El futuro progresista
El “espíritu de época” en el que se formaron políticamente
varias generaciones durante la segunda mitad del siglo XX podría resumirse en
una creencia básica: el principal “issue” de la sociedad capitalista es que el
capital “compra” trabajo y trata de pagar por él lo menos posible. Como en una
grotesca tira de historietas, quien prefiriera el crecimiento se acercaría a
las posiciones capitalistas, y quien dependiera de un salario sería socialista.
La vieja contradicción (aclaremos: propia de las sociedades
centrales) era enfrentada desde el campo del trabajo por dos caminos ideológico
- políticos: el revolucionario y el reformista. Del primero, surgieron los
partidos comunistas con sus diversas ramas. Del segundo, la socialdemocracia en
sus diferentes versiones.
Ambos caminos para transitar “en el sentido de la
historia” –era dogma en esos tiempos que la historia tenía un “sentido”…-
culminarían con una sociedad que habría terminado con la propiedad privada,
alcanzado la “socialización” de los medios de producción, no habría más
asalariados ni empresarios, y tampoco “plusvalía”, “alienaciones” ni
“explotación del hombre por el hombre”.
El campo del capital, por su parte, sería económicamente “liberal”,
reclamando la menor cantidad posible de trabas a su acumulación y a la
disposición de su propiedad.
Entrado el siglo XXI, haya sido o no verdad en su momento –el
capital recurrió muchas veces a la acción del Estado, y los obreros reclamaron
varias veces liberalización, como ocurrió en la Argentina con el socialismo
temprano de Juan B. Justo-, esta afirmación ya no refleja realidades ni
creencias. No pertenece más al “espíritu de época”, salvo en algunos que,
atrasados, se niegan a mirar la marcha del mundo. El 95 % del planeta ha
adoptado la organización capitalista arrinconando al socialismo real en Cuba,
Corea del Norte y algún que otro exponente residual de la utopía revolucionaria
del siglo XX.
Los “países líderes” en aquel camino socialista
revolucionario son hoy los capitalismos más salvajes: Rusia y China. Los que
adoptaron el rumbo reformista “socialdemócrata”, por su parte, volcaron su
relato hacia el centro, simbiotizándose en tal medida con el funcionamiento del
sistema que disputan con sus viejos adversarios la misma base electoral
intercambiable, en una simbiosis expresada en propuestas periódicas que podrían
ser de unos o de otros. Ambos enfrentan los mismos problemas con similares
recetas, según a cuál de ellos les toque estar en el gobierno cuando asoman los
tiempos de las crisis.
El “socialismo” no es más la utopía, o al menos no una
utopía que justifique exterminar generaciones. Tampoco es ya el enemigo, o el
rival, del capitalismo, la otra utopía
por la que se dejaban vidas. No lo es porque el componente salarial dejó de ser
el determinante de la ganancia, debido a que el éxito de las organizaciones
gremiales y la conciencia política solidaria del género humano en su conjunto
establecieron niveles de retribución del trabajo aceptables a grandes rasgos
por ambas partes.
El exponencial avance científico-técnico ha independizado
cada vez más la producción del trabajo humano directo. En su lugar, la
humanidad busca mejorar los aspectos de su convivencia que considere en cada
momento y lugar incompatibles con su ideal de justicia, que además está siempre
en evolución. Capitalismo y socialdemocracia son conceptos imbricados
definitivamente en la esencia de la sociedad moderna. La propuesta de volver a
separarlos no es un avance, sino intentar volver la historia atrás.
La sociedad de productores –diría Bauman- de empresarios y
obreros, que enmarcaba el antiguo conflicto, se ha transformado en una sociedad
de consumidores, de la que ambos son accionistas. Y ello no se ha reflejado aún
en una contextualización que, al estilo del marxismo durante los siglos XIX y
XX, configure una cosmogonía que explique lo que pasa y sugiera hacia dónde ir.
La novedad es que fuera de ese juego, hay cada vez más excluidos, no
contemplados por la reflexión central del viejo análisis. Los viejos rivales y
actuales socios son interpelados por los que quedaron afuera, que son cada vez
más. Los conflictos entre ellos ya no reclaman la épica de los viejos tiempos
sino ajustes periódicos en paritarias, impuestos y condiciones de trabajo.
