martes, 27 de agosto de 2013

Siria: armas químicas y derecho internacional

El año próximo se celebrará el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Fue el primer gran conflicto en el que se pusieron en uso armas químicas y gases venenosos. El horror generado por su utilización fue tal que en el propio Tratado de Versailles, que le puso fin, se dejó establecida su prohibición.

Fueron luego objeto de una nueva convención, el Protocolo de Ginebra, acordado en 1928, que Estados Unidos no ratificó hasta 1974. En el ínterin, varios ensayos más limitados mostraron el horror de un arma que no diferencia entre civiles y militares, entre combatientes y mujeres, ancianos o niños.

Ya en tiempos más cercanos, Saddam Hussein lo usó contra los kurdos y en la guerra contra Irán, pero debe reconocerse que ha existido un acuerdo general en su condena y un aceptable consenso internacional sobre su erradicación.

Por ese motivo, la comprobada utilización de armas químicas en el conflicto interno de Siria ha conmovido especialmente a la opinión pública mundial, volviendo a instalar la demanda de la intervención de los grandes países en condiciones de utilizar fuerza militar en la zona.

El presidente Obama manifestó, a mediados de 2012, cuando se conocieron las primeras informaciones sobre su utilización en el conflicto sirio por parte del régimen de Al  Assad, que esa sería una “línea roja” que no toleraría. De ahí que el –ahora- comprobado lanzamiento de gases sobre poblaciones civiles cercanas a Damasco lo ubica en un singular dilema.

Efectivamente: si actúa, involucrará a su país en un nuevo conflicto sin intereses nacionales directos comprometidos. Si no lo hace, su prestigio internacional se verá afectado fuertemente no sólo como superpotencia residual sino deteriorando su credibilidad más allá del límite. Irán, Corea del Norte y cualquier nueva amenaza de proliferación de armas de destrucción masiva sabrán que enfrente hay sólo un “tigre de papel”.

Por eso la reticencia es mayor que nunca. Erradicadas ya las motivaciones –reales o imaginadas- económicas y geopolíticas a raíz de la creciente independencia occidental de las fuentes petroleras del oriente medio, la opinión pública norteamericana, aunque afectada, no desea involucrarse en otro conflicto exterior de los que luego les resulta difícil escapar –como Irak o Afghanistan-. 

Europa, por su parte, reclama intervención –como lo ha hecho Francia a través de su presidente Hollande- pero no con tropas propias sino incitando a Estados Unidos a hacerlo, como en Kosovo.

Y para coronar la complicación política, los “beneficiados” –si es que pudiera usarse este término- de un eventual uso de la fuerza contra el gobierno sirio serían grupos irregulares que ningún lazo político o ideológico tienen con el mundo occidental. Entre ellos, formaciones claramente vinculadas a Al Qaeda.

El régimen sirio, por su parte, alineado firmemente con Rusia que lo protege y defiende por razones geopolíticas, justifica su duro accionar invocando su condición de resistente frente al terrorismo y al fundamentalismo islámico.

Las poblaciones civiles de las zonas en conflicto, mientras tanto y como ocurrió en la Primera Guerra Mundial, son las principales afectadas. Los horrorosos testimonios gráficos de los últimos días, con cadáveres de niños y mujeres muertos por efectos del gas, así como los testimonios de los sobrevivientes que lograron exilarse, son un fuerte llamado a la conciencia de la humanidad, que ha reflejado en su conmovedor llamado nuestro compatriota, el papa Francisco.

No parece justificado que a esta altura de la evolución humana no se encuentre otra forma de resolver un conflicto que recurriendo a armas de alcance masivo, que debieran ser erradicadas al igual que toda forma de violencia colectiva.

El principio de la soberanía nacional es aún clave, a pesar de su vetustez, para la relación entre los Estados. Pero cede su prioridad ante uno preferente: la vigencia de los derechos humanos, superior a cualquier otra consideración o abstracción política.

Un Estado que ataque a sus ciudadanos no merece consideración alguna por parte de la comunidad internacional, que debe arbitrar los medios a su alcance, como lo ordena su Carta Fundamental, para defender los derechos de todas las personas que viven en el planeta.

