martes, 14 de octubre de 2014

Los “pros” y los “contras” de Cristina

Se ha hecho ya lugar común escuchar que la demanda de la opinión pública, medida cuantitativamente, refleja un mix de intención de “continuidad” y de “cambio”, que pareciera distribuirse en un 60 % para el primer agregado y un 40 para el segundo.

No podemos ignorar la curiosa interpretación de algunos analistas, que deducen de estos números una especie de predominio de la oferta kirchnerista en la población, como si fueran resultados cotejables o comparables entre ellos.

En efecto: el fortísimo “viento de cola” significó para el país una década con precios internacionales de nuestros productos exportables que llegaron a cuadruplicar los vigentes antes de la crisis del 2001/2002. Entre éstos se destaca la soja, cuyo precio pasó de $ 150 USD/tonelada en el 2001 a más de $ 600 en el 2008. Pero no sólo el aumento de precio: el estímulo de estos precios multiplicó también la cantidad exportada –un 400 %- , lo que llevó los excedentes en la década a la impresionante suma de más de $ 100.000 millones de dólares de ingresos adicionales.

Obviamente, estos recursos permitieron mejorar las condiciones de vida de millones de compatriotas, en forma directa e indirecta. Subió el salario, subió el empleo, subieron los subsidios al consumo de servicios públicos, subió la cantidad de jubilados y permitió incorporar a otra gran cantidad de personas al sistema formal de haberes de retiros.

Innumerables compatriotas pudieron acceder a bienes de uso durable abonados en generosos planes de cuotas, y el viejo sistema industrial argentino recibió una inyección de vitaminas que le permitió extender su agonía sin grandes cambios en su estructura. De paso, el adormecimiento de la reflexión nacional asentado en el bienestar predominante habilitó una década de corrupción sin límites, encuadrada en el viejo apotegma del “roban, pero hacen”, aunque en este caso reemplazado por el “roban, pero dejan algo para nosotros”.

¿Cómo no estarían todos, más del 60 %, aspirando a que “no se pierdan” los beneficios logrados? Por supuesto que no solo ellos: la solidaridad nacional y el sentimiento humanitario de todos desearía que estos beneficios continuaran eternamente y, si fuera posible, se incrementaran. Me atrevería a decir que a todos los argentinos les gustaría que ello fuera posible.

El gran problema no son los “beneficios”, sino que fueron sostenidos con recursos excepcionales  no permanentes, y que esos recursos excepcionales no se volcaron al desarrollo de una economía en condiciones de seguir creciendo sino que se distribuyeron alegremente en una forma que, cuando se agotan o se suspenden, se quedarán sin financiamiento. Está pasando ya hoy: la soja está menos de $ 350 USD la tonelada, y sin perspectivas de subir.

Y ahí está el nido del 40 % de los que quieren “cambio”, que posiblemente sean los mismos.
Todos intuyen –algunos lo dicen, otros guardan un prudente silencio- que “se acabó lo que se daba”, y que la imprevisión de consumir todo lo que había –y aún más, porque no mantuvimos la infraestructura ni previmos el agotamiento de las reservas de energía, es decir nos gastamos el capital fijo y nos quedamos sin combustibles- nos llevará a un ciclo cuyas características no permitirán mantener los “beneficios” sin realizar fuertes cambios en el entramado productivo.

Ese cambio exigirá una mirada hacia la economía ubicada en las antípodas del modelo kirchnerista desentendido de la producción, y requerirá poner el centro de las políticas públicas en el desarrollo ignorado durante los diez años de alegre e irresponsable jubileo.

La inversión necesita herramientas muy diferentes al gasto. Sus requisitos no son los actos públicos anunciando nuevos beneficios, sino la consolidación del estado de derecho y la seguridad jurídica, que seduzca al que tiene algún recurso, acá o afuera, para empezar o ampliar una actividad productiva a hacerlo con la tranquilidad que no se le arrebatará por el capricho de algún funcionario ignoto, o por una política que se la devalúe con una inflación motivada por la falsificación de dinero sin respaldo.

Esa seguridad viene de la mano de una justicia impecablemente independiente, el respeto escrupuloso a la ley y a los derechos de las personas, sus empresas, ganancias y patrimonios, la independencia del BCRA custodiando el valor de la moneda de todos y la vinculación virtuosa con el mundo global, única “locomotora” a la que podemos sumar nuestro vagón nacional ante un mercado interno al que se le agotaron las fuentes artificiales de rentas.

Cuanto más exitoso sea el país en generar ese proceso inversor, menos en peligro estarán los “beneficios” logrados en estos años de excedentes fáciles y más probable es que podamos sumarnos a las naciones exitosas de la región y del mundo.

Al contrario, cuanto más demoremos en tomar ese rumbo, más dura será la reversión, porque el agotamiento económico –que nos ha provocado ya una caída industrial que lleva más de trece meses, un deterioro de la moneda que llega al 50 % anual y crece, un aumento de la desocupación cuyas cifras se ocultan pero se siente en todos lados, una abrupta caída del salario y una retracción del comercio evidente por los negocios que bajan sus persianas y son ya un paisaje generalizado en las ciudades- no será detenido con palabras, por más duras y confrontativas que sean, salidas del atril presidencial.

