Conocemos ya los argentinos, por la lamentable experiencia de 1975 y aún de 1989 el efecto vertiginoso de los vórtices pre-hiper-inflacionarios. Por eso, al escuchar los cantos de sirena de quienes echan nafta al fuego con la vieja cantinela de la “redistribución del ingreso” como los vociferados por el expresidente en su discurso de reasunción, no surge la alegría de aquel al que le va bien, sino la preocupación de salvar lo que sea posible de sus ingresos, sean estos pocos, regulares o muchos ante la tormenta que se avecina. Desde el jubilado hasta el empresario están con su cabeza pensando cómo atenuar los daños inminentes.
No es necesario ser economista para darse cuenta de lo que está pasando en el país. Los argentinos “huelen” la inflación y para atenuar sus consecuencia en sus finanzas personales consumen hasta el último centavo de sus ingresos para evitar que se le licúen frente a los precios desatados. Pero no sólo eso: también se endeudan en cuotas eternas en la ilusión de que de esa forma accederán a bienes durables que, luego de ser golpeados por la inflación, se harán inaccesibles. Los precios “fijos a 30 meses”, por su parte, han incluido ya gran parte de la inflación prevista, por lo que implican una fenomenal estafa a los compradores pero generan un “virtual efecto riqueza” similar a la orquesta del Titanic, tocando las alegres melodías de los “años locos” mientras la nave se va a pique.
Dichos planes de venta eternizados son financiados con dinero extraído de la caja previsional y del Banco Central a través de mecanismos engañosos y en todo caso concentran el escaso crédito privado. Pero como la inversión no existe debido a la inestabilidad de reglas de juego y la incertidumbre generada por la inexistencia del estado de derecho, no hay mayor producción y sí provocan mayores precios.
Los datos sobre el nivel de actividad son elocuentes: la industria está trabajando a menos del 70 % de su capacidad instalada, y los niveles físicos de venta no superan los de hace un año a pesar de que se ha volcado en el mercado un adicional de más de 10.000 millones de pesos desde octubre a febrero últimos. Las encuestas a empresarios muestran que no existe ninguna predisposición a incrementar los niveles de producción y mucho menos a ampliar el equipamiento o los planteles. Prefieren ganar subiendo precios y luego convertir sus ganancias a divisas, en la espera de lo que ocurra. En otras palabras: estamos viviendo el jolgorio de liquidar el capital, como el heredero pródigo del estanciero que vende la estancia y se dedica a difrutar sin trabajar. Sabemos que eso dura lo que tarde el dinero en acabarse. Y quedarán las deudas... y dinero nacional convertido una vez más en papel pintado.
La incertidumbre la indica otro dato: 1.500 millones de dólares de “fuga” en el mes de febrero, configurados por particulares, empresarios, jubilados, autónomos y todo a quien le sobra algún saldo, comprando divisas por el temor a las chifladuras del gobierno. Si el oficialismo logra obtener la carta blanca para el financiamiento con fondos del Banco Central, que le permitiría en principio disponer de 50.000 millones de pesos extra en el corriente año, el incendio sería catastrófico, y eso la gente lo intuye, aumenta su prevención y acelera su evasión del sistema comprando dólares. Sólo queda en los bancos el dinero imprescindible para las transacciones urgentes.
“Las reservas no están para adorarlas”, dijo en otra frase de antología el ex presidente. Ocurre, sin embargo, que las reservas no son de él, ni del gobierno. Su rapacidad sin límites le impide frenarse ante bienes ajenos, como lo hiciera antes con los ahorros previsionales privados y luego con las cajas públicas de la ANSES, la AFIP, el Ministerio del Interior y cuanto fondo del sector público esté a su alcance. Con ese singular razonamiento, ninguna riqueza del país estaría fuera de su alcance: los depósitos bancarios, los encajes de depósitos privados en el BCRA, los fideicomisos, las acciones que cotizan en Bolsa, las Cajas de Seguridad, los cereales guardados por los productores en silos siembra, los lotes de hacienda, los bienes que estén en las estanterías de los comercios... todo lo que se le ocurra. Habría que preguntarse quién producirá algo en el país luego de liquidarse el capital...
Es tan demencial esta línea de razonamiento que resulta imposible entender que sea seguida por dirigentes políticos, aún del peronismo. Aunque los Kirchner puedan permanecer en sus puestos por el sostén brindado por el peronismo de todo el país, sus gobernadores, diputados, senadores, gremialistas, piqueteros y hasta algún intelectual retroprogresista, también es cierto que el peronismo conforma una fuerza con experiencia de gobierno que conoce las consecuencias de lo que hace. Y que, como el radicalismo, ha sufrido en carne propia la hiperinflación a que lleva una política de esta clase. A los peronistas les ocurrió en 1975. A los radicales, en 1989. Difícilmente los dirigentes responsables de una u otra fuerza estén tranquilos con el rumbo tomado por el oficialismo porque ya la probaron y saben dónde conduce.
El gobierno nos están llevando a una implosión y a un estallido que afectará principalmente a los menos favorecidos. Implosión económica hacia la pobreza, estallido social por la desocupación, la inflación y la desigualdad, que cuando la economía anda mal se incrementa en forma exponencial. Quienes les faciliten las cosas liberándoles recursos ficticios, perforando la seguridad jurídica de los bienes extra-fiscales y abriéndoles el camino para lubricar la marcha hacia el caos, perderán autoridad política para ofrecer una alternativa en el próximo turno, sean oficialistas u opositores, peronistas, socialistas, radicales o liberales.
Ningún cálculo por el posicionamiento electoral futuro, así sea legítimo, podrá exculpar a quien no cumpla con su deber de frenar esta afiebrada marcha hacia el abismo. Todo esfuerzo que se realice para lograrlo, aún a costa de circunstanciales derrotas en el “escenario”, serán patrióticos aportes a la recuperación de un país sensato.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
viernes, 12 de marzo de 2010
miércoles, 10 de marzo de 2010
Cinismo presidencial
“Que no vengan a decir que los salarios producen inflación ni le pidan al obrero que le diga al patrón ‘no me aumente el sueldo, porque después me suben el pollo”, se despachó la presidenta en la reunión con gremialistas.
Curiosamente, tiene razón. Como lo sabe cualquier economista –y se encargan de repetirlo a menudo- los salarios son los últimos en recuperar posiciones cuando un proceso inflacionario provoca la desvalorización de la moneda, cuya contracara es la aparente “estampida de precios”. No son precisamente las alzas salariales las generadoras de inflación, sino su tardía consecuencia, previo malestar social y angustia ciudadana. Los salarios siempre se actualizan tarde, entre otras cosas por causa de las burocracias sindicales corruptas que no viven precisamente del salario.
Lo que no dice es que el inicio del proceso han sido sus dislates y el de su marido. Un festival de subsidios y de dispendiosos caprichos en los que dilapida los recursos extraídos del Banco Central con el argumento de que la devaluación genera “ganancias”, y volcados nuevamente a la economía como gastos clientelares, una corrupción ramplona o directamente subsidiando empresarios amigos y testaferros o, sin ir más lejos, el propio jubileo con las obras sociales sindicales involucradas en el tenebroso tráfico de medicamentos falsificados, muchos de cuyos responsables compartieron el amable ágape presidencial, han colocado a la economía en el comienzo de un vórtice implosivo cuyo rumbo está claro: un país cada vez más pobre.
Ni los trabajadores, ni los comerciantes, ni los empresarios, ni los autónomos, ni los hombres de campo son causantes del deterioro económico ni de la inflación. Y ella lo sabe, porque aunque parezca desmentirlo cotidianamente con sus afirmaciones de antología –como que Entre Ríos y Santa Fe tienen como límite la laguna Picasa, que los pollos vuelan, que la carne de cerdo es afrodisíaca, o el maíz tiene tres metros de altura- alguna neurona tiene como para advertir que los 10.000 millones de pesos que volcaron al mercado entre octubre y diciembre fue el causante del “efecto riqueza” que impulsó el fuerte reverdecer inflacionario –o mejor dicho, la fuerte caída de valor de nuestra moneda- producida durante el verano.
Ni que pensar lo que ocurrirá cuando comiencen a volcar a la economía el papel pintado que les está facilitando la nueva presidenta del Banco Central, como nuevas “ganancias”, o si consiguen terminar de apropiarse de los recursos sobre los que se abalanzaron con el último DNU: más de 50.000 millones de pesos entre ambas previsiones...
Cinismo.
Esa es la mejor definición que se extrae, como común denominador, a los pronunciamientos del atril. Un cinismo ya percibido por los argentinos, que no la escuchan aunque se pretenda imponérsela por la antológica “cadena nacional” de rating cero. Un cinismo con el que persigue la construcción de su imagen victimizante, desparramando combustible para dejar el país incendiado y poder después culpar a los bomberos. Nuevamente, con el cinismo que se le conoce.
Serán casi dos años de angustia. Quiera el destino que el resto de los actores políticos tenga la clarividencia y la firmeza necesaria para sostener los límites y achicar los daños. Y que los próximos meses sirvan para gestar desde la oposición ese nuevo comportamiento político que coloque a la Argentina no ya en la plataforma de despegue –que sería lo óptimo- sino, aunque más no sea, en la dinámica de un país más serio para no seguir hundiéndose.
Ricardo Lafferriere
Curiosamente, tiene razón. Como lo sabe cualquier economista –y se encargan de repetirlo a menudo- los salarios son los últimos en recuperar posiciones cuando un proceso inflacionario provoca la desvalorización de la moneda, cuya contracara es la aparente “estampida de precios”. No son precisamente las alzas salariales las generadoras de inflación, sino su tardía consecuencia, previo malestar social y angustia ciudadana. Los salarios siempre se actualizan tarde, entre otras cosas por causa de las burocracias sindicales corruptas que no viven precisamente del salario.
Lo que no dice es que el inicio del proceso han sido sus dislates y el de su marido. Un festival de subsidios y de dispendiosos caprichos en los que dilapida los recursos extraídos del Banco Central con el argumento de que la devaluación genera “ganancias”, y volcados nuevamente a la economía como gastos clientelares, una corrupción ramplona o directamente subsidiando empresarios amigos y testaferros o, sin ir más lejos, el propio jubileo con las obras sociales sindicales involucradas en el tenebroso tráfico de medicamentos falsificados, muchos de cuyos responsables compartieron el amable ágape presidencial, han colocado a la economía en el comienzo de un vórtice implosivo cuyo rumbo está claro: un país cada vez más pobre.
Ni los trabajadores, ni los comerciantes, ni los empresarios, ni los autónomos, ni los hombres de campo son causantes del deterioro económico ni de la inflación. Y ella lo sabe, porque aunque parezca desmentirlo cotidianamente con sus afirmaciones de antología –como que Entre Ríos y Santa Fe tienen como límite la laguna Picasa, que los pollos vuelan, que la carne de cerdo es afrodisíaca, o el maíz tiene tres metros de altura- alguna neurona tiene como para advertir que los 10.000 millones de pesos que volcaron al mercado entre octubre y diciembre fue el causante del “efecto riqueza” que impulsó el fuerte reverdecer inflacionario –o mejor dicho, la fuerte caída de valor de nuestra moneda- producida durante el verano.
