Desde quienes llevamos a cuestas varias décadas de vida hasta los jóvenes que están comenzando a tratar de comprender su país, hemos escuchado reiteradamente la añoranza de los tiempos en los que el mundo necesitaba un granero que le diera alimentos y la Argentina lo tenía, las buenas épocas de la ocupación del territorio, la llegada de los inmigrantes y el gran salto de nuestro país desde ser poco más que un desierto despoblado, a uno de los de mayor crecimiento en el planeta.
Y siempre el cuento terminaba con la década del 30, cuando el mundo comenzó a abastecerse solo, dejó de necesitarnos y nos obligó a la triste tarea de enfrentarnos cara a cara con nuestro destino. Ahí comenzó la decadencia... y nuestros altibajos.
Los números –descarnados- nos dicen que, en valores constantes, el ingreso por habitante de las primeras tres década del siglo XX es el mismo que el del primer lustro del siglo XXI. Sólo el feliz interregno de Frondizi abrió una esperanza de cambio a tono con la época, que por esos años puso de moda la industrialización como camino al bienestar. De cualquier forma, el espasmo duró poco, hasta 1966, con el derrocamiento a Illia producido por mandos militares antiperonistas coaligados con sindicalistas peronistas vestidos al efecto de saco y corbata.
Mientras tanto, en estas ocho décadas, el ingreso por habitante de los chilenos de multiplicó por dos, el de los brasileños por cuatro, el de los franceses y españoles por seis, el de los ingleses por siete, el de los australianos por ocho y el de los norteamericanos por doce. La riqueza de cada argentino promedio, que en la década del 20 equivalía al 75 por ciento de la que disfrutaban los habitantes de los los países más desarrollados del mundo, hoy apenas alcanza al 10 %.
Y por acá seguimos añorando –y citando en los discursos altisonantes de todo el abanico político- las buenas épocas de la Argentina exitosa, que creció sobre la base de su producción de alimentos.
Fue un buen tiempo. Aunque a nuestra presidenta le quede la impresión –ya que sería atrevido decir “conocimiento”- de que la gente “se moría de hambre”, ninguna cifra de esos años llegó al grado de miseria que muestra nuestro país hoy, en pleno “reverdecer productivo”. Ni siquiera los conventillos más sórdidos de La Boca o Barracas llegaban a la degradación que muestran hoy las villas de los tiempos kirchneristas, totalmente olvidadas de toda preocupación del Estado (“inclusivo”, “popular”) por su seguridad, la educación de sus chicos, el cuidado de sus ancianos y las fuentes de ocupación para su población activa.
Pero la historia tiene sus vueltas. Después de pasar la locomotora del mundo por la industria bélica en los 50, por la producción automotriz en los 60, por los servicios en los 70 y 80 y últimamente por las tecnologías de la información a partir de los 90, nuevamente vuelve a ubicarse en el riel de los alimentos, abriendo de nuevo una posibilidad cerrada hace setenta años. Con un agregado: los alimentos de hoy ya no requieren trabajo embrutecedor, de sol a sol arrastrando el arado mancera en mañanas congelantes, o sobre rudimentarias cosechadoras tiradas a caballo bajo el sol abrasador. Hoy los alimentos son tecnología de vanguardia, biotecnología, maquinarias computarizadas, cultivos planificados hasta el detalle, cosechadoras conducidas a distancia con sistemas de posicionamiento global (GPS) y avanzadas técnicas de labranza para disminuir los riesgos del deterioro del suelo. Son pueblos dinámicos, agroindustria, laboratorios, ocupación del territorio, prosperidad. ¡Qué mejor noticia para la Argentina, la de saber que de nuevo puede subir en el tren de la historia!