Antes estaba claro: una política progresista debía ampliar
los salarios, incrementar el consumo, mejorar las condiciones de vida de los
trabajadores, virtualmente con el cielo como techo. Desde la mirada rival, el salario
debía reducirse para ampliarse la ganancia, con ese excedente ampliarse la
inversión y de esa forma incrementar la producción. También con el cielo como
techo.
Hoy, leyes que limitan el tiempo de trabajo, que establecen
pisos salariales, que reglamentan las discusiones paritarias –condiciones de
labor y de retribución-, que prevén las indemnizaciones por accidentes y
enfermedades, que organizan los sistemas previsionales, han creado alrededor
del trabajo un entramado defensivo que, aunque dinámico y en permanente
rediscusión, es previsible y ha alejado a sus protagonistas de sus límites. Ni
los trabajadores están al borde de la inanición, ni los empresarios están
amenazados por los quebrantos. Al menos, no a causa del conflicto de clases.
El capital, a su vez, ya no es el “señor” de su propiedad.
Está limitado por leyes impositivas, reglamentaciones societarias, normas
anti-monopolio, reglas ambientales, y un entramado normativo que acota su
“libre disposición”. Y ambos, por fin, están objetivamente limitados por la
finitud de los recursos naturales y energéticos del planeta.
Los obreros y trabajadores en general, en las sociedades
maduras, han obtenido mejoras sustanciales en sus niveles de consumo, y los
empresarios han logrado ganancias que exceden largamente las necesidades de
inversión. Obreros –con la socialdemocracia- y empresarios –con los partidos
propietarios- se han corrido al centro, compartiendo la mayoría de las
políticas.
Los excluidos del poder
El problema de hoy no son obreros contra empresarios, que
han llegado a una “pax romana” con apenas algunos escarceos anuales de
discusiones marginales de salarios. El problema son los excluidos –de la
economía, de la política, del poder-.
Entre los excluidos, los hay de muchas categorías. Los
mayoritarios y en condiciones éticamente más condenables son aquellos excluidos
de todo. Están en umbrales de miseria, sin capacidad de presión, sin huelgas en
las que apoyar sus reclamos y sin mecanismos de defensa dentro del sistema con
los cuales luchar para mejorar su vida. No tienen leyes sociales, salarios
mínimos ni paritarias. No tienen obras sociales, aportes previsionales ni
futuro.
Pero no son los únicos. Enormes contingentes de antiguas y nuevas
clases medias sufren hoy –en todo el mundo- situaciones crudamente peores que
muchos escalones de la clase obrera organizada, a pesar de su capacitación, su
esfuerzo en mejorar su calificación profesional y sus crecientes horas de
trabajo.
Miles de docentes y médicos, enfermeras y abogados,
ingenieros y comerciantes, productores y pequeños emprendedores, reciben
ingresos sumamente inferiores a la de los obreros escalafonados, no tienen
protección social, son cercados en forma inmisericorde por las políticas
impositivas, sus regímenes previsionales son rudimentarios y misérrimos, y
sienten el desinterés –cuando no la hostilidad- del poder político, por su
resistencia a incluirse en organizaciones burocráticas con los que “acordar” y
su tenacidad en mantener su independencia de criterio, de juicio y de valores.
Económicamente son menos excluidos que los pobres de solemnidad, pero no mucho
menos excluidos de la política real.
La política, por su parte, no los entiende. Organizada con
las pautas de mediados del siglo XX,
sigue razonando en clave del viejo conflicto de “obreros vs. empresarios”. Socialdemócratas y “nacional-populares”,
liberales y revolucionarios de viejo cuño, se conjugan en su desprecio. La
insistencia en descalificar su desmarque de las antiguas épicas –que no los
representan, ni los motivan- los hace receptores de miradas de impostada
superioridad, como la de los profesores de dudosa sapiencia invocando el
“principio de autoridad” para no tener que fundamentar sus afirmaciones.