Ni que pensar lo que ocurrirá cuando comiencen a volcar a la economía el papel pintado que les está facilitando la nueva presidenta del Banco Central, como nuevas “ganancias”, o si consiguen terminar de apropiarse de los recursos sobre los que se abalanzaron con el último DNU: más de 50.000 millones de pesos entre ambas previsiones...
Cinismo.
Esa es la mejor definición que se extrae, como común denominador, a los pronunciamientos del atril. Un cinismo ya percibido por los argentinos, que no la escuchan aunque se pretenda imponérsela por la antológica “cadena nacional” de rating cero. Un cinismo con el que persigue la construcción de su imagen victimizante, desparramando combustible para dejar el país incendiado y poder después culpar a los bomberos. Nuevamente, con el cinismo que se le conoce.
Serán casi dos años de angustia. Quiera el destino que el resto de los actores políticos tenga la clarividencia y la firmeza necesaria para sostener los límites y achicar los daños. Y que los próximos meses sirvan para gestar desde la oposición ese nuevo comportamiento político que coloque a la Argentina no ya en la plataforma de despegue –que sería lo óptimo- sino, aunque más no sea, en la dinámica de un país más serio para no seguir hundiéndose.
Ricardo Lafferriere
viernes, 5 de marzo de 2010
Argucia victimizante
“Hay un intento evidente de destitución”, proclamó la señora presidenta, desde su atril, al referirse a la conformación de autoridades de las comisiones del Senado de la Nación y al cuestionamiento realizado por la oposición a su apropiación de fondos en poder del Banco Central.
No es la primera vez que recurre a esa afirmación. En rigor, desde que asumió su cargo ha aludido a una presunta intención “destituyente” de quienes no coinciden con su particular forma de enfocar los problemas nacionales. Los argentinos recuerdan su vehemente acusación al gobierno de Estados Unidos cuando, a pocas semanas de haber asumido, la justicia de ese país descubrió el caso de contrabando de dólares destinados a su campaña electoral, luego confirmado, y luego a la hiperutilización del mismo argumento en oportunidad de pretender alzarse con la totalidad de la rentabilidad agropecuaria mediante las “retenciones móviles” aplicadas por decreto.
Más tarde, quienes resistieron ser despojados de sus ahorros previsionales se integraron al mismo propósito “virtual” en la visión presidencial, y posteriormente fueron sumados a la maligna legión los medios independientes y ciudadanos que se opusieron a su inefable ley de medios audiovisuales, cuyo objetivo fue disciplinar a la prensa independiente, desmantelar la producción audiovisual nacional y convertir en un vocinglerío inentendible el debate nacional, al que atenazaron con la cadena nacional cotidiana, por un lado, y la multiplicidad de medios gratuitos con financiamiento estatal –o sea, con fondos de todos- difusamente distribuidos en los lugares de concentración masiva, por el otro.
El último manotazo fue su desbordada obsesión de apropiarse de los fondos custodiados por el Banco Central, que –obviamente- no pertenecen al Estado Nacional y que están fuera de sus competencias administrativas. La conmoción que significó esta última medida al afectar fondos que no están ni siquiera de manera eventual o indirecta en manos del Poder Ejecutivo, no sólo evidenció la ausencia de límites de cordura en la gestión presidencial, sino que generó un nuevo capítulo de acusaciones “destituyentes”, sumándole el novedoso “partido judicial”, que según el febril razonamiento de la señora presidenta y de su esposo, se habría conformado, una vez más, para destituirla. La decisión del Juez Oyharbide de sobreseer a Néstor Kirchner por su enriquecimiento ilícito sin investigarlo como lo haría con cualquier ciudadano no atenuaría el lapidario juicio presidencial sobre la intención “destituyente”, también de la justicia.
A esta altura, pocas dudas caben que el libreto destituyente no constituye más que una primitiva argucia victimizante, sin otra base real que su propio deseo de escapar de su función sin pagar el precio político de sus chifladuras. El país sufre las consecuencias con su atraso, su endeudamiento y su creciente inmersión en el estancamiento, polarización social y pobreza. Sin embargo, todos estos males no necesariamente son irreversibles si fueran el precio para que desde el corazón del abanico opositor avance el gérmen de un nuevo “ethos” político que anuncia el pluralismo de la Argentina que viene, una vez finalizado este ciclo de cine barato de terror.
Las actitudes victimizantes de la presidenta están ayudando a gestar el post-kirchnerismo en el que tendrá cabida todo el amplio colorido de una opinión nacional diversa, creativa, plural, democrática. Si en lugar de entretenernos en la patética coyuntura de un poder que claramente no está en sus cabales ponemos nuestra mirada en los tiempos que vienen, tendremos claro que el actual no es un tiempo perdido, sino un tiempo de gestación. Curiosamente, tendremos algo para agradecerles, que florecerá cuando –afortunadamente- ya no estén.
Ricardo Lafferriere
No es la primera vez que recurre a esa afirmación. En rigor, desde que asumió su cargo ha aludido a una presunta intención “destituyente” de quienes no coinciden con su particular forma de enfocar los problemas nacionales. Los argentinos recuerdan su vehemente acusación al gobierno de Estados Unidos cuando, a pocas semanas de haber asumido, la justicia de ese país descubrió el caso de contrabando de dólares destinados a su campaña electoral, luego confirmado, y luego a la hiperutilización del mismo argumento en oportunidad de pretender alzarse con la totalidad de la rentabilidad agropecuaria mediante las “retenciones móviles” aplicadas por decreto.
Más tarde, quienes resistieron ser despojados de sus ahorros previsionales se integraron al mismo propósito “virtual” en la visión presidencial, y posteriormente fueron sumados a la maligna legión los medios independientes y ciudadanos que se opusieron a su inefable ley de medios audiovisuales, cuyo objetivo fue disciplinar a la prensa independiente, desmantelar la producción audiovisual nacional y convertir en un vocinglerío inentendible el debate nacional, al que atenazaron con la cadena nacional cotidiana, por un lado, y la multiplicidad de medios gratuitos con financiamiento estatal –o sea, con fondos de todos- difusamente distribuidos en los lugares de concentración masiva, por el otro.
El último manotazo fue su desbordada obsesión de apropiarse de los fondos custodiados por el Banco Central, que –obviamente- no pertenecen al Estado Nacional y que están fuera de sus competencias administrativas. La conmoción que significó esta última medida al afectar fondos que no están ni siquiera de manera eventual o indirecta en manos del Poder Ejecutivo, no sólo evidenció la ausencia de límites de cordura en la gestión presidencial, sino que generó un nuevo capítulo de acusaciones “destituyentes”, sumándole el novedoso “partido judicial”, que según el febril razonamiento de la señora presidenta y de su esposo, se habría conformado, una vez más, para destituirla. La decisión del Juez Oyharbide de sobreseer a Néstor Kirchner por su enriquecimiento ilícito sin investigarlo como lo haría con cualquier ciudadano no atenuaría el lapidario juicio presidencial sobre la intención “destituyente”, también de la justicia.
A esta altura, pocas dudas caben que el libreto destituyente no constituye más que una primitiva argucia victimizante, sin otra base real que su propio deseo de escapar de su función sin pagar el precio político de sus chifladuras. El país sufre las consecuencias con su atraso, su endeudamiento y su creciente inmersión en el estancamiento, polarización social y pobreza. Sin embargo, todos estos males no necesariamente son irreversibles si fueran el precio para que desde el corazón del abanico opositor avance el gérmen de un nuevo “ethos” político que anuncia el pluralismo de la Argentina que viene, una vez finalizado este ciclo de cine barato de terror.
Las actitudes victimizantes de la presidenta están ayudando a gestar el post-kirchnerismo en el que tendrá cabida todo el amplio colorido de una opinión nacional diversa, creativa, plural, democrática. Si en lugar de entretenernos en la patética coyuntura de un poder que claramente no está en sus cabales ponemos nuestra mirada en los tiempos que vienen, tendremos claro que el actual no es un tiempo perdido, sino un tiempo de gestación. Curiosamente, tendremos algo para agradecerles, que florecerá cuando –afortunadamente- ya no estén.
Ricardo Lafferriere
domingo, 21 de febrero de 2010
Sin poder, sin plata y sin consenso
“Nunca imaginé que todo terminaría así”, dicen los diarios que habría reflexionado días atrás el ex presidente, en Olivos, al observar cómo se le escurre el poder día a día, con la defección de otrora súbditos sumisos que comienzan a privilegiar sus proyectos personales y en consecuencia a tomar distancia del sistema K.
Las elecciones del 28 de junio del 2009 le confirmaron que su poder institucional estaba en picada, y aunque sus actos en el negro segundo semestre del año pasado quisieron demostrar que lo conservaba, su incapacidad de conductor estratégico lo llevó a batallas menos que simbólicas: la aprobación de una reforma política proscriptiva lo llevó a alejarse de sus socios del retroprogresismo, y quizás terminará beneficiando más a la oposición que a su proyecto continuista; y su aprobación forzada de una ley de medios audiovisuales amañada que incrementó su rechazo popular lo aisló totalmente de los medios independientes y lo encerró aún más en una burbuja. Hoy hasta Carlos Menem está en condiciones de jugar con él al gato y al ratón.
La plata, por su parte, se acabó. Luego de desperdiciar una de las oportunidades históricas más brillantes de las últimas décadas en dislates antológicos y una corrupción ramplona, los dos caballitos de batalla que el destino y la suerte pusieron en sus manos –los “superávits gemelos”- han estallado y lo obligan a una contabilidad “griega” para dar letra a los discursos de su esposa, en los que si antes nadie creía, ahora directamente nadie escucha.
Su obsesión por actuar como si ello no ocurriera lo ha llevado a destrozar el sistema jurídico argentino, avanzando sobre la letra expresa de las leyes con un cinismo cuya consecuencia es tensar aún más la convivencia. Confiscó ahorros previsionales privados, se apropió de los públicos, destina fondos provinciales a sus ocurrencias escatológicas –como el fútbol estatal, o la aerolínea “de bandera”- y por último va sobre la última reserva de la economía simbólica, los activos del Banco Central (ocultando los pasivos), elaborando un discurso rudimentario que oculta la finalidad de esos activos, que no es otra que preservar el valor de los ingresos de los argentinos.
Las medidas que está adoptando parecieran indicar que eligió el camino de la hiperinflación. Es posible que piense que la inflación se controla con el INDEC. Si es así, olvida que los argentinos que sufren la caída de valor de sus ingresos no siguen los datos del INDEC, sino de las facturas de servicios que le llegan y los precios que pagan por sus consumos imprescindibles.