La crisis en Siria pone en escena una vez más la insuficiencia de la actual organización internacional y la necesidad de institucionalizar un poder supraestatal en condiciones de disciplinar a los poderes nacionales, con procedimientos preestablecidos, institucionalizados y transparentes, en casos de violaciones flagrantes a los derechos humanos.

Es la ONU –más que los países individuales- quien deberían estar en condiciones de decidir cómo obrar, rápida y eficazmente, evitando contaminar su acción con motivaciones geopolíticas sino centrando su reflexión en las personas afectadas al margen de cualquier sospecha o interés económico, religioso o geopolítico.


Ricardo Lafferriere

viernes, 23 de agosto de 2013

El árbitro y los dueños de la pelota

La convocatoria de la presidenta en Santa Cruz a quienes considera “los dueños de la pelota” (sic) para acompañarla en la homologación una mega-irregularidad más de su gestión al oficializar un proceso licitatorio amañado no puede leerse en otra clave que la del intento de consolidación del modelo rentista vigente desde 2002/2003.

Si la sola presencia de los grandes contratistas del Estado y la industria protegida ya es sospechosa, la ausencia de los sectores más dinámicos proveedores de divisas del país, los agropecuarios, no puede leerse en otra clave que en la de considerarlos nuevamente los grandes perdedores.

También estuvieron ausentes los trabajadores. Y las clases medias. Y los pasivos. El 75 %, que no apoyó el “modelo”. Ya presienten la estampida de la inflación que disuelve sus sueldos y sufren la creciente mordida de sus haberes por el “impuesto a las ganancias” con sus mínimos exentos congelados.

Los dueños de la pelota que “han ganado mucha plata” –como lo señaló la presidenta- se encuentran frente al dilema de seguir sosteniendo una expresión política a la que los ciudadanos le han dado la espalda, o mostrar su paulatino “pase” a la nueva expresión del viejo modelo, electoralmente novedosa y de fuerte potencial, para incidir en ella y evitar su toma de conciencia sobre los límites inexorables de la vieja economía que defienden.

Los productores, por su parte, protestan. Son los grandes aportantes involuntarios mediante confiscatorias retenciones, asfixiantes regulaciones, ilegales apropiaciones de sus ingresos y una maraña impositiva que les quita casi todo lo que producen.

Ellos presienten tiempos difíciles. Y se preparan, porque saben que del acuerdo de los “dueños de la pelota” con el “árbitro” para intentar romper sus límites no puede salir otra cosa que el intento de quedarse también con el campo de juego.

El país opositor –peronista y no peronista- deberá también tomar conciencia de esos límites. Hasta hoy no lo ha hecho y varias de sus conducciones parecen coincidir tácitamente en una especie de “kirchnerismo prolijo” que haría recuperar al país su dinámica económica. Y aunque es cierto que traería una saludable tranquilidad coyuntural por el cambio de clima, creer que con eso alcanza es errar profundamente el diagnóstico. No sería más que un cambio gatopardista, cualquiera fuere su signo electoral.

Ni el populismo ni los actuales dueños de la pelota pueden ser protagonistas de una nueva etapa virtuosa, porque los límites del modelo son sus propios límites. Seguir su juego de un estado populista elefantiásico incapaz para solucionar problemas ciudadanos pero útil como distribuidor cuasi delictivo de rentas confiscadas es soñar con una inviable economía aislada y “autárquica” que atrasa medio siglo, impotente para crecer en el mundo actual.

El camino virtuoso no es el acuerdo espurio entre el árbitro y los dueños de la pelota. Es respetar el reglamento. Es  reconocer la soberanía del pueblo, los derechos de los ciudadanos, la expresión de mayorías y minorías, la independencia del parlamento y de la justicia y la libertad de prensa.

Y por sobre todo, es recordar que el poder no tiene más facultades sobre los ciudadanos que las que le otorga la Constitución Nacional. Aunque acuerden otra cosa el árbitro con los dueños de la pelota.


