actualidad, de alrededor de 13.000.000 de habitantes, significaría que Dos millones seiscientas mil personas formaran parte de un cuerpo militarizado, en la mayoría de los casos eligiendo sus propios Jefes. No fue, entonces, un capricho de un grupo de intelectuales. La Revolución fue, efectivamente y a pesar de la conflictiva densidad de los hechos en los que se expresó, la decisión de un pueblo.

Ese pueblo no tenía absoluta precisión en sus metas. Sí sabía que pretendía autogobierno, que no toleraba más los privilegios por lugar de nacimiento, que sentía que todos eran iguales ante la ley y aún que los integrantes de la “plebe” debían ser respetados. En pocos años la Asamblea de 1813, el Congreso de Tucumán, la Ley electoral de Rivadavia, pero principalmente la práctica política de la primer década revolucionaria fueron marcando a fuego lo que serían los principios sobre los que se asentaría la construcción del nuevo país.

Esos principios se trasladarían a las provincias, y serían llevados a Chile y el Perú. Terminadas las últimas dudas sobre el sistema político luego de la declaración de la Independencia, en 1816, jamás hubo dudas de la vocación republicana de esa construcción. República federal, significando la soberanía de los ciudadanos, la división de poderes, la autonomía de los gobiernos locales, la independencia de la justicia, la igualdad ante la ley.

A doscientos años del comienzo de la marcha, esos principios siguen siendo aún una lucha inacabada. Sin embargo, la aproximación a la agenda del siglo XXI los necesita vigentes, más que nunca.

El mundo de aquellos tiempos sólo mostraba una sociedad más adelantada que la nuestra: la norteamericana. En Asia regían las teocracias autoritarias, y en Europa la restauración monárquica había ya derrotado las aventuras democráticas. Entre nosotros, las tensiones del parto, que demorarían cuatro décadas hasta expresar en un papel jurado las normas precisas de convivencia, no alterarían sin embargo la convicción en los principios básicos.

El mundo de hoy no discute ya la vigencia de aquellos ejes sobre los que organizar la convivencia. Curiosamente, es por nuestros pagos que aparecen nubarrones de restauración, que en todo caso convocan a renovar la lucha bicentenaria frente a las visiones de castas, indigenismos pre-feudales, autoritarismos personalistas, anomia y negación de la ley, que son simplemente circunstancias del cambio de época.

El mundo que viene ofrece nuevos peligros, como el calentamiento global, la violencia cotidiana, las redes delictivas, el lavado de dinero, las mafias internacionales, el terrorismo fundamentalista, la nueva polarización social. Pero a la vez, muestra avances portentosos en la historia humana, como haber sacado de la pobreza a miles de millones de personas, haber puesto en cadena el sistema productivo, protagonizando un salto económico como el que jamás ha tenido la humanidad en su historia.

Entre esos marcos, debemos pensar lo que haremos en las décadas que vienen. Y para hacerlo, las viejas divisas y las épicas de los tiempos viejos no agregarán más que un difuso telón de fondo. Hoy es necesario un nuevo “ethos” político, una conducta en la que los gritos destemplados sean reemplazados por un debate creador, participativo e inclusivo. “Dialogando más, los argentinos”, como dijera el mandato postrero del primer presidente de la democracia recuperada, el inolvidable Raúl Alfonsín.

Los escandalosos episodios de estos días, donde la vocación de saqueo no tiene límites y el poder se asemeja a una vulgar banda de salteadores, es más necesario que nunca recordar las causas que dieron origen a "una nueva y gloriosa Nación". Honrar nuestra historia es traer a nuestro presente la lucha por la organización del país como un estado de derecho, el tesonero esfuerzo por lograr que la ley sea más que la voluntad de cualquier gobierno y de cualquier individuo, los duros enfrentamientos que llevaron a la construcción de los grandes equilibrios constitucionales y el trabajoso esfuerzo para terminar el siglo XX y comenzar el XXI con una democracia respetada.

Aprovechemos, pues, esta fecha simbólica, para pensar en el país que queremos. Y luego que nos pongamos de acuerdo, simplemente, hagámoslo, cooperando todos, como en 1810, para terminar con el autoritarismo y el "mandonaje" enfrentando los verdaderos problemas que los argentinos sentimos como los más urgentes e importantes: la exclusión social, la pobreza, el estancamiento, la inseguridad jurídica, personal y económica, y esa decadencia que nos acompaña desde hace décadas recordándonos la inutilidad de los enfrentamientos entre nosotros y los resultados a que nos conduce la impotencia para generar acuerdos estables y estratégicos.

Ricardo Lafferriere

“...mi Vicepresidente...” y la templanza de la oposición

La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.

Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.

Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.

No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.

La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.

El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.

El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.

No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.

Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.

Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.

El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.

Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.

La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.


Ricardo Lafferriere