Empezamos con el hoy: hace décadas que no crecemos, salvo en
población y en edad.
Esto significa que con la misma riqueza debemos sostener a
casi el doble de población que hace treinta años, y a cada vez más compatriotas
mayores. Obviamente, la afirmación tiene la sencillez de lo matemático: la
riqueza media de cada argentino es apenas la mitad que hace tres décadas.
Cierto es que muchos han logrado mantener -y aún aumentar-
su riqueza disponible. A eso, alguien lo paga para cumplir con otra ley, la del
promedio. Lo pagan quienes se han caído y aquellos a los que se les realiza una
“mega-extracción” de su riqueza producida, fundamentalmente al campo.
También lo es que algunos se han salvado de esta lógica
diabólica. Son los que logran vender su trabajo afuera, emigrando. O los que
logran evadir el cerco fatídico impositivo-aduanero-cambiario, vendiendo por
ejemplo servicios intangibles, que se acreditan afuera. Y los gestores “nac
& pop”, que alguna vez caractericé como la “corporación de la decadencia”,
que desde el gobierno o desde la oposición, desde el empresariado protegido
hasta la burocracia sindical, manejan el país desde hace décadas, aunque sean
los menos. Los más, han caído en la lógica del país cerrado, la resignación a
la decadencia y el incremento del clientelismo, directo o disfrazado de empleo
público. En cualquier caso, cobran sin aportar riqueza. Y lo saben.
Los que aportan riqueza, cada vez más asfixiados, deben
además sufrir el ataque que no es sólo económico sino cultural del ideologismo
populista, que parece condenarlos por lo que el mundo -y en otros tiempos,
nuestro país- destacaba como un logro: producir, exportar, generar riqueza,
crear prosperidad. En suma: progresar.
Puede discutirse cuando empezó la decadencia. Unos y otros
marcan la fecha según su simpatía política. Claramente, el ciclo económico
ascendente terminó en 1928, con la crisis global. Fue profundizado por la
crisis política constante iniciada en 1930, con la primer ruptura
constitucional. Los conservadores trataron en la década del 1930 de volver al
mundo económicamente idílico iniciado en 1880, que ya no existía, ni siquiera
aceptando -y reclamando- ser tratado por la potencia de entonces como “una
parte integrante del imperio británico” -que de hecho, en esos tiempos, lo era,
ya que si Gran Bretaña dejaba de comprar carnes y granos argentinos limitando
sus compras a sólo a sus colonias, como era su proyecto post-crisis de 1928, todo
se derrumbaría-
La 2ª guerra abrió una ventana al país, permitiéndole vender
esos alimentos, aún al precio de un deterioro mayor de la política interna, la
que dejó de ver como virtuosa la constitucionalidad democrática para comenzar a
observar brotes simpatizantes de nazis y fascistas, que aunque derrotados en el
mundo, habían dejado sembradas semillas escasamente compatibles con la doctrina
constitucional argentina. Se cambió entonces la Constitución.
Pero a la vez, se infiltró de a poco en la sociedad una
manera de ver la vida, con banderas de una sola faz. Repartir, lo
que es justo. Pero sin ningún interés en producir riqueza. A
diferencia del marxismo, que propugnaba repartir las ganancias de los burgueses
-y por lo tanto, se preocupaba por asegurarse de que esas ganancias previamente
existieran-, se asentó en Argentina la idea de que la riqueza nacía de la nada,
que era en consecuencia gratis apropiarse de ella y que “ante cada necesidad,
surgía un derecho”.
No le preocupaba si ese derecho era sostenible o si simplemente
se apoyaba en la apropiación del capital nacional acumulado, público y privado.
La magnificación del Estado al que se le permitía y se le exigía todo, junto a
la renuncia al compromiso con la propia vida personal, que formaban ambas
partes inescindibles de la nueva visión, llevaron al agotamiento primero y a la
decadencia luego.
