La Argentina ha sido en las últimas décadas una especie de
banco de pruebas de la historia. La densidad de los acontecimientos políticos y
sociales que ha protagonizado deja el interrogante si considerarlos como los
coletazos sin resolver de demandas históricas, o como la avanzada de un mundo
teñido por las contradicciones y la fragmentación de la posmodernidad.
La superposición de temas correspondientes a ambos grandes
capítulos de la reflexión política es uno de los grandes problemas sin
resolver, que tiñen la vida política del país, produciendo efectos nada
despreciables en la evolución política coyuntural. Digamos en este momento que
al final, si la política no es otra cosa que la sucesión ininterrumpida de
coyunturas, sin aclarar intelectualmente la agenda será difícil avanzar en la
solución de los principales problemas que la integran.
Los temas “modernos” sin resolver se refieren a los
diferentes capítulos de la convivencia: el sistema político, las bases
económicas, los objetivos sociales, los sistemas de producción, distribución y
consumo, los recursos asignados –y la forma de hacerlo- para la formación de
las generaciones nuevas, la previsión para la situación de vejez y eventuales
incapacidades (es decir, jubilaciones, pensiones, retiros), la organización del
Estado, su sistema institucional de recaudación impositiva y de gasto público,
la definición de las diferentes jurisdicciones con sus competencias y recursos,
son, entre otros, los temas que configuran la agenda moderna. Es una agenda
principalmente de “segundo piso”, creadora de herramientas legales e
institucionales de organización y gestión.
Los cimientos de esa agenda se “escribieron” hace un siglo y
medio en la Constitución que dio origen institucional al nuevo Estado,
estableciendo las bases legales de la convivencia: los derechos, obligaciones y
garantías de los ciudadanos, los órganos del poder, las facultades impositivas
que los ciudadanos reconocen al poder, las formas de asignar estos recursos,
las jurisdicciones nacional, provinciales y municipales, y, en fin, los
principales “issues” que conforman el edificio jurídico-político que regla la
convivencia, el poder y la relación con las demás sociedades.
Esa agenda, sin embargo, no rigió en forma pacífica en el
último siglo y medio. Valga recordar que recién en 1983 la Constitución fue
reconocida plenamente por todos los actores como la base fundamental de
convivencia, y que en 1994 esa Constitución fue reformada con la incorporación
de nuevos derechos sociales y una reforma en el funcionamiento del Estado que
buscaba desconcentrar el poder presidencial, reforzar el federalismo y abrir el
poder a la influencia de los ciudadanos.
Aún a comienzos de la segunda década del siglo XXI, las
normas constitucionales están lejos de ser la base de convivencia. Hay normas
orgánicas decisivas –como la ley de Coparticipación Federal de Impuestos- que
no ha logrado sanción pasados varios lustros, dejando una gigantesca laguna de
incertidumbre y discrecionalidad, y otras mediatizadas por el desuetudo según
las conveniencias de la correlación social y política de fuerza de los actores
en pugna. La Argentina sigue siendo aún, en pleno siglo XXI, un país
fuertemente preconstitucional. Sin un sistema económico-rentístico claro, no es
posible hablar de la existencia de una organización constitucional moderna.
La agenda moderna tiene como característica temprana la
utilización de la “razón” como argamasa de coherencia, desplazando los
arcaísmos que daban al poder una justificación ajena a la delegación ciudadana
o “soberanía popular” y ratificaban en forma terminante la igualdad jurídica de
las personas desechando expresamente la división en castas, estamentos o categorías humanas presuntamente
naturales originadas en el nacimiento, la religión, el género, la ideología
política o la nacionalidad. La razón supera así a la delegación divina o la
propia costumbre como fuentes legitimantes de la “verdad”.
El mundo occidental desarrollado avanzó en la agenda moderna
hasta estadios impensados a comienzos de la revolución que terminó con el
“viejo régimen”. En los países desarrollados, aun conservando en ciertos casos
arcaísmos simbólicos como las monarquías constitucionales, en los últimos dos
siglos y especialmente luego de la segunda gran guerra, en sociedades en que
los ciudadanos son efectivamente la base del poder del Estado se organizaron
sistemas de seguridad social que fijaron pisos de dignidad en la distribución
de la riqueza social, se generalizó la instrucción pública, la asistencia
médica y la ayuda a quienes se encontraran en el último escalón de pobreza.