Es posible también que piense que las movilizaciones que le hicieron a Alfonsín y a de la Rúa para forzar sus renuncias no podrán repetirse contra él, porque tiene a los caudillejos bonaerenses suficientemente atados. Sin embargo, la reflexión que debiera hacer es otra: en aquel momento, esas movilizaciones al menos tenían quien las condujera, lo que significaba que aún ubicado en el ultimo escalón de organicidad, alguien había para comenzar a hablar la reconstrucción. De hecho, los desbordes terminaron como por arte de magia cuando Alfonsín y de la Rúa fueron sucedidos por presidentes peronistas. Si existiera ahora un desesperado desborde sería por la presión de la miseria y superando a los propios cacicazgos bonaerenses. Jugar con esas necesidades, es jugar con fuego.
Y el consenso... no sólo no lo quiere, ni lo busca, sino que será cada vez más difícil de lograr a medida que avance en sus dislates, los que terminarán en el momento en que no tenga más fuerza para la imposición directa, lo que se acerca cada vez más. Ya la perdió en Diputados y está en el umbral de hacerlo en el Senado, cuando su vilipendiado rival y predecesor decida bajarle el pulgar.
Por ahora, prefiere encerrarse en la creación del dicurso apocalíptico. “Fondo del Bicentenario o ajuste salvaje”, repite el coro estable. “Si no lo votan o si no encuentran alguna otra forma de conseguir recursos, háganse cargo del ajuste”, amenaza Pichetto, fingiendo olvidar que hace apenas tres meses aprobaron un presupuesto que hoy deben confesar que era “de mentira”, como lo había señalado entonces la oposición. Por supuesto, de parar de robar, ni hablar.
¿Es ese entonces el dilema, robo o ajuste? Pues, para Kirchner, sí. La única alternativa que rompería esa lógica de hierro sería una fortísima apuesta inversora, que requiere un elemento totalmente alejado de las posibilidades del kirchnerismo: un shock nacional e internacional de confianza en el país, en el estado de derecho, en la justicia, en la convivencia en paz, en la intangibilidad de los derechos de las personas, en acuerdos estratégicos nacionales.
Ello lograría que los productores siembren, que los industriales inviertan, que los bancos presten, que la gente gaste, que los exportadores vendan, que los acreedores refinancien. Pero ninguno de esos extremos es posible con la permanencia del kirchnerismo en el poder, porque requerirían un amplio consenso nacional de respaldo, lo que en su visión maniquea no es una opción considerada y, por el contrario, mientras estén los K en el poder, ni siquiera serán considerados por quienes deben decidirlos.
La pareja cuenta con informes no publicados: su imagen positiva no alcanzaría ya al 10 % de los argentinos. No obstante, la presidenta redobla diariamente su vocación de “maestra de Siruela, que no sabía leer y puso escuela” y el ex presidente potencia sus denuncias destituyentes sumando ahora a su más novedoso descubrimiento, el “partido judicial”. Cada vez menos cordura, cada vez más solos.
“Nosotros o el país”, termina siendo la opcion final del kirchnerismo. Y lamentablemente, Nestor Kirchner ya tiene la decisión tomada.
Sin poder, sin plata y sin consenso, era inexorable que terminara así su épica de utilería. Y todavía le falta –nos falta- una agonía de casi dos años...
La mejor forma de aprovecharlos, siendo los K una causa perdida, es preparar el despegue de la Argentina que viene: profundizando la comunicación y el diálogo entre quienes serán protagonistas, abriendo los espíritus para acostumbrarlos a la tolerancia, inundándolos de patriotismo para volver a sentirnos parte de un destino común, ejercitando todos los días la templanza para resistir las provocaciones e intentando frenar las chifladuras que agrandan el problema que dejarán y hacen más insoportable la pobreza para los –cada vez más- compatriotas que la sufren.
Ricardo Lafferriere
Las elecciones del 28 de junio del 2009 le confirmaron que su poder institucional estaba en picada, y aunque sus actos en el negro segundo semestre del año pasado quisieron demostrar que lo conservaba, su incapacidad de conductor estratégico lo llevó a batallas menos que simbólicas: la aprobación de una reforma política proscriptiva lo llevó a alejarse de sus socios del retroprogresismo, y quizás terminará beneficiando más a la oposición que a su proyecto continuista; y su aprobación forzada de una ley de medios audiovisuales amañada que incrementó su rechazo popular lo aisló totalmente de los medios independientes y lo encerró aún más en una burbuja. Hoy hasta Carlos Menem está en condiciones de jugar con él al gato y al ratón.
La plata, por su parte, se acabó. Luego de desperdiciar una de las oportunidades históricas más brillantes de las últimas décadas en dislates antológicos y una corrupción ramplona, los dos caballitos de batalla que el destino y la suerte pusieron en sus manos –los “superávits gemelos”- han estallado y lo obligan a una contabilidad “griega” para dar letra a los discursos de su esposa, en los que si antes nadie creía, ahora directamente nadie escucha.
Su obsesión por actuar como si ello no ocurriera lo ha llevado a destrozar el sistema jurídico argentino, avanzando sobre la letra expresa de las leyes con un cinismo cuya consecuencia es tensar aún más la convivencia. Confiscó ahorros previsionales privados, se apropió de los públicos, destina fondos provinciales a sus ocurrencias escatológicas –como el fútbol estatal, o la aerolínea “de bandera”- y por último va sobre la última reserva de la economía simbólica, los activos del Banco Central (ocultando los pasivos), elaborando un discurso rudimentario que oculta la finalidad de esos activos, que no es otra que preservar el valor de los ingresos de los argentinos.
Las medidas que está adoptando parecieran indicar que eligió el camino de la hiperinflación. Es posible que piense que la inflación se controla con el INDEC. Si es así, olvida que los argentinos que sufren la caída de valor de sus ingresos no siguen los datos del INDEC, sino de las facturas de servicios que le llegan y los precios que pagan por sus consumos imprescindibles.
Es posible también que piense que las movilizaciones que le hicieron a Alfonsín y a de la Rúa para forzar sus renuncias no podrán repetirse contra él, porque tiene a los caudillejos bonaerenses suficientemente atados. Sin embargo, la reflexión que debiera hacer es otra: en aquel momento, esas movilizaciones al menos tenían quien las condujera, lo que significaba que aún ubicado en el ultimo escalón de organicidad, alguien había para comenzar a hablar la reconstrucción. De hecho, los desbordes terminaron como por arte de magia cuando Alfonsín y de la Rúa fueron sucedidos por presidentes peronistas. Si existiera ahora un desesperado desborde sería por la presión de la miseria y superando a los propios cacicazgos bonaerenses. Jugar con esas necesidades, es jugar con fuego.
Y el consenso... no sólo no lo quiere, ni lo busca, sino que será cada vez más difícil de lograr a medida que avance en sus dislates, los que terminarán en el momento en que no tenga más fuerza para la imposición directa, lo que se acerca cada vez más. Ya la perdió en Diputados y está en el umbral de hacerlo en el Senado, cuando su vilipendiado rival y predecesor decida bajarle el pulgar.
Por ahora, prefiere encerrarse en la creación del dicurso apocalíptico. “Fondo del Bicentenario o ajuste salvaje”, repite el coro estable. “Si no lo votan o si no encuentran alguna otra forma de conseguir recursos, háganse cargo del ajuste”, amenaza Pichetto, fingiendo olvidar que hace apenas tres meses aprobaron un presupuesto que hoy deben confesar que era “de mentira”, como lo había señalado entonces la oposición. Por supuesto, de parar de robar, ni hablar.
¿Es ese entonces el dilema, robo o ajuste? Pues, para Kirchner, sí. La única alternativa que rompería esa lógica de hierro sería una fortísima apuesta inversora, que requiere un elemento totalmente alejado de las posibilidades del kirchnerismo: un shock nacional e internacional de confianza en el país, en el estado de derecho, en la justicia, en la convivencia en paz, en la intangibilidad de los derechos de las personas, en acuerdos estratégicos nacionales.
Ello lograría que los productores siembren, que los industriales inviertan, que los bancos presten, que la gente gaste, que los exportadores vendan, que los acreedores refinancien. Pero ninguno de esos extremos es posible con la permanencia del kirchnerismo en el poder, porque requerirían un amplio consenso nacional de respaldo, lo que en su visión maniquea no es una opción considerada y, por el contrario, mientras estén los K en el poder, ni siquiera serán considerados por quienes deben decidirlos.
La pareja cuenta con informes no publicados: su imagen positiva no alcanzaría ya al 10 % de los argentinos. No obstante, la presidenta redobla diariamente su vocación de “maestra de Siruela, que no sabía leer y puso escuela” y el ex presidente potencia sus denuncias destituyentes sumando ahora a su más novedoso descubrimiento, el “partido judicial”. Cada vez menos cordura, cada vez más solos.
“Nosotros o el país”, termina siendo la opcion final del kirchnerismo. Y lamentablemente, Nestor Kirchner ya tiene la decisión tomada.
Sin poder, sin plata y sin consenso, era inexorable que terminara así su épica de utilería. Y todavía le falta –nos falta- una agonía de casi dos años...
La mejor forma de aprovecharlos, siendo los K una causa perdida, es preparar el despegue de la Argentina que viene: profundizando la comunicación y el diálogo entre quienes serán protagonistas, abriendo los espíritus para acostumbrarlos a la tolerancia, inundándolos de patriotismo para volver a sentirnos parte de un destino común, ejercitando todos los días la templanza para resistir las provocaciones e intentando frenar las chifladuras que agrandan el problema que dejarán y hacen más insoportable la pobreza para los –cada vez más- compatriotas que la sufren.
Ricardo Lafferriere
El deporte de disparar contra Cobos
¿Qué une a Cristina y Néstor Kirchner, Mauricio Macri, Elisa Carrió, Aníbal Fernández, Agustín Rossi, Miguel Angel Pichetto, Luis D’Elía, Moyano, Hebe Bonafini, “la Cámpora”, Hermes Binner, “Carta Abierta” y Amado Boudou? Curiosamente, su cuestionamiento a Julio Cobos, que ha recibido como frutilla del postre el brulote de Beatríz Sarlo que La Nación publicara en tapa en su edición del viernes.
Cada uno seguramente tiene sus razones y también seguramente no son las mismas. Lo que es curioso es la coincidencia en atacar a un funcionario que ocupa la segunda jerarquía en importancia constitucional y a quien nadie le imputa ninguna violación a sus obligaciones institucionales, la comisión de un delito o algún hecho inhabilitante para el ejercicio de su papel.
Invocar, justamente en un país institucionalmente patas arriba como la Argentina, que no es “correcto” que el Vicepresidente elegido en la misma fórmula que la Presidenta continúe en su cargo si discrepa con ella no resiste el más mínimo análisis político ni institucional, mucho menos con lo que le costó al país el antecedente de Chacho Álvarez.
