lunes, 16 de mayo de 2016

Categórica imputación por el “dólar futuro”

Ironía con algo de poesía…
La resolución del Juez Bonadío procesando a la ex presidenta y varios de sus funcionarios por el delito de administración infiel es, indudablemente, el resultado de un importante trabajo de investigación fáctica y refinamiento jurídico intelectual.

A pesar de la proficua prueba agregada para fundar el fallo, podría afirmarse que en realidad los hechos no conforman el aspecto dudoso o discutible del silogismo legal efectuado. Las pruebas, tal vez, incluso hasta hubieran podido obviarse al tratarse de hechos de conocimiento público.

El mayor valor del pronunciamiento radica en la aplicación de conceptos jurídicos para nada estereotipados, superando una ortodoxa interpretación penal que posiblemente llevaría a dejar impune esta gigantesca dilapidación de recursos públicos que los procesados habrían debido preservar, para bucear en la doctrina más moderna y aún en la jurisprudencia nacional el adecuado encuadramiento en el tipo legal que se les imputa.

Lo central del fallo es, justamente, el análisis de la “acción”, base conductual de cualquier imputación penal. En términos legos podría traducirse quizás en las preguntas: “¿Qué es lo que hicieron?” y “¿eso está penado?”

Lo que hicieron, quedó claro: rifaron más de setenta y cinco mil millones de pesos (equivalentes a cinco mil millones de dólares) que el BCRA –o sea, los argentinos- deberían devolver en menos de seis meses, todo junto. Esa suma equivale a un tercio de la base monetaria existente en el momento de realizarse los hechos.

Se trataba de una bomba de tiempo inexorable, que golpearía –como golpeó- a las finanzas públicas y a la aceleración inflacionaria apenas finalizada la administración que cesó el 10 de diciembre, que aún estamos sufriendo durante el primer semestre de 2016.

El otro interrogante es: ¿está penada esa conducta? El juez concluye que sí, al encuadrarse: 1) en el art. 173 inciso 7 del Código Penal, que sanciona con una pena de uno a seis años a “El que, por disposición de la ley, de la autoridad o por un acto jurídico, tuviera a su cargo el manejo, la administración o el cuidado de bienes o intereses pecuniarios ajenos, y con el fin de procurar para sí o para un tercero un lucro indebido o para causar daño, violando sus deberes perjudicare los intereses confiados u obligare abusivamente al titular de éstos”; 2) en el artículo 175 inciso 5 del Código Penal, que sanciona con dos a seis años de prisión a “el que cometiere fraude en perjuicio de alguna administración pública” y 3) a todos, por partícipes en calidad de coautores según el art. 45 del Código Penal: “Los que tomasen parte en la ejecución del hecho o prestasen al autor o autores un auxilio o cooperación sin los cuales no habría podido cometerse, tendrán la pena establecida para el delito. En la misma pena incurrirán los que hubiesen determinado directamente a otro a cometerlo.”

¿Quién es el autor de esas conductas dañosas?

Aquí es donde se encuentra la mayor elaboración doctrinaria, al recurrir a la teoría del “autor mediato-superior”. Tal dimensión de disposición de recursos públicos, dadas las características funcionales del gobierno cesante, hubiera sido totalmente imposible sin la decisión expresa de la presidenta de la Nación, el Ministro de Economía y demás funcionarios ejecutantes.

El “autor mediato” –en este caso, la presidenta y su ministro de economía- dispone la ejecución de hechos que los “autores directos” luego realizarían sin capacidad de resistencia –o serían removidos de su función, como le ocurrió al ex presidente del BCRA Fábrega meses antes-. “Autores mediatos” y “autores directos” comparten la autoría delictiva, sin configurar una “asociación ilícita” –al menos, por ahora-. El antecedente jurisprudencial de la CCCCFederal que el Juez cita es claro: “…en la República Argentina…se advierte un notable giro de la doctrina más moderna hacia la teoría del dominio del hecho, lo que permite suponer su definitiva aceptación, especialmente en punto a la autoría mediata (…) La forma que asume el dominio del hecho en la autoría mediata es la del dominio de la voluntad del ejecuto, a diferencia del dominio de la acción, propio de la autoría directa, y del dominio funcional, que caracteriza a la coautoría. En la autoría mediata el autor, pese a no realizar conducta típica, mantiene el dominio del hecho a través de un tercero cuya voluntad, por alguna razón, se encuentra sometida a sus designios (…) Los superiores conservan el dominio de los acontecimientos a través de la utilización de una estructura organizada de poder, circunstancia que los constituye en autores mediatos de los delitos así cometidos”.

El razonamiento no es extraño al derecho argentino. Algún parentesco aparece evidente entre la tesis de Bonadío y la aplicada en ocasión del Juicio a las Juntas Militares, aunque él no lo exprese. Jorge Rafael Videla fue condenado a prisión perpetua por 70 homicidios, sin que se haya acreditado que haya matado a nadie. Estaba en la cúspide de un sistema de poder que le aseguraba la utilización del aparato estatal para ejecutar una decisión que había compartido con los otros integrantes de las Juntas Militares. La presidenta Fernández de Kirchner, en este caso, pareciera no haber dilapidado en forma personal recursos públicos. Sin embargo, se encontraba en la cúspide de un sistema de poder que –todos lo sabemos, y el Juez lo desmenuza con una precisión quirúrgica- le permitía asegurarse que su decisión se cumpliera efectivamente.

Se podría afirmar que incluso en este caso la teoría es más aplicable: Videla era, en cierto modo, fungible. Los asesinatos se hubieran cometido aún sin su aval, ya que sin él, la maquinaria organizada por la Junta Militar igual funcionaría con otro presidente. Sin embargo, no está tan claro que en este caso la acción hubiera podido cometerse sin la decisión, la organización y el control final efectuado por la ex presidenta Fernández de Kirchner y su ministro de Economía. Y –a la inversa- su exculpación tal vez diluiría la propia acción delictiva dejando impune el descomunal perjuicio a los recursos públicos, ya que no es imaginable que un acto de esta naturaleza y pasmosa magnitud hubiera podido ser decidido y ejecutado autónomamente por niveles inferiores –BCRA, Comisión de Valores- en una organización del poder tan centralizada como el existente hasta el 10 de diciembre de 2015.

