El envidiable ejemplo de la democracia chilena –como, hace algunas semanas, el de la uruguaya- trae a la reflexión argentina, por contraste, la obsesión atávica con el que gran parte del “establishment” económico y político interno enfoca sus análisis y propuestas de comportamiento y políticas públicas, explicando la persistencia del estancamiento que nuestro país comenzó a sufrir hace ocho décadas y que, lamentablemente, no pareciera recibir aún los aportes de la nueva modernidad instalada en el mundo.
Este atavismo tiene una indudable relación con el creciente abandono, iniciado justamente en 1930, de los tres grandes equilibrios constitucionales, entre los cuales el primero es el referido al ámbito de los ciudadanos frente al poder, de lo privado frente a lo público. Los constituyentes patentizaron en la “Primera parte” de la Constitución, la inicial, el desarrollo de los derechos de los ciudadanos, que aparecen apenas superado el Preámbulo y la definición sobre las formas de gobierno del nuevo Estado. Son esos derechos los que, sin embargo, en las prácticas políticas cotidianas ocupan la última prioridad subordinados a las tensiones originadas en la ruptura de los otros dos grandes equilibrios: entre la Nación y las provincias, y entre los tres poderes del Estado.
Los derechos de los ciudadanos parecen ser los que menos cuentan. No figuran en la agenda política, ni en la judicial, ni en la legislativa, demasiado ocupadas por las grandes abstracciones que generan contradicciones cuya resolución, cualquiera fuere, ignorará sus vidas cotidianas. Ni las condiciones inhumanas de pobreza e inseguridad, ni la estabilidad para desarrollar iniciativas apoyadas en el propio esfuerzo, ni el bienestar básico otorgado por servicios públicos eficientes –entre los cuales, el del transporte es el más ausente-, ni la garantía de una educación de excelencia y una atención de salud digna, forman parte de los planes de acción de gran parte de las dirigencias, para las que las dicusiones que importan es quien maneja el dinero público que, al fin, termina funcionando como el botín de un ilícito.
Los debates del “escenario” se encienden con estos últimos temas, y hasta muestran hechos inesperados, como los de economistas de fuerzas aparentemente antagónicas con el oficialismo –a estar a sus discursos- ofreciendo alternativas más sutiles a las siempre grotescas propuestas kirchneristas para apropiarse de fondos que no son suyos –en estos días, las reservas que acumula el Banco Central como contrapartida de sus pesos fabricados y de las deudas que ha contraído para formar su “tesoro”-. Es necesario un esfuerzo de sofisticadas argumentaciones teóricas para encontrar diferencias de fondo –no ya de forma- entre el tosco “Fondo del Bicentenario” que se apropia de reservas “manu militari” y las sugerencias de destacados economistas para llegar al mismo fin emitiendo “LETES” de colocación forzosa, u obligando a los Bancos a prestarles para no “ahogarse en un vaso de agua”.
En todo caso, el gran ausente es el objetivo estratégico para el país, que pareciera estar ausente de las principales fuerzas del escenario, las que siguen razonando alrededor de la simplificación de la consigna “nacional y popular” –que, como se ha dicho en otro momento, termina no siendo ni nacional ni popular-, o de similar simplificación “liberal” –que tampoco termina siendo liberal- para justificar cualquier cosa que parezca urgente.
La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad de dicho paradigma a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la humillación clientelar, la pobreza y el estancamiento-.
El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente, aunque larvado. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el añejo ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio de los dirigentes del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930 y convertido en ideología oficial partidaria desde hace varias décadas. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas que, sin embargo, al momento de las definiciones, termina decantando por la visión “oficial” aunque esto la acerque a los rivales políticos de la superficie o la coyuntura.
En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” por un lado y los dirigentes del conurbano y el aparato gremial por el otro. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben sufrir la acción depredadora de sus compañeros bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura incesantes conflictos internos crudamente aprovechados por dirigentes inescrupulosos, como el ex presidente Kirchner.
El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación discrecional de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país. La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo. Esta deformación es el resultado de la ruptura del segundo gran equilibrio constitucional (Nación-provincias) en favor del estado nacional.
Efectivamente, podría sostenerse que las divisas del Central –que crecieron por el superávit comercial, generado centralmente por el esfuerzo agropecuario- deben destinarse a diferentes finalidades presupuestarias. Lo que no puede ocultarse detrás de las filigranas académicas es que en última instancia se trata de otra gigantesca apropiación de recursos ajenos al margen de los equilibrios constitucionales, que se sustraen de la productividad de la economía “moderna” y se pretenden aplicar al financiamiento de un esquema social ultramontano y ciertamente improductivo. Y que su consecuencia inexorable es el empobrecimiento del país cuya expresión más cruda es la pérdida de valor de la moneda nacional, que por medidas como ésta ha perdido en medio siglo nada menos que dieciséis ceros.
Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cuál vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia, tanto como de la destrucción institucional que los ha marginado de incidir en el poder real. Sus sectores más lúcidos libran una lucha desigual para no caer en las redes clientelistas del oficialismo y encontrar caminos de superación sin renunciar a su autonomía y su dignidad.
Una propuesta política virtuosa debe abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y geográficamente integrada.
Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces el “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo. Pero han demostrado ser vulnerables al verdadero enemigo de la Argentina exitosa, que es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos, propia de los tiempos que corren, es un peligro vital.
La concepción autoritaria del ejercicio del poder olvidando a los ciudadanos y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio de la discrecionalidad oficial deben ser reemplazadas por un nuevo ethos político, más acorde no ya con las demandas de la segunda modernidad que integran la agenda del mundo y de la región, sino de las más básicas de la primera modernidad con que, hace doscientos años, comenzó la marcha del país: el estado de derecho, la igualdad ante la ley, la separación de poderes, la independencia de la justicia y la consideración de los ciudadanos, de las personas, como último e irreemplazables sostenes y justificación de todo el andamiaje político.
Ese cambio de “ethos” político que hemos reclamado desde esta columna tantas veces es la llave de oro. Sin ella, todo avance será muy difícil. Con ella, con la capacidad de generar consensos estratégicos beneficiosos para los ciudadanos –y evitando cuidadosamente los acuerdos o complicidades para repartir el botín-, los caminos del futuro se abren mostrando un escenario tan portentoso como el que está protagonizando el mundo y nuestra propia región con los ejemplos de Brasil, Uruguay y el envidiable proceso democrático chileno.
Ricardo Lafferriere
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