En ese ataque coincide un expresidente que ha elegido su sucesora –para más, su propia esposa- sin haber realizado siquiera una asamblea o reunión de las autoridades de su partido; con otros que han abandonado el partido por el que fueron electos legisladores sin renunciar a su banca, formando desde ella un partido adversario; otros han liquidado a sus aliados políticos en forma inmisericorde llegando hasta la destrucción del partido “aliado”; otros que han pasado por los extremos del abanico ideológico al haber sostenido con el mayor desparpajo las políticas noventistas y hoy son fundamentalistas de su antítesis; o que se han enriquecido y lucran en forma miserable con sus representados sin frenarse siquiera ante la salud de los afiliados a sus gremios, participando en mafias criminales relacionadas con el narcotráfico; o que a pesar de decirse “opositores” han coincidido con varias iniciativas patéticas del oficialismo; con todos esos antecedentes, digo, rasgarse las vestiduras porque el Vicepresidente no obedece como perrito faldero a la presidenta y por lo tanto debería irse, es, cuando menos, incoherente.
Al escucharlos, pareciera que si el Vicepresidente renunciara, con eso alcanzaría para que la Argentina entrara en una plataforma de despegue imparable, que se acabaría la inflación, no habría más deuda externa, finalizaría la pobreza, los jubilados cobrarían lo que les toca y no les robarían más sus recursos para fines clientelistas, se reducirían los precios de las obras públicas a la mitad de su valor porque no habría corrupción, se incrementaría la seguridad jurídica deteniéndose la fuga de divisas, crecería la inversión, bajaría la desocupación, subiría el salario real, los docentes comenzarían las clases, los jueces serían independientes, no peligrarían los activos del Banco Central, los enfermos de las obras sociales comenzarían a recibir remedios en lugar de veneno, bajarían las tasas de interés y todos seríamos felices. Quizás, hasta no habría más lluvias torrenciales en la Capital...
Que eso lo diga la presidenta, sería entendible. Además, nadie la escucha. Pero que se sumen al coro de impresentables Elisa Carrió y Mauricio Macri, y hasta una de las voces mayores de la intelectualidad argentina, como Beatríz Sarlo, repitiendo los mismos argumentos kircheristas que han sido rebatidos por los politólogos más destacados de la academia, es incomprensible.
La renuncia de Julio Cobos sumiría a la Argentina en una crisis institucional gravísima. Su actuación a partir de su alejamiento de la coalición de gobierno ha generado en los argentinos la sensación de que es la garantía de que, en caso de conmociones que nadie quiere, el país no volvería a atravesar los dramáticos días de los cinco presidentes. Y esa misma actuación ha demostrado que no ha asumido en todo ese tiempo ninguna acción que pueda considerarse impropia de su función, ni conspirativa, ni “destituyente”.
Al contrario: ha cordializado y ayudado a distender innumerables situaciones políticas tensadas en forma irresponsable por el matrimonio presidencial, como su voto en el caso de la propia resolución 125, que trajo al país un bálsamo de tranquilidad frente a la locura desatada desde el oficialismo.
Cierto es que para algunos aspirantes a la sucesión presidencial, el respaldo popular con que cuenta es molesto. No parece, sin embargo, que el antecedente de su participación en la fórmula con Cristina Kirchner lo inhabilite para tener “in pectore” su aspiración, como cualquier ciudadano podría hacerlo, mucho más cuando su propio partido, que en última instancia es el único eventualmente afectado por esa aspiración, ha decidido abrirle sus puertas para la competencia interna, a la que él ha ratificado que se someterá.
Quienes piden su renuncia invocan la falta de antecedentes en otros países. Pero ¿es que hay antecedentes en otros países de Presidentes que se apropien de recursos particulares para decidir su imputación discrecionalmente? ¿o que pretendan manotear los activos de respaldo de la moneda por su propia decisión? ¿alguien podría imaginar al presidente de Estados Unidos, por ejemplo, decidiendo por sí adueñarse de los activos de la Reserva Federal en contra de la decisión de la autoridad monetaria, y sin autorización del Congreso? ¿alguien podría imaginarlo en el Brasil? ¿o en el Uruguay? ¿o en Chile?
¿Alguien podría imaginar que en cualquiera de esos países se cambie la fecha de las elecciones por decisión de la mayoría, sin un amplio consenso? ¿alguien podría imaginar que la investigación de un enriquecimiento del 700 % de la pareja gobernante durante su mandato pueda ser cerrada por contar con un Juez vulnerable?
Pero además: ¿está prohibido discrepar? ¿Esto significa que para la oposición estaría prohibido coincidir en nada con el gobierno? ¿Esa es la democracia a la que aspiramos?
La presencia de Cobos en ese cargo es, incluso, la mayor garantía de estabilidad para el propio gobierno. ¿O no piensan qué podría pasar –o ya hubiera pasado- si el sucesor establecido ante un eventual caos en lugar de un radical, fuera un peronista?
Los hechos muestran más bien a Cobos tratando de cumplir con su rol institucional con la mayor prudencia y no puede decirse que esté liderando la oposición. Lo único que por el momento lidera son las encuestas, lo que no es poca cosa pero que debería en todo caso servir de advertencia para quienes lo demonizan desde los flancos.
La oposición política está claramente liderada por los bloques opositores parlamentarios con un excelente trabajo de acercamiento protagonizado por un gran abanico en el que participan importantes dirigentes de todo el colorido de la democracia argentina, incluida Elisa Carrió, Felipe Solá, Federico Pinedo y hasta Pino Solana. Y en el plano de la política partidaria por el principal partido de la oposición, la UCR, que está cumpliendo su proceso de reagrupamiento y reorganización con estándares verdaderamente encomiables.
Su Comité Nacional, presidido por Ernesto Sanz, y sus bloques parlamentarios presididos por el Senador Gerardo Morales y el diputado Oscar Aguad muestran una creciente solidez en sus posiciones y una capacidad de articular coaliciones que demuestran el aprendizaje del viejo partido en uno de sus problemas históricos más notables, que era su dificultad para realizar acuerdos. Los trascendentes procesos de los partidos nuevos (la Coalición Cívica, el Pro, el GEN) y el surgimiento de peronistas con vocación republicana e institucional, por su parte, ayudan a ser optimistas de cara al futuro.
No parece una buena actitud por parte de los valiosos dirigentes que componen el arco opositor distraer o debilitar las posibilidades de un sólido y articulado trabajo conjunto para frenar las chifladuras oficiales abriendo una brecha con un funcionario que ha demostrado estar más cerca de la sensatez que de las locuras y que seguramente deberá prestar varios servicios a la reconstrucción institucional de la Argentina desde la función que ocupa, la que debiera recibir en todo caso el mayor respaldo y legitimidad posible.
Ricardo Lafferriere
Cada uno seguramente tiene sus razones y también seguramente no son las mismas. Lo que es curioso es la coincidencia en atacar a un funcionario que ocupa la segunda jerarquía en importancia constitucional y a quien nadie le imputa ninguna violación a sus obligaciones institucionales, la comisión de un delito o algún hecho inhabilitante para el ejercicio de su papel.
Invocar, justamente en un país institucionalmente patas arriba como la Argentina, que no es “correcto” que el Vicepresidente elegido en la misma fórmula que la Presidenta continúe en su cargo si discrepa con ella no resiste el más mínimo análisis político ni institucional, mucho menos con lo que le costó al país el antecedente de Chacho Álvarez.
En ese ataque coincide un expresidente que ha elegido su sucesora –para más, su propia esposa- sin haber realizado siquiera una asamblea o reunión de las autoridades de su partido; con otros que han abandonado el partido por el que fueron electos legisladores sin renunciar a su banca, formando desde ella un partido adversario; otros han liquidado a sus aliados políticos en forma inmisericorde llegando hasta la destrucción del partido “aliado”; otros que han pasado por los extremos del abanico ideológico al haber sostenido con el mayor desparpajo las políticas noventistas y hoy son fundamentalistas de su antítesis; o que se han enriquecido y lucran en forma miserable con sus representados sin frenarse siquiera ante la salud de los afiliados a sus gremios, participando en mafias criminales relacionadas con el narcotráfico; o que a pesar de decirse “opositores” han coincidido con varias iniciativas patéticas del oficialismo; con todos esos antecedentes, digo, rasgarse las vestiduras porque el Vicepresidente no obedece como perrito faldero a la presidenta y por lo tanto debería irse, es, cuando menos, incoherente.
Al escucharlos, pareciera que si el Vicepresidente renunciara, con eso alcanzaría para que la Argentina entrara en una plataforma de despegue imparable, que se acabaría la inflación, no habría más deuda externa, finalizaría la pobreza, los jubilados cobrarían lo que les toca y no les robarían más sus recursos para fines clientelistas, se reducirían los precios de las obras públicas a la mitad de su valor porque no habría corrupción, se incrementaría la seguridad jurídica deteniéndose la fuga de divisas, crecería la inversión, bajaría la desocupación, subiría el salario real, los docentes comenzarían las clases, los jueces serían independientes, no peligrarían los activos del Banco Central, los enfermos de las obras sociales comenzarían a recibir remedios en lugar de veneno, bajarían las tasas de interés y todos seríamos felices. Quizás, hasta no habría más lluvias torrenciales en la Capital...
Que eso lo diga la presidenta, sería entendible. Además, nadie la escucha. Pero que se sumen al coro de impresentables Elisa Carrió y Mauricio Macri, y hasta una de las voces mayores de la intelectualidad argentina, como Beatríz Sarlo, repitiendo los mismos argumentos kircheristas que han sido rebatidos por los politólogos más destacados de la academia, es incomprensible.
La renuncia de Julio Cobos sumiría a la Argentina en una crisis institucional gravísima. Su actuación a partir de su alejamiento de la coalición de gobierno ha generado en los argentinos la sensación de que es la garantía de que, en caso de conmociones que nadie quiere, el país no volvería a atravesar los dramáticos días de los cinco presidentes. Y esa misma actuación ha demostrado que no ha asumido en todo ese tiempo ninguna acción que pueda considerarse impropia de su función, ni conspirativa, ni “destituyente”.
Al contrario: ha cordializado y ayudado a distender innumerables situaciones políticas tensadas en forma irresponsable por el matrimonio presidencial, como su voto en el caso de la propia resolución 125, que trajo al país un bálsamo de tranquilidad frente a la locura desatada desde el oficialismo.
Cierto es que para algunos aspirantes a la sucesión presidencial, el respaldo popular con que cuenta es molesto. No parece, sin embargo, que el antecedente de su participación en la fórmula con Cristina Kirchner lo inhabilite para tener “in pectore” su aspiración, como cualquier ciudadano podría hacerlo, mucho más cuando su propio partido, que en última instancia es el único eventualmente afectado por esa aspiración, ha decidido abrirle sus puertas para la competencia interna, a la que él ha ratificado que se someterá.
Quienes piden su renuncia invocan la falta de antecedentes en otros países. Pero ¿es que hay antecedentes en otros países de Presidentes que se apropien de recursos particulares para decidir su imputación discrecionalmente? ¿o que pretendan manotear los activos de respaldo de la moneda por su propia decisión? ¿alguien podría imaginar al presidente de Estados Unidos, por ejemplo, decidiendo por sí adueñarse de los activos de la Reserva Federal en contra de la decisión de la autoridad monetaria, y sin autorización del Congreso? ¿alguien podría imaginarlo en el Brasil? ¿o en el Uruguay? ¿o en Chile?
