lunes, 25 de febrero de 2013

En manos de la justicia (norteamericana)…



                El riesgo de abordar con una mirada imparcial el conflicto judicial que la Argentina mantiene con los acreedores que no ingresaron en el Canje en los tribunales de Estados Unidos es ubicarse en el “borde” del relato oficial y a un paso de caer en la demonización “antinacional” y “antipopular”. Pero trataremos de hacerlo, conscientes que se trata de un tema del que se desprenderán consecuencias altamente gravosas para el país y que está lejos de ser tratado por la justicia norteamericana con la ligereza de los argumentos oficiales, que tras el barniz “nac & pop” nos está llevando innecesariamente al borde de un abismo. En esa eventual caída, los que más sufrirán serán los compatriotas de menores ingresos, sin defensas ni espaldas para soportar una tormenta que puede llegar a ser de las más grandes sufridas por el país en su historia.

                Veamos los antecedentes. La Argentina es deudora por bonos impagos emitidos por diferentes gobiernos, en los que incluyó la jurisdicción de los tribunales norteamericanos como uno de los argumentos que en su momento ofreció para que posibles inversores los compraran. Como en la mayoría de las emisiones de países en desarrollo que desean tomar capitales prestados, la subordinación a la justicia de Nueva York intenta darle a quienes se intenta seducir la mayor seguridad de que no serán defraudados en sus préstamos.

                Con esta cláusula, los bonos fueron adquiridos por inversores diversos. Al producirse la interrupción de pagos, todos dejaron de cobrar. Y cuando el país ofreció volver a pagar a aquellos que aceptaran una “quita” de más del 60 % (es decir, devolver sólo el 35 % aproximadamente del monto original) la gran mayoría aceptó. Pero hubo otros que no. Son “holds-out”, “esperan afuera”.

                ¿Tenían derecho los que no aceptaron a hacer lo que hicieron? Sí, porque en el plano internacional no existe un procedimiento concursal o de quiebras, que permita a los deudores fallidos a liquidar su patrimonio, que los acreedores se repartirían de manera forzosa para todos –como en el derecho interno- y a “empezar de nuevo”, con las limitaciones jurídicas de los quebrados. Lo que se debe, se debe. No prescribe, no se olvida, ni se evapora. Ante los acreedores que no aceptan una “quita”, el deudor lo sigue siendo por la totalidad de la cantidad pactada, con más sus intereses. De hecho, es como si dijeran: “No queremos cobrar de menos. Esperaremos hasta que logremos cobrar todo”.

                ¿Cuál es entonces la situación jurídica de los acreedores que no aceptan? No pierden ningún derecho. Pueden reclamar judicialmente sus créditos en la jurisdicción pactada y buscar bienes del deudor para su ejecución forzada. Su diferencia con los que sí aceptan es que no cobran “por las buenas”, en la manera ofrecida por el deudor fallido, sino que asumen la carga de la ejecución judicial.

                ¿Pueden vender sus créditos? Sí, porque son bienes en el mercado, títulos-valores con vida propia, desprendidos de la operación original, de los que existen en todas las bolsas del mundo. Sus dueños pueden hacer con ellos lo que les plazca: venderlos, rematarlos, regalarlos, romperlos. Su cotización depende de la estimación del mercado sobre la posibilidad de cobro. En el caso de los “holds-out” con créditos contra Argentina, se cotizaban a alrededor del 38 % del valor nominal.

                Pasando entonces en limpio: los acreedores que no entraron en el canje pueden ser calificados de “buitres”, “animales”, “chupasangre”, “demoníacos” o lo que se le ocurra al deudor moroso –o sea, a la Argentina-. En realidad, en términos legales, no hacen otra cosa que reclamar de manera previsible un crédito legítimo, que obtuvieron porque el deudor alguna vez le pidió prestado dinero que después no devolvió en las condiciones pactadas. Las descalificaciones ni obligan, ni categorizan, ni inciden, en la naturaleza jurídica de las acreencias y en sentido estricto no configuran otra cosa que argumentos de marketing político, ajenos a la justicia.

                Un juez aplica la ley –en cualquier país- y su deber es hacer cumplir las obligaciones. Esto no es un invento del imperialismo: el pago de las deudas está reglamentado desde el Código de Hammurabi (1760 AC) y la Biblia, en todas las legislaciones del mundo, de todas las épocas. Es la base de la construcción jurídica de la humanidad, que fue un avance sobre los tiempos en que las deudas se cobraban por mano propia en tiempos del Antiguo Testamento: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida y contusión por contusión". Sólo si la víctima lo pedía, se anulaba la pena cambiándola por una suma de dinero que el perjudicado fijaría. De lo contrario, se cumplía al pie de la letra y sin apelación posible.

En nuestro caso, los acreedores que no aceptaron el canje reclamaron esa deuda en la justicia prevista para ello, obtuvieron su declaración de legitimidad, y comenzaron a buscar bienes para ejecutar al deudor, como lo hace cualquier acreedor burlado.

                El juez ante el que se tramita el reclamo recibió incluso una intimación de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, ordenándole que, dado el tiempo transcurrido, dispusiera la forma en que los acreedores puedan cobrar su deuda. No sólo eso: en una reciente resolución, ha dispuesto perseguir los eventuales fondos particulares de los presidentes argentinos que se niegan a pagar la deuda del país, Néstor y Cristina Kirchner, dejando una ventana abierta para perseguir a otros funcionarios.

Ante la inexistencia de otros bienes disponibles, decretó que las deudas de los “holds-out” debían cobrarse en forma proporcional de los fondos que el deudor –la Argentina- remitía a un banco norteamericano para pagarle a los que sí entraron al canje, el “banco pagador”. Éste actúa como mandatario del gobierno argentino. Los fondos pertenecen al gobierno argentino hasta que se transfieren a cada acreedor, y en consecuencia podrían ser embargados. “En principio”.

¿Por qué “en principio”? Porque esta decisión, aunque lógica desde el punto de vista jurídico, tiene consecuencias graves para el movimiento del sistema financiero (argumento político-económico) ya que si es así, todas las restructuraciones de deudas que se realicen en el futuro serían inviables si no fueran aceptadas por el 100 % de los acreedores. Claro que desde el punto de vista jurídico, esto no puede ser un argumento para que la ley no se aplique y los acreedores “holds-out” no puedan cobrar sus créditos sobre fondos de los deudores.

