miércoles, 20 de marzo de 2019

El "éxito" en la economía... y en el país

El debate público en tiempos electorales suele centrarse en la evolución de la economía.

Debate y economía, sin embargo, suelen reducirse a la percepción que la mayoría de las personas tienen en sus vidas cotidianas sobre la capacidad de compra de sus ingresos.

La pregunta en este artículo es: ¿el nivel de ingreso de las personas en su vida cotidiana es identificable con la “situación económica”, al margen de todo el contexto en el que se da y del resto de variables cuya relación con “lo económico” es íntima e inseparable?

El análisis de la situación económica es honesto y legítimo si es integral y se compara con los diferentes contextos. Siempre una situación se compara con otra. No es un término absoluto.

Comparar la situación económica de un país que no paga su deuda, no construye infraestructura vial, no mantiene sus ferrocarriles ni puertos, no invierte en fuentes de energía y desmantela su conectividad aérea mientras está disfrutando de precios de exportación de sus productos primarios más alto de la historia y se apropia de los ahorros previsionales, con el mismo país que rompe récords de construcción de rutas y autopistas, desarrolla puertos de última generación, llena el país de modernos aeropuertos, supera todos los récords en provisión de agua potable y desagües cloacales, logra la mayor inversión histórica en generación energética de tecnología de vanguardia -tradicional y alternativas-, sufre su mayor sequía en medio siglo y debe pagar la deuda histórica más la necesaria para financiar una transición sin graves conmociones sociales es, por lo menos, sesgado.

Las decisiones políticas implican -como las decisiones de vida- un objetivo y algo de apuesta sobre lo imprevisible. La decisión de modernizar la economía argentina es una línea coherente. Su constante es la inserción en el mercado mundial, a fin de lograr un espacio de “realización de la ganancia” para la economía del país que trascienda los límites estrechos del mercado interno. La decisión de tomar deuda para aliviar la extrema dureza de un ajuste que sufrirían los que menos tienen, por su parte, fue una apuesta. Funcionó mientras hubo recursos accesibles.

La economía moderna es altamente sofisticada y variada, casi al infinito. Los exiguos márgenes de ganancia por unidad de producto exigen mercados amplios. Cuanto más amplios sean esos mercados, más baratos y accesibles serán los bienes que se generan. Es la constante de la economía global. No es posible producir bienes valiosos accesibles para las grandes mayorías con mercados reducidos. Ni siquiera China puede hacerlo, ni la India, ni Europa, ni EEUU.

Esta orientación tiene requisitos. Para vender, hay que comprar. Para vender, hay que ganarles a los competidores con tecnologías que abaraten los productos. Para vender, es necesario contar con infraestructura homologable con la que se usa en el mundo. Para vender, hay que lograr productos de calidad elaborados por trabajadores capacitados y rigurosos en la calidad de lo que hacen y empresarios capacitados, serios y también rigurosos en sus planes microeconómicos. Para vender, se debe contar con una red global de ventas que sume tareas privadas y públicas. Para vender, se debe asumir un comportamiento confiable y serio.

El camino -como todos los caminos que se transitan- tiene riesgos. La economía mundial tiene turbulencias, el mundo financiero global es inestable, la deuda pesa, las reglas de juego para los países que no definen agenda son rigurosas. El premio, sin embargo, es trascendente: mejorar el nivel de bienestar de la población, romper las anclas que ataban a la mediocridad del estancamiento y ser protagonistas del cambio más acelerado que la humanidad haya tenido en sus miles de años de historia.

Por supuesto que hay otro camino: encerrarse. No pagar lo que se debe. No vender ni comprar. No funcionar con las reglas del mundo -no del “imperialismo”, sino de Europa, EEUU, China, Rusia, la India, Brasil, es decir, del 95 % de la humanidad-. Alejarse del consenso global. Es el camino que eligió la Venezuela de Chávez y Maduro.

Se puede tomar esa opción y lentamente, parar las máquinas. Quedarse sin energía, sin luz, sin petróleo, y luego sin agua, sin medicamentos y sin alimentos. Para garantizar ese rumbo, recurrir a la represión, tal vez sangrienta. Olvidarse de los DDHH, la democracia, los debates abiertos y la pluralidad de pensamiento. Expulsar del país a miles de ciudadanos, comenzando por los más capacitados. Soñar con rentas que no existen y culpar al mundo de la crisis con argumentos cada vez más rebuscados y grotescos. Marchar lentamente a la prehistoria.

¿Es posible algo “en el medio”? Tal vez ese sea el mayor desafío de la política. El “medio” es posible, si tiene un rumbo. El “medio” sin rumbo lleva inexorablemente al camino cerrado, porque la simpleza de repartir lo que “va quedando” -en cosas, y en gente- abre espacio a relatos presuntamente justicieros. Cada vez queda menos, y como cada vez se produce menos, lo que se puede repartir es también cada vez menos. La convivencia se va tensando hasta llegar al extremo de ser incompatible con la sociedad libre y la vida democrática.

El “medio” es lo que ensayan, en general, las conducciones políticas democráticas, que son conscientes de la necesidad de modernizar los sistemas, pero a la vez de atenuar en lo más posible los efectos sociales del cambio. Su capacidad o incapacidad, en todo caso, se verá en sus logros de acompasar la modernización con los que necesitan un piso de dignidad que no puede esperar. Ahí está el debate. A un lado del “medio” están los ortodoxos, desinteresados de las personas comunes. Al otro, los populistas, interesados en preservar el pasado. El “medio” debiera ser el escenario del debate político maduro, sin grandilocuencias imposibles, y con madurez reflexiva.

Desde la óptica de quien escribe, el principal desafío del “medio” se da al interior del propio Estado porque en lo demás, los márgenes de acción son muy estrechos. Esto es fácil decirlo, pero choca con estructuras entrelazadas construidas durante décadas de encierro, cuando éste era posible y quizás hasta necesario.

Un Estado colonizado por empresarios que lucran con sus complicidades políticas -lo estamos viendo con la causa de los “cuadernos”- y que pagan los ciudadanos. Un Estado cooptado por empresarios rentistas que reclaman “proteccionismo” escudados en la bandera nacional, que les asegure mercado, a precios desmesurados, a bienes poco menos que de descarte y en ocasiones hasta contrabandeados, convertidos en los únicos ofrecidos mientras les generan superganancias a costa de salarios devaluados. Un Estado cooptado por corporaciones gremiales que desnaturalizan sus servicios, ofreciendo bajísima calidad -en educación, asistencia social y salud-, obligando a las personas a gastos paralelos en estos campos y reduciendo objetivamente su nivel de ingresos libres.

El “medio”, entonces, es posible pero debe tener un rumbo. Si es un “medio” para frenar y retroceder, es altamente peligroso. Si es un “medio” para avanzar, es realmente imprescindible. Su herramienta es el diálogo abierto, transparente, honesto.

¿Estamos en la Argentina lejos del “medio”? Como todo, es opinable. Nuestro país cuenta con la asistencia social más extensa de América Latina en los niveles compatibles con las posibilidades económicas. Garantiza jubilaciones prácticamente para todos. La asistencia a la niñez que permite la AUH no existe en otros países de nivel de desarrollo parecido al nuestro. La asistencia a la ancianidad es generalizada.

 La educación es gratuita, así como la salud pública. El gasto social “por habitante” es el mayor de América Latina, aún en el medio de la crisis. Las tarifas de los servicios públicos, aún con los aumentos, son las más bajas de la región y altamente subsidiadas por la economía productiva -empresas agropecuarias, industriales y hasta salarios-, que, al precio de perder competitividad exportadora, contribuye a pagarles la mitad del consumo a las familias, además del subsidio adicional a los hogares de menores ingresos. No lo olvidemos.