Ricardo Lafferriere

martes, 13 de agosto de 2013

PASO

                A los argentinos nos gustan las novedades.

                Las PASO arrastran esa característica y está claro que convocan a la participación ciudadana. Dan la impresión que actúan como un instrumento ordenador. En todo caso, el gran tema es pasar en limpio qué es lo que ordenan.

                Los medios capitalinos han coincidido en saludarlas como las grandes herramientas con que los ciudadanos conforman las listas electorales. En este sentido se afirma que “al fin”  hay una forma que les quita a los “dedos” el ordenamiento de las candidaturas.

                Una lectura más atenta pone en perspectiva esta afirmación.

                Por lo pronto, la primer realidad que surge a la vista es que como norma general las fuerzas de gobierno o cercanas a ocuparlo no han competido –salvo excepciones mínimas- por ordenar sus listas. No lo ha hecho el gobierno nacional, ni el PRO, ni la Alianza Progresista santafecina.

                Tampoco han recurrido al expediente ordenador de las PASO las fuerzas con posibilidades de gobierno cercano: el radicalismo santacruceño, el riojano, el jujeño. O el propio “Frente Renovador”, gran triunfador en la provincia de Buenos Aires.

Han existido, sí, expresiones testimoniales mínimas –el caso del oficialismo entrerriano es un ejemplo- que no invalidan la norma. O los propios radicalismos mendocino y cordobés.

                La segunda observación es la curiosidad capitalina. Los medios han insistido en destacar que el “progresismo” –Lanata incluso lo calificaba de “progresismo real”- ha dado el ejemplo. En este caso, las PASO más que seleccionar candidatos han servido como una construcción de contención de listas diferentes –hecho positivo- que, sin embargo, deja en el aire interrogantes claves a la hora de imaginar las características de una fuerza así convertida en gobierno.

                La observación de las posiciones sobre temas claves en el pasado inmediato es inquietante. Por ejemplo: Pino Solanas y Prat Gay en la estatización de YPF, o Victoria Donda y Gil Lavedra en la ley de medios audiovisuales o en la confiscación de ahorros previsionales –en este caso, con la curiosidad de coincidir en una de las listas propuestas-.

Pero tal vez el caso más notable sea el de la lista de Diputados Nacionales de UNEN. Todos recordarán el liderazgo activo y contundente de Elisa Carrió durante la batalla del campo (con el que, digresiones aparte, coincidimos totalmente desde esta columna). Esa batalla tuvo como objeto central detener la aplicación de una resolución confiscatoria, la 125 del Ministerio de Economía, elaborada… ¡por Lousteau!, su actual segundo en la lista de la UNEN.

                ¿Progresismo? ¿Populismo? ¿Juntos? La democracia es –afortunadamente- un espacio de debate. Las fuerzas políticas ordenan el debate. Si Carrió y Lousteau pertenecieran a la misma fuerza política y discreparan por su ubicación en una lista, las PASO serían una gran herramienta. No cambiarían las ideas, apenas quiénes las expresan.

Pero no es así. Cada uno sigue sosteniendo lo que cree, no se incluye en la sofisticada construcción de una fuerza partidaria y tan sólo han utilizado las PASO como un sello contenedor que les permita una mejor presentación de “marqueting” electoral.

Desde esta columna, defendemos las confluencias de fuerzas políticas según las características de cada etapa. Somos entusiastas partidarios de los acuerdos. Pero con igual contundencia también decimos que las elecciones deben ser la culminación de un proceso de debate y elaboración de programas comunes y compromisos de acuerdos.

El ordenamiento de las candidaturas debe ser la “frutilla del postre”, que consoliden un análisis transparente realizado de cara a la sociedad, la elaboración de una propuesta común acotada a la etapa de que se trate y el compromiso de trabajo conjunto, sea legislativo o ejecutivo, según los mecanismos que se decidan.

En este caso, han sido varios los casos en que los debates previos entre los participantes gastaron más tiempo en amañar reglamentaciones proscriptivas de postulaciones indeseables que en elaborar programas de trabajo.

