Hay algo peor que una presidenta denunciando un complot, y es que a esa presidenta nadie la tome en serio.
El desafío que tiene frente a sí la oposición es gigante, ya que se trata de encontrar una salida a la maraña de dislates legales y administrativos producidos por la gestión kirchnerista, disimulando con extrema caballerosidad la sucesión de desvaríos emanados de los discursos presidenciales. Difícilmente se encuentre una presentación que no esté plagada de contradicciones intrínsecas, curiosas interpretaciones históricas, falseamiento de hechos, agravios desbordados y ataques espasmódicos a poco menos que el resto del mundo, con los que intenta cubrir lo que todos los argentinos, aún los menos instruidos, consideran un hecho: su incapacidad para gobernar.
Esa presidenta está ahí, con el peligro que significa, pero como ocurriera tantas veces en la historia, desde el Sultán turco Mustafá (1618) hasta el rey inglés Jorge III (1788), los países siguen su marcha y son quienes permanecen cuerdos quienes deben extremar su cuidado para sostenerlo, hasta que llegue el momento del cambio.
La lista de responsables de la situación argentina en la imaginación presidental, a esta altura, es tan amplia como protagonistas existen. Se salva el Papa –por ahora-, pero no la Iglesia. Ni los diarios nacionales, cuya influencia pareciera ser tan amplia como para influir en las decisiones del Juez neoyorquino Griesa –sumado al plan “destituyente”- y de la justicia argentina, agregada “in totum” al presunto plan antinacional. También el Vicepresidente Cobos, el Presidente del Banco Central Redrado, los políticos opositores radicales, el abuelito de Pinedo –no confundir con el abuelito de Kirchner...-, los peronistas que no quieren sumarse a la patota, la izquierda que no comprende que hay que pagar la deuda externa –como Pino Solana-, la “derecha neoliberal”, los fondos buitres, los economistas profesionales ... y quizás ella misma, cuya posición defendiendo el derecho del Congreso a autoconvocarse, en el año 2001, siendo Senadora, se recordó en estos días.
Todos tienen la culpa, menos su propia torpeza e incapacidad. La de ella, y la de sus ministros, firmando en acuerdo general un DNU inconstitucional que no sólo pretendió tomar ilegalmente la medida de remover al presidente del BCRA autónomo, sino que dejó las reservas internacionales del país en una situación de extrema vulnerabilidad, al considerarlas torpemente, en un instrumento público oficial como lo es un Decreto, propiedad del Estado –y por lo tanto, embargables por sus acreedores-.
La Argentina está siendo puesta a prueba por el destino.
Ante la patética imagen de una presidenta que evidentemente no está en sus cabales, sostenida por una dirigencia peronista-oficialista que no atina a reaccionar para poner los límites, debe ser la oposición la que busque soluciones, con el valioso aporte de los dirigentes peronistas preocupados sinceramente por el país más que por la suerte de un gobierno convertido ya en un grupo de salteadores, comandado por dos personas de las que cabe legítimamente dudar de su sano juicio.
La trabajosa tarea de atenuar los daños y sostener el país hasta que sea el momento institucional de cambiar de timón es un desafío que, si es atravesado con éxito, puede ser la puerta de entrada al renacimiento argentino y su ingreso a un ciclo virtuoso como que el que tuvimos en tiempos del primer centenario.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
miércoles, 13 de enero de 2010
lunes, 11 de enero de 2010
",,,mi Vicepresidente..." y la templanza de la oposición
La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.
Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.
Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.
No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.
La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.
El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.
El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.
No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.
Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.
Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.
El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.
Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.
La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.
Ricardo Lafferriere
Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.
Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.
No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.
La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.
El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.
El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.
No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.
Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.
Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.
El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.
Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.
La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.
Ricardo Lafferriere
Año del Bicentenario
Nuestra patria comienza en estos días a transitar ya su tercer centuria, y es oportuno aprovechar el aniversario para la tradicional revista y reflexión sobre lo andado y el rumbo que viene.
En estos doscientos años hemos sufrido momentos gloriosos y agónicas coyunturas de decadencia y enfrentamiento. Los turbulentos días iniciales adelantaban algo de esta historia, por la desmesura de la empresa que se fue configurando luego de su impulso autonómico inicial.
Ese pequeño poblado de 40.000 habitantes que era entonces Buenos Aires –contando su campaña- no sólo barrió con las estructuras coloniales, la sociedad estratificada y jerárquica, la dependencia externa y los “mandones”, sino que organizó Ejércitos que difundieron por el Continente su voz libertaria, con la causa republicana rápidamente abrazada por todo el pueblo.