¿Alguien podría imaginar que en cualquiera de esos países se cambie la fecha de las elecciones por decisión de la mayoría, sin un amplio consenso? ¿alguien podría imaginar que la investigación de un enriquecimiento del 700 % de la pareja gobernante durante su mandato pueda ser cerrada por contar con un Juez vulnerable?
Pero además: ¿está prohibido discrepar? ¿Esto significa que para la oposición estaría prohibido coincidir en nada con el gobierno? ¿Esa es la democracia a la que aspiramos?
La presencia de Cobos en ese cargo es, incluso, la mayor garantía de estabilidad para el propio gobierno. ¿O no piensan qué podría pasar –o ya hubiera pasado- si el sucesor establecido ante un eventual caos en lugar de un radical, fuera un peronista?
Los hechos muestran más bien a Cobos tratando de cumplir con su rol institucional con la mayor prudencia y no puede decirse que esté liderando la oposición. Lo único que por el momento lidera son las encuestas, lo que no es poca cosa pero que debería en todo caso servir de advertencia para quienes lo demonizan desde los flancos.
La oposición política está claramente liderada por los bloques opositores parlamentarios con un excelente trabajo de acercamiento protagonizado por un gran abanico en el que participan importantes dirigentes de todo el colorido de la democracia argentina, incluida Elisa Carrió, Felipe Solá, Federico Pinedo y hasta Pino Solana. Y en el plano de la política partidaria por el principal partido de la oposición, la UCR, que está cumpliendo su proceso de reagrupamiento y reorganización con estándares verdaderamente encomiables.
Su Comité Nacional, presidido por Ernesto Sanz, y sus bloques parlamentarios presididos por el Senador Gerardo Morales y el diputado Oscar Aguad muestran una creciente solidez en sus posiciones y una capacidad de articular coaliciones que demuestran el aprendizaje del viejo partido en uno de sus problemas históricos más notables, que era su dificultad para realizar acuerdos. Los trascendentes procesos de los partidos nuevos (la Coalición Cívica, el Pro, el GEN) y el surgimiento de peronistas con vocación republicana e institucional, por su parte, ayudan a ser optimistas de cara al futuro.
No parece una buena actitud por parte de los valiosos dirigentes que componen el arco opositor distraer o debilitar las posibilidades de un sólido y articulado trabajo conjunto para frenar las chifladuras oficiales abriendo una brecha con un funcionario que ha demostrado estar más cerca de la sensatez que de las locuras y que seguramente deberá prestar varios servicios a la reconstrucción institucional de la Argentina desde la función que ocupa, la que debiera recibir en todo caso el mayor respaldo y legitimidad posible.
Ricardo Lafferriere
miércoles, 17 de febrero de 2010
Bicentenario, modernidad y posmodernidad
El derrumbe del 2001 en la Argentina fue centralmente, un derrumbe del Estado. Pero el escenario del derrumbe sacó a la superficie una sociedad extremadamente compleja.
Aunque existe una tendencia universal hacia el crecimiento de los espacios de libertad de los ciudadanos frente al orden normativo como una de las notas características “posmodernas” en pocos lugares como en la Argentina ese orden normativo encontró una interrupción tan abrupta como durante los acontecimientos vividos en ese traumático período que comenzó en diciembre de 2001 y, en algunos aspectos, se extiende hasta hoy. ¿Había llegado a la Argentina la avanzada de la posmodernidad?
La posmodernidad, caracterizada por fragmentación creciente de las cosmovisiones, es en realidad el resultado natural de una de las vertientes de la modernidad que edifica su construcción teórica sobre la piedra angular de la libertad natural de las personas, el libre albedrío y la ficción del contrato social tácito. Esta visión, la de Locke y el propio Montesquieu, choca e interactúa con las de Hobbes y de Rousseau -y más cerca en el tiempo, sus extremos expresados por el marxismo y los fascismos de entreguerras- inclinadas más hacia la comunidad, lo colectivo, la nación o el Estado. Para la primera visión, la libertad intrínseca de las personas sólo puede ser restringida en forma excepcional en aquellos temas y dentro de los límites especialmente delegados en el poder por los hombres nacidos “libres e iguales”. Su primer logro “estrella” es la Constitución norteamericana -fuente de la nuestra- en la que los ciudadanos tal cuál son constituyen la piedra angular del sistema político.
La otra vertiente de la modernidad, más “continental”, por el contrario, no renunció nunca a reivindicar el papel central del poder estatal, cambiándole su ficción de origen legitimante: Dios (fundamento último del poder del Papado y del Imperio) dio paso a la soberanía popular y los reyes –representantes de Dios- a los representantes electos. Cambió el contenido del poder, pero no su función normativa y, en los hechos, la lucha por la ampliación de la libertad ha sido, en los países que siguieron esta visión, más dificultosa y conflictiva. El desmantelamiento de las formas feudales-monacales premodernas del medioevo se “delegó” tácita o expresamente en el poder del nuevo Estado y no tanto en la libertad de los individuos que, de hecho, generaba desconfianza en las élites revolucionarias por las “deformaciones” que el anciano régimen habría provocado en la presunta rectitud natural del pensamiento humano. Su ámbito “estrella” es Francia, que mantiene la imagen del Estado fuerte y todopoderoso cuya edificación comenzó en tiempos de las monarquías absolutas.
De hecho, las dictaduras y los fascismos del siglo XX se dieron en países latinos, continentales y latinoamericanos y también en estos países surgieron las utopías del “hombre nuevo”, construido en teoría por la acción del poder, “democrático” pero hegemonizado por las élites. La construcción de ese "hombre nuevo" difícilmente hubiera podido arraigar como un objetivo del poder en una sociedad apoyada en el Contrato Social. Es paradógico que la justificación de las modernas dictaduras se enraize en este ideal de la ilustración de pretender crear, mediante la acción del Estado, un ser humano moderno y racional, liberado de las creencias irracionales del feudalismo, la religión y los fetiches.
De todos modos, a través de su vertiente más nítida o de la más diluida, la modernidad se ha caracterizado por ampliar crecientemente la libertad individual, acompañada por la convicción creciente de los ciudadanos en su derecho a la autonomía. En ambos casos, se dejaba atrás la creencia en un orden natural, con estratos de poder de base divina, étnica, ideológica y con diferencias jerárquicas consideradas justificables o indiscutibles.
La modernidad evolucionó hasta abrir el camino a la posmodernidad. El actual retroceso del Estado y de las instituciones normativas heterónomas, como las religiones, han provocado en el mundo occidental una notable expansión de la multiplicidad en la identidad de las personas e intereses, cual un caleidoscopio de diferencias inimaginables hace pocas décadas. La posmodernidad, en este aspecto, ha sido el triunfo del ideal moderno de la libertad individual y del libre albedrío: el hombre sin ataduras ni disciplinamientos a cosmogonías políticas, religiosas, ideológicas o raciales. Sobre esta sólida base intelectual han florecido los infinitos matices del presente.
Alcanza con observar las nuevas formas familiares, las prácticas sexuales separadas de la reproducción, las nuevas formas económicas individuales y empresariales, la virtualidad en las relaciones, la temporalidad crecientemente aceptada de los vínculos de pareja, las diversas formas de asociacionismo activo en post de los más variados intereses, desde ambientales hasta sociales, desde culturales hasta económicos. Todo este colorido postmoderno, cuya característica es la fragmentación y el alejamiento de las cosmogonías disciplinantes es incompatible con sociedades cerradas, con Estados fuertes y conductas humanas ordenadas por el poder, aún del apoyado en la ficción de la soberanía del pueblo.
En el mundo actual, el pensamiento progresista moderno ha abandonado esa visión atrincherada en arcaicos ecos autoritarios, por ser disfuncional con el mundo de las redes, del protagonismo ciudadano, de la creciente libertad y tolerancia con la diferencia. Se trataba, en efecto, de un poder que perdía y pierde día a día legitimidad para intervenir en los comportamientos humanos y cuyas exhortaciones a “bañarse en tres minutos”, “llevar una linterna al baño”, “comer cerdo para estimularse sexualmente” o “comer carne blanca para volar como los pollos” se asemejan a hilarantes curiosidades de museo. Nadie las toma en serio.
El proceso argentino, en este aspecto, convoca a la indagación. En la gestación del nuevo país existió una corriente modernizadora y otra conservadora. Los modernizadores se inspiraron en la visión contractualista, desde Moreno y Monteagudo hasta Echeverría, Alberdi y el propio Sarmiento. Los conservadores, sin embargo, no edificaron una construcción teórica “roussoniana”, sino que más bien se fueron inclinando a la búsqueda de la restauración del orden colonial, premoderno, en una línea de pensamiento que parte desde Saavedra y se deliza hasta Rosas.
Fue recién con la organización nacional que ese modernismo continental encontró cauce en las generaciones de la organización nacional primero (Urquiza-Mitre-Sarmiento-Avellaneda) y luego en la del 80: una democracia “borbónica”, en que las elites ilustradas perseguían la construcción de un país con libertades, pero sin ceder un ápice el poder. El saldo fue innegable: se construyó un país injusto, pero el adjetivo fue mayor que el sustantivo. Era un país injusto, pero era un país. Producción, masiva inmigración voluntaria, escuelas públicas con educación universal, estado civil registrado por el Estado –y no por la Iglesia- sobre la base de leyes laicas de alcance universal, universidades, ferrocarriles, telégrafo, comercio exterior, primeros ensayos de industrialización, creación artística, ejército profesional... Nadie, hasta ahora, ha mostrado un proyecto superior. Proyecto que, bueno es recordarlo, incluia destacados voceros -como Joaquín V. González, Pellegrini y el propio Roque Sáenz Peña- que sostenían la urgencia de la evolución del sistema político hacia una democracia más inclusiva, como era el reclamo del naciente radicalismo.
Ese "país injusto" gastó casi todo el siglo XX en la lucha “contra” el adjetivo, la injusticia, olvidando en la mayoría de las etapas históricas recientes que la “justicia” no podía lograrse destrozando el sustantivo -el “país” construido-, sino mejorándolo. El siglo XX, a partir de 1930, fue una larga letanía de suma cero o negativa, en la que la suerte del país fue relegada tras los vanos esfuerzos de arrebatarse ingresos, poder y prestigio unos a otros tras la ilusión o la ficción de la justicia, mientras se comía el capital social –económico, político, de prestigio y de expectativas- acumulado en el medio siglo de 1880 a 1930.
El derrumbe del 2002, como el cierre de un círculo, patentizó esta imagen: el ingreso "per capita" de los argentinos, en valores constantes, era igual al de 1930, cuando cayó Yrigoyen. Aunque esta afirmación pueda resultar algo exagerada y efectista, ya que la moneda nacional fue artificialmente devaluada, muestra el ciclo de un país que durante setenta años vivió estancado, mientras Brasil multiplicó su riqueza por habitante por cuatro, España por cinco, Francia por seis, Gran Bretaña y Australia por ocho, y los Estados Unidos por diez.