El 60 más el 40 nos da el 100. Son los argentinos que quieren vivir en un país que crezca, que tenga horizontes, que despierte esperanzas en los jóvenes, que les abra una esperanza de bienestar y que no deba sufrir para lograr lo que es, para la región y para el mundo con el que podemos compararnos, lo natural y no lo excepcional.

La consigna no es “patria o buitres”, sino  “desarrollo o decadencia”. En esta última estamos y estaremos sin remedio mientras dure el ciclo kirchnerista. Para revertirla, una vez que el país recupere la cordura, no es necesario volver a inventar la pólvora sino sencillamente poner en vigencia en plenitud el estado de derecho.


Ricardo Lafferriere

lunes, 13 de octubre de 2014

El Islam frente al resto del mundo: ¿se puede convivir en paz?

Entre los varios méritos de la última obra de Henry Kissinger titulada “World Order” debe destacarse, por su rigurosa actualidad, la reflexión sobre la visión  propia de los actores destacados en la turbulenta crisis que agobia al espacio “medio-oriental” y a partir de él, al resto del planeta. 

Aunque son verdades conocidas desde siempre, su puesta en foco actual ayuda a comprender una realidad que tiende a escaparse de la lógica con la que se acostumbra interpretar el mundo.

En efecto: el desarrollo tecnológico, la globalización y las armas de alcance catastrófico convierten en universales conflictos que tal vez en otro momento podrían ser imaginados en el marco localizado del mundo musulmán, en sus luchas internas y en sus cosmovisiones místicas.

El orden global, luego de las dos grandes guerras del siglo XX, se edificó al fin sobre las vigas maestras formuladas en la Paz de Westfalia –en el siglo XVII-. En ella se reconocieron un conjunto de principios sobre los cuales se limitaron los alcances de las guerras interminables por razones religiosas de la baja edad media europea, adoptados luego en forma universal.

Fue a partir de Westfalia que el poder dejó de tener pretensiones totalizadoras y reconoció la autonomía de cada marco estatal. Dentro de cada Estado, regirían sus leyes. Fuera de sus límites, se respetaría el poder del respectivo soberano. El poder no sería ya más un derivado de una fuente superior (Emperador o Papa) sino el resultado del equilibrio de soberanos terrenales, en cuya inteligencia y capacidad de alianzas quedaba la responsabilidad de mantener la paz.

Las guerras, cuando las hubiere, quedarían acotadas a los contendientes y se reducirían a los ejércitos de los respectivos soberanos, sin afectar más de lo imprescindible a sus poblaciones civiles. Fueron pocos principios, esenciales para posibilitar la convivencia internacional. Incluían la igualdad jurídica de los Estados –que se institucionalizaron, abandonando las formas feudales privadas-, se fijaron las normas de la diplomacia y se instauró el respeto al equilibrio.

Entre esos principios se destaca la idea de la “nación-Estado” y de su atributo principal, la “soberanía”. Reconocidos estos conceptos, la religión –que atravesaba hasta entonces geografías y poblaciones, etnias y lenguajes- pudo “ponerse en caja” limitando definitivamente la pretensión de hegemonía con la actualización del viejo precepto cristiano que separaba las competencias del César y de Dios. La organización internacional de la segunda mitad del siglo XX creció sobre estos cimientos enriquecidos por la incorporación de un acuerdo aún más importante: la vigencia universal de los derechos humanos y la democracia como forma legitimante del poder.

Con sus más y sus menos, el mundo convivió con esas normas y así llegó hasta hoy. Sin embargo, esa visión “laica” de la evolución occidental no es la que subyacía en espacios imperiales previos al mundo “westfaliano”. El Imperio Chino, el Imperio Otomano, el Imperio Persa, fueron organizaciones políticas que se consideraban a sí mismas el centro superior del orden global, por diferentes razones. Así se había considerado en su tiempo el Imperio Romano, su sucesor el Sacro Imperio Romano Germánico y, como autoridad delegante en nombre de Dios, el Papa, que coronaba a los sucesivos emperadores y daba legitimidad a los poderes temporales.

La respectiva legimidad religiosa del poder subyacía en todos ellos. El mundo occidental y el cristianismo evolucionaron luego de centurias de luchas sangrientas hasta el descripto acuerdo que llegó con la modernidad y encontró la base ideológica en la naciente ilustración. El resto y especialmente el mundo musulmán siguió –y sigue- entendiendo al mundo como una unidad religiosa, con vocación proselitista y excluyente. Tiene sus visiones diversas en su interior -entre ellas, la que enfrenta sunitas y shiítas es sólo la más importante-, acepta con flexibilidad acuerdos temporales con el mundo occidental y entre sus propias facciones, pero aún hoy –y especialmente hoy- mantiene en importantes actores –tal vez los más dinámicos- una convicción trascendente incompatible en el largo plazo con el mundo westfaliano.