Estas sociedades no consideran tolerable, en general, que una persona pueda
fallecer por falta de alimentos, que no tenga asistencia médica en casos
extremos o que, por una u otra vía, no pueda acceder a un techo para su
familia.
Los debates que culminaron en la construcción de la sociedad
moderna fueron animados por alineamientos políticos que, a grandes rasgos y con
infinidad de matices, giraban alrededor de dos grandes bloques: “moderados” y
“progresistas”, o “derechas” e “izquierdas”. Priorizando el orden y el
crecimiento económico los primeros, reclamando ampliación de los espacios de
libertad y de equidad los segundos, su dialéctica de lucha y compromiso
estableció sociedades que, en definitiva, incorporaron en forma virtuosa
elementos de ambas visiones en articulaciones siempre cambiantes pero asentadas
en la aceptación de su contrario como norma fundamental de convivencia.
Como
consecuencia de esos permanentes intercambios, la impregnación recíproca fue
inexorable: las izquierdas incorporaron a su arsenal intelectual herramientas
de mercado, y las derechas hicieron lo propio con las políticas de inclusión y
equidad social. El debate se inclinó hacia el centro.
Políticamente, la democracia. Económicamente, la industria y
los mercados . Socialmente, los regímenes de previsión y solidaridad social.
Sociológicamente, el protagonismo del “estado-nación” como marco de debate,
realización, legislación, acumulación, crecimiento, distribución, legislación.
Los límites del territorio, el Estado, la cultura, el derecho y la economía
coincidían.
Pero la modernidad, con todos sus avances, no llegó al “fin
de la historia”. Más bien su éxito abrió paso a la nueva etapa, que algunos
denominan posmodernidad, otros prefieren denominar “modernidad reflexiva” y
otros “etapa líquida” de la modernidad. El cambio desatado en las últimas
décadas del siglo XX de la mano de la revolución científico-técnica puso en
jaque sus logros y abrió camino a otra agenda.
Una agenda fragmentada, aparentemente caótica, fue impulsada
por los éxitos de la modernidad –no por su fracaso- y para cuyo abordaje no son
ya funcionales los viejos alineamientos político-conceptuales de la “sociedad
sólida”. La industrialización exitosa
instaló la ilusión del pleno empleo, pero también el deterioro ambiental, que
hizo tomar conciencia de los límites de los recursos naturales.
La democracia
de los ciudadanos limitó los viejos poderes corporativos, pero llegó a
cuestionar las estructuras institucionales de representación, considerándolas
disfuncionales con la gobernabilidad de un sistema cuyas bases dejaron de ser
las Constituciones y pasó a ser un mundo global fuertemente a-jurídico, en el
que las concentraciones de poder abiertos u ocultos definen con más entidad
temas anteriormente competencia de los parlamentos y de la “opinión pública” de
los países.
Los Estados dejaron de estar apoyados en las exitosas
“economías nacionales cerradas” y en consecuencia, perdieron su capacidad de
responder a las expectativas que lo legitimaban, mientras que formaciones de
capital asentadas en el mundo global adquirieron una fuerte capacidad de
evasión, resistencia y bloqueo a las normas políticas.
La agenda “posmoderna” tiene, entonces, demandas novedosas,
en las que los alineamientos anteriores no definen claramente respuestas
racionales de validez indiscutida. Cada uno, por decirlo de algún modo,
“razona” según su interés, y todos los razonamientos tienen algo de validez,
que no se limita, como en la agenda moderna, a arbitrar entre crecimiento y
distribución, entre ganancia y salario o entre autoridad y libertad.