En esa ciudad de 40.000 habitantes, el 20 % de su población (alrededor de ocho mil personas) formaban parte de una fuerza armada, prioritariamente miliciana. Para tener una idea cabal de lo que significaba, es pertinente imaginar que el 20 % de la población del núcleo urbano de la Capital y aledaños en la actualidad, de alrededor de 13.000.000 de habitantes, significaría que Dos millones seiscientas mil personas formaran parte de un cuerpo militarizado, en la mayoría de los casos eligiendo sus propios Jefes. No fue, entonces, un capricho de un grupo de intelectuales. La Revolución fue, efectivamente y a pesar de la conflictiva densidad de los hechos en los que se expresó, la decisión de un pueblo.
Ese pueblo no tenía absoluta precisión en sus metas. Sí sabía que pretendía autogobierno, que no toleraba más los privilegios por lugar de nacimiento, que sentía que todos eran iguales ante la ley y aún que los integrantes de la “plebe” debían ser respetados. En pocos años la Asamblea de 1813, el Congreso de Tucumán, la Ley electoral de Rivadavia, pero principalmente la práctica política de la primer década revolucionaria fueron marcando a fuego lo que serían los principios sobre los que se asentaría la construcción del nuevo país.
Esos principios se trasladarían a las provincias, y serían llevados a Chile y el Perú. Terminadas las últimas dudas sobre el sistema político luego de la declaración de la Independencia, en 1816, jamás hubo dudas de la vocación republicana de esa construcción. República federal, significando la soberanía de los ciudadanos, la división de poderes, la autonomía de los gobiernos locales, la independencia de la justicia, la igualdad ante la ley.
A doscientos años del comienzo de la marcha, esos principios siguen siendo aún una lucha inacabada. Sin embargo, la aproximación a la agenda del siglo XXI los necesita vigentes, más que nunca.
El mundo de aquellos tiempos sólo mostraba una sociedad más adelantada que la nuestra: la norteamericana. En Asia regían las teocracias autoritarias, y en Europa la restauración monárquica había ya derrotado las aventuras democráticas. Entre nosotros, las tensiones del parto, que demorarían cuatro décadas hasta expresar en un papel jurado las normas precisas de convivencia, no alterarían sin embargo la convicción en los principios básicos.
El mundo de hoy no discute ya la vigencia de aquellos ejes sobre los que organizar la convivencia. Curiosamente, es por nuestros pagos que aparecen nubarrones de restauración, que en todo caso convocan a renovar la lucha bicentenaria frente a las visiones de castas, indigenismos pre-feudales, autoritarismos personalistas, anomia y negación de la ley, que son simplemente circunstancias del cambio de época.
El mundo que viene ofrece nuevos peligros, como el calentamiento global, la violencia cotidiana, las redes delictivas, el lavado de dinero, las mafias internacionales, el terrorismo fundamentalista, la nueva polarización social. Pero a la vez, muestra avances portentosos en la historia humana, como haber sacado de la pobreza a miles de millones de personas, haber puesto en cadena el sistema productivo, protagonizando un salto económico como el que jamás ha tenido la humanidad en su historia.
Entre esos marcos, debemos pensar lo que haremos en las décadas que vienen. Y para hacerlo, las viejas divisas y las épicas de los tiempos viejos no agregarán más que un difuso telón de fondo. Hoy es necesario un nuevo “ethos” político, una conducta en la que los gritos destemplados sean reemplazados por un debate creador, participativo e inclusivo. “Dialogando más, los argentinos”, como dijera el mandato postrero del primer presidente de la democracia recuperada, el inolvidable Raúl Alfonsín.
Los escandalosos episodios de estos días, donde la vocación de saqueo no tiene límites y el poder se asemeja a una vulgar banda de salteadores, es más necesario que nunca recordar las causas que dieron origen a "una nueva y gloriosa Nación". Honrar nuestra historia es traer a nuestro presente la lucha por la organización del país como un estado de derecho, el tesonero esfuerzo por lograr que la ley sea más que la voluntad de cualquier gobierno y de cualquier individuo, los duros enfrentamientos que llevaron a la construcción de los grandes equilibrios constitucionales y el trabajoso esfuerzo para terminar el siglo XX y comenzar el XXI con una democracia respetada.
Aprovechemos, pues, esta fecha simbólica, para pensar en el país que queremos. Y luego que nos pongamos de acuerdo, simplemente, hagámoslo, cooperando todos, como en 1810, para terminar con el autoritarismo y el "mandonaje" enfrentando los verdaderos problemas que los argentinos sentimos como los más urgentes e importantes: la exclusión social, la pobreza, el estancamiento, la inseguridad jurídica, personal y económica, y esa decadencia que nos acompaña desde hace décadas recordándonos la inutilidad de los enfrentamientos entre nosotros y los resultados a que nos conduce la impotencia para generar acuerdos estables y estratégicos.