La consecuencia de esa diferente perspectiva dificulta el análisis y el tratamiento de los conflictos en un escenario mundial crecientemente globalizado. Lo que para el razonamiento occidental son acuerdos permanentes de convivencia, para la mirada religiosa musulmana son transacciones circunstanciales dictadas por su debilidad coyuntural, pero que no obligan a sus firmantes ya que su finalidad es sólo ganar tiempo para adquirir fuerzas y retomar la lucha. Ésta finalizará cuando todo el mundo viva en acuerdo con las normas del Corán respetando la palabra de Alah.

Son dos enfoques diferentes, pero el mundo es uno. La economía es crecientemente una, con un paradigma dominante que requiere la necesidad de funcionar sin fronteras infranqueables. La revolución tecnológica supera los límites nacionales con una capacidad destructiva que ha saltado ya el cerco del mundo westfaliano y crece en actores integristas. El planeta es uno, y peligra.

La sensación de poder creciente diluye los límites que la diferencia de poder relativo imponía a la visión integrista con pretensiones de hegemonía, haciéndole accesible el desarrollo de armas cuya proliferación puede poner literalmente en riesgo la vida humana en todo el globo.

La repentina conciencia de ese poder estimula los conflictos internos del espacio musulmán, superponiendo intereses económicos, políticos, ideológicos, religiosos y territoriales difundidos al escenario mundial por los intereses también cruzados de la economía globalizada, un poder político sin centro hegemónico indiscutible e intereses nacionales acostumbrados a razonar en clave westfaliana pero que choca con realidades que ésta ya no abarca.

Para la visión religiosa de la que hablamos, los límites nacionales son una ficción y los Estados son meras creaciones artificiales que no tienen atributos intrínsecos ni derechos inalienables. Se pueden usar, si resultan útiles, o se pueden ignorar si así conviene. 

La declaración de instauración del desafiante “Califato” en territorios de Irak, Siria y el Líbano con pretensión de poder universal es tan demostrativo como Irán negociando un acuerdo con el “Gran Satán” (EEUU) y el grupo “5+1”, mientras su líder espiritual Khamenei declaraba al Consejo de Guardianes de Irán (setiembre de 2013) que “cuando un guerrero está luchando con un oponente y muestra flexibilidad por razones técnicas, no le dejemos olvidar quién es su oponente” Y cuando se firmó el acuerdo para comenzar negociaciones sobre su compromiso de desarme nuclear (enero de 2014) expresó nuevamente que “Irán no violará lo que acuerde. Pero los americanos son enemigos de la Revolución Islámica, ellos son enemigos de la República Islámica, ellos son enemigos de esta bandera que ustedes han enarbolado”.

Frente a estas voces integristas han existido y existen saludables y actualizados dirigentes musulmanes, en los países de la región y en la diáspora. 

Las numerosas voces de condena a los abominables crímenes del ISIS y otras organizaciones terroristas que han realizado comunidades musulmanas de diversas partes del mundo permiten abrir una ventana de esperanza, pero sería necio negar que la desconfianza se ha acrecentado, y que esta desconfianza alimenta a los “halcones” de todos los bandos.

Serán los hechos quienes dirán si logran sobreponerse a los sentimientos e interpretaciones extremistas del Corán que animan a sus Mujaidines de la Jidah, a los terroristas de Al Qaeda y a los infames criminales del ISIS.

Si logran prevalecer con una interpretación de su religión más adecuada a los tiempos que corren en el tercer milenio, ello permitirá al resto del planeta considerar con tranquilidad y confianza a los actores del mundo musulmán en la comunidad internacional con el carácter que habían logrado luego de la Segunda Guerra Mundial: países con los que se podía coincidir o discrepar, acordar o guerrear, pero que aceptaban y se integraban en la comunidad de naciones aceptando los límites que el mundo occidental ya incorporó a su visión de la convivencia desde hace cuatro siglos y han sido adoptados por el resto de la humanidad.

Derechos humanos y democracia. Soberanía propia y ajena. Solidaridad en la preservación de la casa común planetaria. Construcción en armonía de una convivencia basada en la ley acordada entre las partes. Respeto a la libertad de conciencia y a la diversidad de creencias religiosas propias y extrañas. Y búsqueda de la paz y el derecho como forma de solución de conflictos.

No son principios tan extraños. Sin embargo, son los que permitirían comenzar esta nueva etapa de la humanidad –global, planetaria, tecnológica, inundada de riesgos globales cada vez más imbricados- con alguna esperanza de supervivencia. Y convivir en paz, a pesar de las diferencias.


Ricardo Lafferriere

martes, 7 de octubre de 2014

¿Vale cualquier alianza?

Si hay un interrogante que ha atravesado el análisis político a través de los siglos, es éste. Desde que los conflictos existen –o sea, desde que la humanidad abandonó su estadio de cazador-recolector y  se asentó en un territorio fijando los límites frente a terceros- el conflicto entre humanos parece haber sido una constante.