La agenda posmoderna argentina lleva a la virtual totalidad
del arco político a coincidir, por ejemplo, en la acentuada priorización que el
gobierno kirchnerista realizó del sector científico-técnico. Sin embargo, la
agenda moderna impide aceptar que esa priorización se decida por la voluntad
exclusiva de la discrecionalidad presidencial, sin un debate parlamentario que
discuta prioridades, defina condiciones y asegure la eficacia en el gasto. Y lo
mismo ocurre con el Ingreso Universal a la niñez, que se instalara como iniciativa
de Elisa Carrió y Elisa Carca en tiempos en que ambas militaban en el bloque de
la UCR, partido que sostuvo políticamente el reclamo. La iniciativa, sin
embargo, aunque con falencias graves fue incluida como medida de gobierno –por
decisión ejecutiva mediante decreto- durante la gestión kirchnerista. No hubo
sino hasta mucho tiempo después una ley creando una institución sustentable que
previera su financiamiento, su inserción en el sistema económico-social, sus
objetivos y sus condiciones. A pesar de ser un reclamo de la totalidad del arco
político se prefirió la decisión populista en lugar de la elaboración
institucional.
Similar actitud fue adoptada en oportunidad de discutir la
normatización del sistema de comunicación audiovisual. En lugar de elaborarse
una norma de consenso, se prefirió presentarla en el marco de otra construcción
populista, el presunto “combate a la corporación mediática”, lo que sobre la
base de una afirmación desmatizada, o al menos discutible, se elaboró una
concentración de los medios en el dominio oficial. Se hubiera podido elaborar
una institución reglamentaria moderna, adecuada a las tecnologías de
vanguardia, que potenciara el debate creador. Se prefirió una norma amañada, al
servicio de la construcción populista, que condenaba a la esclerosis -y al atraso del país- justamente al sector más dinámico en la incorporación tecnológica del mundo global, las telecomunicaciones.
¿Cómo organizar el debate político con ejemplos como éstos
atravesando el maremágnum diario del escenario público? ¿Cómo hacerlo, además,
en el marco de un sistema fuertemente presidencialista, deformado en su
potenciación al punto de asimilarse al borbónico “despotismo ilustrado” siempre
bordeando el riesgo de perder la ilustración y reducirse al descarnado
despotismo pre-revolucionario, pre-moderno, de base irracional?
Y ¿cómo encontrar la política en este escenario, con el
virtuosismo necesario para discriminar con madurez los diferentes puntos de
agenda, en una sociedad con tendencias al maniqueísmo por la simplificación
rudimentaria del debate televisivo animando el cambio de ideas con sus métodos
desmatizados y polarizantes, que le son esenciales?
En este punto es bueno reflexionar sobre las características
de la acción política –la acción conjunta, por definición- del mundo moderno
con respecto al mundo posmoderno. En el primer caso, su ubicación en la
“modernidad sólida” –Bauman- conduce a alineamientos estables, normalmente en
partidos políticos o gremios, que definen un capítulo de objetivos movilizantes
de la totalidad o la gran mayoría de sus simpatizantes, y forman normalmente un
tema programático caracterizador de su identidad, la mayoría de las veces
permanente. Su lógica es “uno” u “otro”. “Derecha” o “izquierda”, “radical” o
“peronista”, “moderado” o “progresista”. El alineamiento con ambos polos a la
vez sería una especie de oxímoron, y en todo caso una “rara avis” cuya conducta
sería incomprensible.
Pero en el segundo caso, propio de la “modernidad líquida”,
como lo vimos en la primera parte, la adhesión es coyuntural, compatible con el
alineamiento distinto en otro tema de agenda. Una persona puede coincidir con
la campaña coyuntural de un partido por el matrimonio igualitario, y a la vez
coincidir con el partido contrario en la posición sobre el aborto. Y con un
tercero que está a favor de la minería a cielo abierto, mientras los otros dos
apoyan la prohibición de esta explotación.
Para agravar la situación, es probable que ninguno de los
tres haya fijado su posición previa sobre estos temas al momento de la campaña
electoral, por lo que los ciudadanos interesados en estos temas tampoco sabrían
muy bien qué votan. Esta fragmentación no es excepcional sino que será
permanente, como resultado inexorable de la superación de los relatos
totalizadores y el rescate de la autonomía ciudadana y la búsqueda de
“soluciones biográficas a las contradicciones sistémicas”.
¿Cómo conformar, entonces, una fuerza partidaria convocante
que sea eficaz en canalizar los intereses ciudadanos y evite la simplificación
bonapartista –o el autoritarismo borbónico- de delegar en un liderazgo personal
la conformación de la agenda y la posición del agrupamiento sobre uno u otro
tema?