De esta forma, pueden ser peligrosas, juntando el “agua con el aceite” y provocando más daño que el beneficio que traen al confundir a la ciudadanía y potenciar los personalismos.

Los partidos políticos son la contracara de los personalismos. Deben contenerlos, encauzarlos, pulirlos. En todo caso, subordinarlos a un proyecto compartido y acompañarlos de equipos capacitados que sean capaces de la ejecución de un programa. No pueden suplirse con la ilusión de una etiqueta electoral sin historia, compromisos ni imaginario de un futuro compartido.

En síntesis, vemos dos debilidades en las PASO. La primera, la de los partidos que gobiernan o están cerca de hacerlo, que nos las usan para ordenar candidaturas. La segunda, la de quienes tienen escaso interés en gobernar, que las usen para amuchar proyectos personales sin el compromiso ni las garantías de permanencia que son propios de los partidos o coaliciones estables.

El paso adelante que indudablemente significan debería continuar corrigiendo ambos defectos. Mejorarían la democracia y ayudarían a la recuperación del prestigio de la política, como actividad clave en una sociedad exitosa.


Ricardo Lafferriere

lunes, 5 de agosto de 2013

Estado, mercado... ¿discusión sin fin?

Ventana reflexiva
“…es noventista y promercado…”
Estado, mercado… ¿discusión sin fin?

El Estado y el mercado suelen ser presentados como los extremos de una contradicción. Sin embargo, el Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.

El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, como responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar bienes y servicios.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en  el mercado y los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, cada vez cuesta más identificar al Estado con la democracia y a las corporaciones con el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, están los ciudadanos. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses. Democracia y mercado no nacieron rivales, sino socios. La novedad es que quienes hoy los invocan –Estado y corporaciones- suelen ser los verdaderos socios en su negación y comportamientos viciosos.

Los ciudadanos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas y directorios, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Éstos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generación de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores o valores.

La imbricación entre ambas concentraciones de poder conforma, por último, un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos porque la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances-  medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos y del control estatal. 

Esa asociación –y no el “mercado”- fue la característica de “los noventa” que en varios aspectos se proyecta hasta hoy: corporaciones escapando al mercado, Estado escapando al control ciudadano, Estado y corporaciones socios en el poder y los negocios.

Sin embargo, Estado y corporaciones son necesarios. Es tan inimaginable una sociedad sin orden político como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. Los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o las comunicaciones –que proveen las corporaciones- son bienes tan necesarios como la acción estatal contra la inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social. Sonaría tan fuera de época pretender que Samsung no fabricara más celulares o Bagó medicamentos como que el Estado se desentendiera de la inclusión social o de la educación.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los principios que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. No todo lo que hace el Estado es democrático, ni todo lo que hacen las corporaciones responde a las necesidades del “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en “poner las cosas en su lugar”, para no errar en el diagnóstico ni en las soluciones. Confundir “mercado” con corporaciones es igual que confundir “democracia” con “Estado”. Un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle debe ser el límite de ambos.

El activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos. Las ligas de consumidores existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos. La novedad es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la complejidad social, la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la superexplotación de recursos naturales, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la anulación de la privacidad, la corrupción pública-privada, la especulación financiera desenfrenada, la agresión al ambiente, la manipulación de la opinión pública y la colusión viciosa de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso se exige al Estado más transparencia, a las corporaciones mayor cuidado ambiental y nada de comportamientos monopólicos y a ambos que no tengan una recíproca relación mañosa.

La política y los partidos políticos son vínculos necesarios entre el poder y los ciudadanos, aunque no tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el Estado no es ya el impoluto representante de la democracia sino que ha sido objeto de una cooptación sistemática, usualmente oculta, por parte del poder corporativo.

La acción partidaria debe impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación respetuosa con la militancia social y estimular el debate abierto, fiscalizador del Estado y de las corporaciones.