¿Qué falta? Pues… el Estado. En la modesta mirada de este opinador, el problema no es su tamaño sino su ineficacia, especialmente de cara a los ciudadanos. El mayor esfuerzo del “medio” debiera ser mejorar el funcionamiento de escuelas y hospitales, llenar de geriátricos y diseñar mecanismos de ayuda social a la tercera edad, programas institucionalizados de inclusión a compatriotas con capacidades diferentes, masificar aún más el nivel preescolar, lograr la excelencia en la educación formal, articular en forma virtuosa a los efectores de la salud para reducir su costo para los ciudadanos potenciando la salud pública, perfeccionar la atención primaria… banderas todas que todos levantan, pero cuya concreción enfrenta resistencias corporativas gigantes.

La última conmoción sistémica del 2018 golpeó a todos. El país fue el golpeado y sus ingresos cayeron. Cuando un sector sostiene que ha perdido posiciones, tal vez no advierta que el de al lado también perdió. La Argentina en su conjunto es más pobre. Quien pretenda mantener el nivel de ingresos de cuando era más rica, hace apenas unos meses, debe saber que esos recursos que reclama golpearán a otros. En economía, también las matemáticas existen.

La debilidad del debate político y la falta de reflexión nacional por los principales protagonistas es una dificultad adicional, que sin embargo no debería llevar a perder de vista el gran rumbo: modernización, inserción global, acceder a mercados, infraestructura, educación.

El "medio" requiere una práctica política especial, que focalice sus tareas en las reformas y sea capaz de generar suficiente consenso para impulsarlo. Una campaña presidencial debería ser un buen escenario para desgranar estas ideas. Marginando a los “ortodoxos” y a su espejo “populista”, el “medio” debiera poder discutir acuerdos de gobierno que permitan apurar la marcha. El oficialismo, con sus hechos y gestión de gobierno, ofrece su “medio” casi en soledad, resistiendo como puede la tenaza de ortodoxos y populistas. Si la oposición elaborara el suyo, también sin ceder a la tentación de ambos extremos, la Argentina podría contar con un camino políticamente sólido y estable, mejor plantado ante las incertidumbres y los eventuales “cisnes negros”, cualquiera sea quien lo gobierne. 

El país cuenta con condiciones materiales para hacerlo. Quizás deba trabajar para resaltar las condiciones espirituales y morales. Al fin y al cabo, también es la función de una política sana. Y requisito de una economía exitosa en un país que también lo sea.

Ricardo Lafferriere

jueves, 27 de diciembre de 2018

"Los que viven del Estado..."



El Estado es un gran redistribuidor de ingresos. Entre otras cosas, para eso está.

La afirmación viene a cuento de la proliferación de reclamos “ortodoxos” que hacen ver al Estado como la materialización del mal, llegando en ocasiones al extremo de reclamar su lisa y llana desaparición.

Sin embargo, la sociedad imaginable sin Estado sería la selva. Porque los que “cobran del Estado” (algunos cálculos de consultoras privadas hablan de más de 19 millones de personas, entre trabajadores públicos en los tres niveles, jubilados, pensionados y beneficiarios de planes sociales) y salvando los despreciables actos de corrupción y aprovechamiento son, en primer lugar y en general, quienes más necesitan. En segundo lugar, porque con sus claroscuros implica el germen de construcción de un “piso de ciudadanía y dignidad humana” que ayuda a atenuar la polarización social. Y en tercer lugar, porque los que pagan impuestos son todos quienes viven en el país, ricos y pobres.

Los que más necesitan son, en grandes números, quienes no tienen capacitación técnica ni etológica como para enfrentar el desafío de un trabajo estable. Conforman un cuarto de la población, que aunque pobres, son personas. Esas personas, por el sólo hecho de serlo, deben ser consideradas en su dignidad básica de seres humanos, condición que en el mundo civilizado no se niega ni a los delincuentes más sanguinarios. Esta fue una de las conquistas más importantes de la ilustración y la modernidad, que desarrolló el concepto de ciudadanía, cuyos derechos -y también obligaciones- son la base de los estados democráticos modernos.

Otra cosa es la extensión de ese “piso” y la forma de aplicación práctica de esos mecanismos, donde -como en todo- existen malos y buenos métodos, y opiniones diversas. Eso forma parte de otro debate, rico y profundo, pero relativamente desvinculado de la magnitud del “gasto” que, sea como sea que se apliquen, seguirá existiendo. Y otra cosa también distinta es los que se aprovechan de la opacidad para, sin necesitarlo, acceder a fondos públicos en forma no siempre legal y limpia, a través de mecanismos que deben desmantelarse.

La función igualadora del Estado avanzó, principalmente en el siglo XX, hacia la cobertura de necesidades básicas que la conciencia moral impide que sean lanzadas al desamparo, o sobre las que se justifiquen tratos diferentes. El acceso universal a la salud pública y la gratuidad de la enseñanza son los paradigmas de esta función, agregados modernos a las tradicionales funciones de seguridad, defensa y justicia.

El Estado respondió en el siglo XX a esa demanda de servicios básicos universales subsidiándolos total o parcialmente, abriendo el camino hacia otro debate que se va instalando junto al avance tecnológico, la robotización creciente de la economía y el desarrollo de la Inteligencia Artificial que desplaza al trabajo estable: un ingreso básico garantizado para todos, por el sólo hecho de compartir la condición humana. Ese ingreso no es imaginable como el “único”, sino como el “piso”, que cada cual podrá incrementar con su iniciativa, educación, emprendedurismo, riesgo o inversión. Ese debate atraviesa ideologías, con diversas propuestas, como la “renta negativa” de Milton Friedman, el “trabajo cívico” de Ulrich Beck o el “ingreso universal” de Sygmund Bauman. Quizás sea bueno recordar que también los primeros pasos en los gastos sociales del Estado fueron dados por conservadores: el Bismarck, en Alemania y los conservadores ingleses.

El sistema previsional que atienda a los últimos años de las personas es el otro gran “redistribuidor”. ¿Qué hacer con los viejos, cuando ya el mecanismo tradicional del cuidado familiar es incompatible con la vida moderna? La respuesta ha sido un sistema de retiros adecuado a las posibilidades de cada economía, en el que los activos sostienen a los pasivos. Una vez más, cómo se aplica, a quienes alcanza y en qué magnitud son temas a resolver en cada sociedad y posibilidades económicas, pero es absurdo imaginar una sociedad que se desentienda de sus viejos. Los matices del sistema previsional son distintos en cada lugar, pero ninguna sociedad avanzada discute la necesidad de su existencia.

Por último, cuando al reclamar contra algún impuesto se repite obsesivamente “cuántos viven del Estado” se omite recordar que a ese Estado lo sostienen todos. Desde una gran empresa petrolera que explota Vaca Muerta hasta un niño de jardín de infantes que compra un caramelo. Tal vez, incluso, desde la perspectiva individual, sea mayor el aporte de las familias pobres, que forzosamente tributan el 21 % de su ingreso, aunque vivan de limosnas, al comprar los bienes destinados a su alimentación, vestido, tarifas o medicamentos. O una simple entrada a un cine, un festival o un baile, cuando le alcance para hacerlo. Los que aportan al estado son muchísimos más que los que reciben del Estado algún beneficio directo. Y los que los reciben, lo hacen porque existen decisiones de la sociedad, a través de sus representantes, que así lo han establecido mediante las leyes de presupuesto sancionadas anualmente o leyes especiales que lo disponen.

