La sucesión de escándalos, en diversas jurisdicciones nacional y provinciales, que han rodeado en los últimos años la expansión significativa del juego han colocado en la agenda pública un tema que, debido a diferentes prioridades, no ha merecido la necesaria reflexión por parte del periodismo, los intelectuales y los políticos.
La actividad lúdica, que en otras épocas estaba monopolizada por las instituciones del Estado –a través de la vieja Lotería Nacional y sus similares provinciales- integró la batería de privatizaciones de los años 90. Hasta ese momento, los perseguidos pero folklóricos “pasadores de quiniela” eran los únicos protagonistas en el márgen gris de un negocio que aunque en ocasiones se descubriera formando redes clandestinas con complicidades públicas y policiales, no generaban daños mayores a la convivencia, la violencia o las adicciones. Los “garitos clandestinos” de otras épocas, mirados a la distancia, parecen juegos de niños frente al desarrollo mafioso de hoy.
La introducción en el país del juego capitalista en gran escala abrió una compuerta que no ha cesado de incrementarse durante todos estos años, generando una imbricada red de complicidades con escalones políticos que resultaron favorecidos por su expansión mediante mecanismos de corrupción que en ocasiones ha superado la tradicional “coima” por las concesiones para incluir a allegados en las propias estructuras empresariales, que a esta altura se mueven por encima de culquier control oficial.
Sin embargo, la filosofía del juego conspira contra la promoción del trabajo, la solidez de la familia, el aliciente al esfuerzo creador, la promoción del facilismo y la imprevisión. Si hay un componente nefasto en la decadencia de las sociedades fracasadas ha sido la generalización del juego de azar, actividad que cuando ha sido permitida en los países exitosos, lo ha sido en forma limitada y excepcional, con fuertes controles estatales con los que –resignados a su inexorabilidad vinculada con aspectos oscuros de la naturaleza humana- los gobiernos han tratado de limitar, volcando sus beneficios a actividades de promoción social.
Los argumentos en defensa del juego giran, en general, alrededor de la dinamización de la actividad económica de las regiones en las que es permitido. Se relaciona con la promoción turística, como una oferta más a las actividades lúdicas de quienes disfrutan del tiempo en blanco de un fin de semana largo o períodos vacacionales. Cabe decir que aunque esto sea así, también lo es que su oferta exagerada desalienta otras actividades culturalmente más estimulantes y económicamente más provechosas, desplazadas por el fuerte atractivo del clima artificial y cosmopolita de las salas con luces de colores, sonidos estandarizados y clima atemporal de los establecimientos de juego.
La expansión del juego en el país ha sido patética. No hay ciudad importante que no cuente con grandes bingos y salas de apuestas, de apuestas de carrera en línea, de maquinitas “tragamonedas” incorporadas a diversos espacios de espera y en general de permanentes estímulos para ceder al impulso ilusorio de la ganancia rápida y las emociones cortas. En estos días hasta se ha producido un hecho criminal a raíz de la disputa por un hipódromo privado, cuyo adecuado control perseguía un Intendente asesinado por el capitalista del juego en el norte santafecino.
La contracara es el desarrollo de un “capitalismo negro” que ha intervenido en las fuerzas políticas distorsionando aún más su funcionamiento, del que se ha reemplazado el sano debate sobre los proyectos a ofrecer, por el nada sano de la búsqueda de financiamiento y riqueza. La vergonzosa frase con que diputado que preside el bloque oficialista respondiera a un periodista sobre el significado ético del blanqueo -“moral o inmoral, necesitamos plata”- es el indicador más claro del deterioro ético del promedio de moralidad con que se mueve –y acepta convivir- la mayoría de la representación política argentina. El decreto del ex presidente Kirchner, a cinco días de finalizar su mandato presidencial, prolongando por un cuarto de siglo sin justificación alguna la concesión del juego en el casino de Palermo a su amigo Cristóbal López, incrementando además en 1500 las máquinas tragomonedas allí instaladas (3000), es otra demostración de esta inmoralidad.
Frente al escenario crecientemente dominado por las mafias, la expansión del narcotráfico, el crimen instalado en la vida cotidiana, la inseguridad con complicidades políticas y globales, el sentido común aconseja la vuelta al monopolio estatal del juego. Ello permitirá sacar del mercado capitalista una actividad que tiene poco de creativa, que aunque se tolere debe ser fuertemente regulada, cuya presencia debe incluir debates públicos participativos sobre cada nueva concesión y cuyas cuentas deben ser totalmente transparentes.
Volver al monopolio estatal de los juegos de azar es más urgente, necesario y fundado que estatizar el correo, las aerolíneas o los ferrocarriles, porque el efecto negativo de la actividad tiene alcances más graves para la convivencia que cualquiera de aquellas áreas. En aquéllas es discutible su mayor o menor conveniencia para el desarrollo. Pero el juego destroza algo más importante: la propia integridad moral de los argentinos.
Ricardo Lafferriere
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