                La situación se ve agravada por el permanente (e innecesario) desafío verbal del gobierno argentino deudor contra la decisión judicial, reiterando a plena voz que no pagará. Esa actitud fue la determinante para que el juez Griesa haya decidido sacar el tema de la “zona gris” en la que, con infinita paciencia y desgaste de su autoridad lo había ubicado durante casi una década y definir de manera terminante que esa deuda puede cobrarse embargando los fondos argentinos enviados para otros fines.

                Pero esta decisión trae otro problema: si procediera como se ha resuelto, no habría posibilidades de más restructuraciones, porque los acreedores de países en problemas sabrían que no tienen ventajas aceptando canjes con quita, si pueden cobrar ejecutando sus créditos sobre los fondos destinados a los pagos de los que sí aceptan quitas. Ninguno querría cobrar de menos. Las “soluciones creativas” diseñadas por los operadores financieros, las instituciones de crédito, los gobiernos endeudados y los propios gobiernos de los países centrales no podrían efectuarse. Curiosamente, todos los protagonistas del “sistema” (deudores, acreedores “in”, Bancos, presidentes y presidentas) aspiran a que no se aplique la ley, sino los acuerdos políticos.

Tanto una solución como la otra genera grandes conmociones en el sistema financiero, por los antecedentes que establecen. Y la justicia norteamericana, último garante del sistema mundial de pagos, debe establecer un cartabón sobre un conflicto en el que se enfrentan el derecho de propiedad –de los acreedores a cobrar sus deudas-, que es el puntal último de la economía mundial, con las soluciones “conversadas”, al estilo de informales procesos de convocatoria de acreedores internacionales, que dejan afuera a acreedores a los que no les conviene aceptar esos términos que les imponen deudores y terceros.

Negar lo primero (que los acreedores cobren lo pactado) implicaría dejar al sistema financiero mundial sin base legal, y de paso –para la justicia norteamericana- renunciar a ser considerada la “máxima seguridad” para las transacciones. Pero negar lo segundo, cerraría las puertas a soluciones políticas imprescindibles para países en problemas. Singular desafío para los jueces de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, que se encuentran –ante la falta de normas internacionales vinculantes- sometidos a la presión de los intereses de unos y otros.

¿Qué harán? Puestos en estos extremos, el viejo principio del derecho romano “dura lex, sed lex” (ley dura, pero ley) es que la justicia se incline por hacer lugar a los reclamos de los “holds-out”. La “realpolitik” quizás los lleve a atemperar en el tiempo el cumplimiento de la obligación, pero sería muy difícil que se rechace el reclamo acreedor, porque significaría ignorar la ley y por lo tanto se asemejaría en mucho al caos económico global generalizado, que de golpe se encontraría sumergido en una gigantesca incertidumbre.

Desde esta página hemos reiterado más de una vez que la economía global ha desbordado las legislaciones –y la política- diseñada en tiempos de los Estados Nacionales soberanos, con economías autárquicas. En este caso, está claro que la ausencia de un procedimiento establecido de quebrantos que permita reglamentar casos como el argentino (o como el griego, o como el ruso o el mexicano) incrementa la incertidumbre –y eleva el costo- de la intermediación financiera.

Pero por el otro lado, la pretensión de la utilización indiscriminada de un concepto de derecho público como la “soberanía” por parte de administraciones fallidas para no abonar deudas contraídas en el mercado privado, coloca a todo el sistema al borde de su implosión y amenaza con retrotraer el escenario a los tiempos anteriores a la Doctrina Drago -cobro compulsivo de deuda externa, inclusive por medios militares-.

En efecto: si bien pareciera de sentido común que los Estados no fueran sometidos a las leyes aplicables a los particulares, también lo es que la economía sería imposible si los deudores pudieran dejar de pagar sus deudas en las condiciones pactadas cuando se les ocurra, máxime cuando para endeudarse se han sometido a las normas del derecho privado y han renunciado voluntariamente a oponer su soberanía como defensa en caso de incumplimiento.

Entre esos dos extremos se balancea la difícil decisión que deba tomar la justicia de Estados Unidos, ante la cuál la prudencia parece aconsejarnos –como deudores- no colocarse en los extremos –como la desafiante actitud de “no les pagaremos” porque son la “justicia del imperio”- que pueden obligarla a tomar la peor decisión, no tanto por el problema de fondo, sino como necesaria reacción ante un justiciable rebelde que da un “mal ejemplo”.

Para la Argentina y sus autoridades, como parte en litigio, guardar las formas, respetar a los jueces y prometer acatamiento y voluntad de pago –o sea, volver a la “zona gris”-  será mucho más efectivo que las frases altisonantes sin ningún efecto procesal positivo pero muy alta peligrosidad, si lo que se busca es salir del problema y no agravarlo. La alternativa se acerca peligrosamente a la periferia del planeta, en el límite con las zonas marginales.

La Argentina no está hoy precisamente en condiciones de declararle la guerra al mundo –ni a nadie-, cualquiera fuere la convicción sicológica íntima de su máxima autoridad. Salvo que, sin importar sus consecuencias, se estuviera gestando a propósito un grave conflicto externo para escudar tras él, con toscas proclamas patrioteras, las enormes falencias de gestión de los últimos años.

Sería posible, aunque también perverso.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 20 de febrero de 2013

Jugando con fuego



                Informaciones hecha públicas el domingo por un matutino de alcance nacional indican que el antiguo programa misilístico que costó tantos dolores de cabeza al país en los inicios de la administración Menem, estaría siendo reactivado en el marco de un convenio de cooperación con la empresa estatal venezolana “CAVIM” (Compañía Anónima venezolana de Industrias Militares).

                La nota peligrosa es el convenio vigente de esta última con el proyecto iraní de desarrollo nuclear y misilístico, razón por la cual ha sido sancionada hace pocos días por el Departamento de Estado de Estados Unidos, en razón del embargo decretado por Naciones Unidas sobre Irán, por su proyecto de desarrollar su capacidad nuclear ofensiva.

                Quien esto escribe siguió de cerca, hace años, los avatares del proyecto Cóndor II, desarrollado durante el gobierno del presidente Alfonsín, mirado con recelo –pero entonces tolerado- por Estados Unidos, en razón de su posible contradicción con el MTCR (tratado destinado a limitar la proliferación misilística). Lo defendió hasta donde fue posible, consciente de la importancia que traería al desarrollo tecnológico nacional. El gobierno de Alfonsín era insospechado de cualquier intento desestabilizador, armamentista o terrorista, y ante eso, aún en el marco de reiteradas tensiones, pudo ser mantenido y avanzó.