De cualquier manera, ésto no es lo más importante para el presente análisis. Lo destacable es que la adopción del modelo bonapartista en el siglo XX tendió nuevamente a conjugarse con el organicismo colonial. Es este “conjunto cultural” el que subyace en la identidad del populismo en sus diversas variantes y no ha producido en la Argentina resultados exitosos.
El Estado redistribuyendo ingresos con motivos y formas cada vez más opacos ha provocado, desde 1930, dos fenómenos: por un lado, la deformación del sistema político, que ha caído en lo que John Ralston Saul bautizaba como la "bastardización de Voltaire", cuya característica es que las ficciones de las estructuras corporativas –sindicales, empresariales, políticas, sociales- aplastaron crecientemente la autonomía de las personas a las que en teoría servían; y por el otro lado, la ruptura de la solidaridad nacional al estimular a los actores económicos a bordear su ética social, ocultando ingresos para evitar su apropiación discrecional por parte de la burocratizada estructura estatal y corporativa que, presuntamente, "representa" a los ciudadanos pero que, en los hechos, se apropia de los ingresos de los sectores dinámicos y productivos para garantizar su propia reproducción premiando conductas parasitarias y castigando las virtuosas e independientes. El ocultamiento se traduce en la caída estructural de la inversión al mínimo compatible con la simple subsistencia de las empresas.
Estos fenómenos, a su vez, se proyectan en un inexorable alejamiento ciudadano del sistema político, al que termina viendo como un "enemigo", en lugar de como el espacio de debate y búsqueda de consensos sociales. Los ciudadanos más dinámicos, lúcidos y transformadores se aislaron de la política, salvo durante períodos históricos excepcionales y la política quedó reducida a un escalón dirigencial profesional autoreproducido, con escasas interfases con los ciudadanos. La virtual desaparición de los partidos a raíz de la crisis del 2002, y la perversa actitud del kirchnerismo desde entonces fortalecieron ese proceso.
La modernidad no estuvo ausente en el debate del siglo XX, pero con mala suerte. Su partido estandarte, el radicalismo, no pudo recuperarse de su derrota de 1930, a la que no fue ajena –como un karma que lo acompañaría durante todo el siglo- la situación internacional. Aquella vez le tocó a Yrigoyen. En 1989, a Alfonsín. Y en el 2001, a de la Rúa. En las tres oportunidades, la fuerte repercusión interna de la situación internacional y el escaso compromiso democrático de sus oposiciones circunstanciales –conservadora y peronista- interrumpieron la consolidación de la modernidad.
El mundo moderno no llegó entonces plenamente a la Argentina nunca. ¿Puede ser, en consecuencia, que el derrumbe del 2002 haya provocado un "salto histórico" y el país haya arribado a la "posmodernidad" sin culminar las tareas modernas? ¿Es ésto posible?
Veamos. Luego de la caída, producida durante una administración indudablemente modernista (regía la ley, la justicia era independiente, el presidente -demonizado y ridiculizado hasta el cansancio- no se atribuyó facultades omnímodas, la prensa era totalmente libre y sin condicionamientos, el parlamento ofrecía todo el colorido de la opinión nacional) el poder cayó en manos de la restauración y comenzó la destrucción del pais institucional -moderno- y su reemplazo por formas bonapartistas-autoritarias, el clientelismo y el patrimonialismo neofeudal aprovechando la espectacular situación internacional.
La bonanza económica –independiente de causas internas- favoreció una percepción popular favorable de la nueva etapa, así como el escenario anterior había potenciado la percepción de las limitaciones del funcionamiento institucional. Pero lo curioso es que esa regresión no fue acompañada por un disciplinamiento social -tradicionalmente unido a tal modelo- sino que creció a niveles nunca experimentados hasta ese momento la indisciplina social y la indiferencia ciudadana hacia los actos del poder, actitudes que son más características de la post-modernidad que de cualquiera de las vertientes de la modernidad.
Los ciudadanos, en efecto, no tienen hacia el poder respeto alguno y toman en sus manos la acción directa en diversas acciones, las más de las veces en formas de violencia expresa o tácita: "escraches" (es decir, agresiones de corte fascistoide) contra personas vinculadas al poder, a empresas o a un descrédito general o parcial; interrupción forzada de circulación en calles y rutas por cualquier clase de reclamos; destrozos -violentos- de bienes públicos; corte de tránsito internacional por reclamos ambientales; y otras diversas formas de "participación popular" claramente extra institucionales y en muchos casos anárquicas que llegan hasta la justificación social del delito.
El Estado populista, por su parte, parece aceptar resignado ese escenario, mientras se cierra sobre sí mismo en la recreación de una nueva burocracia económico-empresarial desligada de los intereses del conjunto, quizás por la mala conciencia que le produce el abismo entre su discurso y su acción.
El hiato entre la política y los ciudadanos crece hasta el abismo. Sólo se ve el escenario residual simbólico de los procesos electorales escasamente diferenciados de cualquier otro "megashow" posmoderno, sea deportivo, sea artístico, sea un "reality" televisivo. Los ciudadanos que "participan" en el escenario público han configurado, salvo valiosísimas excepciones, estructuras -viejas o nuevas- que en muchos casos se parecen más a tribus arracimadas en torno a efímeros cacicazgos de base mediática persiguiendo la quimera de participar en el goce del poder una vez conseguido, que a corrientes de pensamiento de ciudadanos que comparten una visión de la vida en común y están dispuestos a debatir y consensuar con quienes piensan diferente las concesiones recíprocas para facilitar -y posibilitar- la convivencia.
En este punto, cabe la tentación -facilista, y quizás "argento-centrista"- de sostener que el proceso argentino no cabe en categorías y configura una "originalidad". Y es cierto que no es sencillo encontrar un proceso parecido en la política comparada, en la región ni en el mundo. Pero para sostener esta afirmación sería necesario, sin embargo, pasar una prueba de fuego, la de la sustentabilidad. Dicho en otros términos, ¿sería sustentable una situación como la que se instaló en la Argentina, en otra situación del ciclo económico como la que derrumbó al gobierno modernista de la Alianza? ¿o la sustentabilidad del arcaico modelo bonapartista-autoritario en conjunción con el postmodernismo-anárquico fue sólo posible por el ciclo económico expansivo y colapsaría -como el anterior- si el ciclo cambia de signo?
El interrogante sería apasionante para un politólogo observador imparcial, pero es dramático para quienes están en la escena, en este símil de "sopa originaria" que incluye elementos de la Argentina colonial organicista, de la Argentina moderna liberal, del populismo autoritario y de la sociedad post-moderna fragmentada, sin otro horizonte que una especie de incertidumbre cuántica opaca al futuro.
El proceso político pareciera mostrar que la conjunción “premoderna-posmoderna” no resistirá un cambio de ciclo. La incógnita es si, ante una crisis que no está provocada ni gestionada por la modernidad sino por la restauración autoritaria, el país “post-moderno” logrará articular una alianza político-social con el país moderno, aprovechando el momento difícil para sentar las bases sólidas de un nuevo ciclo virtuoso.
El sentido común parece afirmar que hasta que no se logre la consolidación de un país moderno –que requiere, entre otros requisito, el respeto a la ley y a los derechos y libertades individuales, respeto a las formas constitucionales, construcción de un piso social de ciudadanía que incluya a todos, respeto a la independencia de la justicia, aplicación de la ley frente a las violaciones, libertad de prensa irrestricta, neutralidad del poder en los procesos electorales y la aceptación respetuosa de la “otredad”- las tensiones generadas por la fragmentación de la pomodernidad nos hará caminar en el filo de la navaja de la propia existencia nacional. Sólo las formas institucionales sólidas pueden procesar conflictos y opiniones disímiles sin degenerar en violencia cotidiana, sólo la representación política puede racionalizar los debates, sólo la modernidad puede contener a la posmodernidad sin riesgo para la sociedad. Sin modernidad reflexiva, sin cosmopolitismo consciente, será muy difícil encontrar el rumbo sustentable.
Frente a este escenario queda sólo recurrir a la construcción ciudadana. Esa virtud de la ilustración apoyada en la fe genérica en el destino del hombre -aporte romántico a la aparente frialdad de la razón, que renace en las fechas patrias como símbolo de viejos sentimientos nacionales- es la reserva –quizás voluntarista- que permite hoy mantener la esperanza en el destino compartido de los argentinos. El renacimiento que están mostrando los partidos políticos –tradicionales y nuevos- iniciado con el campanazo que significó la eclosión ciudadana del 2008 alimenta esa llama que, como en 1810, no fue encendida por liderazgos providenciales sino por personas comunes que, por encima de los liderazgos, tomaron en sus manos la defensa de sus derechos reclamando la reconstrucción del país institucional.
Desde esta óptica, el Bicentenario es una oportunidad para pensar el país con visión de futuro y relanzar su marcha. Sería una lástima desperdiciarla una vez más.
Ricardo Lafferriere
http://stores.lulu.com/lafferriere
ricardo.lafferriere@gmail.com
Aunque existe una tendencia universal hacia el crecimiento de los espacios de libertad de los ciudadanos frente al orden normativo como una de las notas características “posmodernas” en pocos lugares como en la Argentina ese orden normativo encontró una interrupción tan abrupta como durante los acontecimientos vividos en ese traumático período que comenzó en diciembre de 2001 y, en algunos aspectos, se extiende hasta hoy. ¿Había llegado a la Argentina la avanzada de la posmodernidad?
La posmodernidad, caracterizada por fragmentación creciente de las cosmovisiones, es en realidad el resultado natural de una de las vertientes de la modernidad que edifica su construcción teórica sobre la piedra angular de la libertad natural de las personas, el libre albedrío y la ficción del contrato social tácito. Esta visión, la de Locke y el propio Montesquieu, choca e interactúa con las de Hobbes y de Rousseau -y más cerca en el tiempo, sus extremos expresados por el marxismo y los fascismos de entreguerras- inclinadas más hacia la comunidad, lo colectivo, la nación o el Estado. Para la primera visión, la libertad intrínseca de las personas sólo puede ser restringida en forma excepcional en aquellos temas y dentro de los límites especialmente delegados en el poder por los hombres nacidos “libres e iguales”. Su primer logro “estrella” es la Constitución norteamericana -fuente de la nuestra- en la que los ciudadanos tal cuál son constituyen la piedra angular del sistema político.
La otra vertiente de la modernidad, más “continental”, por el contrario, no renunció nunca a reivindicar el papel central del poder estatal, cambiándole su ficción de origen legitimante: Dios (fundamento último del poder del Papado y del Imperio) dio paso a la soberanía popular y los reyes –representantes de Dios- a los representantes electos. Cambió el contenido del poder, pero no su función normativa y, en los hechos, la lucha por la ampliación de la libertad ha sido, en los países que siguieron esta visión, más dificultosa y conflictiva. El desmantelamiento de las formas feudales-monacales premodernas del medioevo se “delegó” tácita o expresamente en el poder del nuevo Estado y no tanto en la libertad de los individuos que, de hecho, generaba desconfianza en las élites revolucionarias por las “deformaciones” que el anciano régimen habría provocado en la presunta rectitud natural del pensamiento humano. Su ámbito “estrella” es Francia, que mantiene la imagen del Estado fuerte y todopoderoso cuya edificación comenzó en tiempos de las monarquías absolutas.