Maticemos, entonces, la rotundidad del juicio descalificante hacia “los que viven del Estado”. Porque muchos de ellos también “hacen vivir” al Estado con su aporte, y todos, sin el Estado verían posiblemente su vida convertida en una selva. Sólo cabría imaginar lo que ocurriría en la sociedad si desaparecieran los gastos sociales, los sistemas asistenciales en salud, el sistema previsional, la educación gratuita, no se hicieran más obras públicas de agua, cloacas, gas, rutas y trenes y se cerraran los hospitales. No se trataría ya de contratar los servicios “privados” sino de seguir contando con una convivencia que pueda llamarse “sociedad”. Médicos, maestros, policías, militares, enfermeros, personal de registros, de obras públicas, de tránsito, administrativos, “viven del Estado” pero aportan valiosos servicios para la integración social. Y cobran por ellos.

Cierto es que cuando la economía se estanca, casi siempre por mala praxis de los gobernantes, el “peso” del Estado parece agigantarse rompiendo una regla de oro: los gastos deben estar siempre equilibrados con los ingresos, simplemente porque dos más dos son cuatro. Pero esa afirmación no se termina en “los que viven del Estado” y “los que sostienen el Estado”, sino que avanza hacia el gran tema, ausente, realmente ausente, del centro del debate nacional: la mirada hacia adentro del Estado, donde se han construido históricamente corporaciones de complicidades que llevan a contar con un mal sistema de salud, un mal sistema de educación, un mal sistema de seguridad, un mal equipamiento de defensa, un mal sistema de justicia y una mala distribución del gasto social. Y hacia la mala praxis económica, que lleva a olvidar los límites exigiéndole a la economía más de lo que realmente puede brindar para sostener todo el edificio social.

La lógica debiera indicarnos mirar hacia allí: la cooptación de la estructura estatal por corporaciones y mafias defensoras de privilegios que no ayudan a los ciudadanos, sino que los agreden. Corporaciones de empresarios asociados con determinados políticos para apropiarse de fondos públicos con mecanismos de coimas -lo estamos viendo-, corporaciones de gremios que no se sienten servidores de los ciudadanos sino dueños -como en AA, o la propia educación-, corporaciones de laboratorios y gremios de la salud que olvidan su función de servicio y la identifican con sus propios intereses, y hasta actitudes políticas sin austeridad y no ejemplificadoras que parecen considerar a los fondos públicos como los inagotables “bienes mostrencos” de la Colonia, puestos allí  por el destino para ser apropiados por el poder.

El Estado es el gran actor del mundo moderno. El Estado democrático es el mayor logro de la historia política de la humanidad. Hasta que el mundo consiga establecer un sistema inclusivo y democrático de gobernanza global -que seguramente estará basado en los actuales Estados-, es la mejor herramienta que tenemos para que nuestra vida no se convierta en una selva. Mejorémoslo, sometámoslo a crítica para corregir sus falencias y liberarlo de sus vicios y cooptadores, modernicémoslo para que pueda cumplir su función en forma adecuada, seamos implacables denunciando sus injusticias y opacidades exigiendo la corrección.

Pero defendámoslo. La alternativa a él es “todos contra todos”, donde sólo los fuertes -ni los viejos, ni los niños, ni los débiles, ni los enfermos, ni los discapacitados, ni los pobres pero tampoco los ricos- saldrán ganando.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 19 de diciembre de 2018

"...plata en el bolsillo de los trabajadores"...


-        “Es increíble, no sé como no entienden, para salir de la crisis simplemente hay que poner plata en el bolsillo de los trabajadores, para reactivar el consumo. No puedo comprender (golpeándose la cabeza con las manos) cómo no lo entienden, no puedo”… (diputado de FPV, en el programa de Maximiliano Montenegro).

En realidad, lo increíble es que durante todas las décadas que llevamos de democracia la frase se reitere, y hasta existan empresarios, gremialistas y políticos bien intencionados o no tanto que la repitan una y otra vez, como el Santo Grial de la economía.

Nadie, sin embargo, adelanta de dónde saldría esa “plata” para poner “en el bolsillo de los trabajadores”. Simplemente porque los atajos que usaron en estas casi cuatro décadas terminaron con una deuda gigantesca, varias hiperinflaciones y una economía hecha trizas. Porque las fuentes de esa “plata” no son muchas: más impuestos, o más deuda, o más inflación. No existen otras.

Si fuera tan sencillo, no habría país pobre en el planeta. Con comprarse una imprenta, comenzar a fabricar billetes y repartirlos, desaparecería la pobreza en el mundo como por arte de magia. ¿Por qué entonces no se han dado cuenta de una verdad tan sencilla y elemental? ¿Necesitan diputados peronistas que vayan y le expliquen?

En realidad, la plata que puede repartirse ya se repartió, y con creces. Lo que no se repartió es porque no existe. Argentina es el país con mayor gasto social por habitante en todo el Continente, el mayor gasto por habitante en salud, el mayor en educación. El único en el que tanto salud como educación son de acceso libre y gratuito, en todos los niveles.

El Estado Nacional subsidia al sistema previsional con una enorme tajada de sus impuestos, que debe distraer de otras obligaciones -como las mencionadas de salud y educación, la infraestructura destrozada, el desmantelamiento de la defensa, el raquitismo del equipamiento en seguridad, y otras obligaciones importantes que le son reclamadas a diario-. Y cuenta con un entrelazado de planes sociales, asignaciones universales por hijo y a la ancianidad y a discapacitados que no tienen varios de los países más ricos del planeta. ¿De dónde sacar entonces esa famosa “plata” extra para poner “en el bolsillo de los trabajadores”?

Es de conceder que la consigna es linda. ¿Cómo no va a gustar una promesa de maná que llueva del cielo, sin hacer nada? Así como linda, es tan rudimentaria que avergüenza escucharla en palabras de dirigentes. No hay que desgastarse en filigranas filosóficas para explicar qué es el populismo. Eso es.

En realidad, falta mucho para llegar a la meta de una sociedad con igualdad de oportunidades, sin pobreza y con un pueblo pujante y entusiasta. Nadie bien nacido, con empatía hacia los compatriotas más pobres puede negar esa verdad. Pero tampoco puede negarse la otra: para sostener un sistema equitativo como el que queremos, se necesita una economía que genere la riqueza necesaria. Caso contrario, la ecuación no cierra.

Ese es el desafío hoy, forzados como hemos sido a acelerar la marcha al terminarse el financiamiento que nos permitía el camino “gradualista”, ese que ya no es posible porque no hay quien nos preste. Las dificultades se agigantan cuando en el escenario aparecen voces como la mencionada al comienzo, sin sonrojarse ni recibir siquiera repreguntas lúcidas de quien opera de conductor, para marcar la insuficiencia propositiva de alguien que contribuye a formar la opinión política del país, aunque sea desde la oposición.

No hay peor sordo que el que no quiere oír. Es el viejo aforisma que llega a la memoria apenas observamos el nivel de reflexión y debate del escenario público. Afortunadamente, sin embargo, muchos argentinos, tal vez la mayoría, se resisten a caer en el espejismo de los magos y siguen trabajando, invirtiendo, estudiando, emprendiendo.

De ellos es el futuro.

Ricardo Lafferriere

Diciembre de 2018

sábado, 1 de diciembre de 2018

¿Sirve para algo el G 20?


En el 2008, una tempestad financiera amenazaba con hacer estallar las economías de todo el planeta.

El crecimiento sin límites del capital financiero y el derrumbe del valor “físico” sobre el que se asentaba -el precio de las viviendas hipotecadas en Estados Unidos- comenzó un dominó que contagió rápidamente a los sistemas bancarios de todo el mundo. Ningún país podía hacer nada solo, porque la caída actuaba en cadena y arrastraba a todos. El “capital simbólico” multiplicaba ya por varias veces el valor de la economía real en la que se apoyaba.

Fue en ese momento en que las autoridades norteamericanas -primero, Bush y luego Obama- decidieron recurrir a ese germen de acuerdo global que conformaba el G 20, hasta entonces jurisdicción casi exclusiva de los responsables económicos de las principales economías del planeta. La crisis pudo revertirse, mostrando que una acción estatal combinada era la única forma de poner en caja a las fuerzas financieras.