Conflictos hacia afuera, excluyendo a quienes no pertenecían al grupo. Y conflictos hacia adentro, para obtener mejores posiciones dentro del grupo, con la secuela triunfadores y derrotados.

Las alianzas fueron constantes para reforzar las posibilidades propias. Definirlas originó las primeras reflexiones estratégicas, subiendo un escalón civilizatorio a la pura lucha descarnada de personas contra personas, familias contra familias, clanes contra clanes, o tribus contra tribus.

En las modernas democracias las cosas son más sofisticadas, pero conservan su pulsión ancestral. El mundo parece estar avanzando hacia una convivencia universal, mostrando en la transición innumerables conflictos heredados, externos e internos, que se niegan a morir. La marcha, sin embargo, tiene un rumbo predominante determinada por el avance científico técnico, las fuerzas productivas globalizadas, la inviabilidad de proyectos nacionales autárquicos y la creciente toma de conciencia de riesgos globales cuya evitación es imposible sin la acción colectiva, como los climáticos, la dispersión de la violencia cotidiana o la aparición de epidemias altamente peligrosas de las cuales estamos viendo en estos días una.

En la acción política, entonces, ¿vale cualquier alianza?

En la década de los años 40 del siglo pasado, la reflexión política se conmocionó con la impensada confluencia de rusos y alemanes, comunistas y nazis, mediante el pacto Ribertropp-Molotov. Un año después, ante la invasión alemana a Rusia, otra alianza conmocionó –y tranquilizó- al mundo occidental: la alianza de las grandes democracias (Estados Unidos y Gran Bretaña) con la Rusia atacada. En todos los países la lucha anti-fascista se convirtió en una constante que entusiasmó a los luchadores democráticos, incluyendo a simpatizantes de todo el arco ideológico que reconocía sus raíces en las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX.

La guerra mostraba ejemplos extremos, condicionados por realidades locales. Unió a laboristas con conservadores en Gran Bretaña y a republicanos con demócratas en Estados Unidos. Pero mostró curiosidades tales como a los socialdemócratas austríacos apoyando la incorporación de su país a la Alemania Nazi, y hasta a líderes socialdemócratas nórdicos tomando partido por el bando de los invasores. En el resto de Europa, la alianza entre liberales, socialcristianos, socialdemócratas y comunistas desarrolló redes de combatientes que, sin perder su identidad, unían sus fuerzas para la liberación de sus países y la construcción de estados democráticos.

De hecho, la posguerra fue testigo de nuevas alianzas. Bajo la conducción de los partidos demócratas cristianos en Alemania, Italia y la Europa nórdica junto al nacionalismo democrático “de derecha” en Francia, Europa edificó la mayor experiencia de estado de bienestar en toda su historia. 

Externamente, sus principales lazos eran con Estados Unidos, y su principal adversario, los partidos comunistas y la Unión Soviética. Tiempos de la Guerra Fría.

Las alianzas pueden ser, entonces, diversas y variables. Sin embargo, tienen siempre una línea de interpretación: determinar los objetivos estratégicos más importantes en cada momento y lugar. Esta afirmación vale tanto para la política internacional como para la interna.

Rusia se alió con Alemania por un análisis equivocado: temía que, de no ser así, las “potencias capitalistas” Alemania y Gran Bretaña se aliaran contra ella (curiosamente, Hitler lo hizo por el mismo temor: ver a Rusia aliada a sus enemigos y esa desconfianza lo llevó luego a atacar a Rusia a pesar del pacto). Luego se alió con los grandes actores democráticos porque de esa forma debilitaba al enemigo que la agredía. Los países democráticos se aliaron con Rusia porque el peligro del fascismo haciéndose dueño de Europa y Rusia era el principal peligro para sus intereses y convicciones. Acertaron en su análisis, como lo mostró el resultado.

Ya en la post-guerra, los demócratas cristianos, liberales, nacionalistas democráticos y socialdemócratas unieron sus fuerzas con los Estados Unidos porque el principal peligro que percibían era el Ejército Rojo en las puertas de sus países, y Estados Unidos lo hizo por el riesgo que veía en una Europa potencialmente dominada por la Unión Soviética. Cambiadas las circunstancias, cambiaban los aliados.

¿Qué determina la corrección de las alianzas? En tiempos de la simplificación en los análisis se decía que esa respuesta surgía de la correcta lectura del problema principal, que en el lenguaje universitario de izquierda de hace algunas décadas se denominaba “contradicción fundamental”. Ese análisis llevó, por ejemplo, a impulsar en nuestro país la conformación de la Multipartidaria para luchar contra la dictadura y lograr la instauración democrática. Viejos rivales –radicales, peronistas, desarrollistas, conservadores, liberales, comunistas- unieron fuerzas y lograron sentar las bases de la recuperación de la soberanía popular, fundamento último de la democracia. Todavía disfrutamos del éxito de esa correcta estrategia.