De hecho, las dictaduras y los fascismos del siglo XX se dieron en países latinos, continentales y latinoamericanos y también en estos países surgieron las utopías del “hombre nuevo”, construido en teoría por la acción del poder, “democrático” pero hegemonizado por las élites. La construcción de ese "hombre nuevo" difícilmente hubiera podido arraigar como un objetivo del poder en una sociedad apoyada en el Contrato Social. Es paradógico que la justificación de las modernas dictaduras se enraize en este ideal de la ilustración de pretender crear, mediante la acción del Estado, un ser humano moderno y racional, liberado de las creencias irracionales del feudalismo, la religión y los fetiches.
De todos modos, a través de su vertiente más nítida o de la más diluida, la modernidad se ha caracterizado por ampliar crecientemente la libertad individual, acompañada por la convicción creciente de los ciudadanos en su derecho a la autonomía. En ambos casos, se dejaba atrás la creencia en un orden natural, con estratos de poder de base divina, étnica, ideológica y con diferencias jerárquicas consideradas justificables o indiscutibles.
La modernidad evolucionó hasta abrir el camino a la posmodernidad. El actual retroceso del Estado y de las instituciones normativas heterónomas, como las religiones, han provocado en el mundo occidental una notable expansión de la multiplicidad en la identidad de las personas e intereses, cual un caleidoscopio de diferencias inimaginables hace pocas décadas. La posmodernidad, en este aspecto, ha sido el triunfo del ideal moderno de la libertad individual y del libre albedrío: el hombre sin ataduras ni disciplinamientos a cosmogonías políticas, religiosas, ideológicas o raciales. Sobre esta sólida base intelectual han florecido los infinitos matices del presente.
Alcanza con observar las nuevas formas familiares, las prácticas sexuales separadas de la reproducción, las nuevas formas económicas individuales y empresariales, la virtualidad en las relaciones, la temporalidad crecientemente aceptada de los vínculos de pareja, las diversas formas de asociacionismo activo en post de los más variados intereses, desde ambientales hasta sociales, desde culturales hasta económicos. Todo este colorido postmoderno, cuya característica es la fragmentación y el alejamiento de las cosmogonías disciplinantes es incompatible con sociedades cerradas, con Estados fuertes y conductas humanas ordenadas por el poder, aún del apoyado en la ficción de la soberanía del pueblo.
En el mundo actual, el pensamiento progresista moderno ha abandonado esa visión atrincherada en arcaicos ecos autoritarios, por ser disfuncional con el mundo de las redes, del protagonismo ciudadano, de la creciente libertad y tolerancia con la diferencia. Se trataba, en efecto, de un poder que perdía y pierde día a día legitimidad para intervenir en los comportamientos humanos y cuyas exhortaciones a “bañarse en tres minutos”, “llevar una linterna al baño”, “comer cerdo para estimularse sexualmente” o “comer carne blanca para volar como los pollos” se asemejan a hilarantes curiosidades de museo. Nadie las toma en serio.
El proceso argentino, en este aspecto, convoca a la indagación. En la gestación del nuevo país existió una corriente modernizadora y otra conservadora. Los modernizadores se inspiraron en la visión contractualista, desde Moreno y Monteagudo hasta Echeverría, Alberdi y el propio Sarmiento. Los conservadores, sin embargo, no edificaron una construcción teórica “roussoniana”, sino que más bien se fueron inclinando a la búsqueda de la restauración del orden colonial, premoderno, en una línea de pensamiento que parte desde Saavedra y se deliza hasta Rosas.
Fue recién con la organización nacional que ese modernismo continental encontró cauce en las generaciones de la organización nacional primero (Urquiza-Mitre-Sarmiento-Avellaneda) y luego en la del 80: una democracia “borbónica”, en que las elites ilustradas perseguían la construcción de un país con libertades, pero sin ceder un ápice el poder. El saldo fue innegable: se construyó un país injusto, pero el adjetivo fue mayor que el sustantivo. Era un país injusto, pero era un país. Producción, masiva inmigración voluntaria, escuelas públicas con educación universal, estado civil registrado por el Estado –y no por la Iglesia- sobre la base de leyes laicas de alcance universal, universidades, ferrocarriles, telégrafo, comercio exterior, primeros ensayos de industrialización, creación artística, ejército profesional... Nadie, hasta ahora, ha mostrado un proyecto superior. Proyecto que, bueno es recordarlo, incluia destacados voceros -como Joaquín V. González, Pellegrini y el propio Roque Sáenz Peña- que sostenían la urgencia de la evolución del sistema político hacia una democracia más inclusiva, como era el reclamo del naciente radicalismo.
Ese "país injusto" gastó casi todo el siglo XX en la lucha “contra” el adjetivo, la injusticia, olvidando en la mayoría de las etapas históricas recientes que la “justicia” no podía lograrse destrozando el sustantivo -el “país” construido-, sino mejorándolo. El siglo XX, a partir de 1930, fue una larga letanía de suma cero o negativa, en la que la suerte del país fue relegada tras los vanos esfuerzos de arrebatarse ingresos, poder y prestigio unos a otros tras la ilusión o la ficción de la justicia, mientras se comía el capital social –económico, político, de prestigio y de expectativas- acumulado en el medio siglo de 1880 a 1930.
El derrumbe del 2002, como el cierre de un círculo, patentizó esta imagen: el ingreso "per capita" de los argentinos, en valores constantes, era igual al de 1930, cuando cayó Yrigoyen. Aunque esta afirmación pueda resultar algo exagerada y efectista, ya que la moneda nacional fue artificialmente devaluada, muestra el ciclo de un país que durante setenta años vivió estancado, mientras Brasil multiplicó su riqueza por habitante por cuatro, España por cinco, Francia por seis, Gran Bretaña y Australia por ocho, y los Estados Unidos por diez.
De cualquier manera, ésto no es lo más importante para el presente análisis. Lo destacable es que la adopción del modelo bonapartista en el siglo XX tendió nuevamente a conjugarse con el organicismo colonial. Es este “conjunto cultural” el que subyace en la identidad del populismo en sus diversas variantes y no ha producido en la Argentina resultados exitosos.
El Estado redistribuyendo ingresos con motivos y formas cada vez más opacos ha provocado, desde 1930, dos fenómenos: por un lado, la deformación del sistema político, que ha caído en lo que John Ralston Saul bautizaba como la "bastardización de Voltaire", cuya característica es que las ficciones de las estructuras corporativas –sindicales, empresariales, políticas, sociales- aplastaron crecientemente la autonomía de las personas a las que en teoría servían; y por el otro lado, la ruptura de la solidaridad nacional al estimular a los actores económicos a bordear su ética social, ocultando ingresos para evitar su apropiación discrecional por parte de la burocratizada estructura estatal y corporativa que, presuntamente, "representa" a los ciudadanos pero que, en los hechos, se apropia de los ingresos de los sectores dinámicos y productivos para garantizar su propia reproducción premiando conductas parasitarias y castigando las virtuosas e independientes. El ocultamiento se traduce en la caída estructural de la inversión al mínimo compatible con la simple subsistencia de las empresas.
Estos fenómenos, a su vez, se proyectan en un inexorable alejamiento ciudadano del sistema político, al que termina viendo como un "enemigo", en lugar de como el espacio de debate y búsqueda de consensos sociales. Los ciudadanos más dinámicos, lúcidos y transformadores se aislaron de la política, salvo durante períodos históricos excepcionales y la política quedó reducida a un escalón dirigencial profesional autoreproducido, con escasas interfases con los ciudadanos. La virtual desaparición de los partidos a raíz de la crisis del 2002, y la perversa actitud del kirchnerismo desde entonces fortalecieron ese proceso.
La modernidad no estuvo ausente en el debate del siglo XX, pero con mala suerte. Su partido estandarte, el radicalismo, no pudo recuperarse de su derrota de 1930, a la que no fue ajena –como un karma que lo acompañaría durante todo el siglo- la situación internacional. Aquella vez le tocó a Yrigoyen. En 1989, a Alfonsín. Y en el 2001, a de la Rúa. En las tres oportunidades, la fuerte repercusión interna de la situación internacional y el escaso compromiso democrático de sus oposiciones circunstanciales –conservadora y peronista- interrumpieron la consolidación de la modernidad.
El mundo moderno no llegó entonces plenamente a la Argentina nunca. ¿Puede ser, en consecuencia, que el derrumbe del 2002 haya provocado un "salto histórico" y el país haya arribado a la "posmodernidad" sin culminar las tareas modernas? ¿Es ésto posible?
Veamos. Luego de la caída, producida durante una administración indudablemente modernista (regía la ley, la justicia era independiente, el presidente -demonizado y ridiculizado hasta el cansancio- no se atribuyó facultades omnímodas, la prensa era totalmente libre y sin condicionamientos, el parlamento ofrecía todo el colorido de la opinión nacional) el poder cayó en manos de la restauración y comenzó la destrucción del pais institucional -moderno- y su reemplazo por formas bonapartistas-autoritarias, el clientelismo y el patrimonialismo neofeudal aprovechando la espectacular situación internacional.
La bonanza económica –independiente de causas internas- favoreció una percepción popular favorable de la nueva etapa, así como el escenario anterior había potenciado la percepción de las limitaciones del funcionamiento institucional. Pero lo curioso es que esa regresión no fue acompañada por un disciplinamiento social -tradicionalmente unido a tal modelo- sino que creció a niveles nunca experimentados hasta ese momento la indisciplina social y la indiferencia ciudadana hacia los actos del poder, actitudes que son más características de la post-modernidad que de cualquiera de las vertientes de la modernidad.
Los ciudadanos, en efecto, no tienen hacia el poder respeto alguno y toman en sus manos la acción directa en diversas acciones, las más de las veces en formas de violencia expresa o tácita: "escraches" (es decir, agresiones de corte fascistoide) contra personas vinculadas al poder, a empresas o a un descrédito general o parcial; interrupción forzada de circulación en calles y rutas por cualquier clase de reclamos; destrozos -violentos- de bienes públicos; corte de tránsito internacional por reclamos ambientales; y otras diversas formas de "participación popular" claramente extra institucionales y en muchos casos anárquicas que llegan hasta la justificación social del delito.
El Estado populista, por su parte, parece aceptar resignado ese escenario, mientras se cierra sobre sí mismo en la recreación de una nueva burocracia económico-empresarial desligada de los intereses del conjunto, quizás por la mala conciencia que le produce el abismo entre su discurso y su acción.