                Dicha iniciativa debió ser luego, con la administración Menem, desmantelada. El motivo no fue otro que la incertidumbre que generaba en los actores de la alta política internacional la displicencia con que el entonces candidato triunfante en las elecciones de 1989 expresara, en declaraciones a la prensa, que dicha tecnología sería transferida a Mohamar Kadafi, que en ese momento había expresado su interés. Esa transferencia se realizaría como contraprestación por el apoyo económico que el dirigente libio otorgara al candidato justicialista en esas elecciones.

                El mundo es uno solo y tiene vasos comunicantes. Nada es secreto. Mucho menos, cuando los propios protagonistas se lo cuentan a la prensa. De ahí que cuando pocos meses después la Argentina necesitara el apoyo norteamericano en gestiones ante el FMI, en una de sus recurrentes crisis, altos funcionarios del país del norte exigieran el desmantelamiento de dicha iniciativa como condición para prestar la aquiescencia pedida. Y así fue dispuesto, trasladándose las instalaciones a la órbita civil –CONAE-, esparciéndose los científicos que trabajaban en él, y trasladando las partes estratégicas a España, para proceder allí a su destrucción.

                Por supuesto, en el país la polémica fue fuerte, con acusaciones cruzadas y descalificaciones recíprocas. Lo cierto es que la Argentina cosechó el fruto de su improvisación, y de la reiteración de una tradicional actitud de ciertos protagonistas compatriotas: la negación de la “realpolitik”, como si nuestro país fuera el ombligo del mundo y no estuviera obligado, como cualquiera, a medir ventajas y desventajas de cada decisión antes de tomarla. Y después de producidas las consecuencias, vestirse con traje de epopeya y comenzar contra el mundo una guerra verbal, que sólo conduce a profundizar las consecuencias. El patrioterismo, remedio de los imbéciles, o como diría Samuel Johnson, “la última defensa de los canallas”, hace el resto.

                Ahora, y de no desmentirse con hechos la noticia mencionada más arriba, estaríamos cercanos a reiterar el error. No parece suficiente la ambigua desmentida del Ministro de Planificación. El 90 % del mundo está unido en la lucha contra el terrorismo y contra la proliferación atómica y misilística. Nuestro propio país formaba –y aún hasta hoy, forma- parte de ese consenso, que no es una imposición de las naciones grandes, sino de las Naciones Unidas. Recomenzar el viejo proyecto, nuevamente bajo la órbita militar, hará renacer viejas sospechas, alimentadas por el incomprensible “memorando” firmado con Irán por el que virtualmente se amnistía a los funcionarios de dicho país por la autoría de los dos atentados terroristas más graves de toda nuestra historia, con un saldo de decenas de muertos.

                La propia circunstancia de que la reanudación del proyecto fuera anunciado en el 2011 por la presidenta en la Cena anual de las Fuerzas Armadas, en lugar de hacerlo en un ámbito científico o tecnológico civil, alimenta resquemores y sospechas en un mundo impregnado de desconfianzas.

                No parece buen momento, ni en el país ni en el mundo, para estos experimentos. Desarrollar un lanzador satelital que ayude a cerrar el circuito de la tecnología espacial es una muy buena cosa. Poner ese desarrollo en el ámbito de una cooperación inter-militar, con vínculos ciertos y públicos con un país embargado por las Naciones Unidas por su actitud proliferante y agresiva, es otra.

Más aún: al igual que en 1990, es la mejor forma de condenar a esa iniciativa al ostracismo científico internacional y de llevar al país a una profundización de su peligroso aislamiento.

Ricardo Lafferriere

lunes, 11 de febrero de 2013

Enchastre jurídico, amnistía política





                
      El acuerdo con Irán no encuadra en ninguna institución jurídica argentina. Constituir una Comisión no judicial que investigue la autoría de delitos que son objeto de causas judiciales y en los que existen órdenes de detención expedidas, si es administrativa –aunque sea binacional, o internacional- carecerá de efectos jurídicos sobre los imputados, que son ya encausados en el plano judicial.

Pero si esa Comisión Administrativa conformada por un memorando entre los poderes administradores se convierte en un organismo acordado por un Tratado Internacional formal, implicará una reforma tácita “ad-hoc” del Código Procesal Penal, reemplazando para estas causas los institutos legales de la “Indagatoria” y la “declaración testimonial”, que los imputados podrían eventualmente invocar para liberarse de su orden de captura. Un Tratado, en efecto, tiene una jerarquía superior a las leyes –entre las que está el Código de Procedimientos Penales- y al legislar sobre un tema que es de su materia, lo deroga tácitamente en ese aspecto.

Otra cosa es su validez constitucional. Aunque sea discutible, no parece que la Corte Suprema pudiera darle validez a una reforma procesal penal “expost” que saca tanto a los imputados como a los fiscales titulares de la acción pública de sus jueces naturales, “designados por la ley antes del hecho de la causa” –art. 18, Constitución Nacional-.

Lo que resulta insólito es la intervención judicial. ¿Qué naturaleza jurídica-penal tendrán las declaraciones que se tomen? ¿Serán indagatorias, con su consecuencia inherente que es la disposición de los reos por parte de los jueces? ¿Se cumplirán para ello los requisitos procesales de participación de las partes previstas en la ley, o sea el Ministerio Público, los defensores y los querellantes? ¿Se intimará a los imputados a designar defensores, y en caso que no lo hagan se les designarán de oficio? ¿Serán simples testimoniales? ¿Se realizarán bajo juramento, y por lo tanto no tendrán validez como pruebas de cargo para cada declarante? ¿Reemplazarán esas declaraciones a las que los imputados están conminados a realizar en los procesos en curso? ¿O serán simples elementos de juicio “en búsqueda de la verdad”, ajenos a los procesos, para lo cual será necesario establecer un mecanismo adecuado de incorporación de las pruebas a la causa?

Sin duda, por estas y otras preguntas que los técnicos en derecho penal ya han anotado, lo que se ha firmado con Irán conforma un enchastre jurídico que anuncia conflictos abiertos con las víctimas, los fiscales, los Jueces –y en última instancia, la Corte- y –obviamente- con Irán.