El nuevo individualismo militante que llega de la mano del creciente poder ciudadano no niega el derecho a las ideologías. De hecho, defiende el derecho de cada uno a tenerla libremente. Lo que resiste es la ideología impuesta, y con más razón cuando intenta serlo desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada, entre otras formas, por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar arbitrariamente sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- o mantenerlo en la extrema pobreza, limitación suprema de cualquier autonomía personal.

Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán crecientemente- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que creen, sea que llegue la amenaza desde el poder político o desde el económico.

Han advertido los peligros y se auto-organizan para evitarlos. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos  relacionados con la agenda concreta. Eso significa más democracia.

 Es la buena noticia que llegó con este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario que está sin dudas destinado a ser característica permanente y saludable de los años que vienen.

El olvidado tercer actor se suma al debate. Son los ciudadanos.


Ricardo Lafferriere

sábado, 3 de agosto de 2013

El gran rumbo

                Los procesos electorales concentran debates. En ese “maremágnum” los ciudadanos deben encontrar un rumbo que defina su voto.

                Temas coyunturales, pasiones, recelos, ilusiones, estrategias, tácticas, amistades, simpatías, lealtades, agradecimientos, revanchas, son, entre otros, los componentes de una gran ecuación realizada por cada ciudadano. Sin embargo, al final, todo se define en una sola acción: elegir una boleta e ingresarla en la urna.

                La democracia, punto de llegada de la evolución política de las sociedades civilizadas, se asienta en este enigmático conjunto de motivos diversos que los aspirantes a representantes se esfuerzan en alinear para llegar a los números “mágicos” que se elaboran en cada batalla.

                “Más del 30”; “no menos del 15”; “una ventaja de 10”; “el 5, para entrar en el reparto” “mayoría absoluta”; terminan operando como cifras fantásticas que otorgan triunfos, mantienen en carrera, habilitan negociaciones, alientan futuras ilusiones y sirven de base para las nuevas construcciones conceptuales y alquimias de poder.

                ¿Hay algún componente más importante que otros? Pareciera que varían. Cada ciudadano define su decisión según su propia tabla de valores, que cambia según cada circunstancia histórica.

                Quienes optan por la militancia política, participan en los debates internos de una fuerza con cuyas conclusiones deben alinearse, al saldarse esos debates. Esa actitud es tan necesaria para la democracia como la que adoptan los ciudadanos que prefieren mantener su libertad absoluta de reflexión y opinión.

Los partidos administran el poder en las coyunturas y ese papel es inherente a la esencia de la política como función constitutiva de la sociedad. Es el “componente agonal”, que necesariamente debe contar con una dosis de “encuadramiento”, “disciplina” y "espíritu de cuerpo".

Pero los debates abiertos incentivan levantar la mirada al horizonte, estimulan la reflexión creativa, generan trascendencia. Sin ellos, la lucha por el poder corre el riesgo de agotarse en el puro poder, perdiendo su legitimidad ética.

Una democracia sin partidos es imposible –lo estamos viendo-. Nada menos que el partido del gobierno ha estado al borde de su desaparición jurídica, por no cumplir con una vida interna ni siquiera latente. Ello repercute en un sistema político escaso de ideas y en un gobierno cada vez más aislado y débil.

Pero una democracia sin ciudadanos librepensadores también es imposible. La reducción del debate nacional al cruce de consignas propio de la lucha política agonal o a la repetición nostálgica de banderas de otros tiempos han raquitizado la reflexión estratégica. El país no sabe a dónde va. Nadie se anima a decirlo, y tal vez, nadie lo sabe.

El ejercicio de la ciudadanía analizando y participando del debate público “al margen” de la lucha por el poder enriquece las opciones, permite a los ciudadanos una visión de largo plazo y ayuda a orientar a quienes están en las trincheras de la coyuntura con reflexiones que, tal vez, no tienen cabida en su lucha cotidiana.

Miremos, por ejemplo, “Vaca Muerta”. Es comprensible la duda del ambiente político: miles de millones de dólares potenciales podrían ayudar –cualquiera sea el color del gobierno- a aliviar la gran dificultad de la política: obtener recursos de los ciudadanos para reorientarlos de acuerdo a sus programas y prioridades. Porque gastar es “lindo”, pero cobrar impuestos no lo es tanto.

