El interrogante no desvela a los peronistas ni a la mayoría
de la sociedad, como sí lo hace al amplio espectro de la dirigencia opositora. Para los peronistas, peronismo es "poder".
Para la sociedad, el poder es una especie de
subsistema, del que se esperan cosas diferentes a las que imaginan los
protagonistas del escenario político.
Tampoco es que todos los ciudadanos tengan las mismas
expectativas. Cada uno tendrá una imagen, una esperanza y un deseo diferente.
El “poder” está presente en la
etología humana desde que comenzamos a vivir en tribus. Es la capacidad de
mandar y el mando se considera necesario para vivir en forma más o menos
organizada y defenderse de los enemigos.
Ese es el presupuesto esencial del poder en el imaginario
colectivo. Lo probó hasta el apoyo tácito pero indiscutido que tuvo la propia
dictadura en sus primeros tiempos, cuando llegaba a cubrir el poder inexistente
traducido en la orgía de sangre provocada por el enfrentamiento desbordado de
los diferentes grupos del gobierno peronista, entre 1973 y 1976.
La elaboración intelectual que fueron agregando a esta idea
de poder, durante siglos, pensadores diversos, fue creando una idea más
sofisticada que atravesó al concepto de mediaciones, limitaciones y condiciones
de legitimidad, necesarios para neutralizar sus consecuencias peligrosas, sin
afectar sus aspectos virtuosos.
Lo que no puede olvidarse, sin embargo, es su esencia
básica: su capacidad de mando. Es la “condición sustantiva” de la política, la
que en el debate muchas veces queda eclipsada por los aspectos arriba
mencionados, que configuran sus características “adjetivas”.
Las sociedades necesitan, creen y esperan capacidad de
mando. Y a medida que se elevan en sus condiciones de vida y convivencia,
aspiran a que ese mando sea virtuoso, inteligente, eficaz, normado.
Las sociedades evolucionadas
han establecido entramados normativos que custodian a las personas comunes de
posibles desbordes del poder. Otras, delegan el poder en forma menos matizada.
Pero no se conoce ninguna sociedad organizada, desde las tribus hasta las
sofisticadas sociedades actuales, que no contemple el factor “poder” en su organización.
El peronismo entiende el poder y lo ejercita. Su falencia es
su tendencia a saltearse las normas que lo regulan y limitan, a las que suele
considerar un obstáculo. Su otra falencia –no generalizada en todos sus
sectores- es entender al poder como una propiedad de quienes lo detentan. Los
demás ciudadanos son simples sujetos pasivos sin derecho ni capacidad para
discutir su voluntad.
El amplio espectro no peronista aborda el poder desde sus
aspectos adjetivos. Las “ideologías”, los “fines buscados”, las “afinidades
partidarias”, “la izquierda”, “la derecha” o “el centro” llegan a ocultar su
esencia de mando, olvidando que para la más profunda intuición y conciencia
ciudadana, es lo más importante.
En décadas pasadas, el contradictorio se planteaba con las
fuerzas que también creían en el poder sustantivo, pero destacaban la necesidad
de su ejercicio dentro del marco del estado de derecho, formidable construcción
de la civilización política caracterizada por la distribución de competencias
entre diversos órganos institucionales.
La finalidad de esta distribución no era hacerlo impotente,
sino evitar sus desbordes. Su ejemplo paradigmático era el radicalismo.
La sensación que surge al observar la sociedad argentina de
hoy sin embargo es que la aspiración de mando sólo se refleja en el imaginario
peronista. Es el único espacio en el que el aspecto sustantivo del poder se
sobrepone en forma clara a sus abordajes adjetivos.
Los desbordes del peronismo en su relación con muchos
derechos de ciudadanos fue el motor del enfrentamiento
“peronismo-antiperonismo” que motorizó varias décadas del siglo XX.
El enfrentamiento tenía otro fuerte condimento: el papel
inclusivo de las gestiones peronistas hacia los desventurados, dependientes de
otros con mayor poder económico y político.
El peronismo, construyendo su base de representación entre
estos ciudadanos que sentían y sufrían situaciones de injusticia, se convirtió
en una de las grandes fuerzas articuladoras de la sociedad nacional.
Creó otro imaginario: que esas personas marginadas eran su
objetivo. La realidad fue más matizada. Las políticas sociales del peronismo
hacían simbiosis con la mala utilización del poder para fines de
enriquecimiento personal de integrantes de sus élites. Su rica dinámica interna
reflejó esa tensión. Su mayor o menor deslizamiento al clientelismo estuvo
siempre presente.
La otra había sido el radicalismo, en la transición del
siglo XIX al XX y en la primera mitad de ese siglo. Su papel integrador fue
político, abriendo el camino a la participación en el gobierno a sectores hasta
entonces marginados por las élites del siglo XIX y comienzos del XX. De pronto,
ciudadanos sin recursos ni apellidos ilustres, contaban con un aparato político
que abría la competencia y les permitía un canal de acceso al escenario político.
Ni uno ni otro fueron partidos ideológicos, sino fuerzas de
integración. Sus núcleos culturales aglutinantes deben buscarse en la diferente
forma de entender la relación “poder - ciudadanos”, más que en los contenidos
de sus medidas de gobiernos, normalmente adaptadas a los cambiantes estilos de
cada época.
Como en todos los agregados sociales, los límites no son
nítidos y las impregnaciones recíprocas existen, condimentando sus núcleos
conceptuales básicos.