Pero sus efectos, verdaderos motivos por el cuál Irán firmó el acuerdo, conforman una real amnistía, sancionada por el Congreso del país en el que se cometieron los crímenes. La consecuencia real y concreta será la paralización indefinida de las causas en Argentina, conducidas a un callejón sin salida. La información que “ambos Cancilleres” deberán realizar a la Secretaría General de INTERPOL, sobre el tenor del Convenio, por otra parte, no se explica sin asumir que un real objetivo del acuerdo es el levantamiento de las órdenes de captura –judiciales- que pesan sobre los imputados iraníes.

Se habrá concretado la impunidad sobre los dos atentados terroristas más grandes de la historia realizados en nuestro país.

          El oficialismo afirma que a pesar de todas las contradicciones anotadas, no se renuncia a la jurisdicción argentina, las causas seguirán su marcha y no se levantarán las órdenes de captura. Es bueno acotar que nada de eso se dice en el Acuerdo, que una vez aprobado por ambos Congresos –argentino e iraní- tendrá vida propia, independiente de lo que hayan manifestado por fuera de él los legisladores o sus propios redactores. Los motivos que se invocan –económicos, comerciales, o de inversión- para justificarlo no tienen relevancia ante los caminos que abre y ante los funcionarios –nacionales e internacionales- que deberán interpretarlo.

         Ni los funcionarios que firmaron esta humillante capitulación del derecho argentino ante el terrorismo ni los propios terroristas amnistiados, sin embargo, podrán festejar. Las normas penales que castigan esta clase de delitos, claramente “de lesa humanidad”, podrán burlarse por poco tiempo.

Estos crímenes son imprescriptibles y no pueden ser objeto de perdón ni amnistía, abiertos o encubiertos. La responsabilidad por estos efectos se extenderá también al Estado argentino, por haber renunciado a su obligación de persecución penal, ubicándose en similar situación marginal que Irán. Y ello abrirá automáticamente la jurisdicción de cualquier tribunal del mundo –léase bien, de cualquier tribunal del mundo- para abrir su propia causa, ante la impunidad provocada por el acuerdo entre ambos países.

           Más tarde o más temprano, el peso del derecho penal internacional caerá sobre ellos.

         La política internacional del kirchnerismo ha sido y es lastimosa para los intereses nacionales. No sólo en el plano regional, sino en el global, el país ha optado por el aislamiento y su imbricación con lo peor del planeta. Este acuerdo consolida ese rumbo, en un escalón mayor de gravedad: hasta ahora, la Argentina era vista como el hazmerreír de todos, pero había un compromiso que nunca se atrevió a romper: el de su apoyo a los esfuerzos internacionales contra el terrorismo.

            Este acuerdo traspasa ese límite. No es aventurado afirmar que si el Congreso aprueba este enchastre, no será ya sólo el kirchnerismo –en última instancia, una circunstancia en la historia nacional, que como cualquier gobierno, en algún momento terminará- quien extravió sus pasos. Será la Nación Argentina, con el peso de sus máximas instituciones políticas.

             Y desde ahí, será mucho más trabajoso volver.


Ricardo Lafferriere

viernes, 8 de febrero de 2013

Callejón... ¿sin salida?



                Es difícil imaginar una alternativa superadora del laberinto en el que ha ingresado la administración de Cristina Kirchner, por su propia decisión. Al menos, es difícil imaginarla sin un cambio copernicano de su discurso y de su práctica.

                Proseguir en el rumbo del “relato” y del “modelo”, al parecer, no lleva a otra situación que a la profundización de la crisis. Le fue advertido esto desde hace al menos cinco años por varios economistas y políticos. Entre las voces que anunciaron este desemboque estaba esta humilde columna, que advirtió desde que comenzaron los dislates, hacia dónde nos conducirían.

                Esta consecuencia, a pesar de ser inexorable, era ocultada por la ideología y la auto satisfacción que brinda el aislamiento del poder. “Es verdad, porque lo decimos nosotros”, contó alguna vez un periodista que había respondido Néstor Kirchner a una pregunta sobre su fundamento para afirmar una clara inexactitud económica. Esa percepción del poder los llevó –“nos” llevó, a todos los argentinos- a muchas crisis en nuestra historia, como la que enfrentamos y enfrentaremos en el futuro más que próximo.

                “El Banco Central no está para defender la moneda, sino para impulsar el crecimiento”, afirmaba suelta de cuerpo la presidenta de la Institución, cuando se barrió con la última pequeña barrera a la discrecionalidad y el gobierno decidió apropiarse libremente de las reservas internacionales, luego profundizada con la afiebrada emisión que llevó al 40 % del circulante a carecer de respaldo efectivo.

                Como todo es ideología, la respuesta de la funcionaria se redujo a repetir una consigna de moda hace cuarenta años, ignorando el tiempo que pasó y las experiencias que hemos vivido –en el mundo, y en el país- en esas décadas.

                El crecimiento es un objetivo loable, pero no está en manos exclusivas del gobierno y mucho menos del órgano que maneja el dinero. Depende de muchas otras variables, también mayores que las descriptas por Locke y sus discípulos contemporáneos: el avance tecnológico, el mercado percibido como probable, la productividad de la economía, la situación de la economía nacional “vis a vis” con la región y el mundo, la imbricación con la “locomotora” del crecimiento en cada época, y hasta la situación sicológica o “expectativas” de quienes deben decidir una inversión.

                Todas esas variables no las maneja el Banco Central. Ni siquiera el gobierno. El saldo final de la ecuación no dependerá de sus decisiones exclusivas, aunque la acción del gobierno –y del BCRA- pueden obstaculizar, a veces fuertemente, ese crecimiento. Y es lo que ha pasado.

                La administración Kirchner hizo eje de su gestión en la incentivación de la demanda, virtualmente ignorando todo el resto: tendencias del mercado global, alicientes a la inversión, capacitación empresarial, tecnológica y laboral de los argentinos, adecuados servicios financieros, papel de la infraestructura en la competitividad nacional, estimulación de la confianza inversora, respeto al estado de derecho…

En la campaña presidencial del 2007, tanto Elisa Carrió como Roberto Lavagna alertaron sobre este grotesco voluntarista, que pretendía “crecer a tasas chinas” manteniendo el 7 u 8 % de “crecimiento” anual, pero ocultando que ese crecimiento se reducía centralmente a liquidar la capacidad instalada y ahorrada por el país durante décadas. Proponían ambos un plan de largo plazo con una meta de crecimiento del 5 % anual, lo que permitiría destinar a la inversión un par de puntos adicionales del PBI. La respuesta de Kirchner fue demencial: “no me van a llevar a enfriar la economía”, denunciando a ambos como “neoliberales”, ante la euforia de la cofradía “nacional y popular” que aplaude cualquier cosa.