Hasta aquí lo que resulta una ironía: Videla y Cristina unidos por la figura del “abuso de poder”. Aunque el primero presidía un régimen dictatorial y la segunda uno formalmente republicano, la subordinación de sus funcionarios era absoluta, sin que las normas que reglaban sus respectivas funciones fueran óbice para la realización de una evaluación de legalidad antes de ejecutar las directivas recibidas. Esta afirmación no la hace Bonadío, sino el autor de esta nota.

Para fundamentar la aplicación de la tesis, junto a una notable proliferación doctrinaria, Bonadío recurre a opiniones de un destacado penalista argentino: Eugenio Zaffaroni, cuyas afirmaciones doctrinarias son citadas en varias ocasiones, especialmente en el desgranamiento del concepto de coautoría: Existe coautoría –dice Bonadío, transcribiendo a Zaffaroni- cuando “por efecto de una división de tareas, ninguno de quienes toma parte en el hecho realiza más que una fracción de la conducta que el tipo describe (…) sino que éste se produce por la sumatoria de los actos parciales de todos los intervinientes (…) La coautoría funcional presupone un aspecto subjetivo y otro aspecto objetivo. El primero es la decisión común al hecho, y el segundo es la ejecución de esta decisión mediante la división del trabajo (…)” (Eugenio Zaffaroni, Alejando Alagia, Alejandro Slokar, “Derecho Penal, Parte General, 2ª. Edición, Ed. Ediar 2002, pág. 785)

Tomando distancia, no puede negarse que este detalle agrega  al categórico procesamiento de la ex presidenta y sus funcionarios económicos paradigmáticos una pizca de poesía.


Ricardo Lafferriere

lunes, 2 de mayo de 2016

¿Protesta gremial, o primer ensayo general?

Apañado por la benevolente cobertura del “establishment” comunicacional, los sindicatos realizaron la primera concentración gremial contra el gobierno. Se trató de un acto numeroso que los organizadores se ocuparon de dimensionar en “350.000 trabajadores” y que fuentes más objetivas –periodísticas, policiales y los propios organizadores en opiniones “of de record” que trascendieron a través de algunos medios- estimaron en alrededor de 100.000 personas.

Toda la Argentina del pasado aprovechó la oportunidad. Burócratas sindicales enriquecidos, narcotraficantes, saqueadores del Estado, sostenes gremiales e intelectuales del latrocinio de la última década y hasta los relatos ideológicos ultramontanos confluyeron en visiones apocalípticas contra el gigantesco esfuerzo que está haciendo el país entero para arrancar desde el pantano en que lo dejaron hace apenas cuatro meses.

Ni una sola autocrítica. Ni una sola mención, por parte de los aplaudidores del saqueo, por su acción en los años de vergüenza institucional y vaciamiento económico a que fue sometido el país con su apoyo, en muchos casos expreso y en otros tácito. Ni una condena a los gigantescos negociados que están saliendo a la luz, conducidos por una familia de nulas virtudes éticas pero posibilitados y sostenidos por una mayoría automática que le dieron desde el Congreso los que se dieron cita en el primer ensayo general realizado el viernes. Ni una mención a la esperpéntica política económica que nos llevó al desastre, aplicada hasta diciembre pasado. Moyano y Aníbal Fernández.; Caló y Scioli; Micelli ¡y Yasqui!; Frente para la Victoria… ¡y Frente Renovador!... Todos, hasta los que habían comenzado su maquillaje…

El interrogante del título surge con fuerza y haría bien el gobierno en advertirlo.
Lejos está de quien esto escribe apoyar la profundización de “la grieta”. Pero mucho más lejos de silenciar lo que está claro que se inscribe en el comienzo de un proceso que ya conocemos, porque lo vimos contra la titánica lucha de Alfonsín en 1984, cuando debía lidiar con la herencia dolorosa de desapariciones y necesidad de justicia, contra los herederos del proceso que tenían aún el mando de las Fuerzas Armadas y contra las reiteradas sublevaciones carapintadas, pero a quien  no tuvieron empacho en organizarle  catorce paros generales para provocar la hecatombe social que desembocó en la hiperinflación de 1989.

Y también contra los esfuerzos de la Alianza para salir del mega-endeudamiento de la década de los  90, que los mismos protagonistas que se juntaron el viernes –aunque con otro discurso- se habían encargado de generar, dejando la bomba de tiempo que estalló al gobierno aliancista. Los mismos sindicalistas que se crearon sus propias AFJP después denunciaban al “neoliberalismo” que había impulsado la reforma del sistema, que en su momento habían ellos mismos apoyado. Los mismos que privatizaron YPF –cobrando y haciendo desaparecer los fondos recibidos- luego la volvieron a “estatizar”, pagándola con fondos extraídos de la caja de los jubilados. Los mismos que hace nada más que seis meses se oponían terminantemente a sancionar una ley que prohibiera los despidos, hoy descalifican con epítetos insultantes a quienes se opongan a la sanción de la misma ley. Y todo sin ponerse colorados.

“No soy rencorosa. Soy memoriosa”, repite a menudo una conocida figura televisiva de larga trayectoria en los medios. Tampoco lo es quien esto escribe, que respeta –y hasta siente afecto- por muchos peronistas, con algunos de los cuales hasta compartió cárcel en las duras épocas del “proceso”, aunque por causas diferentes: en mi caso, por ser terminante en la condena a una dictadura, en el caso de ellos por estar ubicados en el lado perdedor de la interna peronista de la época. Justamente, por ser memorioso no puedo olvidar que la obsesión por el poder les hace olvidar a menudo las elementales obligaciones de un comportamiento democrático, y que el acto del viernes se parece demasiado a hechos que ya hemos vivido, y que han iniciado procesos de alegre desgaste institucional irresponsables de final dramático para millones de argentinos.

Vuelven a enfrentarse, como tantas veces en la historia, los dos caminos posibles para el país: el del futuro y el del pasado. Uno es abierto, tolerante, plural, confiado en la fuerza vital de los argentinos para insertarse en el mundo en forma exitosa, solidario, democrático, honesto, cree en la libertad, la división de poderes y la república. Respetuoso, en suma, de la dignidad esencial de cada compatriota para tomar en sus manos las riendas de su destino. Se reúne con un lema: “Cambiemos”.