Algo más importante aún: renacía el papel de la política, esta vez en la escala global que requería un fenómeno económico, también global.

A partir de allí, las reuniones anuales de presidentes fueron edificando una práctica que comenzó a abrirse hacia los temas de agenda planetarios más urgentes. Regulación y supervisión financieras, reformas financieras, cambio climático, migraciones, equidad de género, inclusión, combate al delito global, al terrorismo, al lavado de dinero, a la corrupción, al narcotráfico, por la democratización del conocimiento científico, la difusión de la tecnología de comunicaciones, la apertura del mercado laboral a las mujeres y jóvenes, y muchos otros temas que fueron formando parte de los sucesivos encuentros.

¿Tuvieron algún efecto? Vaya si lo tuvieron. Vaya si lo sabremos los argentinos. Aún recordamos los dramáticos sucesos del 2001, cuando ante un desequilibrio fiscal y financiero muy inferior al actual, el país golpeó inútilmente las puertas del Fondo Monetario para atravesar la crisis coyuntural mientras arreglaba sus cuentas, recibiendo respuestas agraviantes de los mandamases de entonces, encerrados en una ortodoxia cerril. A raíz de esa actitud, perdimos más de una década de nuestra historia y el país sufrió lo que sufrió. Con menos del 20 % de la ayuda que recibimos este año, la Argentina no hubiera sufrido lo que sufrió en la crisis de cambio de siglo.

Hoy, el mundo es diferente. No fueron necesarias horas de humillantes antesalas ante burócratas desinteresados del FMI. Una fluida relación política y comunicaciones telefónicas entre los presidentes -de EEUU, de Rusia, de China, de Alemania, del Reino Unido, de Japón, entre otros- logró en pocas horas que el FMI respondiera con el mayor paquete de apoyo del que se tenga memoria en el país. Y eso es, en gran medida, resultado del G 20, que ha “intervenido” virtualmente a todos los organismos internacionales, a través de sus respectivos representantes nacionales.

Cierto, el G20 es un “grupo” sin organigrama propio. Sin embargo, es de una altísima efectividad porque “pone en valor” a los organismos internacionales existentes por encima de sus burocracias. Un estudio realizado por la Universidad de Toronto, en 2016, donde se encuentra la base de datos del G 20, publicó un informe sobre el cumplimiento de las decisiones de las reuniones anuales del grupo, agrupándolas por temas. La primera conclusión es que año a año, el porcentual de cumplimiento ha sido inexorablemente superior al anterior. A 2016 en algunos campos el cumplimiento de los acuerdos rozó el 90 %, en ningún caso bajó del 55 % y en todos los casos el rumbo de reformas coincidió con lo firmado. Es la contracara de las naturales dificultades en elaborar los documentos, porque lo que se firma, se debe cumplir. Y -obviamente- cada país tiene sus particularidades cuyos negociadores deben tener en cuenta, tanto en contenido como en ritmo.

No son campos menores. La decisión global de luchar contra la corrupción, por ejemplo, ha achicado el espacio de este flagelo en todo el mundo, al subordinar al sistema financiero a un sistema de alertas tempranas, fiscalización permanente, reducción del espacio de los “paraísos fiscales” y judicialización inmediata de los hechos que se detecten con el compromiso de la colaboración judicial internacional. En el mundo ya no son comunes esas noticias y en nuestro país -firmante y cumplidor- vemos cómo se ha roto con la tradición de impunidad y más de dos docenas de ex encumbrados funcionarios se encuentran en prisión, mientras importantísimos empresarios merodean los juzgados con procesamientos que no respetan investiduras. Y ni hablar de lo que está ocurriendo en Brasil.

La persecución del lavado de dinero fue otro beneficio: en 2016 más de 120.000 millones de dólares de riqueza de argentinos que estaban “en negro” ingresaron al control fiscal, facilitando reformas internas que han permitido que prácticamente se terminara con el déficit crónico de las finanzas provinciales. Blanquearon, porque no podrían ocultar más los bienes por los compromisos globales del G 20.

Hay claroscuros. Tal vez el de más dificultoso avance sea el control del cambio climático, en el que el principal emisor de GEI -EEUU- se resiste, y más desde la asunción del presidente Trump, a incorporarse al Acuerdo de París, aunque es necesario reconocer que los principales Estados de la Unión están tomando medidas regulatorias -comenzando con California, que por sí sola conforma al 8ª economía del mundo- de rígidos controles anti contaminantes y promoción de energías renovables. También es necesario decir que esa reticencia no es acompañada por nadie -mejor dicho, casi nadie, porque mantiene como partner a Arabia Saudita-.

El listado de temas se trabaja en reuniones sectoriales permanentes de los responsables de las políticas específicas, siendo la reunión de presidentes el hecho formal que pasa revista de lo logrado y define las líneas de acción del año siguiente.

Atacar al G 20 es conspirar contra la reconstrucción de la política y reconocer a las fuerzas de hecho -grandes corporaciones, concentraciones financieras, terrorismo, delincuencia internacional y depredadores de diverso género- libertad para moverse en un mundo sin reglas. Una gran selva, donde los grandes perdedores son siempre los más débiles.

Obviamente, lo que no puede hacer el G 20 es intervenir en los países. Se basa en el consenso. Los problemas y el ordenamiento de cada país dependen de sí mismo. Su secreto es el logro de acuerdos que pasen por encima de las diferencias políticas, y eso permite que coincidan en él desde Trump hasta Putin y Xi Jinping, Merkel, May y Abe, Macri, López Obrador y Mori, el príncipe saudí y el presidente turco. No es un foro de votaciones y, aún actuando con debates, éstos están dirigidos a solucionar problemas, no a causarlos.

Es, sin embargo, un germen de gobernanza global con el cual la política, como actividad consciente de los seres humanos, intenta recuperar las riendas del destino planetario ante el escenario de una humanidad que imbrica inexorablemente su economía y se enfrenta a problemas -algunos, de vida o muerte, o de supervivencia o extinción- que ponen en escena para resolverlos un mecanismo más importante que la lucha: la cooperación.

Ricardo Lafferriere

martes, 13 de noviembre de 2018

Las opciones a CAMBIEMOS


En las últimas semanas han crecido notablemente los ataque a la administración de CAMBIEMOS, indudablemente tratando de aprovechar la sensación de debilidad oficial debido a la crisis económica, con el obvio propósito de frenar el avance inexorable de las causas por la corrupción que estrecha el cerco sobre los principales actores del país del pasado.

Es natural que los reclamos ante el derrumbe del valor de la moneda movilicen a quienes ven afectados sus ingresos, frente a quienes el propio gobierno ha abierto mesas de diálogo y propuesto salidas coyunturales para hacer el puente entre esa caída -que arrastró al salario- y el inicio de su recuperación, esperable en algunos meses, paritarias mediante.

Desde el populismo, y sea cuales fueran los motivos coyunturales, existe una impotencia intrínseca para articular una propuesta para el país “totalmente opuesta” de la actual. Las recetas que han surgido conducen a un callejón sin salida. 

Sin financiamiento externo -porque implica ruptura financiera con el mundo-, sin posibilidad de financiamiento interno -porque la presión impositiva se encuentra ya en los mismos niveles récords que los dejó la administración del peronismo-, con un gasto público congelado a la baja, las únicas propuestas posibles no podrían evitar un nuevo default, volver al encierro, a la cuotificación de las divisas con su negra experiencia de corrupción y al cierre de las fronteras económicas del país condenando a la Argentina a despegarse de la locomotora tecnológica global recomenzando la decadencia. 