                Todo fue liquidado en el altar de la “diosa demanda”, entre otras cosas la competitividad producida por la macrodevaluación post-crisis, el deterioro de la infraestructura, el derrumbe de los servicios educativos, la disponibilidad de recursos adicionales generados por el default de Rodríguez Saá-Duhalde y su pesificación asimétrica, el alegre consumo sin reposición de las reservas de hidrocarburos, la bonanza de los términos del intercambio y el aporte fiscal extraordinario extraído al sector agropecuario.

                Cuando se terminaron esos recursos comenzaron con los saqueos, avanzando sobre el marco institucional. Las reservas internacionales del BCRA, la apropiación de los ahorros previsionales, la apropiación de empresas “manu militari”, la manipulación de los precios y la disolución paulatina de la moneda nacional.

                Ahora, agotado todo, su objetivo es lo que queda: los bienes personales de los argentinos. La AFIP ha anunciado operatorias sobre los productores, para “forzarlos a vender” su producción, como si ésta no fuera de ellos. Y los funcionarios más alocados predican desde hace tiempo la apertura forzada de las cajas de seguridad en los bancos, equivalente a entrar en los hogares de cada familia argentina para decidir qué se le arrebata, en nombre del “modelo nacional y popular” y la vigencia del “relato”.

                Obviamente, la tensión social recrudecerá, con el telón de fondo de muchos compatriotas forzados a una marginalidad mayor por la clara recesión que instalará el “modelo”.

                Hace tres años decíamos que cada día que pasara en ese rumbo, se haría más dura la salida porque estaríamos más enterrados. Hoy alertamos con mayor fuerza. El país es un polvorín, y andan sueltas bandas armadas fuera de todo control con capacidad de encender las mechas.

                Entonces: ¿estamos en un callejón sin salida? Nada de eso. Hay salida, y sigue siendo prometedora. Hay un buen escenario externo, y el deterioro en la convivencia ha provocado saludables reacciones en muchos argentinos que fueron anestesiados por el auge del consumo, pero que despiertan. Las gigantescas movilizaciones del 2012, las más grandes de la historia, muestran estas reservas.

                Lo que no hay es salida en el marco de este relato y este “modelo”. Tampoco en el marco de este régimen de gobierno. La salida exige generación de confianza y renacimiento del optimismo, y eso está alejado de las posibilidades del kirchnerismo. Cada nueva medida espanta inversores, profundiza el miedo, genera justificados comportamientos defensivos en los ciudadanos e incrementa las conductas preventivas que conducen a la recesión. Y además, nadie cree ya en su palabra. Ni siquiera los que aplauden.

                Y necesitamos, por el contrario, estado de derecho impecable con justicia independiente, seguridad jurídica escrupulosamente respetada y un gobierno que vuelva a hacer honor a su palabra, para estimular inversores en infraestructura pero también en toda la economía.

Necesitamos políticas sociales coherentes y sustentables, para incluir a todos en el proceso de recuperación.

Necesitamos una cuidadosa legislación y protección ambiental, para acompañar el crecimiento económico con el mejoramiento de las condiciones del entorno del que tradicionalmente sabíamos enorgullecernos.

Necesitamos políticas cuidadosas en la explotación de los recursos naturales, que no son de nuestra generación sino que tenemos que compartirlos con las que vienen, para lo cual debemos ser estrictos en su sustentabilidad.

Necesitamos una convivencia segura, para lo cual debemos erradicar de raíz el narcotráfico, ampliar los servicios educativos haciendo viable la obligatoriedad y profesionalizando los servicios policiales nacionales y provinciales sin tolerancia alguna con los excesos.

Necesitamos poner en vigencia las autonomías provinciales y municipales, dotándolas de recursos legítimos con un federalismo fiscal que estimule el pago de impuestos y el control social de su uso.

Necesitamos, en suma, una política limpia, sosteniendo un gobierno de unión nacional con base democrática, representativa e inclusiva.

Quien esto escribe está convencido que un gobierno partidista no logrará el milagro, que no es imposible si alineamos las fuerzas. La dinámica de la confrontación le llegaría muy pronto y recaería en ella, sobre el terreno abonado de las rudimentarias intolerancias que deja el kirchnerismo.

Por eso, aún con la incomprensión de muchos, insiste en el camino con absoluta fe en los argentinos y con la ilusión –que en ocasiones confiesa sentir ciertamente voluntarista- de que este rumbo, tan claro, podría concitar la confluencia de la virtual totalidad del arco “ideológico”, aunque no sea aún asumido claramente por las alternativas políticas que se presentan hoy como posibles.

Al igual que desde hace un lustro, cada día que pase la reacción será más costosa, más traumática, más dolorosa.

Ricardo Lafferriere

                

jueves, 31 de enero de 2013

Derechos Humanos: retroceso ultramontano



                Son recordadas aún las coincidencias entre Jorge Rafael Videla y Fidel Castro, en tiempos del “Proceso”, respaldándose recíprocamente en la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas ante cualquier reclamo por la vigencia de tales derechos en sus respectivos países.

                Según la tesis respaldada entonces por ambos gobiernos, los “derechos humanos” eran temas internos, por cuya violación  ningún “extranjero” podía interesarse. Formaba parte de la sacrosanta “soberanía nacional”.

                Afortunadamente, tal tesis ultramontana ha desaparecido del mundo civilizado. El ariete cosmopolita abierto de facto por los tribunales de Nuremberg luego de la Segunda Guerra Mundial tomó estado de derecho positivo internacional con el establecimiento de la Corte Penal Internacional, consecuencia de la consideración de los delitos de lesa humanidad como atentados que afectan no sólo a sus víctimas directas, sino a todo el género humano, por lo que están por encima de cualquier intento de limitación de carácter “nacional” para juzgar a sus autores.