Claro que a medida que la realidad se hace más sofisticada, también es menos claro definir las alianzas. Una cosa, sin embargo, permanece constante: cuál es el principal problema y cuál es el objetivo frente a él. El principal problema en los 70 era la dictadura. El objetivo, la democracia. Las fuerzas de la multipartidaria tenían esa convicción filosófica común, no compartida por quienes –en el otro “bando”- creían que el principal enemigo era “el comunismo internacional y la subversión”-. Saber desde dónde se habla es, entonces, también central para definir aliados.

El principal problema argentino de hoy cambia según el posicionamiento desde el que se realice el análisis. Desde la perspectiva de esta columna, que habla desde la democracia, nuestra convicción es que el principal problema argentino, “la contradicción fundamental”, es el desmantelamiento institucional y la creciente labilidad del estado de derecho, expresado en la ruptura de los tres grandes  equilibrios constitucionales: 1) entre los ciudadanos y el Estado, en favor del Estado. 2) entre el Estado Nacional y las provincias, en favor del Estado Nacional, y 3) entre los tres poderes del Estado, en favor del Poder Ejecutivo unipersonal, por la colonización de la justicia y el vaciamiento de poder parlamentario.

La ruptura de estos tres grandes equilibrios produce todas las consecuencias negativas que conocemos: la ausencia de inversión por falta de seguridad jurídica, el estancamiento económico, la clientelización de la sociedad diluyendo la condición ciudadana, la colonización de la justicia, la permisividad a la mega-corrupción que alienta el delito en los escalones inferiores al actuar como contra-ejemplo, la ausencia de premios al esfuerzo al reemplazarlos por la subordinación al poder, el vaciamiento democrático al instalar una política apoyada en prebendas y proyectos personales y por último –pero no menos importante- la gigantesca discrecionalidad concentrada en el Ejecutivo unipersonal, sin contrapesos ni frenos, para decidir por sí sobre temas que afectan los fundamentos de la propia existencia nacional: su moneda, su relación internacional, la vigencia real de los derechos de las personas y hasta su capacidad de legislar, a través de una mayoría acrítica que vacía al parlamento de su adecuado papel legislador y controlador.

Aclaramos de inmediato que este “problema principal” es cualitativamente diferente al de los tiempos del proceso. Si existiera en el país ese peligro, las alianzas necesarias cambiarían y seguramente el kirchnerismo, que definimos hoy claramente en “el otro campo”, se ubicaría en el propio, sumado a la propia lucha contra el Videla o el Pinochet de turno. Probablemente.

La consecuencia de esta convicción sobre el principal problema argentino es imaginar las alianzas necesarias para superarlo. Está claro que poca relación tiene con “izquierdas” y “derechas”, o “progresismos” frente a “moderados”, rudimentarios e imaginarios agrupamientos que son impotentes para dar respuesta al problema principal. Al contrario, las alianzas necesarias para recuperar el estado de derecho en plenitud deben ser las que unifiquen en un esfuerzo conjunto a los ciudadanos que expresen convicciones similares en ese problema principal. Serán lideradas por quienes mejor interpreten el momento, las coyunturas y las posibilidades.

Alianzas que sólo busquen llegar al poder sin tener en claro el común denominador pueden ser coyunturalmente exitosas, pero están condenadas a no solucionar el problema principal. Alianzas que no tengan en claro el problema principal sino que fragmenten los esfuerzos de quienes aspiren a subir ese umbral en la convivencia argentina, son objetivamente retardatarias.

La ciencia –y el arte- de la política es agudizar el ingenio, la capacidad de análisis y como consecuencia, las propuestas, para agrupar a todo lo agrupable sin que quede nada afuera, pero también sin que la obsesión por el corto plazo lleve a cometer el error de análisis de Stalin al pactar con Hitler. Porque las consecuencias pueden ser las contrarias a lo buscado.

Una consecuencia no buscada podría ser, por ejemplo, encontrarse al día siguiente del comicio que el parlamento no sólo no cambió sus prácticas sino que reprodujo su vieja mayoría servil, tal vez hasta ampliada, alineada tras un nuevo liderazgo. O que la justicia sigue tan atacada como antes. O que los ciudadanos siguen debilitados frente al Estado, hegemonizado por un ejecutivo unipersonal rejuvenecido, con un poder ampliado y un horizonte temporal más extendido.

 Las alianzas son necesarias. Pero no cualquier alianza vale. Algunas, pueden favorecer el estado de cosas que se pretende cambiar. Y debilitar al campo propio, por la frustración que generen.


Ricardo Lafferriere

Carta Abierta 17 (o el triste papel de los intelectuales orgánicos)

Varias ediciones anteriores del grupo kirchnerista “Carta Abierta” fueron comentadas en este espacio. En todos los casos, rebatimos medularmente sus conceptos, enlazados en oraciones tan interminables como herméticas cuya conclusión inexorable era siempre el aplauso a cualquier medida surgida de la actual administración.

Los firmantes de Carta Abierta han decidido abiertamente asumir el papel que, en el siglo pasado, desempeñaban en las dictaduras stalinistas los “intelectuales orgánicos”.