La modernidad inconclusa dificulta, por su parte, el
abordaje consciente de la agenda posmoderna, porque la ausencia de marcos sólidos de
debate y resolución de temas públicos –reclamos de la modernidad temprana- deja
sin ámbitos donde procesar la infinidad de matices de la nueva agenda.
La
fragmentación posmoderna agrava el problema con la debilidad de los partidos
políticos, desplazados como eventuales protagonistas exclusivos de debates y
acuerdos, con la racionalidad que ello conlleva.
Una secuencia lógica indicaría la conveniencia de priorizar
en consecuencia el agotamiento de los temas modernos irresueltos, como paso
necesario para avanzar en la resolución de los nuevos. Sin embargo, la sociedad
no admite postergar los “issues” que considera urgentes –la mayoría de ellos,
propios de la agenda posmoderna- y pareciera decantarse por la exigencia de su
tratamiento aún por las formas irregulares o insuficientes, cuando considera
que éstos son ya urgentes y su solución no puede esperar o están maduros para
hacerlo.
El ejemplo mencionado de la sanción por decreto presidencial
del Ingreso Universal a la Niñez, que conlleva irregularidades tales como la
disposición de fondos de fines específicos (el sistema previsional) sin debate
parlamentario, la discrecional designación de las categorías de personas que lo
recibirán y en qué condiciones, y las incompatibilidades, es muestra de un tema
“posmoderno” resuelto según procedimientos premodernos, propios del mundo de los
soberanos absolutos, pero que soluciona –aunque en forma limitada o deformada-
un problema real y, como tal, es aceptado por la sociedad y por la propia
oposición política.
La modernidad inconclusa tiende, entonces, al retroceso
institucional permanente, porque los problemas sociales –viejos y nuevos,
modernos y posmodernos- deben resolverse. Es ésta la
justificación última del poder y el reclamo final de los ciudadanos. Éstos
exigen que las urgencias sean resueltas por la vía que sea, dejando las
cuestiones metodológicas en la agenda de “segundo piso”, como una especie de
problemas de los dirigentes, que eclosiona hacia fuera del escenario sólo
cuando algún tema se instala en el sistema mediático, lo que puede ocurrir por
su repercusión intrínseca, o por la astuta operatoria de algún grupo de interés
que con esa instalación persigue algún propósito que puede hasta no estar
vinculado con el debate en cuestión y sólo busque desviar la agenda
comunicacional de otros temas sensibles. O puede, en el peor de los casos, ser
instalado por la eclosión de una crisis, que desnude la irracionalidad de un
poder funcionando al margen, sea de las normas o de la voluntad de la mayoría,
y coloque en la escena –y en la agenda coyuntural- la necesidad de su normalización.
La síntesis puede asentarse en dos grandes pilares
conceptuales: la conciencia sobre la dinámica del mundo de hoy, y los datos
históricos y sociológicos del comportamiento de las personas en su relación con
el fenómeno del poder en la Argentina, la manera en que lo perciben y lo
conciben, y la vigencia de las formaciones históricas vis a vis con las nuevas
emergentes.
Ciertamente ambos pilares son el soporte sobre el que la
novedad de la coalición CAMBIEMOS está ensayando sus respuestas. Consciente de
la dinámica del mundo actual –o, al menos, lo más consciente que es imaginable
en el escenario de la cultura política argentina-, asume la reformulación de una
figura enraizada en la historia a la que el pensamiento democrático-republicano
se acerca tradicionalmente con prevención: la concepción presidencialista que
domina la imagen que los argentinos tienen en su relación con el poder.
Esa prevención ha llevado históricamente al bloque
democrático-republicano, en función de gobierno, a autolimitaciones en su
ejercicio que a la postre resultaron incompatibles con la propia idea de poder
tal como lo entienden los argentinos, no ya en la Constitución escrita, sino en
la práctica que esperan de su ejercicio, conduciéndolo a fracasos estrepitosos.