                El Tribunal Penal Internacional tiene entre sus jueces paradigmáticos a un argentino reconocido internacionalmente por su valentía y su defensa del derecho: Luis Moreno Ocampo, quien fuera fiscal del Juicio a los integrantes de las ex Juntas Militares realizado por la justicia independiente apenas lograda la recuperación democrática, como parte de una política de estado iniciada con el envío al Congreso, para su consideración, la ratificación del Pacto de San José de Costa Rica, en el primer mensaje dirigido al cuerpo por el Presidente Alfonsín.

                Por supuesto, esta extensión está en construcción y es aún imperfecta. Aunque la mayoría de los Estados del mundo la ha ratificado, aún no lo han hecho algunos. Por ejemplo, Estados Unidos. Y tampoco Cuba. Siempre hay argumentos para justificar estas injustificables demoras. 

               Pero la Argentina no sólo fue firmante y el Convenio ratificado por nuestro parlamento, sino que la Corte Suprema ha considerado sus principios y normas como derecho aplicable, y en virtud de estos derechos es que se ha actuado contra ex funcionarios acusados de violar derechos humanos durante la última dictadura, en una interpretación que justamente es cuestionada no por limitada, sino por exageradamente amplia.

                El Estado de Israel, formado como hogar nacional para los judíos luego del holocausto en el que murieron seis millones de ellos por masacrados por la barbarie nazi y la indiferencia de gran parte del mundo, no puede menos que  interesarse por la investigación de dos atentados terroristas con decenas de muertos, realizados claramente contra personas que profesan la religión del Antiguo Testamento. Es insólito que se pretenda reclamarle que no se preocupe, o que mire para otro lado, cuando uno de esos atentados fue producido además contra su sede diplomática.

                La tesis que ha invocado el gobierno nacional, expresada por el Canciller Timmerman pero sin dudas ordenada por la Jefa del Estado, respondiendo a este pronunciamiento israelí, es que la investigación por estos hechos que según la propia justicia argentina eran funcionarios de un gobierno extranjero, pertenecen a la exclusiva competencia de la justicia argentina y un gobierno extranjero no tiene el derecho de interesarse, a raíz del principio…. ¡de la soberanía nacional! Cínico argumento, para justificar la renuncia al deber irrenunciable del Estado argentino de perseguir a dos delitos de lesa humanidad cometidos en su territorio.

                Retroceso ultramontano, en tiempos en que el mundo lucha denodadamente para construir el entramado legal de la globalización y un abandono de la sana política de estado de nuestro país desde 1983, considerando que la violación de los derechos humanos, en cualquier parte del mundo, ataca la dignidad de la humanidad en su conjunto y está por encima de cualquier consideración política de corto alcance.

                Un claro alineamiento del gobierno de Cristina Fernández con la tesis de Washington y de La Habana. Y un nuevo desprestigio para el país, en uno de los pocos símbolos de respetabilidad ética que nos quedaban en el mundo.

Ricardo Lafferriere

lunes, 28 de enero de 2013

¡Se viene el Cristinazo!


Cristinazo, inflación y salarios

            Cuando estalla la inflación, todo se desordena. No es una excepción lo que está pasando a causa del “Cristinazo” en el que país va ingresando, día a día. Lo adelantamos hace justo un año y en ese lapso la situación se ha empeorado al compás de la irresponsable gestión del “todo-vale”.

La inflación se desborda, y está al límite de ponerse fuera de control. Frente a ello, la presidenta comienza a recitar el tradicional libreto del ajuste que tantas veces repudió: las paritarias “deben tener techo”, que sugiere sea en la mitad de la inflación prevista.

            Pero la inflación… ¿es  culpa de los salarios?....

            Una nueva presión del gobierno nacional sobre los sindicatos busca poner un “techo” del 20 % sobre los aumentos salariales que comenzarán a discutirse en paritarias.

La medida genera obvias resistencias, no sólo en los sindicalistas más directamente relacionados con sus bases, sino por parte de la misma burocracia gremial que ha sido la socia íntima de la pareja gobernante desde 2003, personificada en la figura de Hugo Moyano.

Sólo el sindicalismo más oficialista, quienes fueran informantes del tenebroso “Batallón 601” durante la dictadura, Gerardo Martínez a la cabeza, actúa como ariete del discurso oficial, aunque sin muchas ganas.

Es natural: todos saben que, aunque la tolerancia de las bases es amplia respecto a los negocios y negociados, corrupción y corruptelas que les permite un nivel de vida exponencialmente más alto del de sus representados, ello es a condición de respetar una máxima: “Con el salario no se juega”.
           
            Desde esta columna, no coincidimos con aquellos que afirman que la inflación es causada por las subas salariales. Al contrario: los salarios son –en general- los últimos en actualizarse.

Es conocida la frase que se atribuye a Perón: los precios suben por el ascensor y los salarios por la escalera. Lo que no decía Perón es que antes que los precios y mucho antes que los salarios está la falsificación de dinero que realiza el gobierno. El suyo fue el primero. Muchos otros lo siguieron, hasta hoy.

            Actualmente, el 40 % del circulante es papel falsificado por el gobierno kirchnerista. Moneda sin respaldo, sin autorización parlamentaria, sin contrapartida en divisas ni riquezas reales. Papeles que han ido reemplazando a la moneda nacional, tan falsos como el relato K. Algunos rumores incluso adelantan una falsificación en escala global, cambiando la totalidad del dinero circulante por bonos kirchneristas que se denominarían pomposamente “pesos federales”.

            Por eso es que no nos sumamos a la demonización de las subas salariales que buscan recuperar la capacidad de compra perdida por la pérdida de valor de la moneda. Estamos, en este sentido, en las antípodas de Cristina Kirchner y la cúpula empresarial, aunque ello nos acerque al reclamo de Moyano, que, despechado, parece volver a buscar en sus bases el respaldo que rifó en casi una década de complicidad kirchnerista.

            Por supuesto que el problema no es lineal. Aunque las causas de la inflación puedan ser varias, no hay ningún caso en que su detonante no sea la defraudación por parte del gobierno de los recursos públicos. Efectivamente, el primero que da el paso al frente para apropiarse de ingresos ajenos es el Gobierno, reduciendo el valor de la moneda al provocar que cada peso en circulación sea más débil, es decir valga menos.

Lo hace de dos formas: apropiándose de las divisas que lo sostenían (llamadas Reservas del Banco Central) o fabricando nueva moneda sin respaldo. En ambos casos, gastado fondos públicos sin tomarse el trabajo de recaudarlos antes. Si ésto lo hace un particular, sería robo o falsificación. Como lo hace el Gobierno, se llama inflación.