Ricardo Lafferriere
En estos doscientos años hemos sufrido momentos gloriosos y agónicas coyunturas de decadencia y enfrentamiento. Los turbulentos días iniciales adelantaban algo de esta historia, por la desmesura de la empresa que se fue configurando luego de su impulso autonómico inicial.
Ese pequeño poblado de 40.000 habitantes que era entonces Buenos Aires –contando su campaña- no sólo barrió con las estructuras coloniales, la sociedad estratificada y jerárquica, la dependencia externa y los “mandones”, sino que organizó Ejércitos que difundieron por el Continente su voz libertaria, con la causa republicana rápidamente abrazada por todo el pueblo.
En esa ciudad de 40.000 habitantes, el 20 % de su población (alrededor de ocho mil personas) formaban parte de una fuerza armada, prioritariamente miliciana. Para tener una idea cabal de lo que significaba, es pertinente imaginar que el 20 % de la población del núcleo urbano de la Capital y aledaños en la actualidad, de alrededor de 13.000.000 de habitantes, significaría que Dos millones seiscientas mil personas formaran parte de un cuerpo militarizado, en la mayoría de los casos eligiendo sus propios Jefes. No fue, entonces, un capricho de un grupo de intelectuales. La Revolución fue, efectivamente y a pesar de la conflictiva densidad de los hechos en los que se expresó, la decisión de un pueblo.
Ese pueblo no tenía absoluta precisión en sus metas. Sí sabía que pretendía autogobierno, que no toleraba más los privilegios por lugar de nacimiento, que sentía que todos eran iguales ante la ley y aún que los integrantes de la “plebe” debían ser respetados. En pocos años la Asamblea de 1813, el Congreso de Tucumán, la Ley electoral de Rivadavia, pero principalmente la práctica política de la primer década revolucionaria fueron marcando a fuego lo que serían los principios sobre los que se asentaría la construcción del nuevo país.
Esos principios se trasladarían a las provincias, y serían llevados a Chile y el Perú. Terminadas las últimas dudas sobre el sistema político luego de la declaración de la Independencia, en 1816, jamás hubo dudas de la vocación republicana de esa construcción. República federal, significando la soberanía de los ciudadanos, la división de poderes, la autonomía de los gobiernos locales, la independencia de la justicia, la igualdad ante la ley.
A doscientos años del comienzo de la marcha, esos principios siguen siendo aún una lucha inacabada. Sin embargo, la aproximación a la agenda del siglo XXI los necesita vigentes, más que nunca.
El mundo de aquellos tiempos sólo mostraba una sociedad más adelantada que la nuestra: la norteamericana. En Asia regían las teocracias autoritarias, y en Europa la restauración monárquica había ya derrotado las aventuras democráticas. Entre nosotros, las tensiones del parto, que demorarían cuatro décadas hasta expresar en un papel jurado las normas precisas de convivencia, no alterarían sin embargo la convicción en los principios básicos.
El mundo de hoy no discute ya la vigencia de aquellos ejes sobre los que organizar la convivencia. Curiosamente, es por nuestros pagos que aparecen nubarrones de restauración, que en todo caso convocan a renovar la lucha bicentenaria frente a las visiones de castas, indigenismos pre-feudales, autoritarismos personalistas, anomia y negación de la ley, que son simplemente circunstancias del cambio de época.
El mundo que viene ofrece nuevos peligros, como el calentamiento global, la violencia cotidiana, las redes delictivas, el lavado de dinero, las mafias internacionales, el terrorismo fundamentalista, la nueva polarización social. Pero a la vez, muestra avances portentosos en la historia humana, como haber sacado de la pobreza a miles de millones de personas, haber puesto en cadena el sistema productivo, protagonizando un salto económico como el que jamás ha tenido la humanidad en su historia.
Entre esos marcos, debemos pensar lo que haremos en las décadas que vienen. Y para hacerlo, las viejas divisas y las épicas de los tiempos viejos no agregarán más que un difuso telón de fondo. Hoy es necesario un nuevo “ethos” político, una conducta en la que los gritos destemplados sean reemplazados por un debate creador, participativo e inclusivo. “Dialogando más, los argentinos”, como dijera el mandato postrero del primer presidente de la democracia recuperada, el inolvidable Raúl Alfonsín.
Los escandalosos episodios de estos días, donde la vocación de saqueo no tiene límites y el poder se asemeja a una vulgar banda de salteadores, es más necesario que nunca recordar las causas que dieron origen a "una nueva y gloriosa Nación". Honrar nuestra historia es traer a nuestro presente la lucha por la organización del país como un estado de derecho, el tesonero esfuerzo por lograr que la ley sea más que la voluntad de cualquier gobierno y de cualquier individuo, los duros enfrentamientos que llevaron a la construcción de los grandes equilibrios constitucionales y el trabajoso esfuerzo para terminar el siglo XX y comenzar el XXI con una democracia respetada.