El otro, lo conocemos. Se mostró el viernes.

Ricardo Lafferriere






lunes, 11 de abril de 2016

Macro, micro y culpas

Las dimensiones económicas personales y las públicas normalmente son separadas por un abismo.

Una persona “rica”, en nuestros pagos, lo es por contar con un patrimonio y con ingresos que multiplican por tres o cuatro dígitos los de alguien que no lo es. Entre una familia de clase media porteña cuyo capital es su departamento, un auto y algunos ahorros –digamos, por ejemplo, entre USD 50.000 Y 300.000- con un ingreso mensual de $ 15.000/20.000, y una familia “rica” –digamos, con un capital de USD 5.000.000 a USD 30.000.000, y un ingreso de mensual de $ 100.000/200.000- la relación es de cien a uno. Es enorme, pero es concebible. Hay extremos muchísimos más graves, que tienden al infinito, pero no son los estadísticamente predominantes.

La riqueza personal y la pública pertenecían entonces a dos dimensiones diferentes. Aún el más rico de los argentinos no podía compararse con el flujo de ingresos –no ya con el capital acumulado- del sector público. El primero contaba sus millones “de a uno”. El segundo, por miles. El más rico de los argentinos publicado en FORBES tiene una riqueza de 3.000 millones de dólares, y un ingreso anual de alrededor de 300. El país se calcula que tiene una riqueza acumulada –sin contar sus recursos naturales mineros, que son propiedad pública- de tres billones (o sea, tres millones de millones) de dólares y un flujo de riqueza anual de 450.000 millones.

Esos números muestran el abismo entre ambas dimensiones, que no en vano son estudiadas por ramas diferentes de la ciencia económica, la macro y la micro economía, cuyos principios son diferentes tanto en sus núcleos conceptuales básicos como en su funcionamiento.

Hasta que llegó el kirchnerismo.

Las últimas revelaciones están mostrando un contacto entre ambas dimensiones de la economía que hubieran resultado inconcebibles en la Argentina histórica. La operatoria de la apropiación de impuestos, por ejemplo, realizada por el grupo INDALO de Cristóbal López, alcanzó una dimensión originaria de 8.000 millones de pesos, que actualizados y pasados a divisa fuerte –para permitir una comparación objetiva- oscila en 1.200 millones de dólares. Esa suma es superior al presupuesto anual de quince provincias argentinas.

Tal vez no pueda ubicarse en el mismo criterio comparativo la operatoria del “dólar futuro”, que le hizo perder al BCRA –o sea, a todos los argentinos que pagan impuestos- Setenta y cinco mil millones de pesos, o sea alrededor de 5.000 millones de dólares, porque en este caso no está probado que esa riqueza se transfiriera al patrimonio personal de una persona, sino de un grupo de empresas, bancos e individuos más “repartidos”. Fue, sin embargo, dinero público transferido alegremente a patrimonios privados en un tiempo sustancialmente menor, menos de seis meses.

Pero sí puede cuantificarse el monto de la apropiación privada de recursos públicos realizada en la última década mediante los diferentes mecanismos utilizados principalmente por el Ministerio de Planificación Federal. Los cálculos de quienes están investigando el tema estiman esta suma entre 10.000 y 15.000 millones de dólares, superior al presupuesto anual –por ejemplo- de la República del Paraguay (11.500 millones de USD). Es superior al presupuesto de la Ciudad de Buenos Aires –alrededor de 7.500 millones de USD- de la provincia de Santa Fe –aproximadamente 5.000 millones de dólares-, o más de la mitad del presupuesto de la provincia de Buenos Aires -22.000 millones de dólares- o de la República Oriental del Uruguay –alrededor de 25.000 millones de la misma moneda-.
Son cifras escalofriantes para evaluarlas con los principios de la “microeconomía”, números que se corresponden más con los cálculos de las finanzas públicas que con los números de los patrimonios particulares.

Sin embargo, “no fue magia”. Ocurrió, y es la causa de gran parte del estancamiento, inflación, deuda y pobreza que hoy debe enfrentar el país. Recursos que se extrajeron del sector público –o sea, de salud, educación, seguridad, infraestructura, políticas sociales, defensa- para pasarlos a patrimonios privados.

Por eso, no está mal que la justicia, de una vez por todas, investigue. Pero también que la política debata sobre estos temas. Todo esto pasó porque la Justicia no cumplió su obligación a tiempo, porque los dirigentes políticos –especialmente los oficialistas- apoyaron en forma acrítica lo que se les indicara sin analizar en profundidad sus consecuencias y los opositores privilegiaron demasiado tiempo sus matices partidarios por sobre el interés del conjunto; y porque gran parte del periodismo y “la cultura” contribuyeron a crear un clima de época en el que cualquier voz disonante era arrinconada en una especie de “disidencia” con graves consecuencias, fundamentalmente económicas, para el que se atreviera a oponerse.

Porque también es bueno recordar que durante toda la década hubo voces –de políticos y periodistas, de jueces e intelectuales- que con valentía gritaban sus verdades, sufriendo escarnio, persecuciones, ridiculizaciones y marginalidad por los gozosos beneficiarios del relato feliz.

Por último, aunque tal vez lo más importante, esto ocurrió porque la mayoría de los ciudadanos, -entre los cuales se destacaban otrora respetados intelectuales argentinos- apoyaron alegremente la banalidad de un discurso rudimentario elaborado como escudo exculpatorio de un latrocinio que nunca habíamos vivido pero que nos conducía inexorablemente a este final. Y lo sostuvieron con su voto en cinco elecciones consecutivas, hasta que se acabó lo que se daba.

Es cierto entonces que hoy toca sufrir. No es malo, sin embargo, recordar que es porque como país nos la buscamos y como ciudadanos no reaccionamos antes.

Ricardo Lafferriere


lunes, 4 de abril de 2016

¿“Macrismo” o Cambiemos?

En el “espacio” de gobierno subyace desde el comienzo una tensión, que seguramente persistirá hasta derivar en uno u otro de los imaginarios sobre la confluencia de opiniones que permitió el fin del kirchnerismo-gobierno. No necesariamente se trata de un conflicto, y hasta puede continuar sin eclosionar indefinidamente. No obstante, se trata de un equilibrio que le resta estabilidad conceptual y política limitando sus posibles proyecciones hacia el futuro.