            El reflejo inmediato ante este desfalco del Gobierno es que los precios aumentan. Aunque en realidad, no es que aumenten los precios, sino que como la moneda vale menos, es necesaria más cantidad para comprar las mismas cosas, ya que los productos deben subir “nominalmente” su precio, para poder intercambiarlos con otros productos, también más “inflados”.

Si no hicieran eso, las fábricas y negocios deberían cerrar, porque no podrían reponerlos. Entrarían en quiebra, con la consiguiente desocupación y crisis. La suba de los precios es, entonces, una medida defensiva destinada a sobrevivir, no a ganar más. No es responsabilidad empresarial. Es responsabilidad política. Su causante es quien gobierna, en nuestro caso y desde hace una década, el peronismo “kirchnerista”

            Ante estas subas, los trabajadores, últimos eslabones de una cadena perversa iniciada por el kirchnerismo ya hace siete años, reclaman, con justicia, aumentos de los salarios que les permitan comprar lo mismo que antes. Y además, pagar las tarifas del “cristinazo”, cuyas subas duplican en su dimensión al ajuste de su compañero Celestino Rodrigo, en tiempos de su antecesora Isabel Perón, en 1975.

            Por supuesto que siempre hay pícaros que siguen el ejemplo cínico del gobierno. Entre los empresarios, los que aprovechan para aumentar los precios más de lo que debieran, o reciben directamente los fondos públicos por sus vinculaciones con el poder. Y entre los trabajadores, los que en lugar de recuperar posiciones, reclaman aumentos desfasados con la inflación, que terminan –esos sí- haciendo subir más los precios y castigando a los consumidores.

            Porque como todo se descalabra, quienes tienen mayor poder logran disminuir los daños. Los más débiles son los que más pierden. Y siguiendo el viejo refrán de “a río revuelto, ganancia de pescadores”, saltan en punta los oportunistas. El primero es el Gobierno, que tiene el mayor poder, y es el que gana más, desatando el proceso. Las empresas más grandes reaccionan más rápido y tratan de evitar las pérdidas moviendo sus precios. Los sindicatos más fuertes logran defenderse mejor y tienen mejores aumentos.

Los que pierden son los empleados públicos, los docentes, policías, judiciales, militares y en mayor cantidad que cualquiera de ellos, los jubilados y pensionados. Por último, quienes no tienen trabajo estable ni formal, que ven reducir sus niveles de ingresos reales en forma dramática sin tener siquiera a quién reclamarle.

            Así se forma la cadena, que no es precisamente de la felicidad. El gobierno en una punta, apropiándose de una parte sustancial de la riqueza de los argentinos mientras se hace el distraído y busca a quién culpar. Cristina, a los empresarios y a los reclamos salariales. De Vido, vocifera sin vergüenza ninguna: “¡la culpa es de Macri!” y algún economista oficialista llega al límite del dislate: la inflación habría sido generada…. ¡por Julio Cobos! Kirchnerismo de libro: la culpa siempre es ajena.

Los jubilados, los pensionados, las provincias y municipios que no pueden fabricar alegremente los billetes con la imagen de Eva Perón, siguen en la cola. Y los desocupados y trabajadores informales, en la otra punta, sufren la suba de los precios, de los salarios activos, y de sus gastos de supervivencia. La “ilusión de riqueza” de los aumentos es inmediatamente seguida de la “desazón de pobreza”, al notar que a pesar de los aumentos, los salarios valen inexorablemente menos.

            Quizás uno de los mayores daños que provoca la inflación es la sensación de inseguridad, nerviosismo y agresividad, que se traslada a cada ámbito de convivencia. Las imágenes de las calles tomadas por la violencia y la intemperancia son la patética muestra de hacia dónde nos lleva un gobierno sin conciencia de sus límites y de sus deberes. El cristinazo se come el salario, pero peor aún, disuelve las esperanzas y licúa la solidaridad.

            Por eso decimos que la inflación es enemiga de una convivencia en paz, que es injusta y que no debe tolerarse que el gobierno la provoque por conveniencia, por malicia o para escudar su ineptitud. Y mucho menos, que pretenda que es buena, o que deba ser soportada por los asalariados limitando sus reclamos por debajo del deterioro sufrido por la moneda, contracara del aumento de precios que él mismo ha provocado.


Ricardo Lafferriere

lunes, 21 de enero de 2013

Una agenda de futuro



                De todas las críticas escuchadas diariamente al comportamiento político del oficialismo, la más reiterada alude a la ruptura del dialogo nacional. Esta ruptura tiene una consecuencia directa: la desaparición del pensamiento estratégico.

                El país no sabe hacia dónde se dirige. La oposición –salvo pocos chispazos esporádicos- ha congelado su debate en la reiteración de sus respectivas identidades, y el gobierno en el obsesivo endiosamiento de los caprichos presidenciales, de los que depende la suerte y el destino de cada funcionario. Pero el país no piensa en su futuro.

                No lo hace el parlamento, como cuerpo dominado por una mayoría inerte –a pesar de la frustrada insistencia de muchos legisladores preocupados-. Tampoco piensa la academia, cruzándose consignas como la tribuna de un clásico de fútbol, ni mucho menos el espacio intelectual o artístico, tironeado en la polarización grotesca del “con Ella, o contra Ella”.

                La reflexión nacional se ha recluido en pequeños espacios de iniciativa de compatriotas con ideas y visión actuando desde la sociedad civil –emprendedores, tecnólogos, productores, militantes solidarios de ONG’s, intelectuales y pensadores “des-alineados”, algunos pocos industriales- que han preferido ignorar lo público y pensar en sus vidas y potencialidades apoyados en su propio esfuerzo. Afortunadamente lo hacen, porque se han convertido en la única reserva estratégica del país.

                En este escenario, ¿qué será de la Argentina en los años que vienen? ¿Qué espacio le queda para recomenzar el camino, hacia dónde focalizar los esfuerzos, cuál es su papel en el mundo que se está construyendo mientras desde aquí reforzamos el aislamiento?

                Adelantando el momento, que inexorablemente llegará, se nos ocurren varios puntos de agenda que suponen todos el primer paso: la recuperación de la institucionalidad democrática.

