Catorce
entrevistas solicitadas, sin respuesta.
Una
audiencia pedida, respondida en menos de veinticuatro horas.
La
lección no necesita traducción. Mucho menos teniendo en cuenta que fue dada aún
luego de saber que el propio embajador de ese gobierno fue el mensajero repartidor
de carpetas difamatorias, al más puro estilo kirchnerista, entre los purpurados
que fueran los electores del nuevo Papa, para bloquear su designación. No les
preocupó quedar alineados con lo peor de la iglesia, las mafias vaticanas y los
banqueros del Opus.
A pesar
de eso, a pesar de todo, la recibió con cordialidad, humildad, llaneza.
Por
nuestros pagos, ardía la ortodoxia sectaria. No sólo el pasquín oficial de doce
páginas. La propia usina ideológica del régimen producía recalentamientos
inesperados, como el expresado en el seno de la mismísima Biblioteca Nacional,
dueña del relato “académico” kirchnerista.
“Un
retroceso político trascendente, inútil, criticable…”, informa la prensa que
fueron las palabras del máximo intelectual oficialista, al parecer furioso no
sólo por los afiches con que apareció empapelada Buenos Aires afirmando la
alegría por tener “un Papa peronista”, sino con la propia orden presidencial de
cambiar el enojo por la alegría ante la irreversible situación del nuevo Papa
designado.
Varias
veces nos hemos referido en esta columna al “entrismo”, esa estrategia de la
izquierda sin votos ni representatividad pero con discurso, que de pronto se
encuentra con peronistas que sí tienen representatividad pero a los que les
falta relato. Y se lo ofrecen.
Se ahorran
así el nada glamoroso trabajo del compromiso militante en barrios y fábricas,
en villas y ONGs, que reciben “servido en bandeja” por quienes son movidos por
los impulsos patrimonialistas y necesitan algo qué decir, porque no alcanza con
mostrarse como nuevos ricos con terrenos en el sur, empresas estatizadas que
les garantizan sueldos portentosos y mansiones no sólo en Puerto Madero y Punta
del Este sino en cada lugar del país donde llegan los jóvenes maravillosos de
hoy, con el apellido del desaparecido dirigente conservador genuflexo que usan
como estandarte.
El ala
peronista del gobierno, la que enfrenta batallas –esperpénticas, pero en las
que cree, como el Secretario de Comercio, o el Vicegobernador de Buenos Aires-
no se perdió ni siquiera en el primer momento, en que hasta la propia
presidenta daba vueltas en círculo sin encontrar la salida. Por instinto sabían
–saben- dónde está el sentir popular y si algo no pierden es esa dosis de oportunismo
que no puede superarse ni siquiera con la “pureza ideológica” o la
intransigencia dogmática.
Éstos, los peronistas del
gobierno, son duros e intransigentes cuando se trata de intereses. Difícilmente
aflojen el mordiscón si se habla de retenciones, dólar acorralado o precios
congelados. Pero si el tema son los símbolos que siente el pueblo que los vota,
ahí no se juega.
La diplomática lección de ayer seguramente
fue más advertida por los enojados que por los devotos, cuya linealidad
probablemente les impide leer las filigranas protocolares y la sutileza
semántica de los gestos vaticanos.
Se abre un camino apasionante.
Los hechos dirán si el mensaje dialoguista, humilde y horizontal se encarna en el conflictivo escenario público de los argentinos, limitando con su
sola existencia la tendencia al absolutismo autocrático, de pronto convertido
en una grotesca antigualla conceptual y política.
En todo caso, ello dependerá de
la sabiduría de la sociedad, de las mayorías, para interpretar y hacer propio
el estilo de construcción cooperativa, deterrando el “o unos u otros” que se le
ha querido imponer sin matices en los últimos años.
Un “o unos u otros” que llegó al
punto de no aceptar un diálogo pedido por catorce veces nada menos que por el
Cardenal primado y Arzobispo de la Capital Federal, que cuando se invirtieron
las jerarquías, en menos de un día abrió sus puertas al primer pedido que le
hiciera quién por tantas veces hiciera oídos sordos a sus ruegos de diálogo.
Por el bien del país y de nuestra
convivencia, sería muy bueno que la lección se aprendiera, y que comenzara una
nueva forma de entendernos entre argentinos.
Ricardo Lafferriere
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