La existencia de ese misterioso fenómeno que es el poder se remonta a los orígenes de la condición humana, según acuerdan los historiadores. Más aún: en el propio reino animal pueden observarse comportamientos propios de los que los humanos identificaríamos con relaciones de poder, vinculados al reconocimiento del grupo a la primacía de algún o algunos de sus individuos en algunas funciones sociales de coordinación o liderazgo.
La humanidad nació con el poder, concentrado al comienzo en los más capaces y hábiles en la lucha, en la caza, en la reproducción o en la fortaleza física. La larga marcha civilizatoria fue limitando ese poder en beneficio de quienes no lo tenían, en una dialéctica que acompañaría la evolución de la política hasta nuestros días. Esa limitación surgió con la aparición de las leyes. Las “Tablas” de Moisés avanzaron en ese rumbo, significando el paso trascendente de una ley aplicable a todos.
Desde esta perspectiva, civilización es limitación del poder y ampliación de la libertad. Y la culminación de la historia con la construcción de la democracia, que sólo admite como válidas las leyes surgidas de la voluntad popular por los procedimientos constitucionales –sancionados por un escalón superior de esa voluntad popular que es la “voluntad constituyente”, es decir, la decisión de una comunidad de vivir en común bajo las condiciones pactadas- marca el punto máximo de evolución civilizatoria hasta el presente.
Los cambios de la propia democracia –hacia nuevas formas de participación, nuevas distribuciones de competencias e incluso los esbozos de formas supraestatales y hasta globales de administración y gobierno- profundizan esa línea adaptándola a la creciente complejidad de la vida contemporánea y a las nuevas demandas de la “segunda modernidad” –riesgos globales, ambientales, terrorismo, redes delictivas, etc-.
Pero siempre sobre la base del respeto a la ley. Olvidarlo es abrir las puertas al retroceso, a las aventuras bélicas, al reconocimiento de más poder al más fuerte y en consecuencia, menos poder a los débiles, en síntesis, al reconocimiento de que los seres humanos dejan de ser libres y autónomos frente al poder para volver a ser, como en épocas arcaicas, apenas objetos de administración.
El tema viene a cuento, por supuesto, de la situación argentina. En varios artículos hemos analizado esta curiosa particularidad nacional de una especie de “pre-constitucionalidad” en la que la vigencia de las leyes depende de modas o caprichos, más que de su legitimidad intrínseca. El estado de derecho, cuya esencia es la clara demarcación de los límites del poder (transformados en “competencias” de los diferentes poderes del Estado frente a las facultades intrínsecas de los ciudadanos, no delegadas por el pacto constitucional) se ha transformado en un “Estado del puro poder”, en el que la discrecionalidad pasa por encima de facultades y atribuciones.
No necesariamente las decisiones que se toman son negativas, como sí lo son las confiscaciones, los negociados con fondos públicos o la disolución de los mecanismos de control. Las hay correctas y hasta justas, aún siendo ilegales. No es en su contenido donde se encuentra su disvalor, sino en el acostumbramiento al retroceso que implica reconocer que desde el poder se puede hacer cualquier cosa, como los “machos alfa” de algunas especies de mamímeros superiores, mediante actitudes arcaicas, anteriores incluso a la discrecionalidad de los caciques de las tribus nómades que era muchas veces limitada por Consejos de Ancianos o principales de la tribu.
Hace muy poco, el Congreso estableció el sistema de movilidad jubilatoria, luego de un debate plural y participativo que precedió a la sanción de la correspondiente Ley. El autor de esta nota –se siente obligado a aclararlo- aplaude toda mejora a la situación de los pasivos, sistemáticamente robados por la administración. Cuestiona incluso por insuficiente e incomprensible aquélla decisión parlamentaria, pero se pregunta: ¿quién es la Presidenta para decidir otorgar un pago adicional, así sea de los miserables doscientos pesos, a los cinco millones de compatriotas en esta situación, sin una decisión correspondiente del Parlamento? ¿De dónde sacó su facultad para disponer de recursos de todos –gran parte de ellos, confiscados recientemente a los ahorristas previsionales privados- en forma discrecional?