Y a veces, de descalificaciones plenas de soberbia, como la
de “gorilas pequeñoburgueses”, “malditas clases medias”, “egoísmo posmoderno” y
otras similares, expresadas por quienes adueñados de las estructuras del
“sistema” han logrado posiciones de privilegio que sienten peligrar por la
creciente transparencia con que el mundo hiper-conectado deja al descubierto,
ora su apropiación rentística, ora su desinterés o su incomprensión de la
situación injusta padecida por muchos.
Y sin embargo, esos muchos son la nueva mayoría social. Están entre los
sectores bajos excluidos, medios-medios y hasta algunos medios-altos. No hay
que ir lejos para detectarlos. En la Argentina vimos los últimos en el 2008, a
los segundos en setiembre y noviembre del 2012 y a los primeros en los saqueos
de diciembre. La propia huelga general del 20 de noviembre de 2012 expresó reclamos más propios del
“conjunto social” –como la vigencia de la Constitución, la denuncia a la
inflación y la propia falta de independencia de la justicia- que demandas sectoriales.
Son la masa desarticulada de una sociedad posmoderna, sin
estamentos. En el 2008 no fueron “organizados” por la Mesa de Enlace, a la que
los “autoconvocados”, verdaderos protagonistas de la gigantesca protesta,
miraron sólo como indicador de referencia. En las imponentes marchas del 2012
no respondieron a partidos políticos ni organizaciones sectoriales, los que se
sumaron al final luego de reiterar prevenciones y recelos porque de pronto
advirtieron con sorpresa que estaban conformadas por sus tradicionales votantes,
también autoconvocados a través de las redes sociales. Y en los saqueos de
diciembre, los impulsores no fueron las “organizaciones piqueteras”, en
tranquila coexistencia con el poder que ya las cooptó, sino, también,
ciudadanos sueltos, nuevamente “antoconvocados”, sumergidos en la pobreza sin
horizontes y ansiosos de compartir siquiera las migajas del festín del consumo.
Protestas varias, autoconvocados diversos
Cada uno protestó con las herramientas a su disposición, las
que obtuvo con su estadio educativo, sus creencias y convicciones –o ausencia
de ellas- y su nivel de indignación, tolerancia o reclamo.
¿Éticamente repudiables? Por supuesto que sí, desde la ética
abstracta oficial a la cultura del sistema, especialmente “los que no robaban
plasmas precisamente para comer”, como repetían en cadena el gobernador de
Buenos Aires Daniel Scioli, el
exdirigente gremial y actual diputado Recalde, el actual dirigente sindical
Yaski y el coro de la Cámpora para condenar a los excluidos que saquean.
Destaquemos, antes que nada, que una generalización de la
descalificación ética se parece más a una coartada discursiva que a un análisis
profundo. Los profesionales del caos impulsando los desmanes –muchos de ellos,
integrantes de las “barras bravas” que se alquilan a quien pague- no son lo mismo
que las amas de casa de hogares carenciados, con sus hijos, que aprovecharon la
oportunidad de abarrotarse de fideos, gaseosas y aceite. Ambos son marginales y
aprovechan las grietas que se les abren por los conflictos políticos donde, de
pronto, su acción vale. Pero ellas no cargaban los televisores que ellos
privilegiaban. Y ellas seguramente no cobraban por los servicios prestados.
Curioso, sin embargo, que las condenas éticas desde el
“escenario” hacia los que se llevaron plasmas en el desorden no hubieran sido
antes dirigidas a los que, con muchas menos necesidades, se quedaban con
terrenos públicos a precios de miseria en el sur, a los que confiscaron
empresas privadas por encima de cualquier marco legal, a los que se
enriquecieron con negociados de salud vaciando las obras sociales y a los que
saquearon los ahorros previsionales privados para financiar con ellos sueldos
orgiásticos en empresas públicas que les sirven de cobertura, o de coartada.
Omitamos calificar la autoridad moral para un cuestionamiento
ético por el robo de electrodomésticos de quien antes se ha apropiado de lo
ajeno –o ha silenciado su condena a robos igualmente repudiables- en
condiciones imposibles de justificar por ninguna necesidad vital. Lo que
importa al respecto de este análisis es que la crítica se realiza –una vez más-
en el marco de un sistema en el que los que hablan son los socios del viejo
tejido de poder hoy burocratizado, que de pronto advierten que ya no están
solos sino que otros, la mayoría, quiere participar –o mejorar su
participación- en la distribución de la torta.