Las etiquetas partidarias no modelaron la realidad social y
cultural argentina. Simplemente la reflejaron. Es aventurado ver en el
peronismo el surgimiento de la idea de poder, o en el radicalismo el inicio de
la democracia y las libertades públicas. Esa tensión viene desde la colonia y
atravesó diversas etapas de la historia nacional, como lo había hecho en la
historia universal.
Ambas fuerzas incluyeron creencias culturales subyacentes en
una sociedad que, contra lo que suele pensarse, tampoco es original. La tensión
entre el poder que quiere ampliarse hacia lo absoluto y las resistencias
ciudadanas que quieren limitarlo ha existido desde que la humanidad comenzó su
proceso civilizatorio.
En la Argentina, en todo caso, parece apropiado hablar de
agregados socio-culturales, más que de etiquetas. Agregados socio-culturales
que, como se adelantó, tampoco son nítidos.
El populismo rentista incluye –y oscila entre- su vertiente
absolutista y aquella que busca su apertura a la legitimidad popular. El gran
campo “democrático-republicano” oscila entre su vertiente elitista y la que
también busca su legitimación en el respaldo popular.
Las estrategias de acumulación para ambos son diferentes. En el campo
“autoritario” su ampliación impone concesiones al mundo democrático y
republicano, lo que le genera un conflicto secundario con sus componentes más
extremos, aquellos que exigen el ejercicio del poder a cualquier precio. Tal
vez el “vamos por todo” sea una consigna que lo refleje.
En el campo democrático y republicano, el rumbo es inverso y
su ampliación requiere encarnar la idea de “democracia social” –como se decía
en otros tiempos- o “socialdemócrata”, como se comenzó a decir, con una
impronta europea, en las últimas décadas del siglo XX. En este campo los otros
grandes actores son los “populares”, socios de los socialdemócratas en la
construcción de los estados sociales europeos.
También tienen su conflicto secundario, con aquellos a
quienes la pureza de la teoría impone la neutralidad del Estado en la tensión
social por la distribución de la riqueza. En la Argentina actual son pocos,
identificados como “liberales de derecha”.
Éstos no deben confundirse con los llamados “neoliberales”, término que es necesario precisar más por su banal aplicación a
grupos o medidas que poca relación tienen con el liberalismo, y cuya función es predicar y sostener el papel positivo de las grandes corporaciones, lo que los hace presente en todo el abanico político.
Una sociedad equilibrada y exitosa demandaría la convivencia
en la diversidad entre aquellos que en ambos grandes campos toleran la diferencia,
aceptando como natural los debates sobre políticas públicas y la conveniencia
de encontrar síntesis para los problemas que presente la agenda.
El centro de gravedad de la opinión pública argentina oscila.
Se aleja cuando, en cada sector, el discurso se acerca a los extremos, y se
acerca a los sectores más tolerantes de los dos grandes agregados.
Son éstos los que abren el camino al funcionamiento
“constitucional”, imposible si hegemonizan el debate las miradas de los
extremos. Juan José Sebrelli sugirió por eso la necesidad de una gran “coalición
de coaliciones”, como base necesaria para una democracia estable.
¿Qué relación tienen estas reflexiones con las preguntas del
comienzo?
El kirchnerismo está, claramente, en el espacio peronista.
El cristinismo es el sector más ultraísta del kirchnerismo. Su desplazamiento
al extremo lo está alejando de la mayoría.
La iniciativa de Massa pareciera apuntar a ocupar ese vacío,
agrupando al sector del peronismo que es consciente que el poder debe matizarse aceptando la existencia del
“otro” y abriendo incluso espacios para su participación. Busca crear una
“nueva mayoría”, que reemplace a la anterior. Otra cosa es que lo logre.
Enfrente, también hay
noticias. Confluencias –más pequeñas- del espacio democrático republicano
parecen iniciar un rumbo positivo, aunque por ahora siga obsesivamente auto-arrinconado
en papel testimonial-ideológico.
Como resultado natural, se autoexcluye de participar en la
“Primera A” y prefiere quedarse en la periferia. Renuncia a convocar a los grandes
contingentes ciudadanos no ideologizados –que son la mayoría- y deja en
consecuencia un espacio grande a su adversario, que lo aprovecha abriendo con
más tranquilidad la opción de relevo, dentro de sus mismos marcos.
En algún momento –ojalá sea pronto- este espacio alternativo
democrático y moderno logrará articular un trabajo conjunto con la suficiente
amplitud para incluir a todos sus matices, conformando una real alternativa
seria con vocación de gobierno. Sería bueno que lo haga pronto, para hacer posible
un diálogo político equilibrado.
Mientras tanto, entre “salvar los principios, aunque se
pierdan mil gobiernos” y “el poder está para usarse”, los ciudadanos irán
optando por la opción que intuyan como menos mala.
La de “perder gobiernos”, luego de las experiencias de 1989
y 2001, ha mostrado el que el peligro de considerar al poder como contrario y
disvalioso frente a los principios puede acarrear dolores que la sociedad no
parece dispuesta a repetir.
La de “el poder está para usarse” muestra su falta de
escrúpulos éticos, pero ante la alternativa de una aventura demasiado parecida
a un salto al vacío, puede terminar siendo el marco en el que la sociedad
defina el mando.
Mal que nos pese a quienes soñamos con un país diferente y
nos sentimos alejados del populismo y del poder autoritario, es probable que
los ciudadanos una vez más decidan participar, tal vez sin entusiasmo, en la
disputa interna de aquellos a quienes gobernar no les asusta y el poder sí les
interesa.
Aunque es bueno no renunciar a la esperanza de que esta historia
cambie y que en algún momento, más temprano que tarde, logremos encarrilar a la
Argentina en la senda de un país como soñamos.
Ricardo Lafferriere