lunes, 11 de marzo de 2013

¿"Nac & pop" o democrático-republicano?


Vigencia de miradas diferentes

                Hace cuatro décadas, cuando promediaba la dictadura de la “Revolución Argentina”, la actividad política se encontraba prohibida en el país. Sin embargo,  la Argentina era una gran caldera en el que se gestaron definiciones y alineamientos que acompañarían los años siguientes fuertemente atravesados por ideologías, visiones encontradas y matices superpuestos.

                Quien esto escribe comenzó su participación política a los 18 años, en el movimiento reformista. Un año después materializó su ingreso al radicalismo proscripto, conformando el grupo fundador de la Junta Coordinadora Nacional de la Juventud Radical. El partido al que ingresamos estaba conducido por Ricardo Balbín, cuya historia respondía a la resistencia que las grandes capas medias democráticas oponían a los aspectos fuertemente autoritarios del peronismo histórico.

                Los enfrentamientos e intolerancias habían conducido a un resultado inexorable: el reemplazo de la democracia por un gobierno dictatorial. Frente a esa realidad, la estrategia parecía sencilla: para recuperar la democracia era imprescindible recrear la tolerancia y capacidad de acuerdos entre las fuerzas políticas, a fin de reencarnar en los ciudadanos la conciencia de que la vida en común era posible a pesar de las diferencias, y que éstas debían procesarse en el marco de instituciones funcionando libremente. “Debemos dejar de ser centralmente antiperonistas. Nuestra misión es recuperar la democracia”, le decíamos a un partido soldado por años de luchas duras por las libertades públicas.

                En el grupo originario de esa juventud existían dos vertientes de reflexión, aunque ambas llegaran a la misma conclusión práctica. Unos creían en la existencia de un misterioso y atávico “movimiento nacional” con diversas vertientes, que consideraban necesario “unir”; y otros llegábamos a la misma conclusión desde las convicciones ciudadanas pero preferíamos hablar de la “unidad de los sectores democráticos y populares”, por el instintivo recelo que producían las invocaciones “nacionales y populares” que, aunque predominantes en el peronismo pero presentes en el propio radicalismo, despedían un tufillo de intolerancia filo-fascista y una mediatización del “ciudadano” como célula básica de la convivencia política democrática.

                El núcleo argumental de la propuesta se expresaba en un léxico cercano a las miradas de las agrupaciones de izquierda, pero con una fuerte identidad local. Se proponía la conformación de un gran frente que incluyera -adviértase la amplitud de la convocatoria- “a radicales, peronistas, socialistas, conservadores, trabajadores, empresarios, clases medias, hombres de campo, artistas, intelectuales, docentes, amas de casa, unidos también con aquellos militares que honren a San Martín y Mosconi para luchar por la grandeza de la Nación y para derrotar a la peste financiera, a los intereses parasitarios externos e internos, para desmontar el esquema de poder construido por los grupos antidemocráticos, para defender el desarrollo nacional…” (“La Contradicción Fundamental”).

 El mensaje, amplio y plural en los convocados, llegaría a incidir fuertemente en la propia línea del radicalismo  y el propio Alfonsín pronunciaba en 1985, en Madrid, la afirmación que definía en una frase al radicalismo renovado que había logrado concitar la esperanza ciudadana y lo ubicara en el gobierno: “los radicales somos como los viejos liberales y los viejos socialistas”, marcando en línea con la interpretación moderna de la unidad, los alcances del frente político-cultural natural de la identidad radical.

                Hoy diríamos que aquellas diferencias juveniles reflejaban la diferencia entre una posición pre-moderna y otra moderna en el análisis político. Aunque sea innegable la influencia de los sentimientos “nacionales” en el seno de la población, también lo es que, como todo sentimiento, son vulnerables a una manipulación no siempre auténtica, tras la cual son fácilmente ocultables proyectos patrimonialistas, alejados de la construcción de ciudadanía, de la ampliación de la libertad para las personas y de la propia vida democrática.

                El tema no es menor. Recuperada la democracia formal, más bien se convirtió en central, atravesando las propias fuerzas políticas más importantes y condicionando hasta hoy sus decisiones estratégicas. Tanto en el peronismo como en el radicalismo sus alas “nacional-populistas” y “democrático-populares” coexistieron en marcos formales amplios, con mayor preeminencia las primeras en el peronismo y las segundas en su adversario, pero sin que ninguna de ambas abandonara totalmente esa convivencia.

                Hasta ahora. A una década de haber abandonado la política activa, como simple ciudadano preocupado, observo que ese debate sin resolver provocó la fractura del sistema y su implosión. El peronismo ha sido virtualmente cooptado por la visión atávica que deriva en el “puro poder”, sin reconocer legitimidad a las formas democráticas. El radicalismo, por su parte, se resiste a convertirse en el articulador o simple participante de una construcción alternativa,  disfrazando ese debate de un impostado ropaje ideológico que lo ha aislado de sus tradicionales votantes, pertenecientes mayoritariamente a las clases medias  y a los ciudadanos de convicciones democráticas y republicanas. En ocasiones algunos de sus pasos dejan la sensación que su propósito es apostar a una especie de “herencia” del gobernante populismo parasitario, con el que ciertos dirigentes radicales se sienten compartiendo aquel fantasmagórico “movimiento nacional”, aún con sus diferencias de matices. La democracia moderna, productiva, solidaria, tolerante y abierta no pareciera ser levantada como proyecto alternativo.

Las clases medias democráticas, por su parte, navegan hoy en un mar de incertidumbres, sin fuerzas que las representen y obligadas a expresar sus tendencias políticas primarias en manifestaciones gigantescas, las más grandes que se hayan visto jamás en la historia argentina, aunque por ahora sin cauce formal que las interprete plenamente.

Las “placas tectónicas” que conforman el sustrato político-cultural argentino siguen siendo las mismas. La diferencia con los tiempos de las dictaduras es que ambos grandes bloques parecen aceptar al menos una última referencia de legitimidad, apoyado en los procesos electorales, aunque cada vez más amañados, manipulados y desfigurados por la confusión de Estado, gobierno, partido y camarilla. Pero el deterioro institucional nos va alejando de la posibilidad de una convivencia virtuosa, instalando cada vez más la ley de la selva.

Nadie puede predecir cómo seguirán las cosas. En este momento me viene a la memoria un concepto de Liu Xiao Bo, premio Nobel condenado a once años de prisión en China por reclamar libertades democráticas para su país, cuando analizaba en un libro de reciente publicación uno de los tantos estallidos de protesta en su país, esa vez por la tolerancia de las autoridades al secuestro y esclavización de niños en las plantas fabriles que exportan porque “producen barato”.

Cuenta cómo en una de esas oportunidades el reclamo de dos padres de niños desaparecidos frente a la sede local del partido se convirtió en apenas un par de horas en un estallido multitudinario, sin control ni límites, que debió ser reprimido a sangre y fuego, con el resultado de varios muertos.

Eso puede ocurrir si la política se dedica a las filigranas de la escena, en lugar de cumplir su papel de contención y orientación de los ciudadanos. Estamos teniendo avisos reiterados. Las marchas del 12 de setiembre y del 8 de noviembre del año pasado, la huelga general, los saqueos de fin de año, las puebladas repetidas ante los hechos de violencia, son alertas que deben ser interpretadas, contenidas, orientadas.

Para eso está la política. Si no cumple ese papel antropológicamente vital, o lo que es peor, si intenta aprovechar esas protestas para las peleas del escenario, la legitimidad del sistema político se pierde. Y en ese caso, las perspectivas son aún más inciertas.

Ricardo Lafferriere




sábado, 2 de marzo de 2013

El discurso presidencial


El 29 de setiembre del 2011, luego de las “internas abiertas” en las que Cristina Fernández concitara más del cuarenta por ciento del electorado, era evidente lo que ocurriría: una gigantesca concentración de poder pondría en riesgo la existencia de la propia democracia.

No había que ser mago para observar esta realidad, que sin embargo desde el “escenario” político era ocultada por las pasiones y el ideologismo vacío. En ese contexto, desde este sitio publicamos una “Carta Abierta a los presidenciales no oficialistas”, en la que los convocábamos a confluir en una sola propuesta. Esto decíamos:

“Carta abierta a los presidenciables no oficialistas
Como están las cosas, ninguno llega. Y todos ustedes lo saben.
No sólo eso: están llevando a la Argentina a una concentración de poder tan inédita que las tentaciones de bordear la ley para quienes lo detenten serán irresistibles, porque así funciona el poder. La democracia, esa construcción que recomenzamos en 1983 y nos ha costado tanto, correrá el peligro tantas veces alertado de su plano inclinado hacia un territorio incógnito, pero curiosamente conocido –porque tenemos historia, y sabemos lo que nos ha costado luego salir de esa zona cuando allí caemos-.
El escenario de un triunfo que se presente como “abrumador”, el dominio de ambas Cámaras, la recuperación del Consejo de la Magistratura, la manipulación de la opinión pública tras el avance sobre la cuotificación amañada del papel de diarios, la mopolización del discurso público con el manejo absoluto de los medios audiovisuales, es un escenario en el que las cuotas de inseguridad institucional y personal se ampliarán. Todo será más endeble: los derechos de los ciudadanos, la libertad de las empresas, gremios y entidades intermedias, la autonomía –e incluso la propia vigencia- de las administraciones locales autónomas, todo quedará en la sola voluntad, correcta o equivocada pero altamente discrecional, de una persona.
Los candidatos opositores tienen hoy una sola posibilidad de convertirse en alternativa, y nivelar la cancha. Esa posibilidad requiere audacia, decisión, generosidad pero, fundamentalmente, patriotismo y vocación democrática.
Sus proyectos no son incompatibles, y una reunión de dirigentes puede, sin esfuerzo, acordar las bases del gobierno alternativo. Un acuerdo de gobierno plural, sostenido por su base parlamentaria también plural, en el que todos tengan participación en su cuota de representación y poder, tampoco es imposible. El ejemplo de la Concertación chilena, que así funcionó exitosamente durante dos décadas, o la propia experiencia brasileña con su cultura de coaliciones son magníficos ejemplos.
A la elección debe llegar un candidato de ese acuerdo, para lo cual los demás deben declinar su candidatura. El elegido deberá mostrar la grandeza de defender no sólo sus diputados, sino a todas las listas, absteniéndose sin embargo de privilegiar a los propios por sobre los demás. Y deberá asumir la estatura de estadista, con apertura, tolerancia e inclusión del diferente.
¿Quién debe ser ese elegido? Les corresponde a ustedes decidirlo. Tienen experiencia suficiente para intuir con madurez quién está en mejores condiciones. Los demás debieran declinar, con el compromiso del candidato único de respetar a los aspirantes locales, a las listas parlamentarias y a las cuotas de poder que se pacten para un gobierno de coalición.
Y si no alcanza, al menos se habrá nivelado la fuerza institucional para evitar locuras, y se habrá demostrado a la sociedad que existen reservas de madurez democrática en los liderazgos opositores que privilegian el bien del país antes que su legítima ambición personal.
Porque –y eso también lo saben- en el camino que van, todos habrán visto el fin de sus carreras políticas el mismo día de la elección. No habrán pasado a la historia –como podrían hacerlo-, sino que habrán licuado sus historias militantes en un final inmerecido para la trayectoria de lucha de cada uno de ustedes.”

Lamentablemente, todos siguieron en carrera y sus “patéticas miserabilidades” abrieron la puerta al infierno, que ha quedado expresado en el discurso de ayer en la Asamblea Legislativa luego del camino elaborado en este año y medio de caída. Cierto es que el sectarismo no era privativo de ellos: muchas de sus bases, consciente o inconscientemente, preferían e –increíblemente- aún prefieren ignorar el peligro. Hasta una intelectual del nivel de Beatríz Sarlo ridiculizaba este peligro en una nota de “La Nación” en la que sostenía que “no se ven tropas extranjeras desfilando en el país” que ameriten una confluencia de miradas que consideraba “tan diferentes”.

Hoy, hemos llegado hasta donde hemos llegado. Las oposiciones históricas han sufrido ataques inmisericordes, al punto de debilitarse como opciones políticas, disgregadas, chantajeadas, cooptadas o compradas por un oficialismo sin escrúpulos. 

Los tres candidatos alternativos, como se mencionaba en aquella nota, han liquidado sus carreras políticas o están en camino de hacerlo por su estrechez de miras, confusión estratégica o complicidad –cualquiera de estas causas, suficientes para inhabilitarlos como conductores-. Por supuesto, de una construcción colectiva, ni hablar…

Pero el legado de entonces lo sufre la ciudadanía democrática, castrada de conducciones orgánicas y en la búsqueda desesperada de una alternativa política, orgánica o personal.

El futuro es opaco. Nadie puede asegurar que el kirchnerismo logre su propósito de desmantelar definitivamente la democracia argentina, porque millones de compatriotas, hoy sin representación pero dispuestos a autoconvocarse para llenar las calles han mostrado que el país tiene reservas morales, políticas, humanas. Intuyo, por eso, que esas mayorías darán vuelta una página y comenzarán a escribir un capítulo diferente, superando tal vez en forma definitiva los ecos impotentes pero impostados de las historias del siglo XX.

Ricardo Lafferriere

viernes, 1 de marzo de 2013

El camino posible


“¿Hay otro camino? ¡No hay!”, afirmaba, voz en cuello, el presidente del bloque oficialista en ocasión del tratamiento en Comisión del “Memorando” con Irán, convertido en Tratado Internacional y por lo tanto, con validez superior a las leyes argentinas.

“¡En este convenio, traigo la paz!” afirmaba eufórico Neville Chamberlain al regresar de Munich, donde había pactado con Hitler la “paz posible” mediante la entrega de su aliado Checoeslovaquia al expansionismo del Reich el 30 de setiembre de 1938. Poco tiempo después, un insaciable Hitler desataría la guerra más sangrienta de la historia de la humanidad invadiendo Polonia, Bélgica, Holanda, Francia, Dinamarca, Noruega, Grecia, Albania, Rumania y Hungría, entre otros países.

“Cuando no se puede hacer lo que se debe, no se debe hacer nada”, dijo alguna vez Leandro Alem. Esa afirmación, matizable en muchos casos, deja de serlo cuando lo que “puede hacerse” arrasa con principios básicos de convivencia, como es la legislación constitutiva de una sociedad. Su derecho penal, nuestro derecho penal, ha sido llevado a una capitulación sin atenuantes en razón de que entenderse que es “lo que se puede”.

Y no era imprescindible. Trabajosamente, la justicia argentina había llegado hasta solicitar la detención internacional de los principales imputados, y obtenido la “Carta Roja” de la propia Interpol. En algún momento, más tarde o más temprano, la ley –para la que los tiempos son lentos, pero inexorables- actuaría.  Lo que es imposible para lograr que la ley actúe, es renunciar a la propia ley.

El acuerdo firmado establece un oxímoron patético, si es que lo hay: para que la ley se aplique, se decide ignorarla. Para que rija el derecho argentino y lograr que restablezca el “equilibrio” entre el delito y la justicia, se hace legal la impunidad. Para lograr la impunidad, se adecuan las normas procesales consagradas por una ley de la Nación. Y de esa forma, se cree que todo vuelve a la normalidad.

Ficción atroz para un estado de derecho. Es ingenuo pensar que esta capitulación no tendrá consecuencias. Desde ya que las tendrá en la ética de la convivencia interna, donde se está probando que todo es negociable, aún lo más sagrado.

Pero lo tendrá más aún en el prestigio y confiabilidad de la Nación Argentina en el mundo. No serán más “los libres del mundo” los que nos saluden, porque nos habremos alejado de ellos, sino un pequeño eje de marginales encargados de jugar con la vida de sus pueblos e ignorar los derechos de sus ciudadanos.

Ricardo Lafferriere

lunes, 25 de febrero de 2013

En manos de la justicia (norteamericana)…



                El riesgo de abordar con una mirada imparcial el conflicto judicial que la Argentina mantiene con los acreedores que no ingresaron en el Canje en los tribunales de Estados Unidos es ubicarse en el “borde” del relato oficial y a un paso de caer en la demonización “antinacional” y “antipopular”. Pero trataremos de hacerlo, conscientes que se trata de un tema del que se desprenderán consecuencias altamente gravosas para el país y que está lejos de ser tratado por la justicia norteamericana con la ligereza de los argumentos oficiales, que tras el barniz “nac & pop” nos está llevando innecesariamente al borde de un abismo. En esa eventual caída, los que más sufrirán serán los compatriotas de menores ingresos, sin defensas ni espaldas para soportar una tormenta que puede llegar a ser de las más grandes sufridas por el país en su historia.

                Veamos los antecedentes. La Argentina es deudora por bonos impagos emitidos por diferentes gobiernos, en los que incluyó la jurisdicción de los tribunales norteamericanos como uno de los argumentos que en su momento ofreció para que posibles inversores los compraran. Como en la mayoría de las emisiones de países en desarrollo que desean tomar capitales prestados, la subordinación a la justicia de Nueva York intenta darle a quienes se intenta seducir la mayor seguridad de que no serán defraudados en sus préstamos.

                Con esta cláusula, los bonos fueron adquiridos por inversores diversos. Al producirse la interrupción de pagos, todos dejaron de cobrar. Y cuando el país ofreció volver a pagar a aquellos que aceptaran una “quita” de más del 60 % (es decir, devolver sólo el 35 % aproximadamente del monto original) la gran mayoría aceptó. Pero hubo otros que no. Son “holds-out”, “esperan afuera”.

                ¿Tenían derecho los que no aceptaron a hacer lo que hicieron? Sí, porque en el plano internacional no existe un procedimiento concursal o de quiebras, que permita a los deudores fallidos a liquidar su patrimonio, que los acreedores se repartirían de manera forzosa para todos –como en el derecho interno- y a “empezar de nuevo”, con las limitaciones jurídicas de los quebrados. Lo que se debe, se debe. No prescribe, no se olvida, ni se evapora. Ante los acreedores que no aceptan una “quita”, el deudor lo sigue siendo por la totalidad de la cantidad pactada, con más sus intereses. De hecho, es como si dijeran: “No queremos cobrar de menos. Esperaremos hasta que logremos cobrar todo”.

                ¿Cuál es entonces la situación jurídica de los acreedores que no aceptan? No pierden ningún derecho. Pueden reclamar judicialmente sus créditos en la jurisdicción pactada y buscar bienes del deudor para su ejecución forzada. Su diferencia con los que sí aceptan es que no cobran “por las buenas”, en la manera ofrecida por el deudor fallido, sino que asumen la carga de la ejecución judicial.

                ¿Pueden vender sus créditos? Sí, porque son bienes en el mercado, títulos-valores con vida propia, desprendidos de la operación original, de los que existen en todas las bolsas del mundo. Sus dueños pueden hacer con ellos lo que les plazca: venderlos, rematarlos, regalarlos, romperlos. Su cotización depende de la estimación del mercado sobre la posibilidad de cobro. En el caso de los “holds-out” con créditos contra Argentina, se cotizaban a alrededor del 38 % del valor nominal.

                Pasando entonces en limpio: los acreedores que no entraron en el canje pueden ser calificados de “buitres”, “animales”, “chupasangre”, “demoníacos” o lo que se le ocurra al deudor moroso –o sea, a la Argentina-. En realidad, en términos legales, no hacen otra cosa que reclamar de manera previsible un crédito legítimo, que obtuvieron porque el deudor alguna vez le pidió prestado dinero que después no devolvió en las condiciones pactadas. Las descalificaciones ni obligan, ni categorizan, ni inciden, en la naturaleza jurídica de las acreencias y en sentido estricto no configuran otra cosa que argumentos de marketing político, ajenos a la justicia.

                Un juez aplica la ley –en cualquier país- y su deber es hacer cumplir las obligaciones. Esto no es un invento del imperialismo: el pago de las deudas está reglamentado desde el Código de Hammurabi (1760 AC) y la Biblia, en todas las legislaciones del mundo, de todas las épocas. Es la base de la construcción jurídica de la humanidad, que fue un avance sobre los tiempos en que las deudas se cobraban por mano propia en tiempos del Antiguo Testamento: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida y contusión por contusión". Sólo si la víctima lo pedía, se anulaba la pena cambiándola por una suma de dinero que el perjudicado fijaría. De lo contrario, se cumplía al pie de la letra y sin apelación posible.

En nuestro caso, los acreedores que no aceptaron el canje reclamaron esa deuda en la justicia prevista para ello, obtuvieron su declaración de legitimidad, y comenzaron a buscar bienes para ejecutar al deudor, como lo hace cualquier acreedor burlado.

                El juez ante el que se tramita el reclamo recibió incluso una intimación de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, ordenándole que, dado el tiempo transcurrido, dispusiera la forma en que los acreedores puedan cobrar su deuda. No sólo eso: en una reciente resolución, ha dispuesto perseguir los eventuales fondos particulares de los presidentes argentinos que se niegan a pagar la deuda del país, Néstor y Cristina Kirchner, dejando una ventana abierta para perseguir a otros funcionarios.

Ante la inexistencia de otros bienes disponibles, decretó que las deudas de los “holds-out” debían cobrarse en forma proporcional de los fondos que el deudor –la Argentina- remitía a un banco norteamericano para pagarle a los que sí entraron al canje, el “banco pagador”. Éste actúa como mandatario del gobierno argentino. Los fondos pertenecen al gobierno argentino hasta que se transfieren a cada acreedor, y en consecuencia podrían ser embargados. “En principio”.

¿Por qué “en principio”? Porque esta decisión, aunque lógica desde el punto de vista jurídico, tiene consecuencias graves para el movimiento del sistema financiero (argumento político-económico) ya que si es así, todas las restructuraciones de deudas que se realicen en el futuro serían inviables si no fueran aceptadas por el 100 % de los acreedores. Claro que desde el punto de vista jurídico, esto no puede ser un argumento para que la ley no se aplique y los acreedores “holds-out” no puedan cobrar sus créditos sobre fondos de los deudores.

                La situación se ve agravada por el permanente (e innecesario) desafío verbal del gobierno argentino deudor contra la decisión judicial, reiterando a plena voz que no pagará. Esa actitud fue la determinante para que el juez Griesa haya decidido sacar el tema de la “zona gris” en la que, con infinita paciencia y desgaste de su autoridad lo había ubicado durante casi una década y definir de manera terminante que esa deuda puede cobrarse embargando los fondos argentinos enviados para otros fines.

                Pero esta decisión trae otro problema: si procediera como se ha resuelto, no habría posibilidades de más restructuraciones, porque los acreedores de países en problemas sabrían que no tienen ventajas aceptando canjes con quita, si pueden cobrar ejecutando sus créditos sobre los fondos destinados a los pagos de los que sí aceptan quitas. Ninguno querría cobrar de menos. Las “soluciones creativas” diseñadas por los operadores financieros, las instituciones de crédito, los gobiernos endeudados y los propios gobiernos de los países centrales no podrían efectuarse. Curiosamente, todos los protagonistas del “sistema” (deudores, acreedores “in”, Bancos, presidentes y presidentas) aspiran a que no se aplique la ley, sino los acuerdos políticos.

Tanto una solución como la otra genera grandes conmociones en el sistema financiero, por los antecedentes que establecen. Y la justicia norteamericana, último garante del sistema mundial de pagos, debe establecer un cartabón sobre un conflicto en el que se enfrentan el derecho de propiedad –de los acreedores a cobrar sus deudas-, que es el puntal último de la economía mundial, con las soluciones “conversadas”, al estilo de informales procesos de convocatoria de acreedores internacionales, que dejan afuera a acreedores a los que no les conviene aceptar esos términos que les imponen deudores y terceros.

Negar lo primero (que los acreedores cobren lo pactado) implicaría dejar al sistema financiero mundial sin base legal, y de paso –para la justicia norteamericana- renunciar a ser considerada la “máxima seguridad” para las transacciones. Pero negar lo segundo, cerraría las puertas a soluciones políticas imprescindibles para países en problemas. Singular desafío para los jueces de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, que se encuentran –ante la falta de normas internacionales vinculantes- sometidos a la presión de los intereses de unos y otros.

¿Qué harán? Puestos en estos extremos, el viejo principio del derecho romano “dura lex, sed lex” (ley dura, pero ley) es que la justicia se incline por hacer lugar a los reclamos de los “holds-out”. La “realpolitik” quizás los lleve a atemperar en el tiempo el cumplimiento de la obligación, pero sería muy difícil que se rechace el reclamo acreedor, porque significaría ignorar la ley y por lo tanto se asemejaría en mucho al caos económico global generalizado, que de golpe se encontraría sumergido en una gigantesca incertidumbre.

Desde esta página hemos reiterado más de una vez que la economía global ha desbordado las legislaciones –y la política- diseñada en tiempos de los Estados Nacionales soberanos, con economías autárquicas. En este caso, está claro que la ausencia de un procedimiento establecido de quebrantos que permita reglamentar casos como el argentino (o como el griego, o como el ruso o el mexicano) incrementa la incertidumbre –y eleva el costo- de la intermediación financiera.

Pero por el otro lado, la pretensión de la utilización indiscriminada de un concepto de derecho público como la “soberanía” por parte de administraciones fallidas para no abonar deudas contraídas en el mercado privado, coloca a todo el sistema al borde de su implosión y amenaza con retrotraer el escenario a los tiempos anteriores a la Doctrina Drago -cobro compulsivo de deuda externa, inclusive por medios militares-.

En efecto: si bien pareciera de sentido común que los Estados no fueran sometidos a las leyes aplicables a los particulares, también lo es que la economía sería imposible si los deudores pudieran dejar de pagar sus deudas en las condiciones pactadas cuando se les ocurra, máxime cuando para endeudarse se han sometido a las normas del derecho privado y han renunciado voluntariamente a oponer su soberanía como defensa en caso de incumplimiento.

Entre esos dos extremos se balancea la difícil decisión que deba tomar la justicia de Estados Unidos, ante la cuál la prudencia parece aconsejarnos –como deudores- no colocarse en los extremos –como la desafiante actitud de “no les pagaremos” porque son la “justicia del imperio”- que pueden obligarla a tomar la peor decisión, no tanto por el problema de fondo, sino como necesaria reacción ante un justiciable rebelde que da un “mal ejemplo”.

Para la Argentina y sus autoridades, como parte en litigio, guardar las formas, respetar a los jueces y prometer acatamiento y voluntad de pago –o sea, volver a la “zona gris”-  será mucho más efectivo que las frases altisonantes sin ningún efecto procesal positivo pero muy alta peligrosidad, si lo que se busca es salir del problema y no agravarlo. La alternativa se acerca peligrosamente a la periferia del planeta, en el límite con las zonas marginales.

La Argentina no está hoy precisamente en condiciones de declararle la guerra al mundo –ni a nadie-, cualquiera fuere la convicción sicológica íntima de su máxima autoridad. Salvo que, sin importar sus consecuencias, se estuviera gestando a propósito un grave conflicto externo para escudar tras él, con toscas proclamas patrioteras, las enormes falencias de gestión de los últimos años.

Sería posible, aunque también perverso.

Ricardo Lafferriere

miércoles, 20 de febrero de 2013

Jugando con fuego



                Informaciones hecha públicas el domingo por un matutino de alcance nacional indican que el antiguo programa misilístico que costó tantos dolores de cabeza al país en los inicios de la administración Menem, estaría siendo reactivado en el marco de un convenio de cooperación con la empresa estatal venezolana “CAVIM” (Compañía Anónima venezolana de Industrias Militares).

                La nota peligrosa es el convenio vigente de esta última con el proyecto iraní de desarrollo nuclear y misilístico, razón por la cual ha sido sancionada hace pocos días por el Departamento de Estado de Estados Unidos, en razón del embargo decretado por Naciones Unidas sobre Irán, por su proyecto de desarrollar su capacidad nuclear ofensiva.

                Quien esto escribe siguió de cerca, hace años, los avatares del proyecto Cóndor II, desarrollado durante el gobierno del presidente Alfonsín, mirado con recelo –pero entonces tolerado- por Estados Unidos, en razón de su posible contradicción con el MTCR (tratado destinado a limitar la proliferación misilística). Lo defendió hasta donde fue posible, consciente de la importancia que traería al desarrollo tecnológico nacional. El gobierno de Alfonsín era insospechado de cualquier intento desestabilizador, armamentista o terrorista, y ante eso, aún en el marco de reiteradas tensiones, pudo ser mantenido y avanzó.

                Dicha iniciativa debió ser luego, con la administración Menem, desmantelada. El motivo no fue otro que la incertidumbre que generaba en los actores de la alta política internacional la displicencia con que el entonces candidato triunfante en las elecciones de 1989 expresara, en declaraciones a la prensa, que dicha tecnología sería transferida a Mohamar Kadafi, que en ese momento había expresado su interés. Esa transferencia se realizaría como contraprestación por el apoyo económico que el dirigente libio otorgara al candidato justicialista en esas elecciones.

                El mundo es uno solo y tiene vasos comunicantes. Nada es secreto. Mucho menos, cuando los propios protagonistas se lo cuentan a la prensa. De ahí que cuando pocos meses después la Argentina necesitara el apoyo norteamericano en gestiones ante el FMI, en una de sus recurrentes crisis, altos funcionarios del país del norte exigieran el desmantelamiento de dicha iniciativa como condición para prestar la aquiescencia pedida. Y así fue dispuesto, trasladándose las instalaciones a la órbita civil –CONAE-, esparciéndose los científicos que trabajaban en él, y trasladando las partes estratégicas a España, para proceder allí a su destrucción.

                Por supuesto, en el país la polémica fue fuerte, con acusaciones cruzadas y descalificaciones recíprocas. Lo cierto es que la Argentina cosechó el fruto de su improvisación, y de la reiteración de una tradicional actitud de ciertos protagonistas compatriotas: la negación de la “realpolitik”, como si nuestro país fuera el ombligo del mundo y no estuviera obligado, como cualquiera, a medir ventajas y desventajas de cada decisión antes de tomarla. Y después de producidas las consecuencias, vestirse con traje de epopeya y comenzar contra el mundo una guerra verbal, que sólo conduce a profundizar las consecuencias. El patrioterismo, remedio de los imbéciles, o como diría Samuel Johnson, “la última defensa de los canallas”, hace el resto.

                Ahora, y de no desmentirse con hechos la noticia mencionada más arriba, estaríamos cercanos a reiterar el error. No parece suficiente la ambigua desmentida del Ministro de Planificación. El 90 % del mundo está unido en la lucha contra el terrorismo y contra la proliferación atómica y misilística. Nuestro propio país formaba –y aún hasta hoy, forma- parte de ese consenso, que no es una imposición de las naciones grandes, sino de las Naciones Unidas. Recomenzar el viejo proyecto, nuevamente bajo la órbita militar, hará renacer viejas sospechas, alimentadas por el incomprensible “memorando” firmado con Irán por el que virtualmente se amnistía a los funcionarios de dicho país por la autoría de los dos atentados terroristas más graves de toda nuestra historia, con un saldo de decenas de muertos.

                La propia circunstancia de que la reanudación del proyecto fuera anunciado en el 2011 por la presidenta en la Cena anual de las Fuerzas Armadas, en lugar de hacerlo en un ámbito científico o tecnológico civil, alimenta resquemores y sospechas en un mundo impregnado de desconfianzas.

                No parece buen momento, ni en el país ni en el mundo, para estos experimentos. Desarrollar un lanzador satelital que ayude a cerrar el circuito de la tecnología espacial es una muy buena cosa. Poner ese desarrollo en el ámbito de una cooperación inter-militar, con vínculos ciertos y públicos con un país embargado por las Naciones Unidas por su actitud proliferante y agresiva, es otra.

Más aún: al igual que en 1990, es la mejor forma de condenar a esa iniciativa al ostracismo científico internacional y de llevar al país a una profundización de su peligroso aislamiento.

Ricardo Lafferriere

lunes, 11 de febrero de 2013

Enchastre jurídico, amnistía política





                
      El acuerdo con Irán no encuadra en ninguna institución jurídica argentina. Constituir una Comisión no judicial que investigue la autoría de delitos que son objeto de causas judiciales y en los que existen órdenes de detención expedidas, si es administrativa –aunque sea binacional, o internacional- carecerá de efectos jurídicos sobre los imputados, que son ya encausados en el plano judicial.

Pero si esa Comisión Administrativa conformada por un memorando entre los poderes administradores se convierte en un organismo acordado por un Tratado Internacional formal, implicará una reforma tácita “ad-hoc” del Código Procesal Penal, reemplazando para estas causas los institutos legales de la “Indagatoria” y la “declaración testimonial”, que los imputados podrían eventualmente invocar para liberarse de su orden de captura. Un Tratado, en efecto, tiene una jerarquía superior a las leyes –entre las que está el Código de Procedimientos Penales- y al legislar sobre un tema que es de su materia, lo deroga tácitamente en ese aspecto.

Otra cosa es su validez constitucional. Aunque sea discutible, no parece que la Corte Suprema pudiera darle validez a una reforma procesal penal “expost” que saca tanto a los imputados como a los fiscales titulares de la acción pública de sus jueces naturales, “designados por la ley antes del hecho de la causa” –art. 18, Constitución Nacional-.

Lo que resulta insólito es la intervención judicial. ¿Qué naturaleza jurídica-penal tendrán las declaraciones que se tomen? ¿Serán indagatorias, con su consecuencia inherente que es la disposición de los reos por parte de los jueces? ¿Se cumplirán para ello los requisitos procesales de participación de las partes previstas en la ley, o sea el Ministerio Público, los defensores y los querellantes? ¿Se intimará a los imputados a designar defensores, y en caso que no lo hagan se les designarán de oficio? ¿Serán simples testimoniales? ¿Se realizarán bajo juramento, y por lo tanto no tendrán validez como pruebas de cargo para cada declarante? ¿Reemplazarán esas declaraciones a las que los imputados están conminados a realizar en los procesos en curso? ¿O serán simples elementos de juicio “en búsqueda de la verdad”, ajenos a los procesos, para lo cual será necesario establecer un mecanismo adecuado de incorporación de las pruebas a la causa?

Sin duda, por estas y otras preguntas que los técnicos en derecho penal ya han anotado, lo que se ha firmado con Irán conforma un enchastre jurídico que anuncia conflictos abiertos con las víctimas, los fiscales, los Jueces –y en última instancia, la Corte- y –obviamente- con Irán.

Pero sus efectos, verdaderos motivos por el cuál Irán firmó el acuerdo, conforman una real amnistía, sancionada por el Congreso del país en el que se cometieron los crímenes. La consecuencia real y concreta será la paralización indefinida de las causas en Argentina, conducidas a un callejón sin salida. La información que “ambos Cancilleres” deberán realizar a la Secretaría General de INTERPOL, sobre el tenor del Convenio, por otra parte, no se explica sin asumir que un real objetivo del acuerdo es el levantamiento de las órdenes de captura –judiciales- que pesan sobre los imputados iraníes.

Se habrá concretado la impunidad sobre los dos atentados terroristas más grandes de la historia realizados en nuestro país.

          El oficialismo afirma que a pesar de todas las contradicciones anotadas, no se renuncia a la jurisdicción argentina, las causas seguirán su marcha y no se levantarán las órdenes de captura. Es bueno acotar que nada de eso se dice en el Acuerdo, que una vez aprobado por ambos Congresos –argentino e iraní- tendrá vida propia, independiente de lo que hayan manifestado por fuera de él los legisladores o sus propios redactores. Los motivos que se invocan –económicos, comerciales, o de inversión- para justificarlo no tienen relevancia ante los caminos que abre y ante los funcionarios –nacionales e internacionales- que deberán interpretarlo.

         Ni los funcionarios que firmaron esta humillante capitulación del derecho argentino ante el terrorismo ni los propios terroristas amnistiados, sin embargo, podrán festejar. Las normas penales que castigan esta clase de delitos, claramente “de lesa humanidad”, podrán burlarse por poco tiempo.

Estos crímenes son imprescriptibles y no pueden ser objeto de perdón ni amnistía, abiertos o encubiertos. La responsabilidad por estos efectos se extenderá también al Estado argentino, por haber renunciado a su obligación de persecución penal, ubicándose en similar situación marginal que Irán. Y ello abrirá automáticamente la jurisdicción de cualquier tribunal del mundo –léase bien, de cualquier tribunal del mundo- para abrir su propia causa, ante la impunidad provocada por el acuerdo entre ambos países.

           Más tarde o más temprano, el peso del derecho penal internacional caerá sobre ellos.

         La política internacional del kirchnerismo ha sido y es lastimosa para los intereses nacionales. No sólo en el plano regional, sino en el global, el país ha optado por el aislamiento y su imbricación con lo peor del planeta. Este acuerdo consolida ese rumbo, en un escalón mayor de gravedad: hasta ahora, la Argentina era vista como el hazmerreír de todos, pero había un compromiso que nunca se atrevió a romper: el de su apoyo a los esfuerzos internacionales contra el terrorismo.

            Este acuerdo traspasa ese límite. No es aventurado afirmar que si el Congreso aprueba este enchastre, no será ya sólo el kirchnerismo –en última instancia, una circunstancia en la historia nacional, que como cualquier gobierno, en algún momento terminará- quien extravió sus pasos. Será la Nación Argentina, con el peso de sus máximas instituciones políticas.

             Y desde ahí, será mucho más trabajoso volver.


Ricardo Lafferriere

viernes, 8 de febrero de 2013

Callejón... ¿sin salida?



                Es difícil imaginar una alternativa superadora del laberinto en el que ha ingresado la administración de Cristina Kirchner, por su propia decisión. Al menos, es difícil imaginarla sin un cambio copernicano de su discurso y de su práctica.

                Proseguir en el rumbo del “relato” y del “modelo”, al parecer, no lleva a otra situación que a la profundización de la crisis. Le fue advertido esto desde hace al menos cinco años por varios economistas y políticos. Entre las voces que anunciaron este desemboque estaba esta humilde columna, que advirtió desde que comenzaron los dislates, hacia dónde nos conducirían.

                Esta consecuencia, a pesar de ser inexorable, era ocultada por la ideología y la auto satisfacción que brinda el aislamiento del poder. “Es verdad, porque lo decimos nosotros”, contó alguna vez un periodista que había respondido Néstor Kirchner a una pregunta sobre su fundamento para afirmar una clara inexactitud económica. Esa percepción del poder los llevó –“nos” llevó, a todos los argentinos- a muchas crisis en nuestra historia, como la que enfrentamos y enfrentaremos en el futuro más que próximo.

                “El Banco Central no está para defender la moneda, sino para impulsar el crecimiento”, afirmaba suelta de cuerpo la presidenta de la Institución, cuando se barrió con la última pequeña barrera a la discrecionalidad y el gobierno decidió apropiarse libremente de las reservas internacionales, luego profundizada con la afiebrada emisión que llevó al 40 % del circulante a carecer de respaldo efectivo.

                Como todo es ideología, la respuesta de la funcionaria se redujo a repetir una consigna de moda hace cuarenta años, ignorando el tiempo que pasó y las experiencias que hemos vivido –en el mundo, y en el país- en esas décadas.

                El crecimiento es un objetivo loable, pero no está en manos exclusivas del gobierno y mucho menos del órgano que maneja el dinero. Depende de muchas otras variables, también mayores que las descriptas por Locke y sus discípulos contemporáneos: el avance tecnológico, el mercado percibido como probable, la productividad de la economía, la situación de la economía nacional “vis a vis” con la región y el mundo, la imbricación con la “locomotora” del crecimiento en cada época, y hasta la situación sicológica o “expectativas” de quienes deben decidir una inversión.

                Todas esas variables no las maneja el Banco Central. Ni siquiera el gobierno. El saldo final de la ecuación no dependerá de sus decisiones exclusivas, aunque la acción del gobierno –y del BCRA- pueden obstaculizar, a veces fuertemente, ese crecimiento. Y es lo que ha pasado.

                La administración Kirchner hizo eje de su gestión en la incentivación de la demanda, virtualmente ignorando todo el resto: tendencias del mercado global, alicientes a la inversión, capacitación empresarial, tecnológica y laboral de los argentinos, adecuados servicios financieros, papel de la infraestructura en la competitividad nacional, estimulación de la confianza inversora, respeto al estado de derecho…

En la campaña presidencial del 2007, tanto Elisa Carrió como Roberto Lavagna alertaron sobre este grotesco voluntarista, que pretendía “crecer a tasas chinas” manteniendo el 7 u 8 % de “crecimiento” anual, pero ocultando que ese crecimiento se reducía centralmente a liquidar la capacidad instalada y ahorrada por el país durante décadas. Proponían ambos un plan de largo plazo con una meta de crecimiento del 5 % anual, lo que permitiría destinar a la inversión un par de puntos adicionales del PBI. La respuesta de Kirchner fue demencial: “no me van a llevar a enfriar la economía”, denunciando a ambos como “neoliberales”, ante la euforia de la cofradía “nacional y popular” que aplaude cualquier cosa.

                Todo fue liquidado en el altar de la “diosa demanda”, entre otras cosas la competitividad producida por la macrodevaluación post-crisis, el deterioro de la infraestructura, el derrumbe de los servicios educativos, la disponibilidad de recursos adicionales generados por el default de Rodríguez Saá-Duhalde y su pesificación asimétrica, el alegre consumo sin reposición de las reservas de hidrocarburos, la bonanza de los términos del intercambio y el aporte fiscal extraordinario extraído al sector agropecuario.

                Cuando se terminaron esos recursos comenzaron con los saqueos, avanzando sobre el marco institucional. Las reservas internacionales del BCRA, la apropiación de los ahorros previsionales, la apropiación de empresas “manu militari”, la manipulación de los precios y la disolución paulatina de la moneda nacional.

                Ahora, agotado todo, su objetivo es lo que queda: los bienes personales de los argentinos. La AFIP ha anunciado operatorias sobre los productores, para “forzarlos a vender” su producción, como si ésta no fuera de ellos. Y los funcionarios más alocados predican desde hace tiempo la apertura forzada de las cajas de seguridad en los bancos, equivalente a entrar en los hogares de cada familia argentina para decidir qué se le arrebata, en nombre del “modelo nacional y popular” y la vigencia del “relato”.

                Obviamente, la tensión social recrudecerá, con el telón de fondo de muchos compatriotas forzados a una marginalidad mayor por la clara recesión que instalará el “modelo”.

                Hace tres años decíamos que cada día que pasara en ese rumbo, se haría más dura la salida porque estaríamos más enterrados. Hoy alertamos con mayor fuerza. El país es un polvorín, y andan sueltas bandas armadas fuera de todo control con capacidad de encender las mechas.

                Entonces: ¿estamos en un callejón sin salida? Nada de eso. Hay salida, y sigue siendo prometedora. Hay un buen escenario externo, y el deterioro en la convivencia ha provocado saludables reacciones en muchos argentinos que fueron anestesiados por el auge del consumo, pero que despiertan. Las gigantescas movilizaciones del 2012, las más grandes de la historia, muestran estas reservas.

                Lo que no hay es salida en el marco de este relato y este “modelo”. Tampoco en el marco de este régimen de gobierno. La salida exige generación de confianza y renacimiento del optimismo, y eso está alejado de las posibilidades del kirchnerismo. Cada nueva medida espanta inversores, profundiza el miedo, genera justificados comportamientos defensivos en los ciudadanos e incrementa las conductas preventivas que conducen a la recesión. Y además, nadie cree ya en su palabra. Ni siquiera los que aplauden.

                Y necesitamos, por el contrario, estado de derecho impecable con justicia independiente, seguridad jurídica escrupulosamente respetada y un gobierno que vuelva a hacer honor a su palabra, para estimular inversores en infraestructura pero también en toda la economía.

Necesitamos políticas sociales coherentes y sustentables, para incluir a todos en el proceso de recuperación.

Necesitamos una cuidadosa legislación y protección ambiental, para acompañar el crecimiento económico con el mejoramiento de las condiciones del entorno del que tradicionalmente sabíamos enorgullecernos.

Necesitamos políticas cuidadosas en la explotación de los recursos naturales, que no son de nuestra generación sino que tenemos que compartirlos con las que vienen, para lo cual debemos ser estrictos en su sustentabilidad.

Necesitamos una convivencia segura, para lo cual debemos erradicar de raíz el narcotráfico, ampliar los servicios educativos haciendo viable la obligatoriedad y profesionalizando los servicios policiales nacionales y provinciales sin tolerancia alguna con los excesos.

Necesitamos poner en vigencia las autonomías provinciales y municipales, dotándolas de recursos legítimos con un federalismo fiscal que estimule el pago de impuestos y el control social de su uso.

Necesitamos, en suma, una política limpia, sosteniendo un gobierno de unión nacional con base democrática, representativa e inclusiva.

Quien esto escribe está convencido que un gobierno partidista no logrará el milagro, que no es imposible si alineamos las fuerzas. La dinámica de la confrontación le llegaría muy pronto y recaería en ella, sobre el terreno abonado de las rudimentarias intolerancias que deja el kirchnerismo.

Por eso, aún con la incomprensión de muchos, insiste en el camino con absoluta fe en los argentinos y con la ilusión –que en ocasiones confiesa sentir ciertamente voluntarista- de que este rumbo, tan claro, podría concitar la confluencia de la virtual totalidad del arco “ideológico”, aunque no sea aún asumido claramente por las alternativas políticas que se presentan hoy como posibles.

Al igual que desde hace un lustro, cada día que pase la reacción será más costosa, más traumática, más dolorosa.

Ricardo Lafferriere