El atajo de conseguir recursos del subsuelo es muy atractivo. Son fondos que no se le sacan a nadie –vivo-. Su efecto negativo se verá a largo plazo –cuando las personas y los políticos sean otros-. Y sus consecuencias ambientales directas afectan a un número ínfimo de votantes, comparándolo con el grupo al que habría que cobrarle impuestos.

Y una ventaja adicional: los recursos serían enormes. Como una lotería, ganada además, sin comprar billete.

Lo muestra la complejidad del debate neuquino. Obras públicas que difícilmente podrían realizarse en un plazo rápido, enriquecimiento económico, sensación de prosperidad… ¿cómo podría su gobernador oponerse? ¿Cómo resistir la tentación de “venderle el alma al diablo”, aunque signifique contaminar napas, agregar más polución al envenenamiento del agua potable, romper el subsuelo y sumarse a los odiosos mega-contaminadores globales causantes del cambio climático?

No es casual que –salvo, tal vez, la honrosa excepción de Pino Solana-, los principales candidatos capitalinos y bonaerenses eviten referirse al tema a pesar de su determinante -y patética- consecuencia en el perfil del país que resultará de esta operación.

Difícilmente pueda surgir desde la política una voz que alerte sobre los riesgos y, a la vez, conserve su chance de ser exitosa en su obligación primaria de llegar al poder. Pero alguien debe hacerlo, y es la función principal de los ciudadanos, intelectuales, académicos y organizaciones de la sociedad civil.

Esa función fiscalizará tanto la tendencia cortoplacista de la política agonal como las tentaciones de ganancia rápida de las corporaciones y preparará la conciencia ciudadana para hacer más fácil la tarea de la propia política al definir políticas públicas.

Definir el gran rumbo. Esa es la mirada estratégica. La gran ausente de nuestra convivencia, pero la que debemos hacer renacer con un comportamiento diferente en el seno de la sociedad civil, ya que es tan difícil hacerlo en el campo político por las características competitivas que le son propias.

Pero si no lo hacemos, el riesgo es seguir marchando en círculos, esterilizando esfuerzos, frustrando ilusiones y agravando esta gris decadencia que ya lleva más de ocho décadas.



Ricardo Lafferriere

lunes, 29 de julio de 2013

Frenemos el daño a tiempo

Las imágenes del desastre ambiental en la Amazonía ecuatoriana presentadas en “Periodismo para Todos” del domingo son elocuentes.

Contra lo que pudiera decirse sobre su oportunidad, aunque se las intente descalificar por panfletarias, el hecho real, el que interesa, el determinante, es que son ciertas.

Tan ciertas como la situación de Zelmira Campo, la pobladora de Añelo, en Neuquén, mostrando el agua extraída del subsuelo contaminado, con la que debe cocinar, bañarse, lavar la ropa y, cuando se le termina el bidón semanal que recibe, también beber.

Una hija y su marido muertos de cáncer. Sin tener alternativas, porque su situación económica es evidente que no le permitía el lujo de comprar el agua potable que necesitaba, que tenía, y que dejó de tener al instalarse el yacimiento de Loma de la Lata.

Similar situación atraviesa la comunidad mapuche de Campo Maripe, sobre la formación de Vaca Muerta, descripta por su cacique Juan Albino Campos y pobladores.

A riesgo de parecer obsesivos, desde esta columna no nos cansaremos en reclamar la moratoria de nuevos yacimientos de hidrocarburos fósiles. Lo hemos dicho hasta el cansancio: el mal ejemplo no es ejemplo. No sólo debiéramos prohibirlo nosotros: debiéramos levantar nuestro reclamo junto a quienes piden una moratoria global de nuevos yacimientos de petróleo profundo.

No debe importarnos que Estados Unidos y China apunten al “shale” –oil y gas-; tienen sus motivos, que no compartimos pero que pueden explicar su apuesta. Unos, por causas geopolíticas y otros, por su industrialización acelerada, se han lanzado a renovar las extracciones de fósiles.