Ni las voces capitalistas ni las socialistas o
“socialdemócratas” entienden a estos marginales de todos los sistemas e
instituciones. Han coincidido con repudios automáticos y viscerales las voces
empresarias, pero también las de respetados –y valiosos- dirigentes
socialistas. El más claro, Hermes Binner, fue tajante: los saqueos –dijo- no
responden a hambre, ni a necesidades. “Son actos vandálicos” que “no están
ligados a la pobreza”, fue su diagnóstico, para exculpar rápidamente de
cualquier sospecha de participación en los eventos a la CGT o a dirigentes
gremiales.
Mauricio Macri, por su parte, abordó el tema con un discurso
no muy distinto, aunque con un matiz más contemporizador: “la mayoría son
jóvenes que ni estudian ni trabajan”, expresó, para luego condenar a “líderes
de poca monta, escondidos tras quienes tienen reales necesidades”.
El radicalismo y el peronismo tradicional, salvo sus
exponentes más dogmáticos, comprendieron mejor el fenómeno, porque están más
cerca, siquiera por antiguos reflejos, de sus viejos representados. Nunca
adhirieron en forma expresa ni miraron al mundo tras las lentes de la “lucha de
clases” ni de la formidable intelectualización marxista del capitalismo central,
sino que han convivido siempre con la dinámica de una sociedad plural y
compleja, cuya estructura está alejada del prisma ideológico de las sociedades
maduras.
Saben, por experiencia, que cuando el terreno está
preparado, cualquier chispa es capaz de encenderlo, y que esa chispa puede
llegar desde cualquier lado: un ladronzuelo de poca monta, una interna de algún
grupo piquetero o por alguna discusión por pequeñas o grandes influencias,
izquierdas o derechas…y hasta por pícaros contendientes del escenario político
que aprovechan la situación explosiva. Una vez desatado el incendio, su
capacidad de extensión es grande y en última instancia depende de lo preparado
que esté el terreno.
En consecuencia, también saben que la discusión sobre de
dónde partió la chispa normalmente oculta el verdadero análisis: por qué se
llegó a tener el terreno preparado. Lo otro es circunstancial y aleatorio,
porque si no hay condiciones adecuadas, no hay chispa que tenga capacidad de
encenderlo. El verdadero análisis sobre las causas debiera alejarse de las “chispas”
y enfocar por qué existe ese terreno preparado luego de los años más
extraordinarios con que el mundo obsequió a la economía argentina durante las
gestiones kirchneristas.
Las propias nomenclaturas ideologizadas que se bloquean en
la confusión, reaccionan por instintos pero con la duda íntima de no sentir sus
posiciones “encuadradas” en un contexto ideológico que han declarado oficial,
pero que no interpreta los problemas ni ofrece soluciones. Curiosamente,
encuentran más comodidad en viejos próceres pre-ideológicos como Leandro Alem, identificado genéricamente con los "desposeídos", el "sufragio libre", la "honestidad en el manejo de los fondos públicos" y la "vida municipal" que en la intelectualizada visión de sus socios actuales.
Intuyen que algo no está bien, por ejemplo no haber
condenado al menos con la misma dureza los hechos puntuales de corrupción de
funcionarios de la máxima cúpula del poder que al robo de un radiograbador o un
televisor en el marco de una turba desatada en una situación de pobreza y
exclusión.
Las reacciones opositoras no fueron “socialdemócratas” ni
“procapitalistas”. Fueron de sentido común, entendiendo la exclusión, el
corrosivo influjo de la inflación en los ingresos de todos y en la propia
convivencia, la negativa influencia del efecto demostración de los jerarcas
oficiales enriquecidos por la corrupción y el peligro general que implica el
deterioro institucional.
Hasta que llegó –cuando no- “ella”. Su diagnóstico desubicó
a varios. El peronismo, que ella integrara, habría sido el gran motor de los
desbordes, los de antes –ayudando a derrocar gobiernos radicales- y los de ahora,
que buscarían derrocarla a ella… Por supuesto, como ya es costumbre, su voz
hablando al espejo no tuvo más que respuestas simbólicas o de circunstancias,
sin interlocutores que la tomaran en serio.