Hubo reacciones. La primera, del propio Perón, que preocupado
por sus propios excesos económicos comenzó, ya en 1952, a reclamar que “todos
deben producir, al menos, lo que consumen”. Luego, Frondizi, con su esfuerzo
modernizador concluido abruptamente por las complicadas líneas cruzadas de
fines de los 50 e inicios de los ’60, agravadas por la instalación definitiva
en el mundo de la guerra fría, en la que, aunque la Argentina no intervino
directamente, sufrió sus coletazos impidiendo un debate y decisiones
inteligentes de una política madura.
La Argentina siguió funcionando con las “viejas verdades”
que había elaborado desde los años 30 en adelante, las que ya habían cooptado a
todo el escenario político. Sin conducción y a los empujones, prefirió insistir
en ellas con el Plan de Lucha de la CGT de 1964 y la sociedad de gremialistas
peronistas y militares que derrocó a Illia en 1966, y sostuvo durante la mayor
parte del tiempo a la dictadura de la Revolución Argentina.
Lo demás es conocido. Intentos repetidos fueron
interrumpidos sin solución de continuidad. El propio gobierno de Alfonsín, tan injustamente
tratado por su fracaso económico sin analizar sus condicionantes políticos,
intentó abrirse a la modificación del consenso populista, con los intentos de
privatización parcial de Entel y de Aerolíneas, la convocatoria al capital
privado para la explotación petrolera mediante el Plan Houston, el desarrollo
de la telefonía celular privada escapando al cerco “nac & pop” que vivía
con fuerza en su propio partido. Su falta de decisión y -tal vez- de su
incomprensión del real agotamiento del “consenso ideológico” nacional y popular
generó la primera hiperinflación de la historia.
Era lógico. El mundo había cambiado, no se podía ya hacer lo
que el Estado quisiera con la moneda porque los flujos financieros globales se
habían internacionalizado sobre la base del desarrollo telemático, que nadie se
dejaría quitar su riqueza por los caprichos de un poder nacional cuando podía
evadirla por telemática en tiempo real y
que no se podía vivir más de la ilusión de que fabricando dinero se combatía la
pobreza, esa ilusión que increíblemente, todavía tiene defensores en plena
tercera década del siglo XXI.
Los cimientos democráticos evitaron que la administración de
Alfonsín desembocara en un golpe, en el sentido tradicional. Tampoco un “golpe
de mercado” como ha pretendido pasarlo a la historia la visión “nac & pop”.
En sentido estricto, fue un golpe de la vieja coalición de la decadencia
motorizada por empresarios protegidos, gremialistas corruptos, banqueros del
estado eternamente deficitario y un peronismo retornando a sus viejas andanzas
desestabilizantes, que utilizaron las limitaciones de un gobierno que aunque
había cumplido su principal objetivo, instaurar la democracia, estaba ya sin
poder.
Lo que vino luego fue una especie de intervalo lúcido de la
sociedad, tanto del peronismo como del radicalismo, las dos fuerzas de entonces
con posibilidades de poder. La radical fue más prolija, la peronista insistió
en la vieja fórmula hasta que la repetición de la hiperinflación llevó a la
administración de Carlos Menem a adoptar la receta que su adversario, Eduardo
Angeloz, había difundido por el país durante la campaña electoral.
Durante diez años, pareció que la Argentina se había
reencontrado con su rumbo. Por supuesto, con duros choques políticos, con
debates fuertes como corresponde a una democracia vibrante, pero transformando
las reglas de juego de la economía sin salirse del marco democrático. Tal vez
la falencia grave del período fue que la oposición radical regresó al pasado,
en lugar de mirar al futuro. Esto dejó al gobierno sin una oposición real en la
percepción ciudadana.
En efecto: en vez de reclamar la defensa de los derechos de
los usuarios de los servicios públicos privatizados, en vez de reclamar mejor
control de los procedimientos privatizadores para evitar negociados o
sospechas, en lugar de demandar democratización sindical real en lugar de
asociar a los burócratas sindicales cediéndoles espacios de corrupción con los
nuevos titulares privados de las empresas de servicios, decidió retomar las
viejas banderas del país del pasado, las que lastraron a la Argentina al estancamiento
por décadas, oponiéndose en bloque a las reformas de Menem.