Se trata de la diferente idea sobre la política que tienen dos grupos centrales de protagonistas: quienes se han formado en la idea –aún con sus deformaciones y vicios- de la política apoyada en los partidos, como intermediadores especializados entre los ciudadanos y el poder por un lado. Y los que ven a la política como se la entiende en los cenáculos “posmodernos”, cuya identidad es más lábil, se apoya en la adhesión lejana y mediática de los ciudadanos, que puede “sentirse” cercana por las redes sociales, pero en la que el ciudadano real ha perdido poder real, en tributo a quienes aparecen “liderando” campañas mediáticas o construcciones iniciadas desde la superestructura del “escenario”.

La primera es más lenta, requiere años de “carreras políticas”, someterse a pruebas infinitas en cada batalla por la representación como autoridad partidaria, como integrante del respectivo gobierno local, luego en el escalón provincial o distrital y por último en el espacio nacional. Son carreras normalmente iniciadas en los años jóvenes, integrando alguna agrupación estudiantil, gremial o juvenil, donde debe abrirse su espacio de representación, someterse a escrutinios infinitos de propios y rivales, acreditar gestiones exitosas, garantizar permanencia y compromiso y testimoniar en forma adecuada, durante toda su vida, los valores que sus respectivos electorados esperan de su gestión. Vivir –como alguna vez dijera Alem en su polémica con Pellegrini- “en casa de cristal”. El mensaje son los programas, aprobados en Convenciones, Congresos o agrupaciones articulando racionalmente intereses tan diversos como los que representa la respectiva fuerza.

La segunda es más rápida. Puede eclosionar a raíz de algún episodio de repercusión mediática, en la habilidad comunicacional, en el respaldo económico o sectorial que potencie un mensaje, en la elaboración casi exclusiva del mensaje electoral sobre la base de los requerimientos circunstanciales del electorado en el momento en que es convocado a elegir. Su vigencia es más etérea y lábil. También menos sólida. Se apoya exclusivamente en el encanto o desencanto de la opinión pública, que en momentos de raquitismo de la conciencia política ciudadana –que son los más- puede variar abruptamente y convertir dioses en demonios –y viceversa- tal vez en un par de días. El mensaje es el candidato, el liderazgo es “el hombre”.

Estas descripciones son caricaturas y marcan los extremos. La realidad es una mixtura de ambos componentes. Así ocurre en Cambiemos, sin que ninguna de ambas características sea exclusiva de uno u otro de sus componentes. Hay búsqueda de “liderazgos carismáticos” en el Pro, en la CC y en el radicalismo, así como reclamos de programas racionales explícitos en los tres espacios.

Ambos componentes tienen “pros y contras”. Los liderazgos catalizan opinión más allá de las propias fuerzas, entusiasman a seguidores, simplifican la participación emocional. Pero a la vez, potencian las brechas, endurecen los debates y le quitan grises a la gestión. Las estructuras incorporan la infinidad de matices de la vida social, son más reticentes a las adhesiones personales, le quitan agilidad a la toma de decisiones y pueden trabar, si funcionan en forma inadecuada, decisiones urgentes. Pero a la vez, dan estabilidad, los consolidan en forma de proyectos integrales, son más indemnes al deterioro de los liderazgos personales y son más compatibles con sociedades complejas, plenas de matices e intereses parciales.

¿En qué categoría ubicamos al actual gobierno? Los considerados comunmente como “Pro-puros”, sector interno del PRO que conformó su núcleo fundacional, seguramente lo ven como el resultado de una convocatoria personal del presidente Macri. Desde algunos sectores de la CC se escucha el convencimiento que “sin Lilita, no hubiera existido Cambiemos”. Otros sectores del PRO y los  radicales se motivan con la ilusión de pertenecer a una coalición madura de gobierno, con un proyecto definido y sin liderazgos hegemónicos.

Parece claro que la personalidad presidencial es decisiva en la catalización que requiere cualquier cotejo electoral exitoso y ello pareciera darle algo de razón a los “posmodernos”. Y la tienen. Pero esta convicción debe matizarse a un punto que cambia su esencia: sin Cambiemos, no hubiera existido Presidente Macri. La sociedad ideal aún no existe, y todo presente es una superposición de coyunturas en las que juegan visiones diversas, en este caso entre la idea diferente de la política de muchos quienes integran la Coalición, la de sus opositores y –lo que es más importante- la que tiene la propia sociedad, que tampoco es unívoca sino que está atravesada por infinidad de matices entre los propios, los extraños y los neutrales en permanente desplazamiento.

Por lo pronto, un dato se impone: la urgencia de la recuperación institucional plena. Justicia independiente, prensa libre, debate horizontal, superación de tabúes, desconcentración del poder hacia los escalones y con las mediaciones constitucionales y legales son necesarios para que cada tema de agenda no se convierta en una pelea “de vida o muerte” para nadie. La superación de los coletazos de la última década de latrocinio populista, sobre la que deberemos en algún momento correr la página, nos despejará la vista del camino hacia adelante y de los debates necesarios de cara al futuro. Mientras tanto, es necesario el presidente Macri y es necesario Cambiemos. No es posible por el momento prescindir ni de uno ni de otro.

El futuro –opaco- dirá hacia dónde se termina inclinando la balanza. Si es hacia el “macrismo”, Cambiemos será una experiencia efímera, aun siendo exitosa, limitada por la biología o aún por las veleidades inexorables del devenir político. Si es hacia “Cambiemos”, habremos iniciado la reconstrucción estratégica de una organización política plural, seguramente protagonista central –junto a otras- de los años que vienen.


Ricardo Lafferriere

viernes, 1 de abril de 2016

Estado, mercado, política: más necesarios que nunca


El salario como institución está condenado a reducirse hasta la insignificancia. Tal es la afirmación que explorábamos en una nota anterior, haciendo referencia a la inexorable reducción del empleo agropecuario, industrial y de servicios que se ha convertido en tendencia en todo el mundo.

No se trata de un fenómeno del mundo desarrollado: comienza a impregnar toda la economía global. 