La novedad es la mayor audacia en ese ejercicio,
sorprendiendo a sus tradicionales adversarios populistas, especializados en
estas transgresiones a la letra y al espíritu de la Constitución escrita. La
decisión con que el presidente Macri ha abordado la utilización de las
herramientas de los Decretos de Necesidad y Urgencia, aún con un contenido muy
reducido en alcance con respecto al ejercicio abusivo que del mismo hicieron
Menem, Nestor Kirchner y Cristina Kirchner, marca este cambio, conformando a la
vez una rareza política y un shock para el populismo autoritario.
Para encontrar un antecedente emparentado en un gobierno
democrático-republicano tal vez habría que remontarse a Hipólito Yrigoyen con
sus “Intervenciones Reparadoras”, con las que buscaba garantizar la limpieza
del voto a los pueblos de las provincias sometidos a oligarquías fraudulentas
autoreproducidas. Eran medidas que llevaban la orgánica constitucional a su
borde, en la convicción de que la tensión entre la formalidad –cuando lleva a
la impotencia o vacía el contenido de la política- debe ceder ante el
compromiso del poder con la mayoría, que es lo que legitima en última instancia
al poder democrático.
El tema no es menor ni de respuesta sencilla y exige una
mirada más profunda, porque las formas no son solo medios, sino también fines.
Una democracia sin formas puede transformarse en autoritarismo populista, o en
simple autoritarismo. Su consecuencia es debilitar el sistema de mediaciones
entre los ciudadanos y el poder reemplazándolo por un vínculo directo entre
ambos, vía el presidencialismo desbordado. Sin mediaciones el riesgo es que las
tensiones no encuentren puentes de procesamiento sensato y alcancen niveles que
afecten la paz social.
La contrapartida, sin embargo, está a flor de labios: el
respeto escrupuloso de las formas, cuando éstas han sido colonizadas por
parcialidades que las deforman, tampoco tiene el valor de la democracia pura
cuando no se referencian en la voluntad popular. Parlamentos convertidos en
escribanías automáticas o en su opuesto, en conspiradores permanentes del
ejercicio del poder democrático, o jueces colonizados por parcialidades
políticas tampoco integran una democracia sana y también pueden eclosionar en
alteraciones de la paz social y la convivencia.
Son los problemas heredados por la modernidad inconclusa. La
Constitución de 1994 los asumió parcialmente con el atajo de los Decretos de
Necesidad y Urgencia, creando una ventana de control de legalidad para
decisiones que pudieran sortear el hiato entre la formalidad y la voluntad
mayoritaria que expresa el poder presidencial elegido por el sistema de doble
vuelta. Fue un paso resignado a una realidad que un siglo y medio de ficción
constitucional no pudo cambiar: la vigencia del presidencialismo en la cultura
política de la mayoría. Buscó un camino que solucionara la tensión con un marco
normativo, previéndolos para casos de emergencia y vedando su uso en
determinadas materias.
Ni una ni otra condición fueron respetadas. Recién a más de
una década de vigencia del sistema se sancionó la ley que los reglamentaba,
luego de su uso constante y abusivo para barbaridades y para banalidades. La ley,
sancionada curiosamente por la mayoría automática de turno, ignoró en pocos
artículos el delicado sistema constitucional de equilibrios y contrapesos
previstos para la sanción normativa del Congreso –equilibrio entre las Cámaras,
entre éstas y las provincias, entre las mayorías y las minorías-. Y aun así el
sistema no termina de encajar en el virtuosismo de la democracia republicana
pura. Sigue siendo un parche.
Sin embargo, es el parche que la modernidad inconclusa en la
práctica político-social ha debido aceptar para garantizar la gobernabilidad en
una sociedad que reclama reglas, pero que una vez que las tiene prefiere seguir
referenciando sus aspiraciones, sus reclamos y sus sueños con el liderazgo
presidencial, al que le exige “soluciones”. Su consecuencia es convertir a esta
figura, que los constituyentes imaginaron como la encarnación de toda la
Nación, en un protagonista permanente de los contenciosos agonales que
atraviesan el cuerpo social, contenciosos de los que no puede evadirse, porque
esa misma mirada presidencialista lo responsabilizará inexorablemente y de
cualquier forma de los éxitos o fracasos de la gestión de su gobierno.
Ricardo Lafferriere