1.       Reconstrucción de la convivencia bajo el estado de derecho. Este objetivo no se reduce a la jerarquización de los espacios de decisión y acción del Estado –Nación, provincias, Municipios, poderes del Estado, organismos descentralizados y autárquicos, etc-. sino que alcanza también, en forma decisiva, a reconstruir la actitud de respeto a la ley por parte de los ciudadanos. Sin ésta, cualquier programa público será inocuo. No pueden existir atajos de impunidad, actitudes de desafío al orden constitucional o institucional o violaciones penales miradas con tolerancia, simpatía ni solidaridad, por ningún motivo que no sea previsto en las propias leyes.

2.       Recuperar la capacidad de crecimiento. Sin ello, cualquier objetivo social carecerá de base, como un edificio sin cimientos. El punto desde que el que deberemos comenzar se encuentra varios escalones por debajo que a fines del siglo pasado por la liquidación de la infraestructura existente en ese momento, cuando contábamos aún, entre otras cosas, con energía, ferrocarriles, redes de comunicaciones actualizadas, puertos, rutas en aceptable estado y buenos índices educativos. Este punto incluye un abanico de desafíos, entre los que se destacan:
a.       la necesidad de capacitación de la población para participar del cambio científico técnico del nuevo paradigma productivo global –empresarial, tecnológica, laboral-
b.      la decisión sobre las fuentes disponibles para financiar la gigantesca inversión necesaria, tanto para recuperar lo perdido como para los nuevos objetivos.
c.       un programa energético sustentable, centrado en las tecnologías limpias y la conciencia ecológica agregada a la distribución, la industria y el consumo, reduciendo al mínimo la dependencia de combustibles fósiles.
d.      la decisión sobre el eslabón tecnológico al que apuntar los esfuerzos propios.

3.       Acordar como política de Estado objetivos medibles de inclusión social. Los ciudadanos deben sentir y comprobar que el ordenamiento público los alcanza, los incluye y considera a su bienestar como principal preocupación. Esos objetivos deben definir:
a.       Programa de urbanización de asentamientos.
b.      Programas integrales y racionales de viviendas.
c.       Profunda transformación educativa y garantía de la obligatoriedad mínima, tanto en la oferta como en la asistencia.
d.      Plan interjurisdiccional consistente de recuperación de la seguridad ciudadana.
e.      Sistema de salud pública general eficiente.
f.        Elaboración de un sistema consistente de previsión social trans-generacional, con su necesaria etapa de transición.

                La agenda de futuro no puede obviar los puntos mencionados, pero tampoco puede reducirse a ellos. El cambio en el mundo, aunque su visión está obstaculizada por el “ruido” de la crisis financiera global, prosigue en forma acelerada.

                Nuevos paradigmas productivos se agregan y se asoman a los protagonizados en las últimas décadas, que –bueno es destacarlo- no formaron parte de la mayoría de las plataformas electorales pero han cambiado la vida cotidiana.

                La revolución de las comunicaciones, la música en red, la extensión de las redes de comunicación vía teléfonos celulares, la incorporación de la domótica a los procesos productivos, desde los industriales hasta los agropecuarios, desde el diseño hasta el arte, el surgimiento de Internet con la información libre y accesible en tiempo real y las comunicaciones convertidas en un “comodity”, son elementos que se han instalado en nuestra sociedad atravesando todos los sectores sociales y pasando por todos los obstáculos de un sector público atrasado, dominado por gestores políticos de mirada obsoleta y concepciones filosóficas, políticas y económicas arcaicas.

                Sobre estos cambios de naturaleza incremental –porque están asentados en el conocimiento, la ciencia y la tecnología- aparecieron nuevos problemas, pero también se apoyan nuevos cambios.

                Los nuevos problemas se relacionan con la inseguridad ciudadana, la instauración del narcotráfico, la violencia, el cambio climático, la superexplotación de los recursos, la polarización social. Debemos preverlos, estudiarlos y combatirlos.

                Los nuevos cambios insinúan una nueva revolución productiva que seguirá aumentando el protagonismo y las posibilidades del “hombre común”, agregando a las ventanas abiertas por Internet y las redes sociales. Debemos potenciarlos, capacitándonos y actuando.

Entre las novedades llamadas a protagonizar la próxima revolución productiva global se destaca la expansión de la “impresión 3D”, que permite fabricar en domicilio, con terminales económicamente accesibles, partes crecientemente sofisticadas de artefactos, productos terminados y hasta compuestos orgánicos, pasando por encima de las barreras aduaneras, comerciales o políticas.

Me adelanto a responder que no se trata de ciencia ficción, ni de propuestas para el primer mundo. No sólo países desarrollados sino pueblos pobres como Ghana, Sudáfrica y VietNam  están fomentando la incorporación de impresoras-fábricas hogareñas en las zonas más atrasadas de sus territorios. Nuestras instituciones universitarias de punta ya trabajan en ellas, al igual que en la ingeniería genética, la microelectrónica, la nanotecnología y la robótica.

Lo que hay por hacer es inconmensurable, para recuperar terreno, consolidar el piso de ciudadanía y convivencia y sostener las iniciativas de los compatriotas más lúcidos y dinámicos. Y un tema que no por tabú es menos importante: cómo defendernos.

Apasiona pensar en ello y angustia observar los temas que nos atan al ayer.

Frente a ese escenario, no parece gran contribución seguir discutiendo entre el “antikirchnerismo bobo” o el no menos bobo “para-kirchnerismo oportunista”, o entre la visión “Nac & Pop” de los nuevos ricos o la “neoliberal” de los antiguos, ambos de un cínico y anquilosado conservadurismo. Mucho menos ver a nuestra primera mandataria meterse disfrazada de guerrillera en los túneles de la guerra de Viet Nam, exhibir con orgullo una muñeca que pretende replicarla, o atemorizar con cínica autosuficiencia a un artista que se atreve a sospechar el origen de su inexplicable enriquecimiento.

Pero tampoco sirve demorar la confluencia alternativa por impostar rudimentarios ideologismos de otros tiempos, otro mundo y otro país. El futuro argentino, el que latía en la las gigantescas marchas de setiembre y de noviembre, requiere otra actitud, no tanto de los ciudadanos que ya trabajan por él, sino del escenario público que debería servirlos.

Una agenda de futuro. Podría aducirse que es imposible pensar en ella mientras no salgamos de esta pesadilla. Sin embargo, también podría sostenerse que si nos avocáramos a ella sería más entusiasmante la propia lucha para sacarnos de encima este insoportable marasmo.
               
Ricardo Lafferriere