Otra información, ésta de hace pocos meses, hacía referencia al objetivo de lograr una ciudad totalmente robotizada, propuesta por el Alcalde de Dongguang, ciudad china conocida como “la fábrica del mundo”, que aspira a convertirse en una ciudad robotizada. Ha comenzado, reemplazando los trabajadores por robots controlados por sofisticados sistemas de inteligencia artificial. La noticia fue reproducida por el diario español “El Mundo” en su edición del 7/9/2015. 
(http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html)

La propia salida de la crisis global del 2009 está mostrando que aún en Estados Unidos, que está saliendo de la crisis en forma lenta, aunque sostenida, crece el producto pero no el empleo, en la medida en que sería esperable. La revolución de la “productividad” agrega automatización e inteligencia, lo que reduce “costos salariales” dándole competitividad a la producción americana, pero no crea equivalentes fuentes de trabajo. La consecuencia es la ampliación de la brecha entre las clases trabajadora y media que mantienen su nivel salarial virtualmente congelado, frente a un nivel gerencial alto que multiplica sus ingresos por cifras exorbitantes.

¿Es éste un fenómeno que también se producirá en Argentina? La mirada aldeana que nos dominó en la última década alargó la agonía de un sistema económico obsoleto apoyado en la apropiación de rentas agropecuarias en un excepcional ciclo alcista, que no son permanentes ni inherentes a un crecimiento sostenido. Aún con esos excedentes, la “ocupación” de la economía nacional no creció ni siquiera en el sector agropecuario reactivado –cuando lo estuvo- sino en la transferencia de gran parte de esos ingresos expropiados hacia ocupaciones públicas de escaso aporte de valor agregado, en su mayoría subsidios disfrazados a la falta de ocupación en empleos productivos.

Terminadas las rentas, en primer lugar porque se redujeron los precios y en segundo lugar porque ponía a las producciones al borde de su quebranto, el sistema hizo crisis y su expresión fue el estallido de un déficit público incontrolable. Emisión, inflación y endeudamiento llevaron al país a un estrecho y peligroso andarivel –del que aún no ha salido- bordeando la hiperinflación.

La recuperación económica del país seguramente se dará como está previsto pero, aún en su pleno éxito, difícilmente genere los empleos que necesitamos. Habrá inversiones, se dinamizará la producción, se modernizarán las fábricas, llegarán los nuevos y sofistificados servicios que ya existen en el mundo desarrollado y es probable que el impulso al PBI sea notable a partir de dentro de pocos meses. El interrogante, sin embargo, no nos abandona sino que nos obliga a enfrentar el mismo problema de las sociedades centrales: ¿crecerá el empleo?

En intuición de quien esto escribe, será difícil que esto ocurra en la medida tradicional y que alcance para “dar trabajo a todos”. Así está pasando en el mundo. Ello no significa fracaso, sino traer a escena la reflexión de cómo distribuir eficazmente el creciente ingreso nacional cuando el país recupere su ritmo de crecimiento. Allí es donde se opera la necesidad de mejorar sustancialmente el Estado.

Una sociedad con menor cantidad de salarios debe tomar conciencia que éste no podrá ser considerado más como el articulador de la distribución del ingreso, sino que debe buscar otros mecanismos que permitan lograr que el crecimiento a raíz de la modernización económica, del desarrollo tecnológico y de la inversión en infraestructura no sea apropiado por un sector de la sociedad sino que beneficie al conjunto. En esta tarea los servicios prestados por el Estado son más centrales que nunca.

No se trata ya del arcaico Estado-empresario, sino del Estado nivelador e integrador, tal vez más próximo al de los Estados de bienestar de mediados del siglo XX, aunque debidamente gestionados para evitar sus deformaciones inflacionarias y populistas. Un Estado que debe garantizar el piso de equidad prestando servicios de excelencia en educación y en salud, en transportes y en vivienda, en seguridad y justicia.

Ese Estado deberá avanzar hacia el establecimiento de un ingreso universal, que organice racionalmente la asignación de gasto social que hoy realiza a través de una red anárquica de asignaciones que han surgido como producto histórico de diferentes luchas y reivindicaciones. El aporte público al sistema previsional, el apoyo social a quienes carecen de ingresos o se encuentran en situaciones vulnerables, las asignaciones familiares, la organización de los diferentes subsistemas de salud, el subsidio a la tasa de interés para inversiones sociales –como vivienda- que requieran largo plazo de repago, el subsidio parcial al transporte, etc.  fueron respuestas parciales y hasta anárquicas. Deben transformarse en la inteligente construcción de un piso de ciudadanía, garantizando las necesidades básicas de la condición humana sin limitar la posibilidad de sumar ingresos por capacitación, trabajo o inversión para quien así lo desee.

Pero también un Estado que tome conciencia que la otra gran columna de la inclusión será edificada por los emprendedores. A tal fin deberá considerarlo un sector social estratégico y protegerlo debidamente. La gran empresa realizará inversiones, la mayoría de las cuales serán capital-intensivas y facilitarán la incorporación del país en las cadenas globales de comercio e inversión, que ocurren en gran medida por dentro de sus propios flujos de riqueza. Son imprescindibles para el relanzamiento nacional. Sin embargo, no generarán suficientes empleos.

Las ocupaciones productivas se desplazarán con más fuerza que nunca a las iniciativas individuales y de pequeñas empresas. Su promoción y protección exigirá una revolucionaria reforma en la fiscalidad, invirtiendo el absurdo trato impositivo a los emprendedores, castigados en forma salvaje por escalas de tributación que parecieran haberles declarado la guerra. Un taller mecánico, una fábrica de bicicletas o una pequeña imprenta, un profesional, un periodista independiente, un generador de contenidos audiovisuales o redactor de programas informáticos debe abonar proporcionalmente a sus ingresos más impuestos que el CEO de una gran multinacional. El cambio en este aspecto debe ser copernicano.