No es nuestro caso. La Argentina no tiene razones geopolíticas, ni tampoco una demanda exacerbada por un crecimiento desmedido. Puede obtener energía limpia de fuentes alternativas renovables. Tanto su geografía física como humana poseen potencialidades enormes para la energía solar y la eólica, cuyas tecnologías han madurado en estos últimos años al punto de ser más económicas que las tradicionales.

Días atrás mencionaba el ejemplo alemán: desde una ubicación geográfica equivalente a Tierra del Fuego, en una década logró desarrollar un parque generador solar de 32.000 Mgv/h, más de una Argentina y media. Nuestro parque generador solar no llega a los 10 (¡diez!) Mgv/h.

Condenar al envenenamiento de compatriotas por obligarlos a beber agua contaminada, y asociarnos a los contaminadores globales con las mega - emisiones de CO2 que serán el resultado del petróleo y el gas que eventualmente se extraiga de Vaca Muerta es inmoral. Señora: ES INMORAL.

Visitó usted a Francisco, renovando su admiración a su mensaje. No le recordaremos desde acá la prédica de humildad que pidió a los cristianos y especialmente a los más acomodados. Tal vez sería inútil. Sí recordaremos los dos conceptos sobre los que inició su apostolado, en su primera homilía: “tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos.

Vaca Muerta, para los argentinos, no es otra cosa que apostar a otra fuente de rentas fáciles, en lugar de a un proyecto nacional integrador, democratizado, apoyado en tecnologías limpias y en una democracia madura y participativa.

Señora: hace algunas semanas decíamos que Vaca Muerta es el equivalente a la política de sojización que ha impulsado su gobierno. “Sólo soja” es buscar “salvarnos” con la superexplotación de la tierra, Vaca Muerta es intentar lo mismo del subsuelo, poniendo ese atajo en la cuenta de nuestros hijos y nietos.

Vaca Muerta es concentración económica, dependencia del gran capital, vaciamiento de la democracia. Energías alternativas es descentralización, estímulo a las PYMES productoras de todo el país, potenciación de una democracia de base productiva y transformadora.

No siga, señora, con esta aventura. Ponga al frente del área energética un funcionario honesto con capacidad de escuchar y de convocar. Abra el debate energético a todas las voces, buscando el mejor plan, que contemple todos los aspectos y no sólo la urgencia para tapar el fracaso de estos años, o de hacer negocios rápidos con contratos amañados y cláusulas reservadas, porque hasta a él le da vergüenza que se conozcan.

No es necesario inventar la pólvora de nuevo. Fuentes primarias renovables y diversificadas, estímulo a la reconversión industrial hacia equipamiento “verde”, redes de distribución inteligentes, educación para el consumo austero y racional, respaldo a la reconversión del transporte, público y privado, hacia energías renovables comenzando por los híbridos. 

Y asociación en el esfuerzo de decenas de miles de nuevos empresarios energéticos que generen en sus hogares y vendan a la red, con sus paneles solares, con sus turbinas eólicas, con sus plantas familiares de bio-gas y procesamiento de residuos, energía de orígenes multiplicados, aprovechando la maravillosa dimensión continental del territorio argentino.

Así lo ha hecho Alemania. Así lo está haciendo Dinamarca, España, Francia. Así lo acaba de comenzar Chile, con una ley que es de avanzada, que habilita a los usuarios a vender energía a la red, sin condenarlos a ser consumidores pasivos de las grandes generadoras.

Olvídese, señora, de Vaca Muerta. Ábrale un pequeño espacio en su pensamiento a Zelmira Campo, su compatriota neuquina que ha perdido a su esposo y a su hija muertos por el cáncer, que también ya la alcanzó a ella. Y a sus compatriotas de los pueblos originarios.

El de Vaca Muerta es un camino que nos va a terminar matando a todos.


Ricardo Lafferriere


jueves, 25 de julio de 2013

Ventana reflexiva

Estado, corporaciones, ciudadanos, consumidores

El Estado y las grandes corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.
El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la economía.