¿Cómo organizar entonces todo esto? ¿Cómo recomenzar?
El camino “revolucionario” implosionó con el cambio de rumbo en China a partir de 1977, el
derrumbe de la URSS y la caída del muro de Berlín. El “socialdemócrata”, por su
parte, se diluyó paulatinamente a la evolución del mundo, y su diálogo
estructural con los “partidos populares” desembocó exitosamente en un estadio
exponencial de crecimiento de las fuerzas productivas globales, apoyado en el
desarrollo científico técnico, la revolución de las comunicaciones y la
reformulación de las cadenas productivas y mercado global. Y mientras tanto, el
aislamiento y los modelos autárquicos pusieron techo al crecimiento de quienes
insisten en él, desde Cuba y Venezuela hasta Corea del Norte y Argentina.
Debe reconocerse que una gran novedad interpela la reflexión
de “suma cero” que justificaba las viejas ideologías: no se trata ya de quitar
a unos para darle a otros, enfrentando clases contra clases. La presión
impositiva argentina sobre aquellos “a los que se les saca”, por ejemplo, se encuentra ya
entre las más altas del mundo.
Hay ciudadanos –como los emprendedores rurales- a los que,
entre el diferencial cambiario, las retenciones a la exportación y los
impuestos directos e indirectos, se les extrae más del 80 % del valor de su
producción. No es imaginable “sacarles más” porque están en el límite de su
apuesta a la generación de riquezas.
Los problemas de hoy responden a otra matriz, en la que si
hay quien se queda con recursos ajenos no es quien los produce, sino el que se
los apropia. Es obvio que quien más recursos tiene, más debe aportar para
sostener las políticas públicas. El problema está en hacer racional esa carga y
en la correcta aplicación de esos recursos, que permitirá reducir esa presión
fiscal para recuperar capacidad de inversión y crecimiento.
La socialdemocracia, entonces, ya no es una receta porque
cambió la enfermedad. Tampoco lo es el camino revolucionario, porque de pronto
queda claro que “la historia” no tiene un sentido inexorable, sino muchos
posibles, redefinidos a cada paso.
Ni siquiera los “avances sociales” tienen exclusivo origen
socialista, o "socialdemócrata". Los propios partidos patronales
reclaman su “royalty”. Empezaron con el Bismark, en Alemania. Y se extendieron
por encima de ideologías y regímenes políticos a la Inglaterra victoriana de
hegemonía conservadora, la Italia fascista, la Argentina
conservadora-radical-peronista, la Francia bonapartista y luego de la Tercera
República, el Uruguay de Batlle, el Brasil de Vargas…
La socialdemocracia -se dirá- ya es diferente a su origen de
partido de clase. Hoy su objetivo es mejorar la vida de las personas, hacer más
equitativa la distribución del ingreso, proteger a los más débiles. Bien. Pero
si ésto es así, no tiene diferencias sustanciales con todos los partidos de
masas, aún los "populares", cuyos objetivos dicen ser los mismos. Las
diferencias no ameritan justificaciones ideológicas, sino en todo caso eficacia
en los resultados. En consecuencia, su raíz identitaria no se corresponde con
su esencia actual.
¿Entonces qué?, se interrogan muchos.
De la dialéctica a la modernidad reflexiva
La forma de enfrentar los problemas que nos presenta la
nueva sociedad, la “sociedad de riesgo” –como la definiría el neomarxista
Ulrich Beck- tiene varios frentes, algunos de los cuales son de rápida
implementación y pueden concitar un respaldo que atraviese la mayoría de los
ciudadanos.
La sociedad actual, dominada por riesgos presentes e
impredecibles, funciona en modo diferente a como lo sugería la dialéctica de
las contradicciones. Y requiere, para enfrentarlos, una actitud diferentes que
conlleva la búsqueda de acuerdos y consensos coyunturales que pueden afectar a
viejos rivales de otros tiempos, hoy obligados a sumar esfuerzos para una
defensa común. Tal vez el caso “macro” más claro sea la coincidencia entre
rusos y norteamericanos, grandes enemigos de la guerra fría que mantuvieron al
mundo en vilo durante siete décadas, hoy conjugando esfuerzos contra el
terrorismo que los amenaza a ambos. O el riesgo planetario por el deterioro
climático, que obliga a la búsqueda –compleja pero inexorable- de acuerdos
ambientales internacionales que incluyan a los rivales más marcados.