La kafkiana situación de los monotributistas relacionada con la salud ejemplifica el trato estatal hacia los emprendedores. Abonan –como ciudadanos- los impuestos generales con los que se sostiene la salud pública. Abonan, incorporado en su aporte mensual, una suma destinada a financiar alguna misteriosa “obra social” que virtualmente no utilizan, ante la imposibilidad de acceder con ella a algún servicio razonable. Y deben pagar, para tener efectivamente cobertura de salud, su membrecía en alguna “prepaga” que no tiene control público alguno pero que absorbe un porcentaje importante de su ingreso. De la misma forma ocurre con la educación de sus hijos, donde por una parte contribuyen a sostener con sus impuestos una educación pública en deterioro terminal y por la otra deben destinar otra parte sustancial de sus ingresos al pago de la educación privada, que termina brindándoles en muchos casos un umbral superior al de la educación estatal.

Similar reflexión genera el diferente "mínimo no imponible" del impuesto a las ganancias, fijando para los independientes un monto sustancialmente inferior al de los trabajadores asalariados. La recuperación de ingresos que se produciría para estas personas si pudieran confiar en servicios públicos de excelencia en salud y educación no necesita ser destacada. A ello nos referimos con “más Estado”, con el beneficio que implicaría para los emprendedores y la reducción de costos para la productividad de la economía nacional en su conjunto.

Un Estado que privilegie la integración social debe convertir a la educación pública en la mejor del sistema y a la salud pública en la prestadora natural, de excelencia y calidad, de la mayoría de la población superando la arcaica concepción del hospital y la escuela públicos como el espacio para atender a “los pobres”. Debe contar con programas de estímulo al inicio profesional y empresarial. Debe apoyar con becas el desarrollo de la investigación y la excelencia.

Luego de la destrucción lastimosa del Estado en la última década, se impone su reconstrucción. Recuperar su prestigio y su respetabilidad. Reconvertirlo en una herramienta que los ciudadanos consideren a su servicio, porque ellos lo financian, desplazando la corrupción de corporaciones, proveedores y camarillas profesionales, gremiales o empresariales que lo han cooptado. Este Estado reconstruido sobre bases modernas, de gestión absolutamente transparente y profesional, con mecanismos de control profesional y social sobre su funcionamiento, será la forma de reemplazar el viejo papel socialmente articulador del salario que será cada vez más reducido hasta hacer imposible apoyar en él lo que antes se apoyaba: obras sociales, jubilación, salario familiar, indicador de capacidad de repago para créditos, etc.

Seguramente este debate demandará polémicas con vocación de síntesis, porque significa un cambio de rumbo en lo que fue el espíritu de “los 90”, cuando la implosión del bloque socialista y de los “estados empresarios” convertidos en elefantiásticos aventureros empresariales llevó el péndulo al otro extremo, pero también un cambio del paradigma sobre el que se edificaron los núcleos conceptuales de las fuerzas políticas del siglo XX, centralmente apoyadas en los empleos estables, los salarios escalafonados y las empresas con horizontes de largo plazo.

Es, sin embargo, un debate necesario que debe dar una política modernizada y virtuosa, depurada de las prácticas de corrupción que han crecido en su seno distorsionando decisiones públicas y recreando su relación íntima con los ciudadanos.

El mercado es un mecanismo de crecimiento económico irreemplazable e insuperable. Sin embargo, no tiene por definición el papel de inclusión social ni de equidad. Su tarea es producir más y mejor y así debe hacerlo, dentro de las normas fijadas por la sociedad a través de una política virtuosa, que también es irreemplazable. Es ésta la que debe fijar las normas ambientales, laborales, societarias, impositivas, que lo regulen según el perfil de cada sociedad, sus posibilidades y sus metas. Un mercado sin política es la selva.

Una política sin mercado, a su vez, es el languidecimiento eterno, la condena al estancamiento secular, la corrupción, la retracción de la inversión y de la capacidad de iniciar desafíos.
Uno y otra deben ser controladas por ciudadanos activos y conscientes, funcionando en el marco de un sistema institucional sólido, la prensa libre y la justicia independiente.

Una vez más debe encontrarse la síntesis virtuosa para la época sobre las bases de la tecnología, el capital, las limitaciones y los problemas actuales. Gran desafío para los pensadores, que tienen la oportunidad de comenzar a sumarse a la agenda que discuten sus colegas en el mundo, abandonando el consignismo esclerótico y arriesgando ideas para abrir rumbos.


Ricardo Lafferriere

lunes, 28 de marzo de 2016

Hacia una sociedad sin empleos, en una economía global

Es un tiempo de cambios. Verdad de Perogrullo.

Sin embargo, esos cambios puntuales que se dan en diferentes ámbitos de la sociedad se organizan en forma que terminan generando cambios globales en la forma en que funciona el mundo. Entre ellos, se destaca la tendencia virtualmente inexorable hacia la robotización, la automatización y la inteligencia artificial.

No es un debate lejano: estamos en él. Lo tienen las sociedades desarrolladas y se asoma a la nuestra. El crecimiento industrial no genera el trabajo humano como lo hacía –la agricultura ya no lo hace desde un siglo atrás-.

Hasta hace poco tiempo era común oír que los puestos nuevos se encontraban en el área de los servicios. La noticia no tan buena es que los servicios tampoco están generando empleos, ya que la automatización, la sociedad de la información y la creciente configuración de un mercado automatizado también desplaza trabajo en este sector.

El comercio electrónico y virtual está desplazando a los empleados de comercio y al comercio minorista. Los viajantes de comercio hace tiempo ven reducir su número casi hasta la extinción, reemplazados por los pedidos por red. 

Los médicos ven reemplazar gran parte de su trabajo por sistemas de salud que, en busca de maximizar ganancias, privilegian a los jóvenes en sus campañas de marketing, para atender los cuales les alcanza con contratar profesionales nuevos, a los que se envía a domicilio en vehículos comunes o hasta en motocicletas. Su ganancia no proviene del servicio sino del “no-servicio” médico, que es cobrado por  “el sistema” de cobranzas automatizado para el que requiere muy pocos empleados y eficientes programas informáticos de facturación y control.

Las librerías enfrentan con ansiedad el peligro del desplazamiento del interés lector hacia los e-books, que se consiguen desde el hogar en tiempo real con un simple “click” y evitan horas y días de búsqueda y tiempo muerto. La reflexión –filosófica- sobre la superioridad de los libros en papel no empaña el hecho que las ventas de libros electrónicos en las sociedades más desarrolladas supera aceleradamente la de libros impresos.