Para mantener la ilusión de la prosperidad no habría otra alternativa que la emisión sin respaldo, desatando un proceso hiperinflacionario. El ejemplo del chavismo de Maduro, en Venezuela, es la mejor imagen de ese destino. Todos los reclamos escuchados sólo focalizan su respectivo problema puntual, y las recetas propuestas son intrínsecamente contradictorias, sin hacerse cargo de la compleja situación general, en una especie de pensamiento mágico aplicado a la economía.

Desde la ortodoxia, imprevistamente atacada por una curiosa belicosidad, se imputa al gobierno no haber realizado el ajuste apenas llegado al poder, en lugar de intentar el camino gradualista de cubrir el desequilibrio con deuda en la espera que la reactivación económica evite las medidas más duras. En su opinión, actuando así se hubiera podido evitar las crisis cambiaria y fiscal contra las que el país aún está luchando.

La respuesta a esta crítica no es ya económica sino política. Por supuesto que todos saben -aún en el gobierno- que dos más dos son cuatro. Pero vivimos en este país, conocemos los límites del poder, la formidable articulación histórica de la “Corporación de la Decadencia” y también su escaso apego al funcionamiento institucional. 

Ya Fernando de la Rúa trató de impulsar el “déficit cero” y la consecuencia no fue el crecimiento rápido sino la crisis social más profunda de nuestra historia reciente. Ignorar las limitaciones del poder pone en riesgo no ya la economía, sino la propia estabilidad institucional. Hacerlo cuando no se tiene poder propio, ni credibilidad internacional, ni acompañamiento social, es suicida para la democracia. 

La sociedad votó a Cambiemos mayoritariamente asqueada por la corrupción y la grotesca decadencia de los actores políticos. Esas banderas eran terminantes, pero ni siquiera los votantes de Cambiemos coincidían entonces en un claro rumbo alternativo, que sí tenía en claro su conducción. Desde la política la primera reflexión que cabe es que afortunadamente al gobierno no se le ocurrió hacerlo, porque tal vez estaríamos aún en un enfrentamiento sangriento.

La administración de CAMBIEMOS, con sus claroscuros, errores y aciertos, está llevando adelante la nave del país con una habilidad que es lo más que permite su actual correlación de fuerzas. El conmocionante derrumbe de la moneda nacional no derrumbó al gobierno, que exploró caminos de superación y está logrando retomar las riendas, ante una crisis que en cualquier país hubiera sido detonante de conmociones sistémicas. Lo que está pasando es lo que hubiera pasado -y tal vez, con más gravedad- si se hubiera intentado al inicio del gobierno, cuando hasta estuvo en duda la propia entrega del poder.

El gigantesco apoyo internacional ayudó a evitar una hiperinflación que hubiera podido desatarse en horas, ante la facilidad que los medios electrónicos otorgan a los capitales para su huida encendiendo angustia y desesperación en los ahorristas nacionales. Con el 20 % de ese apoyo, la Alianza no hubiera caído. 

El mundo comprendió luego de la crisis del 2008 que la enorme liquidez internacional junto a la fluidez en el desplazamiento de los capitales que permiten las tecnologías de comunicaciones puede poner en riesgo la estabilidad de los países, y a través del G20 desató un paquete de ayuda inmediata que superó cualquier alineamiento ideológico: desde Trump hasta Putin, desde Merkel hasta Li Jinping. Cuesta entender que ante este escenario, las dificultades aparezcan en los dirigentes criollos, los que más debieran estar dispuestos a un acuerdo amplio para enfrentar la crisis.

Que el ataque de la ortodoxia se acentúe justamente en estos momentos es curioso. El gobierno está haciendo lo que -según esa óptica- debió hacerse al comienzo. En lugar de apoyarlo, atacarlo hoy salvajemente agrega en todo caso debilidad a la posibilidad de sortear esta crisis -cuyo supuesto interno es el desequilibrio fiscal, pero cuyas causas desencadenantes son ajenas a la administración como la sequía histórica, el súbito incremento de tasas de interés en Estados Unidos, el enrarecimiento del comercio internacional y la actitud conspirativa de la propia Corporación de la Decadencia.

Ésta incluye un entramado que abarca a empresarios protegidos y rentistas, el populismo que subyace en las convicciones culturales de gran parte del país -incluso dentro de Cambiemos-, comunicadores inocentes o nada inocentes pero claramente tendenciosos y la conmoción causada por las causas de corrupción durante el gobierno anterior, que afecta tanto a tradicionales empresarios de “prestigio” descubiertos como coimeros como a mega-ladronzuelos volcados a la política-. Y hasta el narcotráfico.

La ortodoxia sabe que no hay hoy en la oposición al oficialismo ninguna alternativa política viable que lo supere hacia adelante. Lo más articulado hoy por hoy llevaría el país hacia atrás: es lo peor del populismo, que arrastra incluso a los sectores del peronismo que insinuaron hace un tiempo una apertura a la modernización pero no muestran convicciones en su duro debate interno. Eso es lo que heredaría el país si fracasa Cambiemos, no las ideas impecablemente ortodoxas que desconocen la realidad política y despojan al análisis de cualquier condimento social o solidario.

En todo caso, la gran incógnita es el grado de maduración de los argentinos. El año que viene deberemos decidir si preferimos la senda del ayer, con sus peligros y los actores que conocemos, o si continuamos el esfuerzo de cambio. 

Tal vez se trata de una reedición del dilema existencial e histórico entre una Argentina jerárquica, cerrada y arcaica, con su utopía en el pasado en una rara alianza con la “nación católica” y el anarquismo trotskista, o una democrática, abierta y lanzada con confianza hacia la construcción de su utopía de futuro con todo el pluralismo de actores multicolores e infinidad de “contradicciones secundarias” que deben resolverse con sentido común y vocación patriótica.

Será una decisión que nos definirá en qué sociedad y con que normas de convivencia deseamos seguir nuestro camino.

Ricardo Lafferriere



domingo, 4 de noviembre de 2018

Debatir es tiempo perdido


¿Debatir es tiempo perdido? ¿Cualquier debate lo es?

El desorden de los conceptos con los que se expresaba la realidad en el mundo que conocimos se patentiza al seguir por unos días los diarios internacionales.

Los tiroteos en Estados Unidos, sí. Pero también el crimen cometido en el consulado de Arabia Saudita en Estambul, en que un periodista opositor fue asesinado y su cuerpo seccionado en pedazos con una sierra, para luego diluirlo en ácido. 

Las inundaciones en España, Francia e Italia, indudable expresión del cambio climático. Se derrite el Ártico, ante el horror de los preservacionistas, pero produciendo un gran cambio geopolítico al permitir abrir una ruta marítima de verano a través del Océano Ártico, sueño de los exploradores del siglo XVI. Y potenciando la disputa por la explotación del Ártico que profundiza la depredación del planeta pero abre a Rusia una vía marítima de acceso a los mares templados, eterna ambición desde tiempos de Catalina la Grande.

La obtención de una micro teletransportación cuántica en un escenario concreto conmociona a la ciencia básica. Varios miles de centroamericanos marchan pacífica pero inexorablemente  hacia el norte, mientras el presidente norteamericano manda a la frontera a cinco mil soldados, anuncia diez mil más y emplaza un muro ¡de alambres de púas! para detener al grupo de migrantes que quiere ingresar a Estados Unidos, recuerdo del enfrentamiento bíblico de David contra Goliat. Estos centroamericanos son un recordatorio que el planeta es una originaria propiedad del género humano, y no sólo de quienes viven dentro de determinadas fronteras artificiales.

La posibilidad de utilizar células de la piel para convertirlas en pluripotentes y eventualmente producir órganos para trasplantes, evitando el rechazo, abre horizontes impensados a la vida.

China inaugura el puente más largo del mundo, sobre el Mar de la China, y continúa su esfuerzo por la conectividad global tomando las banderas del comercio libre, que abandonaron los Estados Unidos de Trump. España se ve crecientemente desorientada e impotente ante la avalancha de refugiados africanos, que ante la prohibición italiana de desembarcar en sus costas y la ingenua debilidad del gobierno español, desembarcan desde las pateras buscando no ya mejorar su vida, sino algo más elemental: sobrevivir. Mientras, su dirigencia “debate” con el tono alzado si se removerán los restos de Franco de su tumba para llevarlos a … no se sabe bien dónde; y se entretiene con una discusión propia del siglo XVIII sobre la eventual “independencia” de una de sus regiones históricas. 

Brasil -el de Lula y Dilma- elige con contundencia un liderazgo personalista, a tono con la moda de los tiempos: liberal en lo económico, autoritario en lo político, pero con la originalidad del mayoritario respaldo del pueblo brasileño hastiado de la corrupción. Venezuela sigue expulsando su mejor gente y su gobierno acentúa la represión sangrienta mientras profundiza la cleptocracia.

Japón -el gran derrotado de la 2ª. Guerra- conmueve la investigación espacial: logra hacer aterrizar una nave exploratoria en un meteorito. China -nuevamente China…- apresa a un funcionario internacional de máximo nivel y lo hace “desaparecer legalmente”, sin que el mundo se inmute, mientras aparecen restos de una persona desaparecida hace tiempo ¡en una sede eclesiástica, en Roma!

 Las dos Coreas acentúan su minué buscando las formas de articular los dos sistemas en un solo país, lo que la convertiría en la gran potencia del sudeste asiático, la única en la región en poseer bombas atómicas además de China -aporte del Norte- pero además con un avance tecnológico, comercial e industrial de vanguardia en el mundo -que es la contribución del Sur-. Y los “locos” que estuvieron a punto de una confrontación letal -a estar a sus acusaciones cruzadas hace apenas unos meses- se prodigan cotidianamente ponderaciones floridas: Trump y Kim Jong-Un ahora son amigos…

El planeta marcha impertérrito hacia su deterioro vital, de la mano de la macabra indiferencia carnavalesca de sus principales actores. Megahuracanes superdestructores no rompen la indiferencia de la carrera por los hidrocarburos que aún fogonea las decisiones políticas de los que más mandan, aún frente a los airados aullidos a la luna de los que más sufren, y de los más lúcidos. La desaparición de especies es ya una gran “Sexta Extinción Masiva”, en manos de una de ellas, la humana, que se comporta como dueña exclusiva y excluyente de lo que va quedando del planeta. Especie que mientras está a punto de “vencer la muerte” con sus avances científicos, se acerca más a su propio extermino por sus decisiones globales.

En Hawaii anuncian la desaparición de una isla, por la sucesión de terremotos, preanunciando el hundimiento de dos islas-países (Tuvalu y Vanuatu) que vienen reclamando inútilmente en los foros internacionales la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero, que en pocos años las dejarán totalmente bajo las aguas del Pacífico, en ascenso inexorable.

Hasta el infinito podríamos seguir. El mundo está revuelto. Mao repetiría su apotegma confuciano “Hay un gran desorden bajo los cielos”, que nuestra Mafalda traduciría al más criollo “Paren el mundo, me quiero bajar”. Pero no hay adonde ir.  Solo tratar de entenderlo, con todas sus contradicciones, tendencias fuertes, matices y potencialidades.

Hace algún tiempo decíamos, repitiendo a los que de veras saben, que la globalización económica está convirtiendo a la humanidad progresivamente en un solo espacio y ha logrado sacar de la pobreza a cerca de mil millones de personas, ha reducido el hambre en el mundo al más bajo porcentual la historia, ha logrado avances científico-técnicos exponenciales y ha construido una economía de una dimensión y potencialidad como no se tiene memoria. Pero también que todos estos logros admirables no han sido acompañados hasta ahora por una contención política global. Decíamos que esa falencia era peligrosa y nos alegramos cuando el G20 creció en importancia, luego de su exitosa presentación en sociedad con el control de la gigantesca crisis del 2008, desatada cuando la “financiosfera” -una especie de atmósfera virtual de capital simbólico equivalente a varias veces el PBI mundial que rodea al planeta entero- se salió de cauce poniendo a la economía global en peligro explosivo.

El cambio político en el mundo tiene también sus características. Los partidos que protagonizaron el siglo XX están siendo superados, en algunos casos en sus estructuras, y en otros en sus conductas históricas, por el notable empoderamiento de los ciudadanos comunes. Liberales y socialdemócratas “ya no son lo que eran”. Se mixturan, se copian, se apropian de reclamos rivales y en cada país realizan mezclas diferentes. Están superados diariamente por la realidad, que presenta un sincretismo impensable hace pocos años. Este cambio aconsejaría “barajar y dar de nuevo”, tras un debate desapasionado sobre los graves temas de la agenda actual. Sin embargo, gran parte de los actores políticos de más experiencia se niegan a abandonar la zona de confort de sus viejas verdades, dejando el espacio reflexivo sobre lo público en manos del destino, o de la vocinglería de las redes, en la que ciudadanos nóveles en los grandes temas combaten -más que debaten- con juicios más cercanos a lo gutural que al pensamiento lógico. Como en los tiempos oscuros, la razón es reemplazada por los puros instintos. Por abajo. Porque por arriba, la “financiosfera” y los mega-actores económicos siguen actuando, sin otras reglas de juego que las propias, con la más fría lógica de la ganancia rápida.

“Murieron las ideologías”, proclaman unos, ante la indignada reacción de quienes las consideran eternas. Y más de siete mil millones de nuevas ideologías construidas por cada habitante del planeta con los fragmentos de las viejas creencias, sincretizadas como cada uno puede, protagonizan el nuevo “debate de lo público”, vocinglería interminable en la que los partidos -obviamente- no pueden participar por sus contradicciones internas debido a la desactualización de su agenda.

Como pasó en varias etapas de la historia humana, todo entró en cuestionamiento: las configuraciones político-territoriales, las jerarquías religiosas e ideológicas, los equilibrios de relaciones de poder existentes, y -obviamente- las geometrías políticas. Entre todas estas cosas, una reconfiguración del poder se gesta en forma anárquica y diacrónica, en forma diferente según cada cultura, cada realidad y cada “set de problemas” que deben enfrentarse.

Entonces… ¿sirve el debate? ¿o es tiempo perdido, que debiera dedicarse a fortalecer los propios músculos para cuando estalle de verdad todo?

La pregunta parece no tener respuesta terminante. En primera instancia, pareciera que debiera servir para limar las cuestiones secundarias entre quienes tienen intereses parecidos de cara al problema principal, la propia subsistencia.

En el plano global, debería servir para unir esfuerzos en la preservación del planeta, poner bajo control a la “financiosfera”, asegurar rápidamente un piso de dignidad a todos los seres humanos que eviten el dolor de abandonar sus terruños o morir, erradicar la delincuencia global. Se notan avances, liderados indudablemente por el G20, que ha “intervenido” de hecho a los organismos internacionales de mayor incidencia a través de sus delegados nacionales. Algunos grandes traspiés -el Brexit, la elección de Trump, el resurgimiento espasmódico del nacional-chauvinismo en Europa- lo retrasan, y es un peligro. Es una batalla abierta e inconclusa, que sin embargo nos benefició en estos días, habilitando a la Argentina con el mayor paquete de ayuda internacional recibido por un país. Con el 15 % de esa ayuda, la Alianza no hubiera caído y el país sería otro. En el medio: la crisis global del 2008 y la acción del G20.