Se trataba de personas con indudable formación personal que, sin embargo, la ponían al servicio del poder en forma absolutamente acrítica. Justificaron los veinte millones de muertos que Joseph Stalin produjera en la Unión Soviética, ensalzaron los “juicios-espectáculo” en los que sometían al escarnio a honorables ciudadanos en los que detectaban algún matiz de diferencia de criterio con la línea oficial del Partido, los que eran remitidos a la muerte en el destierro siberiano, la desaparición o el fusilamiento clandestino. O, simplemente, justificaban con afirmaciones vacías impostadamente letradas las “purgas” producidas en alguna lucha interna del partido del gobierno, o la “caída en desgracia” por el capricho personal del dictador al que servían.

No les interesaban las consecuencias, ni los derechos de las personas, ni los reales objetivos perseguidos por el poder. No expresaban cuestionamiento alguno al enriquecimiento de los jerarcas del partido, ni a la inexistencia de una justicia imparcial. Olvidaron los valores que sus antecesores en la inteligencia rusa antes de la Revolución de Octubre escribieron en páginas inolvidables de denuncia a las injusticias y a la prepotencia del poder omnímodo del zarismo. Dejaron de defender la libertad, convertida en un valor “burgués”, retrocediendo a tiempos anteriores a las propias revoluciones democráticas de los siglos XVIII y XIX.

Éstos, los nuestros, por supuesto que no llegan a esos extremos. Algo lleva sin embargo intuir que si el gobierno que los apaña y ellos defienden decidiera recurrir a métodos parecidos, encontrarían frases grandilocuentes y sesudas construcciones semánticas para explicarlos y justificarlos. Su silencio ante el trato inhumano conferido a los “detenidos por delitos de lesa humanidad” es un indicio de esta convicción. También su exculpación de funcionarios procesados por hechos de corrupción, la masacre de la etnia Qom en Formosa y Chaco, o su silencio ante la complicidad de altos funcionarios con la trata de personas y el narcotráfico o las muertes de Once, de La Plata o durante los reclamos de diciembre del 2013.

Uno de sus principales exponentes, hace aproximadamente un año, descalificaba a un juez norteamericano por su aspecto físico, al más puro estilo de los ataques raciales del nazismo. En estos días ha sido la propia presidenta la que ha caído en la misma bajeza, discriminando al mismo juez –ante la ausencia de argumentos jurídicos válidos- por su edad y consecuente fragilidad física. Despreciables actitudes, indignas de personas cultas y repugnantes en personas con poder.

Hoy, ese mismo conglomerado reitera afirmaciones  cuya desmentida es realizada por la propia realidad. A esta altura del proceso económico y social argentino, seguir ensalzando una gestión que coloniza la justicia, reduce el salario, aumenta la desocupación, vacía las reservas, entrega por migajas la riqueza petrolera, agiganta la deuda, incrementa la inseguridad, se mimetiza con el narcotráfico, desarma la infraestructura, fortalece el aislamiento internacional, ensalza la violencia en la convivencia y divide a la sociedad artificialmente es más una pérdida de tiempo que un desafío intelectual. Es imposible debatir con quienes, a sabiendas, construyen juicios sobre la mentira.

Que sigan con sus letanías. A diferencia de ellos, sostenemos su derecho a decir lo que piensan. Digan las sandeces que digan, y en el lugar que sea. Aunque también decimos que si en algún momento fueran censurados, levantaríamos la voz en su defensa en nombre de una civilización política y de valores morales que consideramos vigente cualquiera sea el color ideológico de quienes lo sufrieran.


Ricardo Lafferriere

martes, 30 de septiembre de 2014

Deuda: interés nacional, interés de la señora

Hay pocos en el “escenario” que se animan a expresar en público lo que dicen en la intimidad. En el fondo, lo que prima es su “posicionamiento”, que les aconseja no aparecer enfrentando presuntas convicciones “nacionalistas” de la mayoría de la población.

Desde este espacio, no creemos en esa “corrección política” ni en su valor ético en quienes deben orientar la reflexión pública y no sólo reducir su participación en el debate nacional a su interés en ocupar el gobierno. Además asumimos esta función desde una perspectiva ciudadana sin aspiraciones de poder, por lo que las reflexiones al respecto pueden fluir en libertad.

Sobre estas convicciones, creemos necesario ser honestos con quienes nos hacen el honor de leernos. La lucha de egos, quimeras, ficciones y medias palabras permite evadir decir lo que todos saben: la posibilidad de no pagar la deuda reclamada por los “holds-out” es literalmente CERO.

Más tarde o más temprano, el país deberá hacerse cargo. Cuando fue pronunciada la sentencia, hubiera alcanzado con USD 1.300 millones de dólares conviniendo una forma de pago –como lo sugirió el propio Juez-. La demora lleva ya esa deuda a USD 1.600 millones. A partir de la declaración de Desacato, se deberán agregar los punitorios que establezca el Juzgado. Así son las cosas, guste o disguste a cualquiera. Al país se le irán cerrando las puertas del mundo y no se abrirán hasta que no se regularice esa deuda con sentencia firme en contra.