El hiato entre la política y los ciudadanos crece hasta el abismo. Sólo se ve el escenario residual simbólico de los procesos electorales escasamente diferenciados de cualquier otro "megashow" posmoderno, sea deportivo, sea artístico, sea un "reality" televisivo. Los ciudadanos que "participan" en el escenario público han configurado, salvo valiosísimas excepciones, estructuras -viejas o nuevas- que en muchos casos se parecen más a tribus arracimadas en torno a efímeros cacicazgos de base mediática persiguiendo la quimera de participar en el goce del poder una vez conseguido, que a corrientes de pensamiento de ciudadanos que comparten una visión de la vida en común y están dispuestos a debatir y consensuar con quienes piensan diferente las concesiones recíprocas para facilitar -y posibilitar- la convivencia.
En este punto, cabe la tentación -facilista, y quizás "argento-centrista"- de sostener que el proceso argentino no cabe en categorías y configura una "originalidad". Y es cierto que no es sencillo encontrar un proceso parecido en la política comparada, en la región ni en el mundo. Pero para sostener esta afirmación sería necesario, sin embargo, pasar una prueba de fuego, la de la sustentabilidad. Dicho en otros términos, ¿sería sustentable una situación como la que se instaló en la Argentina, en otra situación del ciclo económico como la que derrumbó al gobierno modernista de la Alianza? ¿o la sustentabilidad del arcaico modelo bonapartista-autoritario en conjunción con el postmodernismo-anárquico fue sólo posible por el ciclo económico expansivo y colapsaría -como el anterior- si el ciclo cambia de signo?
El interrogante sería apasionante para un politólogo observador imparcial, pero es dramático para quienes están en la escena, en este símil de "sopa originaria" que incluye elementos de la Argentina colonial organicista, de la Argentina moderna liberal, del populismo autoritario y de la sociedad post-moderna fragmentada, sin otro horizonte que una especie de incertidumbre cuántica opaca al futuro.
El proceso político pareciera mostrar que la conjunción “premoderna-posmoderna” no resistirá un cambio de ciclo. La incógnita es si, ante una crisis que no está provocada ni gestionada por la modernidad sino por la restauración autoritaria, el país “post-moderno” logrará articular una alianza político-social con el país moderno, aprovechando el momento difícil para sentar las bases sólidas de un nuevo ciclo virtuoso.
El sentido común parece afirmar que hasta que no se logre la consolidación de un país moderno –que requiere, entre otros requisito, el respeto a la ley y a los derechos y libertades individuales, respeto a las formas constitucionales, construcción de un piso social de ciudadanía que incluya a todos, respeto a la independencia de la justicia, aplicación de la ley frente a las violaciones, libertad de prensa irrestricta, neutralidad del poder en los procesos electorales y la aceptación respetuosa de la “otredad”- las tensiones generadas por la fragmentación de la pomodernidad nos hará caminar en el filo de la navaja de la propia existencia nacional. Sólo las formas institucionales sólidas pueden procesar conflictos y opiniones disímiles sin degenerar en violencia cotidiana, sólo la representación política puede racionalizar los debates, sólo la modernidad puede contener a la posmodernidad sin riesgo para la sociedad. Sin modernidad reflexiva, sin cosmopolitismo consciente, será muy difícil encontrar el rumbo sustentable.
Frente a este escenario queda sólo recurrir a la construcción ciudadana. Esa virtud de la ilustración apoyada en la fe genérica en el destino del hombre -aporte romántico a la aparente frialdad de la razón, que renace en las fechas patrias como símbolo de viejos sentimientos nacionales- es la reserva –quizás voluntarista- que permite hoy mantener la esperanza en el destino compartido de los argentinos. El renacimiento que están mostrando los partidos políticos –tradicionales y nuevos- iniciado con el campanazo que significó la eclosión ciudadana del 2008 alimenta esa llama que, como en 1810, no fue encendida por liderazgos providenciales sino por personas comunes que, por encima de los liderazgos, tomaron en sus manos la defensa de sus derechos reclamando la reconstrucción del país institucional.
Desde esta óptica, el Bicentenario es una oportunidad para pensar el país con visión de futuro y relanzar su marcha. Sería una lástima desperdiciarla una vez más.
Ricardo Lafferriere
http://stores.lulu.com/lafferriere
ricardo.lafferriere@gmail.com
sábado, 13 de febrero de 2010
¿Es progresista “un poco de inflación”?
Carne, lácteos, harina, aceite, frutas. Alquileres, expensas, tarifas, remedios. Lápices, cuadernos, libros, útiles. En todos los casos, el “incremento” de los precios, medidos con respecto al mismo mes del año pasado, han sido entre un 25 y un 80 por ciento.
Los salarios subieron en el mismo lapso un promedio inferior al 20 por ciento. Pero muchos lo perdieron y están fuera del sistema estable, con una demanda de servicios que se ha reducido sustancialmente. Se requiere menos servicio doméstico, niñeras, cuidadores de jardines, plomeros, electricistas, changarines. El que pagaba por un servicio y hoy puede obviarlo, lo hace. El resultado es más gente en la calle buscando trabajo. Y más gente en la calle, viviendo con el cielo como techo. No son necesarias las estadísticas del INDEC: puede verse al observar nuestro paisaje urbano.
¿Es progresista comerle el salario a quien vive de él?
Asumiendo la eticidad inherente al progresismo y como todas las respuestas sobre una pregunta ética, en abstracto es imposible contestar. Si se reduce el salario porque hay una catástrofe natural y hay que reconstruir lo destrozado, o si se enfrenta una situación conmocionante como un conflicto bélico o una epidemia, quizás sería éticamente justificable.
Pero si nada de eso ocurre ¿es progresista y ético licuarle el salario a la gente, quedándose con una porción de su poder de compra? ¿Es ético hacerlo, mostrando como contracara un cínico enriquecimiento por parte de quien se queda con esa porción del salario trabajador, de las jubilaciones y pensiones de pobres compatriotas y hasta de la posibilidad de llevar un plato de comida a la casa en los hogares más humildes?
Hemos sufrido en Argentina, en tiempos no tan distantes, lecciones que creíamos aprendidas por errores que cometimos todos: peronistas, liberales y radicales. Se había instalado en el país la idea de que “un poquito de inflación no importa” y hasta que podía ser buena. Ochenta años de estancamiento nos costó ese error y muchos ceros perdidos por nuestra moneda, que no es simplemente un papel impreso sino que es la única riqueza que tienen los más pobres, los que viven de su trabajo o de su jubilación y –en el otro extremo- el símbolo de la fortaleza de un país. Hoy vemos que nuestro peso, en el entorno regional, es la moneda más debil, y que fuera del entorno regional directamente no existe.
La inflación no castiga al pudiente, que tiene muchas alternativas para defenderse. Golpea, en forma inhumana, a la señora que en el supermercado ve que mes a mes, su sueldo vale menos. Al jubilado que no puede comprarse su remedio, del que no depende un negocio turístico en el Calafate o una noche orgiástica incentivada con un chanchito a la parrilla, sino la dramática posibilidad de seguir viviendo o no. Al trabajador, a quien ya no le queda tiempo familiar porque debe desfilar en dos o tres trabajos, o matarse en horas extras, simplemente para poder pagar el alquiler, la factura de la luz y la cuenta del gas.
En realidad la inflación no significa que los precios suben, sino que el dinero de todos ha sido saqueado y no tiene respaldo ni valor. Salvo para el que ha podido comprar dólares en un buen momento, lograr buenos negocios con tierras estatales o asociarse con los felices adjudicatarios de obras públicas a precios gigantescos, muchas veces sin obligación siquiera de construirlas.
La inflación no es fabricada por los comerciantes, los productores o los industriales. Es producida por decisiones políticas cleptómanas, indecentes, deshonestas.
La inflación, poquita o mucha, es una inmoralidad. Y una inmoralidad, por definición, no puede ser progresista sino profundamente reaccionaria, antipopular y retrógrada.
Ricardo Lafferriere
Los salarios subieron en el mismo lapso un promedio inferior al 20 por ciento. Pero muchos lo perdieron y están fuera del sistema estable, con una demanda de servicios que se ha reducido sustancialmente. Se requiere menos servicio doméstico, niñeras, cuidadores de jardines, plomeros, electricistas, changarines. El que pagaba por un servicio y hoy puede obviarlo, lo hace. El resultado es más gente en la calle buscando trabajo. Y más gente en la calle, viviendo con el cielo como techo. No son necesarias las estadísticas del INDEC: puede verse al observar nuestro paisaje urbano.
¿Es progresista comerle el salario a quien vive de él?
Asumiendo la eticidad inherente al progresismo y como todas las respuestas sobre una pregunta ética, en abstracto es imposible contestar. Si se reduce el salario porque hay una catástrofe natural y hay que reconstruir lo destrozado, o si se enfrenta una situación conmocionante como un conflicto bélico o una epidemia, quizás sería éticamente justificable.
Pero si nada de eso ocurre ¿es progresista y ético licuarle el salario a la gente, quedándose con una porción de su poder de compra? ¿Es ético hacerlo, mostrando como contracara un cínico enriquecimiento por parte de quien se queda con esa porción del salario trabajador, de las jubilaciones y pensiones de pobres compatriotas y hasta de la posibilidad de llevar un plato de comida a la casa en los hogares más humildes?
Hemos sufrido en Argentina, en tiempos no tan distantes, lecciones que creíamos aprendidas por errores que cometimos todos: peronistas, liberales y radicales. Se había instalado en el país la idea de que “un poquito de inflación no importa” y hasta que podía ser buena. Ochenta años de estancamiento nos costó ese error y muchos ceros perdidos por nuestra moneda, que no es simplemente un papel impreso sino que es la única riqueza que tienen los más pobres, los que viven de su trabajo o de su jubilación y –en el otro extremo- el símbolo de la fortaleza de un país. Hoy vemos que nuestro peso, en el entorno regional, es la moneda más debil, y que fuera del entorno regional directamente no existe.
La inflación no castiga al pudiente, que tiene muchas alternativas para defenderse. Golpea, en forma inhumana, a la señora que en el supermercado ve que mes a mes, su sueldo vale menos. Al jubilado que no puede comprarse su remedio, del que no depende un negocio turístico en el Calafate o una noche orgiástica incentivada con un chanchito a la parrilla, sino la dramática posibilidad de seguir viviendo o no. Al trabajador, a quien ya no le queda tiempo familiar porque debe desfilar en dos o tres trabajos, o matarse en horas extras, simplemente para poder pagar el alquiler, la factura de la luz y la cuenta del gas.
En realidad la inflación no significa que los precios suben, sino que el dinero de todos ha sido saqueado y no tiene respaldo ni valor. Salvo para el que ha podido comprar dólares en un buen momento, lograr buenos negocios con tierras estatales o asociarse con los felices adjudicatarios de obras públicas a precios gigantescos, muchas veces sin obligación siquiera de construirlas.
La inflación no es fabricada por los comerciantes, los productores o los industriales. Es producida por decisiones políticas cleptómanas, indecentes, deshonestas.
La inflación, poquita o mucha, es una inmoralidad. Y una inmoralidad, por definición, no puede ser progresista sino profundamente reaccionaria, antipopular y retrógrada.
Ricardo Lafferriere
Suscribirse a:
Entradas (Atom)