El “padre de la democracia” comenzó a hablar, por primera
vez, de la “burguesía” contra “el proletariado”, en un lenguaje que no entendía
nadie, mucho menos en su partido. Ello no le impidió coincidir con Menem en una
propuesta de reforma constitucional que le otorgaba al presidente la
posibilidad de su reelección, a cambio de logros institucionales interesantes:
la elección de tres senadores por distrito -que permitía acceder a eventuales
minorías- y la que resultó ser la más importante: la autonomía real de la
Capital Federal. Su preocupación por la estabilidad institucional se reflejaba
en este acuerdo, y estaba bien, así como la modernización de varios preceptos
constitucionales que quedaron sin vigencia por la falta de compromiso real de
su contraparte, a la que le interesaba central -y quizás únicamente- era la
posibilidad de su perpetuación.
A varias décadas de la sanción de 1994, aún no se ha
sancionado la Ley de Coparticipación Federal de Impuestos, dando seriedad a las
finanzas y rentas públicas, sin la que cualquier país deja de ser considerado
un país serio. Nuestra propia organización nacional pudo realizarse sobre las
propuestas de Alberdi en su recordada obras “Bases y puntos de partida para la
organización política de la República Argentina”. Sin organización rentística
clara, no puede hablarse con propiedad de la existencia de un país. Es nuestro
tema inconcluso.
La década de Menem mostró que la Argentina, liberadas sus
potencialidades, conservaba sus cualidades cosmopolitas originarias. El país
creció como no lo hacía desde varias décadas atrás, llegaron inversiones
globales, se modernizó su infraestructura, sus servicios públicos se
expandieron en una dimensión que no se veía desde 1930, pero todo esto se
apoyaba en una ficción: la de creer que se asentaba en una sociedad sólidamente
convencida del nuevo rumbo. Lo estaba -y a medias- el presidente, pero por
debajo, ambas fuerzas políticas mayoritarias habían conservado sus anticuerpos
populistas.
Esto lo sufriría el gobierno de la Alianza, que debía
enfrentar una crisis de deuda generada por los últimos años de Menem
-obsesionado por su segunda reelección- y una situación internacional crítica.
En lugar de enfrentarse esta crisis con una política unida frente a un desafío
nacional, el peronismo retomó su viejo espíritu. Demonizó al propio Menem, postuló
el aislamiento del mundo para evitar los compromisos internacionales y se
presentó como el estandarte justiciero del pasado contra el “neoliberalismo”.
Con esas banderas enfrentó luego al gobierno de la Alianza, impregnando con sus
protestas al propio partido del gobierno, que dejó sin respaldo a su propio
presidente en un momento tal vez el más crítico hasta ese momento de la
democracia recuperada.
Su derrumbe significó varios pasos atrás en la Argentina.
Regresó no sólo a los años previos a Menem, sino en gran parte a años previos
al propio Alfonsín. El aislamiento internacional lo fue de las democracias
maduras, pero no del naciente bloque populista global. Aceitó lazos con lo peor
del continente y del planeta. Fue adueñándose sistemáticamente de las empresas
públicas al margen de la legislación vigente. Intervino virtualmente a la Corte
Suprema de Justicia con el argumento de que había sido “adicta al menemismo”.
Una coyuntural situación internacional beneficiosa para los
precios internacionales de los productos primarios exportados por la Argentina,
sumada a la ausencia de pagos de una deuda defaulteada, le permitió excedentes
circunstanciales para poner en marcha nuevamente la economía sobre una base
ultramontana, con preeminencia de decisiones políticas en la economía, la
apropiación de empresas privadas y el achicamiento de los espacios de libertad
para la economía no estatal.