Evadirse o esconderse tras extemporáneas interpretaciones jurídicas, pronunciamientos simbólicos de la Asamblea General de las Naciones Unidas o de la Comisión de Derechos Humanos puede ser simpático y responder a las pulsiones combativas de “la gilada” –como suelen decir los viejos políticos de Comité- pero desde la perspectiva del interés nacional sólo agrava el aislamiento. Los argumentos jurídicos ya fueron volcados en el juicio. Ni la Asamblea General, ni la Comisión de DDHH tienen competencia en el tema, que corre por carriles muy diferentes.

Ese aislamiento que impide entre otras cosas refinanciar vencimientos de los canjes 2005 y 2010 es lo que en el fondo provoca que la crisis deba ser enfrentada con mayor crudeza: inflación, pérdida de reservas, disolución del salario y del valor de la moneda, caída de la producción, mayor desempleo y a partir de allí tensión social creciente, delito en aumento y caos cotidiano.

Lo que realmente está en cuestión es quién paga “el precio político” de los errores. La señora y el kirchnerismo no trepidan en “patear” la resolución del tema para cuando no estén en el gobierno, que suponen será luego de diciembre del 2015, aunque para ello deban prolongar y profundizar durante un año y medio la agonía que sufre el país. Se solazan pensando que el próximo gobierno no tendrá otra salida que acordar con los acreedores el pago de una deuda que será varios miles de dólares mayor, manteniéndole la vigencia de una bandera política perversa en su cinismo, como será culparlo de un problema generado por la propia incapacidad de la gestión K.

Las oposiciones no se animan a denunciar la maniobra por temor a sufrir el escarnio de aparecer “defendiendo a los buitres” y con su silencio o sus medias palabras ayudan a la confusión general de la reflexión pública. Confían en que la deuda, aunque sea mayor e injustificada, podrá canalizarse adecuadamente luego de superada la “anomalía K”. Total, la pagará el pueblo.

¿El interés nacional? ¿el sufrimiento de los argentinos? ¿el estancamiento económico? ¿la violencia y la tensión social? Bien, gracias. Ni hablar de la madurez del debate democrático, la valentía política de los liderazgos, o el mantenimiento de relaciones comerciales, tecnológicas, financieras y de inversión con el mundo global, único espacio que puede servir de locomotora al relanzamiento argentino cuando el país recupere la cordura.

Seguir escalando tiene claros puertos de llegada: aislamiento hacia afuera, implosión adentro.
No creemos la información que campea entre líneas en varios diarios del mundo en el sentido de problemas de salud mental en la señora. Ella sabe lo que busca y lo que quiere. Sí creemos que entre lo que sabe y lo que quiere no está el interés nacional, sino su propio interés político, económico y personal. Ningún otro fundamento racional justifica lo que hace.

Lamentablemente, en el escenario pocos se animan a decirlo.


Ricardo Lafferriere

Alguien a cargo, por favor... (II)

Es ya un deporte nacional debatir si el kirchnerismo “llega” o “no llega” a diciembre de 2015. El debate es acompañado por la aceleración de las campañas electorales, que a pesar de lo dispuesto en la ley respectiva se encuentran en pleno desarrollo.

En efecto: han “lanzado” sus candidaturas presidenciales Sergio Massa, Daniel Scioli, Mauricio Macri, Julio Cobos, Florencio Randazzo, Hermes Binner, Agustín Rossi, Pino Solanas, Elisa Carrió y esta semana lo hará Ernesto Sanz.

El rumbo de crisis en el país, mientras tanto, sigue su marcha rampante. Para percibirlo alcanza con observar los datos “de campo” –la relación entre precios y salarios, la desocupación, el valor del dólar paralelo y las tarifas- y los datos “de segundo piso” –el déficit fiscal creciente, el desequilibrio de la balanza comercial, la crisis de la balanza de pagos y la emisión monetaria sin respaldo-. Todos muestran una progresión crecientemente acelerada.

El rebote social no es menor. Se nota en las calles una agresividad en ascenso, igual que los delitos contra la propiedad y una creciente violencia en estos hechos delictivos. Se ven cada vez más negocios con persianas cerradas en forma permanente, y compatriotas viviendo en la calle, en una cantidad que no se observaba desde hace al menos tres años.

Políticamente, la desorientación del gobierno frente a la crisis que él mismo provocó es incremental. Debiera asumir la actitud madura de respaldarse en una convocatoria honesta a la unidad nacional sin preconceptos invitando a las fuerzas políticas más representativas a cambiar ideas y acordar políticas destinadas a atravesar la crisis atenuando sus efectos en las personas más necesitadas. Eso se haría en cualquier “país serio”. Acá se lo impide su vanidad.