Aprovechemos, pues, esta fecha simbólica, para pensar en el país que queremos. Y luego que nos pongamos de acuerdo, simplemente, hagámoslo, cooperando todos, como en 1810, para terminar con el autoritarismo y el "mandonaje" enfrentando los verdaderos problemas que los argentinos sentimos como los más urgentes e importantes: la exclusión social, la pobreza, el estancamiento, la inseguridad jurídica, personal y económica, y esa decadencia que nos acompaña desde hace décadas recordándonos la inutilidad de los enfrentamientos entre nosotros y los resultados a que nos conduce la impotencia para generar acuerdos estables y estratégicos.
Ricardo Lafferriere
“...mi Vicepresidente...” y la templanza de la oposición
La curiosa utilización del posesivo –propia del lenguaje militar- con que la presidenta de la Nación se refirió al Ingeniero Cobos durante su discurso en el Banco de la Nación es tal vez la indiscreta evidencia de la forma en que la primer funcionaria concibe el funcionamiento del Estado republicano: una conjunción de dos afirmaciones que la leyenda ha convertido en símbolos del poder absolutista: “L’Etat c’est moi” –Luis XIV- y “Après moi, le déluge” –Luis XV-.
Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.
Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.
No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.
La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.
El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.
El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.
No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.
Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.
Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.
El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.
Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.
La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.
Ricardo Lafferriere
Pero en esta Argentina que cumple doscientos años, el Jefe del Estado no es el Estado y después de él no viene el diluvio. Quien desempeña la función presidencial es no menos, pero tampoco más, que el responsable de una de las tres ramas de un Estado que la propia Constitución define, además, como representativo y federal, es decir, con una soberanía nacional distribuida entre la Nación y las provincias, y ejercida por tres poderes cuyo funcionamiento está reglado, cual un mecanismo de relojería, en la Carta Magna.
Julio Cobos no es el Vicepresidente de la presidenta, sino de la República. Como tal, su función debe responder a las leyes que la reglamentan y hasta el momento nada ha podido decirse sobre su desempeño. En todo caso, la crítica política que puede conllevar el ejercicio de su Presidencia del Senado –que, mientras no le toque la otra función, que es reemplazar a la Presidenta en caso de incapacidad, muerte o destitución- se desplaza, como cualquier acción humana, en terrenos opinables. Ninguna ley del Estado ha sido violada en su desempeño. Nadie ha podido imputarle una sola falta institucional.
No puede decirse lo mismo de la presidenta, que no sólo concibe como “suyo” al vicepresidente, sino al propio Poder Judicial, objeto en estos días de sucesivas diatribas por funcionarios de su administración comenzando por el propio Jefe de Gabinete de Ministros, que se ha atrevido nada menos que a presionar sobre una Jueza y denostarla públicamente por no decidir conforme los íntimos deseos –en este caso, patentemente ilegales- de su superior jerárquica. Superior jerárquica que en lugar de expulsarlo de inmediato por su comportamiento antirepublicano, lo respalda expresamente.
La oposición, en otros tiempos, hubiera reaccionado frente a estos escándalos simbólicos y materiales con similares epítetos viscerales. Sin embargo, para sorpresa –agradable- de la enorme opinión pública argentina su actitud está demostrando una templaza que desde esta columna no hemos dudado en calificar de ateniense.
El radicalismo, principal partido de opción al oficialismo gobernante, hasta llegado hasta sugerir alternativas de gestión para sortear el gigantesco bache fiscal provocado por los dislates kirchneristas, y desde Federico Pinedo –en el PRO- hasta Fernando Pino Solanas –en la izquierda democrática- se ha destacado la firmeza en la defensa institucional y republicana mostrando que, aún en la discrepancia, existe un consenso cada vez más sólido en la necesidad de recuperar las instituciones para poder procesar, en su juego armónico, las diferentes visiones sobre los problemas que debe enfrentar el país.
El Vicepresidente, por su parte, muestra frente a los insultos de matones del ex presidente e integrantes de grupo político una conducta que lo enatece, respondiendo con la altura, seriedad y madurez propias de la responsabilidad institucional que inviste.
No son la “oposición de Cristina”. Son funcionarios, diputados y senadores, son partidos políticos que representan a ciudadanos que no necesitan un Rey o una Reina porque los han reemplazado por su creencia que lo que une la diversidad del país es el respeto a sus normas y no la subordinación posesiva al monarca de turno. Son, en todo caso, también ciudadanos cuya obligación es servir al país, a sus “con-ciudadanos”, que les han delegado poderes y facultades pefectamente delimitados en la Constitución y las leyes, no para agrandar sus patrimonios o recrear a “los mandones” de antes de la Revolución de Mayo, sino para gestionar los problemas comunes.