Pero no. El Poder Ejecutivo y la mayoría parlamentaria que le es adicta ha resuelto que el país debe “desacoplarse”. Y decide soltar el vagón del tren que pasa por nuestra estación, eligiendo persistir en la triste mediocridad de la decadente grisitud. Acoplarse es atraer inversiones, fijar objetivos, levantar la mirada, generar confianza. Por nuestros pagos se las espanta, se trabaja por espasmos, con la mirada baja, destilando odio, escándalos políticos y esquizofrenias conspirativas.
Por supuesto, el mundo no nos espera. Seguirá su marcha.
Y por estos pagos, mediocres discursos impostados seguirán añorando la época del “granero del mundo”, invocando la mirada hacia el ayer, mientras los demás –no sólo desde lejos, apenas cruzando el río Uruguay, la Cordillera o el Iguazú- se suman con optimismo y pujanza a la traccionante economía global.
Hay, por supuesto, compatriotas con la mirada límpida y vocación de pioneros. El campo nos ha dado una muestra y la solidaridad recogida en las ciudades nos alienta con millones de argentinos que quieren la posibilidad de labrarse una vida próspera, en paz, apoyada en su esfuerzo, tranquilos de cualquier robo vergonzoso como el que el oficialismo comete contra los productores apropiándose, sin aportar nada, de entre el 80 y el 100 % de su rentabilidad. Compatriotas que ven el mundo sin complejos y aceptan su desafío, se preparan y emprenden con decisión la lucha por la vida. En algún momento triunfarán, porque la historia está jugando a su favor. Pero no sólo en el campo: en las industrias culturales, castigadas por la ceguera sectaria de una ley mordaza; en el esfuerzo modernizador, castrado por otra ceguera del aislamiento tecnológico; en el esfuerzo inversor, castrado por la apropiación clientelista de los ahorros nacionales; en la vocación emprendedora, aplastada por la irracionalidad fiscal... y así hasta el infinito. Todo lo que toca, K lo destroza.
Pero el tiempo pasa y mientras tanto es importante mantener en un rinconcito del corazón la llama de la esperanza. Ningún mal es eterno. El kirchnerismo tampoco, aunque lo apañen aún mafias del conurbano, burocracias corruptas del sindicalismo y –cada vez menos- dirigentes peronistas. Ya comenzó su decadencia. En poco tiempo, será simplemente una pesadilla más del pasado, a la que todos querremos olvidar lo más rápido posible. Deberemos, sí, estar atentos a que su impronta populista, arcaica y corrupta no contamine hacia quienes vendrán, estén fuera o dentro del peronismo.
No estaremos más “desacoplados”. Nos volveremos a “acoplar” al mundo que está construyendo la ciudad del futuro con la más formidable revolución científica y técnica de la historia de la humanidad, apoyados en nuestros principios de siempre.
Los ejes convocantes no nos resultarán extraños.
Frente al desquicio institucional, “constituir la unión nacional”.
Frente a los enfrentamientos trasnochados impulsados por el kirchnerismo con gritos destemplados desde el atril diabólico, “consolidar la paz interior”.
Frente al desmantelamiento de nuestra defensa invocando una historia falsaria, “proveer a la defensa común”.
Frente a la grosera manipulación de la justicia, el Consejo de la Magistratura amañado y las presiones a los jueces, “afianzar la justicia”,
Frente al desvergonzado clientelismo y la pobreza creciente y lascerante de más de diez millones de compatriotas, “promover el bienestar general”.
Y frente a las presiones a empresarios, políticos, periodistas, empleados, trabajadores, jueces y dirigentes sociales, “asegurar los beneficios de la libertad”.
Agregando que, en un momento en que el mundo parecen levantarse barreras que excluyen, seguimos manteniendo bien en alto la convocatoria de siempre, invitando a compartir nuestra aventura de futuro a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
En ese esfuerzo estaremos la inmensa mayoría de los argentinos de las generaciones del bicentenario, conducidos por quien daba ser, pero unidos en el trabajo y la ilusión de un futuro posible.
Como en 1810. Como en 1853.
Ya falta poco. No perdamos la esperanza.
Ricardo Lafferriere
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