Los talleres mecánicos reemplazan los tradicionales operarios “todoterreno” por sistemas de control computarizado y por kits de reemplazo que requieren apenas algunos trabajos sin especialización.
Se anuncia el desarrollo de vehículos sin conductor, que ya funcionan en el área rural: tractores sin tractoristas, sembradoras y cosechadoras sin conductores, terminan con la expulsión de trabajadores de un sector cada vez más sofisticado y menos “primario”. La tendencia llegará a los conductores de camiones en primer término –ya existe en algunos Estados norteamericanos- y luego a los vehículos de pasajeros. Los trenes, por su parte, hace tiempo que reemplazaron los tradicionales “guardas” y equipos de maquinistas por sistemas expertos y complejas redes de control y gestión.

Era usual hasta hace un par de décadas escuchar que los trabajos desplazados por las máquinas eran sustituidos por nuevas actividades que mejoraban la productividad general y su propia vida, que conseguían empleos de mayor sueldo, estabilidad y confort. La novedad, sin embargo, es la rapidez del cambio. Antes permitía el readiestramiento, porque su ritmo era de lustros o décadas. Hoy, se realiza en tiempo real. No hay tiempo de adiestrar a los desocupados y ni siquiera se sabe para qué, porque no existe demanda de actividades pagas equivalentes.

Ello está llevando a un contrasentido de fondo: la tecnología en lugar de mejorar la vida de las personas, puede crearles un infierno existencial al dejarlas sin ingresos. Pero también genera una disfuncionalidad que terminará con el propio sistema: al no haber ingresos, no habrá consumidores de bienes y servicios producidos en forma automatizada. Y eso pone la reflexión justo en su punto de perpectiva: el salario.

El salario fue la forma moderna de distribuir riqueza, premiar el trabajo, garantizar la inclusión y arrancar de la pobreza a decenas de millones de personas condenadas antes a las inclemencias de una vida campesina embrutecedora o una vida ciudadana marginal. La desaparición del salario no puede significar regresar la historia a esos tiempos, sino su superación. La respuesta no puede ser el “neo-ludismo” que lleve a impugnar los avances, sino a estudiar una nueva forma de distribuir la riqueza de acuerdo a las nuevas formas productivas.

En el otro extremo, la tendencia hacia una producción extremadamente “capital-intensiva” marca la necesidad de nuevos enfoques fiscales, alejados de los sistemas impositivos diseñados hace un siglo, en tiempos del capitalismo liberal. Las nuevas y gigantescas concentraciones económicas-tecnológicas generan super-ingresos, algunos de los cuales alimentan y reproducen el crecimiento hacia formas más sofisticadas de producción, pero otros van conformando una burbuja financiera que ha llegado ya a una dimensión peligrosamente explosiva. Deben reglamentarse, contenerse y gravarse globalmente, ya que ningún Estado –ni aún los más poderosos- está en condiciones de formalizar “islotes” de control en un mar global de anomia.

En esta reflexión se han sugerido varios caminos. Por el lado del vacío dejado por el ingreso salarial, las respuestas van desde el “salario social” hasta el “ingreso universal”, desde la reducción de la jornada de trabajo para distribuir el empleo residual entre más cantidad de personas hasta el trabajo voluntario o familiar pago. Todos son caminos posibles.

En los hechos, el camino del ingreso universal –que muchos cuestionan por su connotación populista- en realidad ordenaría la sumatoria anárquica de subsidios de toda clase que todas las sociedades asignan a quienes estiman que los necesitan, sea vía servicios gratuitos como la educación o la salud, sea vía tarifas ´de servicios públicos subsidiadas para determinados agregados poblacionales, sea mediante créditos blandos con respaldo fiscal para viviendas, sea vía asignaciones impositivas que mejoren los ingresos de los pensionados y retirados más allá de lo ahorrado por ellos durante su vida activa, etc. etc. 

Lo que está claro –como lo sugiere Sigmund Bauman – es que es necesario establecer un piso social de dignidad humana, que signifique el límite mínimo debajo del cual ningún ser humano deba ubicarse, pero que a la vez deje el camino abierto a los ingresos que cada uno pueda lograr mediante su inversión, su trabajo, su capacitación o su esfuerzo. Aunque el progreso se vincule con el salario, la subsistencia debe estar garantizada aún sin él. Es necesario separar la subsistencia del trabajo.

Por el lado del capital, es imprescindible actuar para desinflar el globo de la riqueza virtual que gira en tiempo real generando ingresos ficticios, sometiendo a la economía global a una tensión existencial de muy difícil previsión. Si en tiempos de la segunda posguerra la cantidad de transacciones financieras iba de la mano en paridad con el comercio internacional, hoy la relación es de varios cientos de veces a uno. 

La riqueza virtual que gira en tiempo real en las operaciones de pase alcanza a Setecientos billones de dólares, diez veces el PBI mundial global. Sin embargo, hay una diferencia: mientras el PBI global es una cuenta que refleja un agregado anual, el capital financiero gira durante todo el año, 24 horas al día, en bolsas que se encuentran en todo el planeta. Crea riqueza sobre riqueza en papeles e impulsos electrónicos, pero todo ese globo se asienta, como una pirámide invertida, en una producción real decenas de veces menor.

Por eso se abre paso la percepción que sin una reglamentación global será muy difícil encontrar respuestas eficaces. Un punto está claro: el problema pertenece a la decisión racional de la sociedad, a través de la política. No es alzándose de hombros como se solucionará, ni actuando como si éste existiera.  

El tema forma parte de la nueva agenda –como la de la preservación del planeta, la necesidad de la normativa global que persiga las redes delictivas, el terrorismo o el narcotráfico-. Necesita conversarse. No hacerlo nos enfrentará diariamente a eclosiones inesperadas, como la del terrorismo, las migraciones, los refugiados, las crisis abruptas de los precios de materias primas, el deterioro de la habitabilidad del planeta, el agotamiento de los recursos renovables e incluso del agua potable y el aire que respiramos.

Gran tarea, entonces, para la gobernabilidad global. Coloca en la agenda una nueva visión de las relaciones con el mundo, que en rigor hoy deberían definirse como “acciones en el mundo” porque ese planeta que antes era sólo un escenario en el que desarrollábamos el drama de la “comunidad de naciones” hoy es un protagonista que, aún en sus lugares más recónditos, está imbricado con cada actitud que tomemos.