Paralelamente, con la vieja consigna de que “donde hay una
necesidad nace un derecho” comenzó a implementar un distribucionismo
insustentable con una economía estancada como la que había resucitado. Duró
hasta fin de la primera década del siglo, cuando los fondos se agotaron y los
famosos “superávits gemelos del 3 % del PBI” se habían transformado en déficits
gemelos de mayor dimensión. Y ahí dejó de ser sólo estancamiento para
convertirse en una acelerada decadencia, profundizada hasta lo inimaginable por
la tosca gestión de su sucesora, que abrió un sinfín inacabable de gigantescas
ventanas de corrupción.
El grotesco distribucionismo, desinteresado de cualquier
interés por afianzar la producción, finalizó en los primeros años de la segunda
década del siglo. Cortado el financiamiento externo, agotadas las fuentes
fiscales internas, agigantada la deuda pública a un nivel jamás alcanzado en la
historia, comenzó a recurrir al viejo camino de la emisión monetaria espuria.
El BCRA retomó su papel de financiador del Estado con papeles de colores y
renació la inflación que había sido erradicada durante el gobierno de Carlos
Menem.
La sociedad reaccionó ante esta suspensión de un bienestar
que la habían convencido de que era eterno. El conocimiento público de la
gigantesca corrupción reinante se apropió del debate político. Parecía, de
pronto, que las carencias que volvían tenían como causa la corrupción. En parte
era cierto, pero en el fondo, el verdadero problema no era sólo de gestión
impecable, sino de concepción sobre la relación entre la economía y el Estado.
Sea como sea, cambió el gobierno. Llegó Cambiemos.
Cambiemos fue en rigor una alianza para terminar con la
corrupción kirchnerista. Sin embargo, no existía en el nuevo frente -exitoso en
su principal desafío- una amalgama similar para mirar la economía. Los viejos
reflejos “nac & pop” estaban presentes en las tres fuerzas, aunque es
cierto que en algunas más que en otras.
El pasado no ataba tanto al PRO, fuerza nueva con escasas
anclas históricas, y un poco más a la CC, cuya movediza lideresa podía
balancearse entre pasado y presente asentada en su mediática característica de
“show-woman” intrínsecamente contradictoria, sino al propio radicalismo.
El radicalismo había dado pasos grandes en la modernización
de su discurso, pero las viejas creencias elaboradas a mediados del siglo XX
aún latían en su seno. Se seguía sintiendo obligado a competir con el peronismo
en el campo de esas ideas, más que responsable del cambio de
paradigma para levantar anclas o romper las cadenas con el pasado.
Entre la falta de experiencia de gobierno -política y
administrativa- del PRO, el rezongo constante de la CC y el ataque sistemático
del peronismo secuestrado por la más arcaica de sus versiones, el radicalismo de
escasas convicciones de cambio poco pudo contribuir al desarrollo de la batalla
cultural que era imprescindible realizar para sostener a una gestión que
también se mostraba con dudas constantes entre su responsabilidad de cambiar,
su base política para hacerlo y la necesidad de acordar cada cosa con
demasiados actores licuando los principales cambios imprescindibles para
retomar la marcha.
Esas reformas son las que aún hoy faltan: el cambio de las
leyes laborales flexibilizando las normativas sin derogar derechos, la
finalización de la “ultraactividad” de los convenios colectivos de 1975, la
desregulación de la actividad económica para liberar la capacidad creativa de
los argentinos y de los extranjeros que llegaran, desburocratización para
iniciar y desarrollar actividades productivas, la disciplina fiscal que
asegurara que el peligro inflacionario había dejado de existir. Para agravar el
cuadro, importantes figuras del PRO creían que bastaba con buenas relaciones
con los factores de poder internos y externos para mantener el equilibrio
fiscal y la fluidez en las relaciones económicas, sin darle mayor importancia a
la percepción sobre la solidez del propio gobierno.
Cambiemos empezó un cambio de rumbo. Infraestructura,
liberalización, apertura, renegociación de la deuda, fueron pasos enormes en un
país que hacía tres lustros que arrastraba una crisis de estancamiento. Pero la
necesidad de darle al gobierno alguna estabilidad política lo llevó a ceder en
un objetivo que debía ser central desde el comienzo: nivelar la cuentas
públicas, que recién comenzó a ser una meta oficial luego de la crisis
financiera del 2018.
