martes, 26 de marzo de 2013

Consecuencias...



                Si hay algo en política que es inevitable, son las consecuencias.

                Un querido y recordado co-provinciano, César Jaroslavsky, solía decir que en política importan los resultados. No pretendía con eso, obviamente, justificar los medios por los fines, sino advertir sobre la tendencia a la hiper-teorización que termina olvidando la realidad y  logrando lo contrario de lo buscado.

                La reflexión viene a cuento del debate que se está realizando en el campo político sobre las alianzas de cara al proceso electoral, que deben definirse en pocas semanas ante el vencimiento del plazo de inscripción.

                Desde esta columna hemos sostenido durante más de una década que el sustrato político-cultural de la Argentina muestra dos grandes agregados con vocación de gobierno: uno, populista y otro republicano. El primero ha logrado unificar sus vertientes y ha ofrecido a la sociedad una alternativa con fuertes aspectos condenables, pero con capacidad de contener sus diferencias y disciplinar a los propios. El segundo, a raíz de una impostación evidente de sus presuntas “diferencias ideológicas”, muestra incapacidad de articular consensos y de disciplinar a sus integrantes.

                No se agregue acá el argumento de “izquierdas” y “derechas”, porque las hay en ambos agrupamientos. Ni tampoco se busquen intenciones ocultas en quien esto escribe, que ha sido y es transparente en sus reflexiones y en su vida política. Claramente, es partidario de una Argentina republicana y democrática, solidaria y abierta, plural, cosmopolita y moderna. Si hay algo que no mira con simpatía es el populismo autoritario, la utilización clientelar de las necesidades angustiantes de los compatriotas y tampoco la violación de las normas, cualquiera sea su excusa.

                En los viejos tiempos de la militancia temprana, que en este caso comenzó a finales de la década de los 60 del siglo pasado, estaba de moda la expresión “contradicción fundamental” para indicar la prioridad coyuntural de lucha –y en consecuencia, de programas de cada etapa, y de alianzas- que permitirían avanzar en la construcción de una sociedad mejor. 

                En plena dictadura, estaba claro que la “contradicción fundamental” estaba señalada por la ausencia de democracia. Como correlato directo el programa de la etapa debía contener las medidas destinadas a instaurarla, y el frente a construir debía abarcar a todos los sectores políticos y sociales que concibieran a la democracia como un marco necesario para continuar cada uno su prédica por sus objetivos respectivos de largo plazo. Una nueva etapa daría lugar a nuevos objetivos prioritarios, nuevos acuerdos y seguramente alianzas diferentes. