lunes, 11 de marzo de 2013

¿"Nac & pop" o democrático-republicano?


Vigencia de miradas diferentes

                Hace cuatro décadas, cuando promediaba la dictadura de la “Revolución Argentina”, la actividad política se encontraba prohibida en el país. Sin embargo,  la Argentina era una gran caldera en el que se gestaron definiciones y alineamientos que acompañarían los años siguientes fuertemente atravesados por ideologías, visiones encontradas y matices superpuestos.

                Quien esto escribe comenzó su participación política a los 18 años, en el movimiento reformista. Un año después materializó su ingreso al radicalismo proscripto, conformando el grupo fundador de la Junta Coordinadora Nacional de la Juventud Radical. El partido al que ingresamos estaba conducido por Ricardo Balbín, cuya historia respondía a la resistencia que las grandes capas medias democráticas oponían a los aspectos fuertemente autoritarios del peronismo histórico.

                Los enfrentamientos e intolerancias habían conducido a un resultado inexorable: el reemplazo de la democracia por un gobierno dictatorial. Frente a esa realidad, la estrategia parecía sencilla: para recuperar la democracia era imprescindible recrear la tolerancia y capacidad de acuerdos entre las fuerzas políticas, a fin de reencarnar en los ciudadanos la conciencia de que la vida en común era posible a pesar de las diferencias, y que éstas debían procesarse en el marco de instituciones funcionando libremente. “Debemos dejar de ser centralmente antiperonistas. Nuestra misión es recuperar la democracia”, le decíamos a un partido soldado por años de luchas duras por las libertades públicas.

                En el grupo originario de esa juventud existían dos vertientes de reflexión, aunque ambas llegaran a la misma conclusión práctica. Unos creían en la existencia de un misterioso y atávico “movimiento nacional” con diversas vertientes, que consideraban necesario “unir”; y otros llegábamos a la misma conclusión desde las convicciones ciudadanas pero preferíamos hablar de la “unidad de los sectores democráticos y populares”, por el instintivo recelo que producían las invocaciones “nacionales y populares” que, aunque predominantes en el peronismo pero presentes en el propio radicalismo, despedían un tufillo de intolerancia filo-fascista y una mediatización del “ciudadano” como célula básica de la convivencia política democrática.

                El núcleo argumental de la propuesta se expresaba en un léxico cercano a las miradas de las agrupaciones de izquierda, pero con una fuerte identidad local. Se proponía la conformación de un gran frente que incluyera -adviértase la amplitud de la convocatoria- “a radicales, peronistas, socialistas, conservadores, trabajadores, empresarios, clases medias, hombres de campo, artistas, intelectuales, docentes, amas de casa, unidos también con aquellos militares que honren a San Martín y Mosconi para luchar por la grandeza de la Nación y para derrotar a la peste financiera, a los intereses parasitarios externos e internos, para desmontar el esquema de poder construido por los grupos antidemocráticos, para defender el desarrollo nacional…” (“La Contradicción Fundamental”).

 El mensaje, amplio y plural en los convocados, llegaría a incidir fuertemente en la propia línea del radicalismo  y el propio Alfonsín pronunciaba en 1985, en Madrid, la afirmación que definía en una frase al radicalismo renovado que había logrado concitar la esperanza ciudadana y lo ubicara en el gobierno: “los radicales somos como los viejos liberales y los viejos socialistas”, marcando en línea con la interpretación moderna de la unidad, los alcances del frente político-cultural natural de la identidad radical.

                Hoy diríamos que aquellas diferencias juveniles reflejaban la diferencia entre una posición pre-moderna y otra moderna en el análisis político. Aunque sea innegable la influencia de los sentimientos “nacionales” en el seno de la población, también lo es que, como todo sentimiento, son vulnerables a una manipulación no siempre auténtica, tras la cual son fácilmente ocultables proyectos patrimonialistas, alejados de la construcción de ciudadanía, de la ampliación de la libertad para las personas y de la propia vida democrática.

                El tema no es menor. Recuperada la democracia formal, más bien se convirtió en central, atravesando las propias fuerzas políticas más importantes y condicionando hasta hoy sus decisiones estratégicas. Tanto en el peronismo como en el radicalismo sus alas “nacional-populistas” y “democrático-populares” coexistieron en marcos formales amplios, con mayor preeminencia las primeras en el peronismo y las segundas en su adversario, pero sin que ninguna de ambas abandonara totalmente esa convivencia.

                Hasta ahora. A una década de haber abandonado la política activa, como simple ciudadano preocupado, observo que ese debate sin resolver provocó la fractura del sistema y su implosión. El peronismo ha sido virtualmente cooptado por la visión atávica que deriva en el “puro poder”, sin reconocer legitimidad a las formas democráticas. El radicalismo, por su parte, se resiste a convertirse en el articulador o simple participante de una construcción alternativa,  disfrazando ese debate de un impostado ropaje ideológico que lo ha aislado de sus tradicionales votantes, pertenecientes mayoritariamente a las clases medias  y a los ciudadanos de convicciones democráticas y republicanas. En ocasiones algunos de sus pasos dejan la sensación que su propósito es apostar a una especie de “herencia” del gobernante populismo parasitario, con el que ciertos dirigentes radicales se sienten compartiendo aquel fantasmagórico “movimiento nacional”, aún con sus diferencias de matices. La democracia moderna, productiva, solidaria, tolerante y abierta no pareciera ser levantada como proyecto alternativo.

Las clases medias democráticas, por su parte, navegan hoy en un mar de incertidumbres, sin fuerzas que las representen y obligadas a expresar sus tendencias políticas primarias en manifestaciones gigantescas, las más grandes que se hayan visto jamás en la historia argentina, aunque por ahora sin cauce formal que las interprete plenamente.

Las “placas tectónicas” que conforman el sustrato político-cultural argentino siguen siendo las mismas. La diferencia con los tiempos de las dictaduras es que ambos grandes bloques parecen aceptar al menos una última referencia de legitimidad, apoyado en los procesos electorales, aunque cada vez más amañados, manipulados y desfigurados por la confusión de Estado, gobierno, partido y camarilla. Pero el deterioro institucional nos va alejando de la posibilidad de una convivencia virtuosa, instalando cada vez más la ley de la selva.

Nadie puede predecir cómo seguirán las cosas. En este momento me viene a la memoria un concepto de Liu Xiao Bo, premio Nobel condenado a once años de prisión en China por reclamar libertades democráticas para su país, cuando analizaba en un libro de reciente publicación uno de los tantos estallidos de protesta en su país, esa vez por la tolerancia de las autoridades al secuestro y esclavización de niños en las plantas fabriles que exportan porque “producen barato”.

Cuenta cómo en una de esas oportunidades el reclamo de dos padres de niños desaparecidos frente a la sede local del partido se convirtió en apenas un par de horas en un estallido multitudinario, sin control ni límites, que debió ser reprimido a sangre y fuego, con el resultado de varios muertos.

Eso puede ocurrir si la política se dedica a las filigranas de la escena, en lugar de cumplir su papel de contención y orientación de los ciudadanos. Estamos teniendo avisos reiterados. Las marchas del 12 de setiembre y del 8 de noviembre del año pasado, la huelga general, los saqueos de fin de año, las puebladas repetidas ante los hechos de violencia, son alertas que deben ser interpretadas, contenidas, orientadas.

Para eso está la política. Si no cumple ese papel antropológicamente vital, o lo que es peor, si intenta aprovechar esas protestas para las peleas del escenario, la legitimidad del sistema político se pierde. Y en ese caso, las perspectivas son aún más inciertas.

Ricardo Lafferriere




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