Era tarde, porque ajustar al finalizar en lugar del inicio
del gobierno lo llevaba enfrentar los comicios de fin de mandato en el medio
del ajuste de tarifas, de los impuestos, de los salarios, de las retenciones
agropecuarias... es decir, todo lo que es desagradable para los ciudadanos.
Probablemente no haya habido posibilidad de tomar otro camino ante su debilidad
institucional, pero sea como sea, el resultado fue su derrota electoral en 2019.
Los ciudadanos votaron el regreso del kirchnerismo al poder.
Tal vez lo hicieron con la esperanza que se hubiera despojado de su corrupción
orgiástica, que volviera con vocación republicana, que hubiera aprendido a “ser
mejores” -como se convirtió en su consigna electoral-. No fue así.
La gestión de ambos Fernández -Alberto y Cristina- debe ser
calificada de la peor desde la recuperación democrática. No es necesario ni
siquiera describirlo. Ambos titulares encausados o procesados, la
vicepresidenta condenada a seis años de prisión -con la posibilidad de que se
aumente esa pena- por graves delitos contra la administración, la
administración de la pandemia plagada de negocios oscuros y privilegios
inaceptables provocando un 30 % más de muertes que el promedio mundial y
regional y el surgimiento de nichos de corrupción en los lugares del Estado que
se mire, provocaron un giro copernicano en la opinión pública.
Un outsider, que no llega desde la política tradicional
condenada por la mayoría de la opinión pública como “cómplice” o como
inoperante para frenar los latrocinios, comenzó una tarea titánica.
Lo hace con las herramientas que tiene quien llega desde
afuera. No tiene complicidades ni ataduras, no está sujeto a acuerdos previos
parciales o totales, no se siente predispuesto ni dispuesto a encubrir a nadie,
tiene muchos errores de gestión porque nunca ha gestionado nada público y su
visión del mundo y de la vida difiere en gran medida de lo que es visto como
normal por el sentido común de la población. Al no tener historia, tampoco está
obligado por lealtades épicas que no sean las que les aconseje la situación
coyuntural de la opinión pública.
Su mensaje central llegó al grueso de la juventud de todos
los sectores sociales también sin lealtades épicas hacia próceres políticos
como los que emocionaron a sus padres. La realidad de estos jóvenes es una
sociedad anarquizada, la ausencia de canales de sobrevivencia ni mucho menos de
movilidad social, la incertidumbre absoluta sobre su futuro, la negación de
cualquier luz de esperanza en la posibilidad de construir sus vidas en su país,
la vulnerabilidad ante el delito violento y el narcotráfico, la convicción de
que sólo el camino de la subordinación clientelar -al dirigente piquetero, al
dirigente gremial, al dirigente político, al jefe narco del barrio- le puede
abrir alguna grieta por la que pueda filtrar alguna ilusión.
Al asentarse en el sector etario más dinámico de la
población su capacidad de influencia hacia los demás estaba garantizada. Le
ocurrió a Frondizi en 1958, a Alfonsín en 1983, a Menem en 1989 y al propio
Kirchner en 2002. Las líneas de los sucesos políticos coyunturales-electorales
se alinearon para otorgarle el triunfo, un triunfo que no le dio el poder
absoluto porque tiene en sus manos nada más -aunque nada menos- que la
presidencia de la nación. Ni un gobernador, ni una cámara legislativa, ni un
Juez de la Corte... para desarrollar una tarea que es sin dudas titánica:
romper una inercia de decadencia, frenando la inflación y dando una batalla
cultural contra convicciones que han sido mayoritarias durante un siglo sobre
el papel del Estado, de la política, del gremialismo y en general de los
distintos sectores sociales.
A diferencia de Alfonsín, no enfrenta un edificio político
destruido que era su prioridad. A diferencia de Menem, no necesita incluir a
sus “compañeros” sindicalistas y empresarios en cada proyecto asociándolos para
comprar con esa sociedad su silencio o su apoyo. A diferencia de Macri, cuenta
con una opinión pública sustancialmente más convencida en la necesidad del
cambio de paradigma y asustada por el umbral de la hiperinflación.
