El año próximo se celebrará el centenario del comienzo de la
Primera Guerra Mundial.
Fue el primer gran conflicto en el que se pusieron en uso
armas químicas y gases venenosos. El horror generado por su utilización fue tal
que en el propio Tratado de Versailles, que le puso fin, se dejó establecida su
prohibición.
Fueron luego objeto de una nueva convención, el Protocolo de
Ginebra, acordado en 1928, que Estados Unidos no ratificó hasta 1974. En el ínterin,
varios ensayos más limitados mostraron el horror de un arma que no diferencia
entre civiles y militares, entre combatientes y mujeres, ancianos o niños.
Ya en tiempos más cercanos, Saddam Hussein lo usó contra los
kurdos y en la guerra contra Irán, pero debe reconocerse que ha existido un
acuerdo general en su condena y un aceptable consenso internacional sobre su
erradicación.
Por ese motivo, la comprobada utilización de armas químicas
en el conflicto interno de Siria ha conmovido especialmente a la opinión
pública mundial, volviendo a instalar la demanda de la intervención de los
grandes países en condiciones de utilizar fuerza militar en la zona.
El presidente Obama manifestó, a mediados de 2012, cuando se
conocieron las primeras informaciones sobre su utilización en el conflicto
sirio por parte del régimen de Al Assad,
que esa sería una “línea roja” que no toleraría. De ahí que el –ahora-
comprobado lanzamiento de gases sobre poblaciones civiles cercanas a Damasco lo
ubica en un singular dilema.
Efectivamente: si actúa, involucrará a su país en un nuevo
conflicto sin intereses nacionales directos comprometidos. Si no lo hace, su
prestigio internacional se verá afectado fuertemente no sólo como superpotencia
residual sino deteriorando su credibilidad más allá del límite. Irán, Corea del
Norte y cualquier nueva amenaza de proliferación de armas de destrucción masiva
sabrán que enfrente hay sólo un “tigre de papel”.
Por eso la reticencia es mayor que nunca. Erradicadas ya las
motivaciones –reales o imaginadas- económicas y geopolíticas a raíz de la
creciente independencia occidental de las fuentes petroleras del oriente medio,
la opinión pública norteamericana, aunque afectada, no desea involucrarse en
otro conflicto exterior de los que luego les resulta difícil escapar –como Irak
o Afghanistan-.
Europa, por su parte, reclama intervención –como lo ha hecho
Francia a través de su presidente Hollande- pero no con tropas propias sino
incitando a Estados Unidos a hacerlo, como en Kosovo.
Y para coronar la complicación política, los “beneficiados” –si
es que pudiera usarse este término- de un eventual uso de la fuerza contra el
gobierno sirio serían grupos irregulares que ningún lazo político o ideológico
tienen con el mundo occidental. Entre ellos, formaciones claramente vinculadas
a Al Qaeda.
El régimen sirio, por su parte, alineado firmemente con Rusia
que lo protege y defiende por razones geopolíticas, justifica su duro accionar
invocando su condición de resistente frente al terrorismo y al fundamentalismo
islámico.
Las poblaciones civiles de las zonas en conflicto, mientras
tanto y como ocurrió en la Primera Guerra Mundial, son las principales
afectadas. Los horrorosos testimonios gráficos de los últimos días, con
cadáveres de niños y mujeres muertos por efectos del gas, así como los
testimonios de los sobrevivientes que lograron exilarse, son un fuerte llamado a
la conciencia de la humanidad, que ha reflejado en su conmovedor llamado
nuestro compatriota, el papa Francisco.
No parece justificado que a esta altura de la evolución
humana no se encuentre otra forma de resolver un conflicto que recurriendo a
armas de alcance masivo, que debieran ser erradicadas al igual que toda forma
de violencia colectiva.
El principio de la soberanía nacional es aún clave, a pesar
de su vetustez, para la relación entre los Estados. Pero cede su prioridad ante
uno preferente: la vigencia de los derechos humanos, superior a cualquier otra
consideración o abstracción política.
Un Estado que ataque a sus ciudadanos no merece
consideración alguna por parte de la comunidad internacional, que debe arbitrar
los medios a su alcance, como lo ordena su Carta Fundamental, para defender los
derechos de todas las personas que viven en el planeta.
La crisis en Siria pone en escena una vez más la
insuficiencia de la actual organización internacional y la necesidad de
institucionalizar un poder supraestatal en condiciones de disciplinar a los
poderes nacionales, con procedimientos preestablecidos, institucionalizados y
transparentes, en casos de violaciones flagrantes a los derechos humanos.
Es la ONU –más que los países individuales- quien deberían
estar en condiciones de decidir cómo obrar, rápida y eficazmente, evitando
contaminar su acción con motivaciones geopolíticas sino centrando su reflexión
en las personas afectadas al margen de cualquier sospecha o interés económico,
religioso o geopolítico.
Ricardo Lafferriere