En cambio, el kirchnerismo acentúa sus reflejos autoritarios y busca un nuevo arsenal de enemigos a quienes responsabilizar por una situación que es de su exclusiva responsabilidad. Se aísla más del mundo, anuncia un incremento de su persecución sobre quienes quieren defender sus ingresos del manotazo inflacionario refugiándose en la divisa, persigue con represión la protesta social mientras se muestra impotente ante la delincuencia común, a la que termina justificando, y amenaza con dejar al Estado cooptado por su sector fundamentalista desplazando a los funcionarios que no son absolutamente verticalizados a sus caprichos más esotéricos.

Alguna vez hemos dicho que la política es como un eje en cuyos extremos se encuentra la lucha por acceder al poder (que es lo que interesa a los políticos “profesionales”) por un lado y la lucha por los intereses de aquellos que invoca representar (que es lo que interesa a los ciudadanos) por el otro. La sana política es el arte de encontrar el punto de equilibrio entre ambos propósitos.

La percepción que se siente hoy es que nadie se pone “el país al hombro” y que el centro de gravedad de la acción política se ha desplazado totalmente al primer extremo. El gobierno, preparando su vuelta al llano luego del 2015 y la oposición construyendo su “posicionamiento” de cara a la sucesión son los propósitos marcan la agenda, mientras la crisis avanza raudamente ante un gobierno autista y una oposición alegremente indiferente.

Los argentinos, entre tanto, observan azorados la displicencia con que el poder trata su presente. Mientras los ciudadanos cargan preocupación, el país acumula tensión.


Ricardo Lafferriere

Alguien a cargo, por favor...

El tour por Vaticano y Nueva York significó ubicar en la escena a los jóvenes invitados de La Cámpora y aliados cercanos. La agenda, por el contrario, fue desconectada de la realidad cada vez más dura de la situación nacional.

La valoración del reclamo presidencial puede ser discutible, poniendo el tema en perspectiva. Sin embargo, poco tiene que ver con el acelerado deterioro de la situación interna, que no está pidiendo involucrarnos en luchas globales de largo plazo sino en la solución de problemas crecientes en lo inmediato.

“Crecientes” significa “dirigiéndonos rápidamente hacia una mega-crisis”, que, a diferencia del año 2001, no tiene causas externas sino fundamentalmente internas, como es diagnóstico de la gran mayoría de los analistas políticos y económicos objetivos.

La convención internacional para las reestructuraciones de deuda es un viejo y justo reclamo del “poder político” frente a la tendencia libertina de la globalización financiera. Ni siquiera es propio de los países en desarrollo, en tanto la influencia negativa del tornado financiero global afecta a las economías más desarrolladas. Los últimos años, desde el 2008 hasta hoy, lo han demostrado.

 No es, sin embargo, un tema declamatorio, ni adecuado para la “diplomacia del megáfono”, usualmente dirigida a quienes los viejos políticos de Comité caracterizaban como “el zonzaje” o “la gilada”.  O sea, a nosotros, los ciudadanos de a pié.

Quienes tenemos algunos años recordamos estos “mega-proyectos” que ayudan a adornar las tribunas (como el “Nuevo Orden Económico Internacional”, o las “Metas del Milenio”) pero poco efecto tienen en los episodios calientes de coyuntura, como el que atraviesa Argentina.

Hoy, la urgencia del país no es internacional, sino interna. Una febril inflación que se ha despertado y comienza a desperezarse anuncia que aquel pronóstico que desde esta humilde tribuna hiciéramos en enero de 2014 de una divisa  norteamericana alcanzando los $20 pesos en diciembre no merece ya ridiculización –como entonces- sino que hasta puede ser superada. Y detrás de ese derrumbe del valor de nuestra moneda, lo que sigue: precios desbordados, angustiantes situaciones sociales, desocupación, disolución del salario, y decenas de miles de compatriotas lanzados por la borda de la línea de pobreza.

Tal vez por haberse formado en tiempos lejanos en de la historia reciente, quien esto escribe recuerda que el centro de análisis de los grupos políticos –y gremiales, empresarios y universitarios- de los 60/70 del siglo pasado era el país, su coyuntura y su salidas. Muy pocas veces, si alguna, éstos incluían en la agenda el posicionamiento electoral o partidario. Hoy, esa reflexión retumba por su ausencia.

¿Alguien se está haciendo cargo de lo que pasa, o sigue cada uno privilegiando los símbolos de su imagen en la opinión pública, impostando batallas épicas para la tribuna, elaborando inteligentes frases de marketing o “posicionando” eventuales candidatos con recorridas efectistas?

La sensación que campea entre los argentinos es que pocos tienen al país en su agenda. Ni en el gobierno, pero tampoco en la oposición. No se siente que nadie se “ponga al hombro” la crisis que se acerca. Y eso asusta, más que el dólar que se dispara, la inflación que excluye, la desocupación que angustia, o algún imprevistamente famoso motochorro circunstancial que –hasta él…- está “pensando seriamente en irse del país porque ya no se siente contenido” por una dirigencia indiferente ante la angustia de su gente.

Ricardo Lafferriere