Decíamos en una nota anterior que la Argentina republicana, federal y democrática brotó al calor de las luchas de la emancipación. No fue nuestra revolución una transformación interna de la monarquía, como la mayoría de los países europeos que apelaron a la democratización de la realeza y buscaron la democracia conservando el reaseguro de la función regia.
Lo nuestro fue una búsqueda dolorosa, trabajosa, tenaz, porque era necesario construir un país mientras, a la vez, se pensaba la forma de gobernarlo. Nos costó varias décadas, hasta que pudimos escribirla en un contrato, cada una de cuyas cláusulas respondió a un temor conjurado, a un sueño definido, a un derecho resguardado. Y establecimos los tres grandes equilibrios, cuya pérdida nos ha llevado hasta esta degradación que nos duele.
El equilibrio entre la sociedad y el Estado –o entre las personas y el poder-, en primer término. El equilibrio entre la Nación y las provincias, en segundo término. Y el equilibrio entre los tres poderes del Estado, por último. Los argentinos que nos precedieron decidieron dejar de ser “súbditos de Su Majestad” para ser ciudadanos. Decidieron organizar su convivencia conservando celosamente sus poderes locales conviviendo con el nacional. Y optaron por un poder nacional republicano, distribuido en tres grandes órganos de gobierno virtuosamente articulados –y recíprocamente controlados- para evitar los desbordes autoritarios.
Ese equilibrio es incompatible con los posesivos, pero por la contraria, no funciona sin patriotismo, porque el patriotismo es lo que reemplaza la subordinación al monarca y le da unidad al esfuerzo común.
La oposición, con su templanza, muestra que está retomando la senda de los próceres. Sería muy bueno que el gobierno, al que tanto le cuesta imaginar que el país no es sólo su opinión sino la suma plural de –respetables- visiones diferentes se sumara a este gran cambio.
Ricardo Lafferriere
sábado, 26 de diciembre de 2009
Consumiendo el capital...
La “orden” de Kirchner de “crecer al 7 %” mediante la voluntarista decisión de “forzar la demanda” es curiosa. Tanto como lo fue su descalificación al –entonces- ministro de Economía Martín Lousteau por intentar reducir el recalentamiento de aquellos tiempos, en que los números parecían indicar un crecimiento del 7 u 8 por ciento sobre bases endebles, para darle sustentabilidad en el tiempo.
“No me van a enfriar la economía”, sostenía entonces el (¿ex?) presidente, aprovechado para cuestionar la propuesta económica de Elisa Carrió y del propio Lavagna, quienes sostenían con seriedad que la buena política consistía en un crecimiento sostenido en una tasa del 5 % que atendiera no sólo el consumo sino la inversión, el control de la deuda, la responsabilidad fiscal y la previsión anticíclica.
Los rudimentos económicos del presidente de entonces prefirieron “redistribuir el ingreso” confiscando fondos productivos –retenciones-, ahorros –previsionales y reservas- y creando nueva deuda –bonos públicos obligatorios- para sostener el jolgorio de vivir más allá de lo que la economía lo permitía –festival de subsidios-.
El resultado es que el país está más pobre. El mejor indicador es el valor de nuestra moneda. Mientras en el entorno regional las divisas de nuestros vecinos se valorizan frente al dólar –debido al crecimiento de su productividad interna y a la caída de valor de la moneda norteamericana-, sus reservas crecen, su deuda disminuye y su salario promedio se incrementa, en nuestra Argentina el peso vale cada vez menos cayendo no sólo frente a las principales monedas sino incluso frente al desvencijado dólar, se siguen confiscando reservas públicas en el Central, se siguen liquidando ahorros depositados previsionales de la ANSES, se apropian recursos públicos provinciales y se incrementa la deuda pública global.
Las provincias, como consecuencia de esta orgía de dilapidación de fondos públicos, tienen una deuda que asciende ya a casi Cien mil millones de pesos, siendo las instancias públicas que prestan los servicios más trascendentes para el ciudadano: la seguridad, la justicia, la educación y la salud. Una crisis que se exprese por este flanco sería claramente sistémica. La ANSES, por su parte, tiene la mayor parte de sus “ahorros” calzados con títulos públicos de imposible recuperación, lo que preanuncia para los próximos tiempos también jubilados más pobres aún que sus raídos y expoliados ingresos actuales.
Como no se puede gastar lo que no se tiene, la instrucción de Néstor Kirchner se financiará con lo único que le queda: inflación. Ha comenzado con la disposición de reservas del Central, que aunque se diga que son para "pagar bonos", como el dinero es fungible, en realidad sólo implica liberar al Estado del pago de la deuda -que debía hacer con recursos propios- y destinar dinero a alinear gobernadores e Intendentes, construir clientelismo y seguir fogoneando la corrupción.