Los riesgos de la Argentina
de comienzos del siglo XXI no están vinculados con “contradicciones
sociales” sino con problemas de naturaleza funcional entre el poder y los
ciudadanos que traban su evolución y su capacidad de crecimiento. Un poder burocrático-autoritario, legítimo de origen pero con
acelerada pérdida de legitimidad funcional, borra el límite constitucionalmente
permitido de la coerción, avanzando sobre los derechos de las personas.
Ese poder dispone de fondos públicos en forma arbitraria,
recaudando y gastando en forma caprichosa. Omite los debates propios de una
democracia participativa invocando sólo su legalidad de origen, mientras actúa
violando los límites al ejercicio del poder establecidos por el sistema
institucional vigente en un crudo ejercicio de las más conservadoras “democracias
delegativas”. Avanza sobre la independencia de la justicia –último resguardo
institucional de los derechos de las personas- y sobre la libertad de expresión.
Persigue al periodismo crítico y demoniza a las voces opositoras. Impregna a la
sociedad de una expansión sobre actividades propias de los ciudadanos, constitucionalmente
alejadas de las facultades públicas, sobre clichés ideológicos que el país y el
mundo superaron hace décadas a costa de sangre y muertos defendiendo las
libertades.
El riesgo –grave, de consecuencias peligrosas- es la
alteración de la paz social y la convivencia nacional. Y en consecuencia, ese
riesgo abre la oportunidad para una gran confluencia de todos los damnificados
por la falta de reglas, para reinstaurarlas y recomenzar la marcha. En esa otra
etapa habrá otros alineamientos, otros protagonistas, otras demandas.
Por lo pronto, es urgente reconstruir el entramado
institucional que ayude a generar mediaciones y a separar “la paja del trigo”,
porque entre todos los niveles de los excluidos hay tanto honestos desesperados
como pescadores de río revuelto. Recuperar la confianza en el estado de
derecho, para volver a contar con un circuito virtuoso de inversión y
crecimiento. Erradicar la inflación, para recuperar el control sobre la
economía pública y privada. Ordenar las relaciones económicas y sociales sobre
la base de la vigencia de la ley, desterrando el voluntarismo autoritario y los
caprichos del poder.
“Cosmopolitismo consciente”, dirían algunos. Es el
desemboque natural de la “modernidad reflexiva”, método que es más aconsejable
que la dialéctica de las contradicciones que subyace epistemológicamente en los
agrupamientos “socialdemócratas” y “neoliberales” y que, con mayor humildad,
persigue el tratamiento de los problemas percibidos como tales por la mayoría
de los ciudadanos, o por agregados de ciudadanos que sufren puntualmente una
agresión a su vida, sus expectativas o sus intereses.
La modernidad reflexiva requiere lograr la culminación de la
modernidad inconclusa, para utilizar sus herramientas en el abordaje de los
problemas ocasionados por la propia modernidad. Este método agrupará ciudadanos
–esencia de la política- tras la solución de problemas reales, cotejará
propuestas, generará consensos, acotará los disensos y no pretenderá reemplazar
los deseos de las personas por recetas ideológicas fabricadas para otras
realidades (como la “socialdemolcracia”, el “neoliberalismo”, u otros similares
diseños cosmogónicos) sino que tomará herramientas de unos y otros para
enfrentar los problemas atacados.
Devolver poder al parlamento, a las
provincias, a las legislaturas, a los municipios, a los Concejos Deliberantes.
Discutir en forma transparente y participativa cada fuente de ingresos públicos
y cada asignación de recursos. Terminar con el ocultamiento de la gestión
estatal y evitar cuidadosamente su patológica utilización clientelar.
Parafraseando a un “filósofo” popular, dejar de filosofar, “al menos por dos
años” y abrirse a espacios de acuerdos a reales políticas de estado, sin
insistir dogmáticamente en interpretaciones y recetas diseñadas hace varias
décadas, para solucionar problemas de otras sociedades y recrear la condición
ciudadana de las personas sin pretender imponerles conclusiones prefabricadas.
