La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.
Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.
Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.
No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.
La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.
El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.
El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.
No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.
Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.
Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.
El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.
Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.
La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.
Ricardo Lafferriere
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