El período kircherista ha sido altamente ineficiente desde la técnica de la gestión, y profundamente reaccionario desde el contenido de sus políticas. Desaprovechó un ciclo de auge excepcional por las condiciones externas para arraigar en la población la sensación de que el país crecía, cuando en realidad estaba dilapidando recursos para mantener la sensación de una falsa riqueza, engañosa y sin sustentabilidad. Cuando ese auge disminuyó, nos encontramos sin rutas, sin puertos, sin aeropuertos, sin energía, sin gas, sin petróleo... con la infraestructura pública cayéndose de a pedazos, trenes y ómnibus destartalados y contaminantes y aviones que son una bomba de tiempo. Y un plantel de “nuevos empresarios”, formados, como el propio patrimonio presidencial, en base a la inescrupulosa gestión de dineros públicos.
Un hecho queda claro: liquidar los ahorros o endeudarse para vivir por encima de lo que permiten los ingresos no es progresar. Es consumir el capital. Es ignorar el futuro. Es bastardear la política. Es burlarse de los ciudadanos. Es empobrecerse.
Tanto como lo es, en lo estratégico, la decadencia educativa, la instalación en la Argentina de los cárteles criminales del tráfico de estupefacientes y personas, la complicidad con el delito y la mega corrupción y el abandono del estado de derecho.
Ricardo Lafferriere
“No me van a enfriar la economía”, sostenía entonces el (¿ex?) presidente, aprovechado para cuestionar la propuesta económica de Elisa Carrió y del propio Lavagna, quienes sostenían con seriedad que la buena política consistía en un crecimiento sostenido en una tasa del 5 % que atendiera no sólo el consumo sino la inversión, el control de la deuda, la responsabilidad fiscal y la previsión anticíclica.
Los rudimentos económicos del presidente de entonces prefirieron “redistribuir el ingreso” confiscando fondos productivos –retenciones-, ahorros –previsionales y reservas- y creando nueva deuda –bonos públicos obligatorios- para sostener el jolgorio de vivir más allá de lo que la economía lo permitía –festival de subsidios-.
El resultado es que el país está más pobre. El mejor indicador es el valor de nuestra moneda. Mientras en el entorno regional las divisas de nuestros vecinos se valorizan frente al dólar –debido al crecimiento de su productividad interna y a la caída de valor de la moneda norteamericana-, sus reservas crecen, su deuda disminuye y su salario promedio se incrementa, en nuestra Argentina el peso vale cada vez menos cayendo no sólo frente a las principales monedas sino incluso frente al desvencijado dólar, se siguen confiscando reservas públicas en el Central, se siguen liquidando ahorros depositados previsionales de la ANSES, se apropian recursos públicos provinciales y se incrementa la deuda pública global.
Las provincias, como consecuencia de esta orgía de dilapidación de fondos públicos, tienen una deuda que asciende ya a casi Cien mil millones de pesos, siendo las instancias públicas que prestan los servicios más trascendentes para el ciudadano: la seguridad, la justicia, la educación y la salud. Una crisis que se exprese por este flanco sería claramente sistémica. La ANSES, por su parte, tiene la mayor parte de sus “ahorros” calzados con títulos públicos de imposible recuperación, lo que preanuncia para los próximos tiempos también jubilados más pobres aún que sus raídos y expoliados ingresos actuales.
Como no se puede gastar lo que no se tiene, la instrucción de Néstor Kirchner se financiará con lo único que le queda: inflación. Ha comenzado con la disposición de reservas del Central, que aunque se diga que son para "pagar bonos", como el dinero es fungible, en realidad sólo implica liberar al Estado del pago de la deuda -que debía hacer con recursos propios- y destinar dinero a alinear gobernadores e Intendentes, construir clientelismo y seguir fogoneando la corrupción.
El período kircherista ha sido altamente ineficiente desde la técnica de la gestión, y profundamente reaccionario desde el contenido de sus políticas. Desaprovechó un ciclo de auge excepcional por las condiciones externas para arraigar en la población la sensación de que el país crecía, cuando en realidad estaba dilapidando recursos para mantener la sensación de una falsa riqueza, engañosa y sin sustentabilidad. Cuando ese auge disminuyó, nos encontramos sin rutas, sin puertos, sin aeropuertos, sin energía, sin gas, sin petróleo... con la infraestructura pública cayéndose de a pedazos, trenes y ómnibus destartalados y contaminantes y aviones que son una bomba de tiempo. Y un plantel de “nuevos empresarios”, formados, como el propio patrimonio presidencial, en base a la inescrupulosa gestión de dineros públicos.
Un hecho queda claro: liquidar los ahorros o endeudarse para vivir por encima de lo que permiten los ingresos no es progresar. Es consumir el capital. Es ignorar el futuro. Es bastardear la política. Es burlarse de los ciudadanos. Es empobrecerse.