Ricardo Lafferriere


lunes, 21 de marzo de 2016

Cien días

No es un lapso grande. Sin embargo, sirve para notar el rumbo.

Terminados los ruidos de la campaña, observada la orientación de los primeros pasos y analizado el metamensaje del discurso del nuevo gobierno, un nuevo horizonte parece estar dibujándose para esta Argentina que durante más de ocho décadas insistió en luchar contra molinos de viento, en lugar de levantar las velas para disputar los primeros puestos en la “regata del mundo”, como lo había hecho en las cinco décadas anteriores, las que fueron de 1880 a 1930.

El futuro es opaco. No podemos saber si la propuesta será exitosa. No obstante, está claro que las convicciones del equipo gobernante y del presidente son las que más se han acercado al “cutting edge” global de su respectiva época, en toda la historia argentina. Este es un dato positivo, porque nos ubica “en el sentido de la historia”, como solía decirse en los ideologizados cenáculos de otros tiempos. Y porque vale la pena trabajar por su éxito.

Tal vez el gobierno desarrollista de 1958 a 1962 sería el que, en estos términos, más se le acerque. Sin embargo, la complicada política de los tempranos sesenta –los coletazos de la “Revolución Libertadora”, la proscripción del peronismo, la instalación en el continente de la Guerra Fría con sus libretos de insurgencia y contrainsurgencia y la endeblez de las democracias- frustró un proceso que, a pesar de su brevedad, impregnó el debate argentino durante varias décadas hasta ser visto como una nubosa utopía por gran parte de la dirigencia nacional desde entonces.

Hoy la situación también es complicada, pero cuenta a su favor con una vibrante democracia, que aunque imperfecta en sus paredes, se afirma en los sólidos cimientos que supo edificar la generación que la recuperó, con el liderazgo de Raúl Alfonsín en 1983. No hay espacio entre nosotros para aventuras que renieguen de la institucionalidad, que pudo soportar desde las hiperinflaciones de 1989 y 1990 hasta la conmocionante crisis de cambio de siglo.

Hoy se trata de aclarar el rumbo. Para ello, nada mejor que levantar la mirada sin dejarse confundir por los ruidosos conflictos de la coyuntura. En el horizonte puede ya verse un resplandor, que exige tanto conservar la mirada en él como transitar con extrema prudencia y equilibrio una transición llena de trampas, pero que tiene a su favor la claridad estratégica del grupo gobernante y, en sus trazos básicos, la evidente solidaridad de la mayoría de la población.

Ese respaldo marca la esperanza y la confianza de los ciudadanos, pero también un cambio cualitativo en la práctica política del “escenario”. Pocos, en efecto, hubieran apostado hace apenas cuatro meses que el peronismo fuera del poder daría la demostración que está brindando, de debate interno, madurez y –por qué no reconocerlo- conciencia de la necesaria solidaridad nacional. Es un partido de gobierno volcado a la oposición, pero con deseos y vocación de volver. Y sabe leer la realidad como pocos. Eso es bueno para la sana política porque obliga al mejoramiento permanente de unos y otros.

Obviamente no hay unanimidades. No las hay en la oposición y tampoco en el frente de gobierno. Sin embargo, la práctica del diálogo que privilegia resultados se está abriendo camino en un escenario en el que el colorido de la sociedad argentina está aceptablemente representado.

Como lo predicamos durante una década desde esta humilde columna y como lo destacamos hace pocas semanas, el país está volviendo al mundo. Busca su lugar y se encuentra con que ese mundo que llegó a parecernos tan lejano hasta hace apenas pocos meses nos abre sus brazos, como si la voz argentina se extrañara. Y los pasos de reingreso se están dando con la misma cadencia de aquellos de la Argentina histórica, de amistad con todos, de inserción regional, de solidaridad con grandes y chicos, con diálogo plural y reclamo de una convivencia pacífica y virtuosa basada en las normas.

No estamos inventando la pólvora. Estamos en el mismo camino de los fundadores del país, de la Constitución con la convocatoria a “todos los hombres del mundo”, de “América para la Humanidad”, de “los hombres sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”, de la neutralidad activa y la mano tendida a los perseguidos cuyos derechos son violados en el lugar del mundo que lo sean, por el motivo que se invoque. Derechos humanos, imperio de la ley, respeto a la palabra, solución pacífica de los conflictos, apertura a las corrientes más dinámicas de comercio, ciencia, tecnología, finanzas, comunicaciones, producción.

Volvemos al mundo y empezamos a ordenar la casa. Un desequilibrio enfermizo debe superarse con sentido social, firmeza estratégica y diálogo constante. El camino tiene piedras, pozos, acechanzas. No deberían llevarnos a cambiar el rumbo sino, en todo caso, a mejorar la marcha.

En el horizonte comienza a dibujarse la posibilidad del país de la utopía, el que durante tantas veces hemos señalado desde esta columna como un sueño. Abierto y plural, solidario y dinámico, moderno y equitativo, basado en la ley y apoyado en el esfuerzo creador de su gente. Sus productores, pero también sus científicos y técnicos, sus empresarios con vocación pionera, un manejo decente de las finanzas públicas –bandera que, entre otras, detonó la revolución de 1890-, una vida municipal intensa, un federalismo fundado en recursos autónomos y en políticas sanas, y una constante voluntad de superación y progreso.

El mundo que se está construyendo, “la ciudad del futuro” –como lo definiera alguna vez Marcelo T. de Alvear- puede volver a contar a la Argentina como una de sus piezas fundamentales. Estamos en capacidad de serlo. Sólo hay que tener confianza en los compatriotas, en su respeto recíproco, en su vocación por la capacitación y su natural predisposición a absorber rápidamente las novedades.

Se trata de un “cambio cultural”, diría el presidente. En mi caso lo matizaría agregando que se trata además de volver a las fuentes. Porque así nacimos y si este proceso iniciado hace cien días resulta exitoso, habremos vuelto a encarrilar nuestra marcha en el sentido que inspiró a tantas generaciones de compatriotas que hicieron el país que tenemos.


Ricardo Lafferriere