Reconstruir la convivencia política con una sólida base
representativa impone también reconstruir los partidos desde sus estados de
asamblea, para retornar savia vital a sus estructuras formales, buscando
incluir a los excluidos dentro de sus marcos de reflexión y debate. Escuchar y
contener, más que dirigir y “encuadrar”; respetar, más que alinear. Si, por el
contrario, la tarea se confunde con la reproducción de las nomenclaturas, con
procesos amañados, dogmas reciclados, opiniones alineadas, exclusiones
reiteradas, puertas cerradas y mera competencia florentina o maquiavélica por
un poder en vías de extinción, el resultado empeorará la anarquía.
El futuro progresista
El autor de esta nota intuye una bifurcación en el camino de
ese espacio que en la Argentina insisten en conformar radicales con
socialistas, reconociendo de antemano que todo futuro es opaco y que
obviamente, puede estar equivocado.
Piensa que pueden pasar dos cosas: que el
radicalismo se proponga y logre atraer a
los socialistas –los de su propio seno, y los de su primer marco de alianzas- a
una mirada actualizada, abierta y transformadora, que formule los interrogantes
de una sociedad en cambio imbricada íntimamente con el escenario global,
decidida a protagonizar el futuro, con nuevos socios y alianzas sustancialmente
ampliadas; o que quede anclado en la dogmática mirada de un mundo que murió,
extinguiéndose lentamente por acción de
la esclerosis, aferrado a estructuras mentales y organizativas de otros tiempos
y renunciando a aportar su experiencia histórica, su protagonismo y sus cuadros
de gobierno a la construcción real de una sociedad de ciudadanos.
El “futuro de los ciudadanos”, en este caso, encontrará
nuevos cauces, como ha ocurrido cada vez que en tiempos de cambios, los canales
políticos existentes se han mostrado incapaces para expresar las nuevas
aspiraciones y los nuevos rumbos. Porque los partidos políticos son categorías
históricas, vigentes en cuanto les sirven a los ciudadanos para expresar sus
problemas, proyectos y sueños. Si los que existen no lo hacen, los ciudadanos
crean otros.
Leandro Alem, antes de fundar el radicalismo, fue senador
por el Partido Autonomista de Adolfo Alsina. Hipólito Yrigoyen, antes de ser
radical, fue diputado por el Partido Republicano. Ni uno ni otro partido
respondieron a las expectativas y necesidades de los ciudadanos marginados de
la época por lo que, junto a otros
prohombres, se apartaron para dar origen al mayor experimento político de la democracia
argentina, la Unión Cívica Radical.
Su redefinición permanente, su imbricación con la democracia
republicana plena, su desapego con modas ideológicas y su íntima vinculación
con la sociedad le permitió adaptar sus propuestas al cambiante “estilo de
época” del mundo y del país durante más de un siglo. Fue el partido por
antonomasia de la modernidad política.
La culminación de esa modernidad política significa
reconstruir la vida pública e institucional que creará los marcos para
enfrentar los problemas –viejos y nuevos- con la herramienta del debate
colectivo que traerá su componente reflexivo. Aplicado un camino
provisoriamente aceptado, habrá nuevos problemas, algunos de los cuales
surgirán como consecuencia no buscada de la solución para el problema anterior,
simplemente porque así es la vida y porque el futuro es opaco y con alta dosis
de imprevisibilidad. Habrá que crear otros marcos de debate, con otros
protagonistas y posiblemente actuar con otros aliados, frente a rivales también
diferentes.
Ningún “ísmo” viejo o actual puede adelantar el escenario
que viene. Ningún antiguo “ísmo” tiene la solución para los problemas que hoy
son la consecuencia de acciones tomadas antes. Ningún “ísmo” puede prever el
contenido de valores y demandas de tiempos futuros. Esa es la condena y a la
vez, el desafío de superar las construcciones ideológicas totalizadoras. Pero
como contrapartida, es la portentosa potencialidad del debate permanente, de la
superación de esclerosis, de la redefinición continua de objetivos.
O sea, de la propia vida.
Ricardo Lafferriere