Su “relato” es claramente insuficiente y deja la sensación
de haberse elaborado y sufrir las modificaciones que le exijan las
circunstancias. Desde la “representación del maligno en la tierra” hasta “el
argentino más importante del mundo”; desde la “guerrillera que ponía bombas en
jardines de infantes” hasta “la dirigente más honesta y desinteresada de la
política argentina”, o desde las propuestas más esotéricas y desmatizadas sobre
educación, salud, justicia o infraestructura, todo parece lábil, inseguro,
endeble en su aparente firmeza.
Ha centrado el desafío de su gobierno en una idea: derrotar
a la inflación, haciendo sintonía con la ansiedad popular. Ante este objetivo,
todo lo demás es para él secundario. Sus medidas serían calificadas de audaces
por cualquier político tradicional, bueno o malo. Lo cierto es que este punto
de enfoque -el antiinflacionario- es compartido claramente por la mayoría de la
población, aún la que discrepa con él -hasta duramente- en gran parte del resto
de su agenda.
Enseña la ciencia económica que
combatir la inflación cuando se llega al umbral de la hiper, implica
inexorablemente bordear o caer en la recesión. Ésta puede ser relativamente
controlada, tratando de equilibrar el costo para las personas de menores
recursos, o salvaje -porque la hará el mercado, en forma desmatizada-, con
riesgo de caer directamente en la depresión. Por eso la hiperinflación es el fenómeno
más terrorífico para un economista, porque sabe lo que implica, los peligros
que arrastra y el dramatismo que conlleva combatirla.
No hay combate
contra la inflación con medias tintas. De ahí que la población, que intuye esta
realidad, mantenga su apoyo al gobierno. Ese apoyo seguramente cambiará cuando,
luego de lograrse el éxito, reaparezcan las demandas normales hacia la política
y se reclame crecimiento, empleo, educación, salud, vivienda, tecnología,
estado eficiente, infraestructura, buenos sistemas de seguridad y justicia,
adecuada defensa nacional en un mundo cada vez más impredecible e inseguro en
el que la convivencia basada en reglas se va esfumando en el rumbo del realismo
más crudo. Incluso la urgencia en reparar los daños o injusticias que la
durante propia lucha antiinflacionaria es imposible evitar totalmente. Pero
será después de vencer ese enemigo que no solo aterroriza a los economistas,
sino a todos.
Cierto es que el
estilo presidencial dista de mostrar ejemplaridad republicana. Tan cierto como
que hasta ahora no ha atravesado ninguna barrera institucional o violado
derechos que la Constitución garantiza a los ciudadanos. Las críticas que
pueden hacerse a su gestión son políticas, evaluaciones sobre lo más o menos
ortodoxo de su comportamiento institucional. Como a cualquier gobierno. Sus
actitudes que no armonizan con el estilo de la política tradicional son, sin
embargo, aceptadas y hasta aplaudidas por la sociedad, que ha responsabilizado
en bloque a la dirigencia política y sectorial del hundimiento de su nivel de
vida y expectativas de futuro. Esta realidad es utilizada por un presidente
institucionalmente débil como una herramienta de construcción de poder, lo que
dista de ser condenable y, en todo caso, es una valoración que corresponde al
campo de las opiniones políticas.
La curiosidad de la
política argentina tradicional es su demora en asumir la realidad. El propio
tono de debate se acerca al reclamo infantil al padre “todopoderoso”. En lugar
de debatir sobre quién puede aportar mejores soluciones al problema principal
del país, se nota una actuación en la que el papel opositor parece intentar
evadirse de su responsabilidad dirigencial descargando exclusivamente sobre el
oficialismo -o sobre el presidente- los “reclamos” o “condiciones” para su
apoyo, que son, sin excepciones, presiones por mayores recursos para su
respectiva administración, recursos que no se imaginan que surjan de sus
propias jurisdicciones o competencias reorientando gastos, emprolijando sus
balances o haciendo más eficaces sus tareas, sino exigiendo “al Estado”
nacional -del que al parecer no se consideran parte, a pesar que varios de
ellos fueron partícipes de la administración que la provocó- mayores recursos,
desinteresándose de la gran batalla de dimensiones épicas para frenar la caída
libre y encontrar un piso sobre el que edificar la agenda que viene. Algo así
como “que la inflación la arregle Milei, nosotros seguimos en la nuestra”, sin
advertir que la población percibe que el problema principal sólo termina siendo
enfrentado por Milei.