¿Es el argumento la necesidad de una rápida sanción? Obsérvese sin embargo que se trata de un Congreso cuya mayoría ha aprobado en apenas diez días un procedimiento para “lavar” los fondos originados en delitos –desde evasión fiscal a narcotráfico, desde corrupción con fondos públicos hasta defraudaciones-, que en un plazo similar decidió apropiarse burdamente de los fondos previsionales privados ahorrados por los ciudadanos que trabajan, y hacerse cargo, en nombre del Estado –o sea, de los argentinos que deberán responder con sus impuestos- de una deuda millonaria y un déficit gigantesco de un elefante blanco volador, como Aerolíneas, incumpliendo su propio compromiso apenas a un mes de haberlo firmado y abriendo la puerta a sus legítimos dueños para un reclamo multimillonario que también tendremos que pagar los argentinos. Evidentemente, el argumento no sirve. Es de suponer que si en diez días amnistiaron –y autoamnistiaron- masivamente a miles de delincuentes, en un lapso menor podrían aprobar el aumento previsional.
Es el mismo Congreso que, en otra violación de la ley –que, como resulta simpática al estado actual de la opinión pública, no mereció oposición- decidió anular los beneficios previsionales de funcionarios del último gobierno militar. Recordemos: ese gobierno terminó hace un cuarto de siglo, como se está recordando en estos días. Y el autor de esta nota lo sufrió especialmente, con su detención arbitraria ilegal y luego su declaración como “detenido a disposición del PEN”, por lo que nada tiene que lo vincule a esa gestión salvo la lucha para que se fuera y volviera la democracia. Sin embargo, el fin de la dictadura significó que volviera la ley. Eso creímos. Un cuarto de siglo después, vemos que el Congreso, que debiera legislar sobre la base de las normas constitucionales, no tiene empacho en aprobar una norma abiertamente inconstitucional.
Pero hay más, y más grave. La Cámara de Casación Penal ha dispuesto la libertad de varios imputados por crímenes de lesa humanidad que han pasado siete años detenidos sin juicio. Por supuesto, el “macho alfa”, a través de su señora, ha mostrado su impostada indignación. ¡Cómo se atreve la Justicia a decidir algo no querido por el poder!
Sin embargo, “imputar” no quiere decir otra cosa que someter a una persona a investigación y juicio, y de ninguna manera implica “condenar”. ¿Cómo puede tolerarse, en pleno siglo XXI, que existan personas detenidas sin causa, sometidas al limbo de una justicia inexistente, porque al poder se le ocurra, o porque la “vindicta publica” con repercusión mediática decida que hay que aprisionar a alguien? Ni siquiera la Inquisición se permitía detener a procesados sin plazos ni juicios. Habría que retroceder a los tiempos de los reyezuelos feudales y, en nuestro país, a las oscuras épocas anteriores a la organización nacional, para encontrar antecedentes de discrecionalidad como la que pretende la señora presidenta en su simulada indignación. Juicio y castigo, no sólo está bien sino que lo pedimos todos. Castigo sin juicio, es aberrante y desde la ética de quien esto escribe, despreciable, como los delitos que se imputan pero no se prueban a las personas mencionadas. En todo caso, tan despreciable como muchas de las acciones del régimen que terminó hace un cuarto de siglo, en la mejor prueba de la existencia de los “dos demonios” cuya invocación tanto molesta a algunos.
La ley no tiene prensa. Es más taquillero generar emociones con decisiones discrecionales, con hechos rápidos golpeando a la opinión pública escasamente informada y hasta con la disimulada desviación de la mirada para no “ver” lo que se sabe ilegal, pero cuya denuncia no dejará réditos. Todo eso es cierto. Tanto como que una sociedad que así actúe, con liderazgos de tan bajo nivel intelectual y político, no tiene otro futuro que la decadencia constante. Nadie arriesgará su patrimonio, su trabajo o incluso su vida para asociarse al progreso general con quienes ignoran que el progreso no tiene futuro si no está apoyado en el sólido cimiento del estado de derecho.
Ricardo Lafferriere
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