En el plano nacional, este debate debería darse en el espacio modernizador. Lo demoran, en este caso, causas más pedestres: la coalición de gobierno no abre su diálogo interno, su fuerza hegemónica prefiere dar batallas en soledad debilitando la solidez del espacio, y la ausencia de ese debate dificulta la construcción del imaginario entusiasmante imprescindible para cualquier proceso sociopolítico. Su “utopía” se intuye, pero no se explicita. Y por fuera, la oposición conservadora, aunque desarticulada, apela no ya a la razón sino a viejas  utopías cuasi-religiosas que flotan en el pasado aprovechando que la dureza del cambio -que ayudan con tenacidad a dificultar y agravar para las personas que lo sufren- no permite respuestas mayores, simplemente porque cualquier otro atajo agravaría los problemas en lugar de solucionarlos. La une el pensamiento mágico, que oculta la insuficiencia analítica, la impotencia propositiva y la esclerosis programática.

La afirmación del título, entonces, requiere una doble respuesta. Debatir es tiempo perdido entre quienes persiguen diferentes finalidades. Lo hemos visto en las sesiones del parlamento: no son debates, son luchas. No existe entre quienes luchan ningún acuerdo básico. Los marxistas dirían que olvidaron el principio dialéctico de la “unidad de los contrarios” y sólo enfocan la dinámica de “los polos de la contradicción”. Allí sólo cabe triunfo o derrota y por ahora la lucha sigue abierta. 

El espacio conservador sólo se entusiasma con la vuelta al pasado, aunque lo sepa inviable. El modernizador, con la construcción del futuro posible, que sabe lleno de dificultades.

Pero en este espacio modernizador, el debate es más imprescindible que nunca, porque hay que diseñar caminos desconocidos para un mundo plagado de incógnitas, que no están en ningún libro. Caminos que no implican cuestionar el rumbo sino abrirlo a los matices, que son innumerables, y a la participación de los ciudadanos, fuente inagotable de ideas, entusiasmo, pasiones y creatividad.

El futuro es opaco, impredecible. No hay, como en otros tiempos, un “destino inexorable de la historia”. Hay potencialidades, posibles, enormes. Pero también peligros. Muchas sociedades se han suicidado a lo largo de la historia, plagada de naciones que ya no existen y de grupos humanos desaparecidos.

Aunque parezca un “revival” del tiempo de la Ilustración, la esperanza de que la razón ayude a enfrentar adecuadamente los complejos problemas de nuestra agenda se mantiene como la gran esperanza de llegar a buen puerto.

Ricardo Lafferriere






martes, 11 de septiembre de 2018

Como si hubiera otras alternativas...


Luego de los últimos acontecimientos cambiarios, han resurgido con diversa fuerza críticas del “día después”, sosteniendo que el gobierno de Cambiemos ha “fracasado” porque no se tomaron otros caminos. Hasta pareciera haberse vuelto un lugar común hablar del “Fracaso económico de Macri”, con indisimulada satisfacción y como si el eventual fracaso del gobierno no alcanzara más que a su propia gestión, sin afectar la vida de millones de personas y el futuro del país como conjunto.

Las críticas -se puede observar- son centralmente dos. Una proviene del kirchnerismo residual, coincidente con gran parte de la cultura política tradicional argentina que aún vive en el mundo del siglo XX, es que debió volverse a la Argentina cerrada y autónoma. Justo es reconocer que no todos se refieren a la megacorrupción, sólo defendida por el kirchnerismo duro, sino, marginada ésta de la reflexión, reclaman intentar nuevamente la estrategia de un desarrollo “hacia adentro”.

No tiene mucho sentido, a esta altura, insistir en rebatir conceptualmente la deriva inexorable de este rumbo hacia un callejón sin salida, tipo Venezuela. El mundo ya no es lo que era, y aunque los equipos del Frente Renovador insistan en él más que nada como una estrategia de acercamiento y reagrupamiento al viejo PJ, los que hablan de corrido saben que en el actual escenario global esa senda es inviable. Cerrar el acceso a mercados externos, renunciar al financiamiento internacional, condenar a nuestra producción a los límites del pequeño mercado nacional, o creer que el mundo es un camino de una sola vía -que nos permitiría venderle aunque prohibamos comprarle; aceptar sus dólares prestados, diciendo que no los devolveremos; pedirles inversiones, pero prohibirles ganancias- es ingenuo. O mentiroso.

No cabría mayor debate si no fuera porque lo que desde algún tiempo he caracterizado en mis notas como “Corporación de la Decadencia” parece retomar bríos ante los barquinazos que el país sufrió con las últimas conmociones cambiarias, cuyas causas principales, en última instancia, se derivan de vivir en este mundo, y convivir en un país que ha congelado su reflexión estratégica además de abandonar su solidaridad nacional. Las vacías invocaciones a “alternativas de crecimiento” frente al “ajuste salvaje”, o a “defender la clase media” frente a las “abruptas subas de tarifas” no son más que aullidos a la luna. En función de gobierno, no tienen consistencia. Quienes las pronuncian lo saben.

El otro reproche llega desde el ala tradicional del pensamiento económico criollo: la ortodoxia. Desde esa perspectiva, sostenida desde el primer momento del cambio de gobierno, la administración de Cambiemos falló en no expresar en plenitud la dimensión del desastre en que se encontraba el país a finales del 2015. El nuevo gobierno -sostienen- debió provocar un shock inmediato, de efectos conmocionantes al incluir la eliminación de planes sociales, el despido “de un millón de empleados públicos” y poner en práctica las tradicionales recetas ordenancistas incluyendo el arancelamiento educativo, la reducción de la coparticipación a provincias e incluso la reducción del gasto previsional que -no olvidemos- es el principal “debe” de las cuentas públicas, aún hoy.

Si la primera alternativa olvidaba el escenario global, la segunda hacía caso omiso del escenario nacional. Con una, el rumbo era llegar inexorablemente a lo que hoy sufre Venezuela. Con el otro, ignorar las limitaciones políticas e institucionales del nuevo gobierno -menos de un tercio del Congreso, apenas cinco gobernaciones y una justicia dominada por la Corporación de la Decadencia, “anque” la corrupción-. Es sencillo hablar con el diario del lunes, olvidando que el triunfo de Cambiemos fue apenas por menos de dos puntos, y que la fuerza política desalojada del poder mantenía resortes claves en sus manos, que había utilizado sin escrúpulo alguno y amenazaba con seguir haciéndolo desde la oposición. Incluso aunque hubiera tenido el poder suficiente, si existía una mínima alternativa de evitar a nuestra gente momentos de dolor y zozobra, era necesario tomarla.

Ante esas alternativas, la estrategia de Cambiemos fue clara: reordenar la relación con el mundo, resolver los gigantes desequilibrios provocados por la década kirchnerista -fundamentalmente el energético, en el que de una balanza superavitaria de 6.000 millones de dólares pasamos a un déficit de 7.000-, reconstruir la infraestructura destruida y crear nuevas vertientes de crecimiento, democratizadoras de la economía. Mientras esto se hacía -y se está haciendo- con la perspectiva de un país en pleno crecimiento antes de un lustro, se propuso financiar la transición con endeudamiento, como única forma de mantener el gasto social, sostener el sistema previsional y evitar una mayor presión fiscal que el kirchnerismo había convertido en la más alta del mundo en desarrollo.

Para ello, claro, era necesario tener quien nos preste. Caso contrario, el financiamiento no existe. Conseguir acreedores dispuestos conlleva contrapartidas no sólo económicas sino políticas. En este sentido, la existencia de un peronismo en vías de renovación, incorporado al objetivo de la modernización económica sin perjuicio de sus aspiraciones de poder, eran centrales. Los efectos del viaje a Davos en el que el “líder renovador peronista” Sergio Massa acompañaba al presidente fue una imagen excelente, contracara del comportamiento irracional de Cristina Kirchner y sus seguidores. Si cambiaba el gobierno, se respetarían los acuerdos. La Argentina se volvía confiable.