Tanto como lo es, en lo estratégico, la decadencia educativa, la instalación en la Argentina de los cárteles criminales del tráfico de estupefacientes y personas, la complicidad con el delito y la mega corrupción y el abandono del estado de derecho.
Ricardo Lafferriere
miércoles, 23 de diciembre de 2009
Estupefactos
Si por algo será recordado el período kirchnerista en la historia nacional, además de por su vocación destructora de la sociedad política, será sin dudas por su capacidad para presentar diariamente hechos que dejan estupefactos a quien desee observar el escenario con alguna vocación crítica.
La decisión de Aníbal Fernández, Jefe de Gabinete de Ministros, de autoatribuirse el carácter de última instancia para decidir sobre la inconstitucionalidad de una norma está entre esos hechos. El sobreseimiento dictado por el Juez Oyarbide de la causa por presunto enriquecimiento ilícito del matrimonio presidencial, es otro.
Pero si algunas superan toda capacidad de asombro de los ciudadanos, son las revelaciones que están saliendo a la luz en el caso del triple crímen de General Rodríguez.
La investigación es lenta, pero avanza. Y lo conocido ayer, con la detención de los autores materiales del horrendo hecho, establece un vínculo entre la mafia de medicamentos –que ya llevó a prisión a Juan José Zanola y puede alcanzar a muchos “sindicalistas” más- y con el lavado de dinero en la campaña presidencial de Cristina Kirchner. El vínculo es Matías Lanatta, conocido por sus vinculaciones políticas con... el Sr. Jefe del Gabinete de Ministros, gestor oficioso de autorizaciones para portación de armas en el RENAR y ex funcionario de Aníbal Fernández en su paso por el gabinete de la Provincia de Buenos Aires, durante la gestión de Carlos Ruckauf.
Sebastián Forza, uno de los asesinados, había mantenido una conversación días antes de su asesinato con el periodista de investigación Christian Sanz. En ella, había confesado su vinculación con la red de comercialización de medicamentos falsificados, y la mecánica de lavado de dinero utilizado para aportar a la campaña presidencial de Cristina Kirchner, relacionada con esa red. Aún se puede consultar hoy ese reportaje en la página del blog “Tribuna de Periodistas” (http://www.periodicotribuna.com.ar/5851-la-ultima-y-unica-entrevista-de-sebastian-forza.html).
El Ministro Fernández no puede continuar al frente de la Administración Nacional. Si recordamos el maremagnum generado por la designación de Ciro James en el personal del Ministerio de Educación de la Ciudad, fruto de una evidente e impiadosa operación de inteligencia para atacar el gobierno de Mauricio Macri –cuya renuncia el funcionario nacional llegó a pedir por radio y televisión-, y comparamos ese caso con el actual, parece el cuento de Blancanieves por su inocencia.
El Jefe de Gabinete, en cualquier país organizado, debería haber renunciado o sido cesanteado en el acto.
Pero ahí está. Es otro hecho que deja a los argentinos estupefactos.
Ricardo Lafferriere
La decisión de Aníbal Fernández, Jefe de Gabinete de Ministros, de autoatribuirse el carácter de última instancia para decidir sobre la inconstitucionalidad de una norma está entre esos hechos. El sobreseimiento dictado por el Juez Oyarbide de la causa por presunto enriquecimiento ilícito del matrimonio presidencial, es otro.
Pero si algunas superan toda capacidad de asombro de los ciudadanos, son las revelaciones que están saliendo a la luz en el caso del triple crímen de General Rodríguez.
La investigación es lenta, pero avanza. Y lo conocido ayer, con la detención de los autores materiales del horrendo hecho, establece un vínculo entre la mafia de medicamentos –que ya llevó a prisión a Juan José Zanola y puede alcanzar a muchos “sindicalistas” más- y con el lavado de dinero en la campaña presidencial de Cristina Kirchner. El vínculo es Matías Lanatta, conocido por sus vinculaciones políticas con... el Sr. Jefe del Gabinete de Ministros, gestor oficioso de autorizaciones para portación de armas en el RENAR y ex funcionario de Aníbal Fernández en su paso por el gabinete de la Provincia de Buenos Aires, durante la gestión de Carlos Ruckauf.
Sebastián Forza, uno de los asesinados, había mantenido una conversación días antes de su asesinato con el periodista de investigación Christian Sanz. En ella, había confesado su vinculación con la red de comercialización de medicamentos falsificados, y la mecánica de lavado de dinero utilizado para aportar a la campaña presidencial de Cristina Kirchner, relacionada con esa red. Aún se puede consultar hoy ese reportaje en la página del blog “Tribuna de Periodistas” (http://www.periodicotribuna.com.ar/5851-la-ultima-y-unica-entrevista-de-sebastian-forza.html).
