No es un secreto para nadie que desde esta columna
hemos visto desde hace varios años como necesario el regreso a la política
argentina del amplio espacio político de las clases medias, que en otros
tiempos supo expresarse por el radicalismo para luego desgranarse en dirigentes
y espacios de variado origen, algunos radicales, otros socialistas, otros
liberales.
Tampoco lo es nuestra convicción que en la dinámica del
sistema político argentino, ese espacio, que abarca un colorido abanico de
identidades culturales, incluye un amplio espectro de posicionamientos
“ideológicos” y está unido culturalmente por comunes denominadores que giran
alrededor del respeto absoluto al estado de derecho, a los derechos
individuales, a las libertades públicas, a la independencia de la justicia, al
pluralismo, la libertad de presa y la madura integración con la marcha del
mundo. Su síntesis podría ser la Constitución Nacional.
Algunos pensamos que los dos grandes espacios que alimentan
la dinámica política argentina hunden sus raíces en las matrices fundacionales
del país, encontrando líneas conductoras que llegan hasta el mismo proceso
independentista y aún antes, pero es necesario conceder que esta visión tiene
tanto pruebas como contrapruebas, por lo que es mejor dejarla a los
historiadores.
Lo que sí está claro es que en el escenario argentino de la
democracia recuperada los ciudadanos han oscilado entre dos matrices: una
“democrática-republicana” y otra “populista-autoritaria”. Los esfuerzos por
trasplantar a la realidad argentina las pautas que dinamizan las opciones en
Europa en “izquierdas vs. derechas” no han logrado enraizarse entre nosotros.
Hay “progresistas” y “moderados” en ambos espacios, como lo
demostró Cristina Fernández, en el 2011, al alinear en una misma opción
política a un abanico tan amplio que comprendía desde a D’Elía a Daniel Scioli,
desde Carta Abierta hasta Boudou , o desde Pacho O’Donnell a Ricardo Forster.
También lo había logrado, en la otra vertiente, Alfonsín en 1983, cuando
recibió apoyos desde la “familia militar” de entonces –a pesar de su fuerte
cuestionamiento a la matriz represora del “proceso”- hasta los intelectuales
progresistas del Centro de Participación
Política, desde los partidos provinciales de raíz conservadora hasta los
sectores juveniles de la “Coordinadora” de entonces, identificados con las
banderas más progresistas de la época.
El turno del populismo organicista que lleva ya diez años se
agotó, y no será superado por ninguna construcción ideológica por la sencilla
razón de que el relato ideológico no convoca a los ciudadanos reales, que son
los que votan y definen el gobierno. Esto es advertido por los protagonistas de
la política y está golpeando en uno de los frentes conformados en el último año, afectado por las diferentes
miradas sobre el papel de la dirigencia.
Lo decía Julio Blanck en su lúcido análisis del domingo 17/8 en
Clarín. También lo venimos afirmando desde esta columna desde hace tiempo. Los
dirigentes políticos opositores deben definir su papel y a partir de allí establecer sus estrategias.
El fuerte conflicto que ha tomado los titulares estos días entre Solanas y
Carrió lo expresa con claridad. Si lo principal es el testimonio del compromiso
ideológico, el poder será esquivo. Si lo principal es el acceso al poder para
administrar la realidad, el testimonio ideológico puro es un obstáculo
insalvable.
Ambas posiciones son válidas, legítimas y respetables. Ambas
caben en el juego democrático. Ambas son necesarias para enriquecer el debate y
la reflexión nacional. Lo que no se puede es pretender articularlas cuando
resultan contradictorias de cara al escenario que en cada momento vive la
sociedad.
Pino Solanas, Libres del Sur, el socialismo y un sector del
radicalismo prefieren privilegiar su papel testimonial. Definen su identidad y
razón de ser como mantener vivo el proyecto “socialdemócrata” y el alineamiento
“progresista”, aunque no especifican mucho más en cuanto a las pautas
programáticas que los unen. Se motivan, seguramente con honestidad, en su
aversión a lo que consideran un proyecto “neoliberal”, o “heredero de los 90”,
que en su convicción es característica del PRO, lo que por otra parte tampoco
se condice con la experiencia de gobierno de dicha fuerza, ratificada varias
veces por el electorado capitalino.
Elisa Carrió, Lousteau, y otro importante sector del
radicalismo, privilegian construir una alternativa de poder al peronismo. No
creen en la rígida polarización ideológica –a la que sienten como disfuncional
con el mundo actual- y asumen que los valores que cada uno ha asumido en sus
convicciones serán sin dudas un telón de fondo en las decisiones que deban
tomar, pero que su obligación de cara a la sociedad en el momento actual es
brindarle una alternativa de gobierno signada por la honestidad y la
reconstrucción republicana. Perciben que esa es la exigencia ciudadana. Advierten
que para ser exitosos deben incluir necesariamente a todo el electorado de las
clases medias democráticas republicanas, tanto a la columna vertebral del radicalismo,
al PRO y al socialismo.
Aunque no sea políticamente correcto, tal vez sea el momento
de asumir el error que significó comenzar la construcción de un frente
electoral sin acordar para qué se hacía. La limitación no es determinante en una elección de medio
término, ya que puede saldarse en la
composición plural de las listas de legisladores, pero se torna en decisiva
cuando se debe ofrecer a la sociedad una opción de gobierno. La experiencia
UNEN incorporó legisladores que ni siquiera se integraron a un bloque propio.
Una vez en las Cámaras, cada uno buscó su identidad.
Seguir en ese camino será tan desgastante como prolongar
indefinidamente, por falta de decisión, un divorcio inexorable. Tan inexorable
como que lo impondrá la propia realidad. Una fuerza política cuya función en la
democracia argentina es construir una opción democrática y republicana ante sus
tradicionales rivales peronistas–a los
que no necesita ni debe demonizar porque comparte con ellos la condición de
“com-patriotas”- se fragmentará en pedazos si se la pretende encorsetar en límites que le impiden trabajar para
cumplir su papel natural en pueblos, municipios, provincias y aún en la gestión
nacional.
Los dirigentes que se sienten intérpretes de ideologías,
valores y reclamos a los que gobernar no les interese tanto como testimoniar lo
que entienden que es la pureza de sus convicciones, estarán a su vez
tensionados a cada paso en que deban decidirse alianzas en la búsqueda de la
construcción de opciones de gobierno. Su prevención es respetable y legítima.
Lo que no se entiende es por qué esa diferencia de roles
debe convertirse en una batalla pública, impostada por los medios, que
perjudica a ambos. Los perjudica, incluso, seguir juntos, porque ambos se sienten limitados en sus convicciones. Los unos, porque arriesgan fuertemente sus posibilidades de acumulación exitosa. Los otros, porque sienten ante cada paso que peligra su ideología, que consideran su justificación política.
Sería infinitamente más maduro que unos y otros sigan su
camino, respondan a sus pulsiones más auténticas y sus respectivas construcciones,
manteniendo la cordialidad y el respeto recíproco que se deben quienes deciden
entregar sus ilusiones, convicciones y trabajo al debate sobre los intereses
generales.
La historia del país seguirá marchando, incluye a todos y si
hay un común denominador que no es ya sólo partidario sino nacional es la
necesidad de mantener puentes tendidos, cordialidad en el trato y disposición a
la búsqueda de acuerdos. Eso debe preservarse, se integren como se integren las
opciones electorales, porque el país es de todos y la responsabilidad de la política
ante los ciudadanos exigirá cada vez más esa madurez.
Ricardo Lafferriere