Conseguimos financiamiento. Gracias a él fue posible seguir pagando los planes, mantener en pie el sistema jubilatorio y avanzar en la reforma del Estado gradualmente, sin provocar grandes conmociones sociales e injusticia. Este proceso desembocaba en la maduración de las medidas energéticas -que incluyen una verdadera revolución en las renovables y un impulso acelerado a Vaca Muerta-, para llegar a comienzos de la década del 2020 con un claro superávit en la balanza comercial luego de haber recuperado nuestra condición exportadora, y con una economía modernizada vía turismo, economías regionales y emprendimientos reemplazando a la anterior economía rentista, estancada y obsoleta, disfuncional con las características de la economía global del siglo XXI. En síntesis, terminar con la Corporación de la Decadencia y sembrar las semillas de una Argentina exitosa en el siglo XXI. En un lustro, finalizaría la necesidad de nueva deuda y comenzaría a pagarse la existente.

Había dinero en el mundo -lo hay hoy- que permitía esa estrategia, y la novedad de un país que lograba escaparse del populismo por la vía electoral, sin el dramatismo que sufre hoy Venezuela o la impotencia de Nicaragua o la propia Cuba ayudaban e inspiraban a creer en la Argentina.

Lamentablemente, duró poco. La Corporación de la Decadencia supo rearmarse rápidamente y su meta obsesiva en estos años ha sido golpear en la línea de flotación de la transición: el financiamiento del Estado. Y a pocos meses de instalado el nuevo gobierno profundizó el ataque, siguiendo la línea que había comenzado la propia Corte el día de asunción del nuevo Presidente obligando al Estado Nacional a devolver a las provincias lo retenido durante la administración menemista -y sostenida por las que la sucedieron- para financiar el déficit previsional. Lo de la Corte pudo haber sido justo, pero agregó un componente dramático al desequilibrio fiscal, que la nueva administración salvó con artesanal habilidad.

Llegó el proyecto de reforma impositiva, impulsado por el propio Sergio Massa. Un nuevo ataque al financiamiento estatal, que golpeaba a la capacidad de repago de la deuda contraída. También pudo ser sorteado con éxito. Sin embargo, los golpes continuaron. El proyecto de reforma previsional, diseñado para cumplir con la sanción de la Corte devolviendo recursos a las provincias, encontró a la oposición peronista atacando sin cuartel al único camino posible para mantener el financiamiento estatal en niveles compatibles con el endeudamiento, devolviendo autonomía a las provincias. Esta vez fue en alianza con la izquierda populista extrema, atacando al Congreso y provocando agresiones y violencia descontrolada contra las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, el hito terminante para romper definitivamente con la credibilidad nacional fue la unión de todo el peronismo detrás de una ley que daba el golpe de gracia al programa de reordenamiento fiscal: la derogación de las actualizaciones tarifarias y vuelta a los “subsidios estatales”.

El proyecto, que el propio presidente del bloque peronista “serio” del Senado calificó duramente pero igual sostuvo, volvía al sistema kirchnerista de desfinanciar a las empresas prestadoras de servicios públicos retrotrayendo el país al tiempo de los cortes diarios de electricidad, el deterioro terminal del transporte ferroviario, la falta de agua potable en millones de hogares y la paralización de las obras de distribución de gas. Fue el golpe de gracia a la credibilidad del país ante el mundo acreedor. El financiamiento se “enrareció” y se encareció.

¿Podría decirse que Cambiemos fue el responsable? Tal vez en parte, al no haber recurrido al financiamiento público internacional (FMI) desde el comienzo, en lugar de apostar al mercado de capitales. Es otro juicio de valor fácil con el “diario del lunes”. En el país el FMI tiene mala prensa y aunque hoy funcione en forma opuesta a su historia y sea en los hechos casi un apéndice del G-20, eso no es percibido así por el gran público. Lo cierto es que ese debate no se dio y tal vez el país no estaba en condiciones de darlo en el 2015. Pero también podríamos decir, con los mismos diarios del lunes, que si la oposición no hubiera insistido en golpear una y otra vez la sustentabilidad del financiamiento estatal en estos años nada más que por finalidades políticas secundarias, otro hubiera sido el comportamiento de los acreedores en la última crisis y no hubiera sido necesario recurrir al FMI ni siquiera ahora.

Para agravar la situación, la última ofensiva desfinanciadora del Estado -la de las tarifas- llegó justo en un momento de enrarecimiento del clima internacional, la suba de tasas en EEUU., la sequía más grande del siglo -que redujo en 10.000 millones de dólares las exportaciones del país- y el fortalecimiento del dólar. Así estamos. La desaparición del financiamiento hizo estallar el gradualismo. La marcha de la transición tendrá más durezas. Habrá que acelerar la marcha para llegar a puerto más rápido.

Frente a esto, hoy renace la Corporación de la Decadencia. Ni siquiera actualiza su mirada. Vacías invocaciones al “crecimiento” y al “mercado interno”, sin decir cómo los financiará y qué grado de sustentabilidad podrían tener empresas encerradas en los límites del país en un mundo con escasísima ganancia por unidad de producto -salvo la “protección” indiscriminada, con un Secretario de Comercio estilo Moreno, explotando salvajemente a los consumidores argentinos con productos malos y precios caros-. Robando empresas, corrompiendo a todos, anestesiando a la opinión pública con un relato falsario que ya no existe en ningún lado. Y si es necesario, matando fiscales.

Es el debate del poder. En la sociedad se reciben los ecos de estas peleas, se trabaja, se sufre y se vive. Esos argentinos tendrían derecho a otra actitud de su política. No la ven. Pero intuyen la veracidad o mendacidad de los discursos, por la trayectoria de quienes los pronuncian. Les gustaría, seguramente, mayor información y claridad sobre el puerto de llegada, que intuyen pero no la ven comunicada adecuadamente desde el poder, tal vez por otra falencia importante que se ha imputado repetidas veces a Cambiemos: el reduccionismo de sus herramientas comunicacionales, limitando la voz y apagando los tradicionales espacios de esclarecimiento y debate público.

Las redes y la segmentación informativa son excelentes herramientas, pero fragmentan el entendimiento ciudadano sobre el conjunto de las políticas y el propio sentido de solidaridad nacional. Reforzar con un poco de sangre en las venas y una mejor articulación política al bloque de gobierno no sería mala idea. Tampoco que la oposición siguiera un camino parecido, para darle reales opciones a la democracia con alternativas no disruptivas sino mejoradoras, buscando la recuperación de la confianza en el país.

El viejo camino, conservador y arcaico, está agotado. Las investigaciones sobre la corrupción están mostrando la profundidad que tenían los vínculos espurios de la Corporación de la Decadencia: Presidentes, Ministros, Secretarios de Estado, empresarios -grandes, medianos y chicos-, jueces, comunicadores, gobernadores, intendentes… hasta carteles de narcotráfico, choferes, jardineros y secretarias.

Del otro lado, las semillas de la Argentina exitosa, progresista y moderna. Buscando afanosamente, aún con medidas fallidas que deben corregirse y se corrigen, que las cosas salgan bien, trabajando tenazmente desde las iniciativas particulares como en tiempos en que se hizo el progreso del país. Invirtiendo y apurando la maduración de los grandes proyectos energéticos. Modernizando aceleradamente la infraestructura social y productiva. Sosteniendo a pesar de la crisis el mayor gasto social de la historia argentina. Y mientras tanto, dialogando, aún con los más tenaces rivales.

Simplemente, porque aunque puedan existir otros equipos de gobierno u otros partidos gestionando el poder -y así debe entenderse la democracia- y aunque todas las medidas de gobierno sean mejorables -que seguramente lo son-, en el rumbo grande del país no existen otras alternativas.

Ricardo Lafferriere