El Ministro Fernández no puede continuar al frente de la Administración Nacional. Si recordamos el maremagnum generado por la designación de Ciro James en el personal del Ministerio de Educación de la Ciudad, fruto de una evidente e impiadosa operación de inteligencia para atacar el gobierno de Mauricio Macri –cuya renuncia el funcionario nacional llegó a pedir por radio y televisión-, y comparamos ese caso con el actual, parece el cuento de Blancanieves por su inocencia.
El Jefe de Gabinete, en cualquier país organizado, debería haber renunciado o sido cesanteado en el acto.
Pero ahí está. Es otro hecho que deja a los argentinos estupefactos.
Ricardo Lafferriere
"Inusitada..."
"En mi país, un pequeño ahorrista de 16 mil dólares que los coloca en un pool de siembra obtiene una renta en 6 meses del 30 por ciento en dólares, una renta inusitada en el mundo actual", decía Cristina Fernández de Kirchner en Roma, el 3 de Junio de 2008, en oportunidad de asistir a la Cumbre de la FAO. Con esta afirmación pretendía justificar, en tono justiciero, su intento de aplicar las retenciones confisctorias al sector agrario. La información puede observarse en la edición “online” de Clarín al día siguiente en http://www.clarin.com/diario/2008/06/04/elpais/p-00601.htm. Es de suponer que los demás presidentes se habrían sorprendido de la denuncia de su colega argentina.
Esos mismos presidentes, al leer en estos días la noticia llegada desde ese lejano país –que es el nuestro-, se habrían sorprendido aún más, al observar que la funcionaria que realizara esta indignada denuncia habría obtenido una renta en su patrimonio personal del 158 % en un año, y que según la justicia argentina, ese incremento es legal...
Empresarios de todo el mundo seguramente estarán sorprendidos, buscando la forma de invertir en el mismo rubro para obtener una rentabilidad similar. Las Embajadas y Consulados debieran preparar sus carpetas y folletos, para aprovechar la extraordinaria situación comunicacional que genera esta publicidad sobre la potencialidad de una economía que permite esas tasas legales de rentabilidad.
Para cualquier duda o ampliación, puede contarse con el asesoramiento de la Consultora “El Chapel”, integrada por Máximo Kirchner, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, especializada en operaciones de estas características. Y para la presentación de las declaraciones impositivas, el Contador Víctor Manzanares, asesorado por funcionarios de la Administración Federal de Ingresos Públicos, puede completar los formularios y trámites siempre necesarios, con la seguridad del respaldo que le brindará, frente a cualquier situación inesperada, el Cuerpo de Contadores Oficiales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Entre los antecedentes que avalan su capacidad profesional y técnica se cuenta el de desempeñarse como Contador nada menos que de la familia que ha logrado la “pole position” en rentabilidad legal en la República Argentina.
...
Inusitada. Así es la patria de los argentinos en tiempos K.
...
¡Cómo no entender, ante semejantes éxitos, la obsesión de la familia presidencial por "profundizar el modelo"!
Ricardo Lafferriere
Esos mismos presidentes, al leer en estos días la noticia llegada desde ese lejano país –que es el nuestro-, se habrían sorprendido aún más, al observar que la funcionaria que realizara esta indignada denuncia habría obtenido una renta en su patrimonio personal del 158 % en un año, y que según la justicia argentina, ese incremento es legal...
Empresarios de todo el mundo seguramente estarán sorprendidos, buscando la forma de invertir en el mismo rubro para obtener una rentabilidad similar. Las Embajadas y Consulados debieran preparar sus carpetas y folletos, para aprovechar la extraordinaria situación comunicacional que genera esta publicidad sobre la potencialidad de una economía que permite esas tasas legales de rentabilidad.
Para cualquier duda o ampliación, puede contarse con el asesoramiento de la Consultora “El Chapel”, integrada por Máximo Kirchner, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, especializada en operaciones de estas características. Y para la presentación de las declaraciones impositivas, el Contador Víctor Manzanares, asesorado por funcionarios de la Administración Federal de Ingresos Públicos, puede completar los formularios y trámites siempre necesarios, con la seguridad del respaldo que le brindará, frente a cualquier situación inesperada, el Cuerpo de Contadores Oficiales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Entre los antecedentes que avalan su capacidad profesional y técnica se cuenta el de desempeñarse como Contador nada menos que de la familia que ha logrado la “pole position” en rentabilidad legal en la República Argentina.
...
Inusitada. Así es la patria de los argentinos en tiempos K.
...
¡Cómo no entender, ante semejantes éxitos, la obsesión de la familia presidencial por "profundizar el modelo"!
Ricardo Lafferriere
Suscribirse a:
Entradas (Atom)