Otros, prefieren
centrar su evaluación crítica sobre el gobierno enfocando -honestamente- sus
debilidades republicanas, que la mayoría social decodifica como un atajo para evitar tomar partido por
la necesaria actualización de sus antiguas convicciones económicas.
La sociedad, por su
parte, en forma mayoritaria -como lo sugieren las encuestas- percibe que está
dando una batalla dura contra el enemigo que la carcome: el proceso
inflacionario. De ahí que las voces que condicionan el “apoyo” a “reclamos” o
“reivindicaciones” de imposible cumplimiento corren el riesgo de ser
interpretadas como una coacción -por ser benévolo- cuya consecuencia es ampliar
el hiato entre la mayoría de la sociedad y la oposición.
Como el oficialismo
no sólo tiene un mandato popular reciente sino que además, lo tiene
internalizado y cree absolutamente en él, su percepción sobre la política
termina verificando que su intuición sobre “la casta” se confirma en cada paso,
iniciativa, reunión o medida que deba tomarse para nivelar las cuentas del
aparato estatal.
La consecuencia de
esta dinámica es que el país se queda sin oposición constructiva y se deja en
manos del oficialismo todo el poder, sin matices, porque la agenda opositora no
se apoya en la realidad, en lo que la sociedad percibe como su lucha central,
sino que se evade de ella, adelantando, como si fueran prioridades, los puntos
de la agenda que viene, pero sin aportar su esfuerzo a las tareas del presente.
O -peor aún- preocupándose cada uno de su propio problema sin interesarse en el
principal, que afecta a todos.
Esa agenda posterior
llegará, inexorablemente. Puede desarrollarla Milei, si la entiende y la asume.
O será quien lo reemplace, si no llega a hacerlo. Mientras tanto, es previsible
que la sociedad vaya exigiendo al espacio público una especial dedicación para
separar lo principal de lo accesorio, escrutará cuidadosamente quienes se suman
al cambio de paradigma para abrirles oportunamente crédito cuando los debates
sean otros y observará con atención el comportamiento de los nuevos -y viejos-
ocupantes del escenario público argentino. Será un apasionante proceso de
reconstrucción de la representatividad política que la Argentina atravesará en
los próximos tiempos.
El futuro es opaco.
No puede preverse ni lo que sucederá al día siguiente, mucho menos en el
mediano o largo plazo. El mundo, por su parte, está entrando en una dinámica de
disolución de normas, de lucha apoyada solo en el poder, de acelerado
desarrollo tecnológico cuyo destino es cada vez más difuso. Es imposible en
consecuencia imaginar el curso de los acontecimientos que vienen.
Pero una cosa está
clara: no hay marco posible de discusión en el medio de la afiebrada y sorda
pugna por la apropiación del ingreso que significa la hiperinflación. Una
hiperinflación que, aunque se palpen éxitos circunstanciales en las tareas por
erradicarla, todavía tiene posibilidades de despertar. De ahí que las sugerencias
para neutralizar o atenuar las evidentes injusticias que se cometen en el
camino sobre víctimas “colaterales”, seguramente muy justas en el plano
individual de cada afectado, deben realizarse con la firmeza e inteligencia que
sea posible, pero de forma que no obstaculicen ni pongan en peligro el tema
central. Desde “dentro” y no desde “afuera” del gran esfuerzo nacional.
Si al país le va
bien en esa tarea, el futuro argentino puede ser portentoso.
Si no es así, pues
la disolución puede estar en las puertas.
Ricardo Lafferriere