Uno, responsable del orden y el bien común. Las otras, de generar los bienes y servicios requeridos por la sociedad.

Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en los consumidores, de los que se reivindican servidores.

Sin embargo, ni el Estado es la democracia, ni las corporaciones son el mercado.

En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los revolucionarios liberales del siglo XIX, están los ciudadanos, los consumidores, la “sociedad civil”. Son las personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses.

Pero éstos, a pesar de ser invocados por ambas organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas, en el otro.

Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos a la decisión y escrutinio ciudadano. Los ciudadanos no pueden controlar ni incidir realmente en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la educación.

Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores, entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generaciones de necesidades o las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento de otros actores económicos.

Y está el mayor problema: la imbricación entre ambas concentraciones de poder, que conforma un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos favorecidos por la forma de funcionamiento de las sociedades de masas, en la que la política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances- de medidas políticas alejadas de la ortodoxia de los mercados perfectos.

Sin embargo, ante la sociedad, el Estado se presenta como garante de la democracia y las corporaciones como defensoras del mercado.

Ambos son necesarios. Es inimaginable una sociedad sin orden político, tan inimaginable como lo sería sin producción, avances tecnológicos, bienes o servicios. La inseguridad, la violencia cotidiana o la ausencia de contención social –responsabilidad del Estado- son bienes tan necesarios como los alimentos, el equipamiento médico, la producción de automóviles o la provisión de las comunicaciones –que proveen las corporaciones-.

Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los plexos ideológicos que invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más ganancias, las otras. 

No todo lo que hace el Estado es democrático. No todo lo que hacen las corporaciones responde al “mercado”.

El secreto de un buen análisis consiste en comprender las limitaciones de ambos. Para evitar sus desbordes, es necesario un activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle.

Ese activismo social, custodio de los valores diversos compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de estos tiempos –las ligas de consumidores, por ejemplo, existen desde hace décadas, así como organismos defensores de los derechos humanos- pero sí lo es la multiplicidad de vías posibles y de campos de acción, por la revolución de las comunicaciones y la interactividad.

La aparición de peligros  nuevos como la anulación de la privacidad, la extensión de las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha antiterrorista, la corrupción pública-privada, la agresión al ambiente, la superexplotación de recursos naturales, la manipulación de la opinión pública y la acción de ambos –Estado y corporaciones- sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.

Por eso es tan fuerte el reclamo por la transparencia –en lo relacionado al funcionamiento estatal-, por el cuidado ambiental y la custodia de los comportamientos monopólicos excluyentes  en lo que hace a las corporaciones y contra la relación sin adecuados controles públicos entre las empresas y el poder.

La política y los partidos políticos son interfases necesarias entre el poder y los ciudadanos. No tienen ya la exclusividad en la determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios y comprender que el poder no es sólo el poder estatal, ni el Estado es ya el impoluto representante de la democracia.

Su campo de acción debe trascender la gestión del Estado. Deben impregnarse de la complejidad de la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con  una imbricación íntima con la militancia social.

El nuevo individualismo militante no niega el derecho a las ideologías. De hecho, cada uno la tiene, a su medida y voluntad y la defiende. Lo que resiste es la ideología impuesta, y mucho menos desde el poder.

La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o ideológico, como limitar sus opciones económicas –como productor, trabajador, empresario o consumidor- por motivos que responden a razones alejadas de su propio bienestar.

No alcanzan, para una respuesta adecuada a la complejidad de la sociedad actual, las recetas de hace un siglo, o medio siglo, cuando el “ciudadano” era el soberano en la política y el “consumidor” el rey en la economía, pero ambos delegaban su autonomía en la política y en las empresas. Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán cada vez más- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de los valores en los que cree.

Han advertido el peligro y se auto-organizan para evitarlo. Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados por reclamos vinculados a los objetivos tangibles relacionados con la agenda del presente.

 Esa es la buena noticia que ha traído este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la Argentina.

La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”, los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y 2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que ponen límites –y reclaman- al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo escenario dinámico y denso que está sin dudas destinado a ser característica permanente de los años que vienen.



Ricardo Lafferriere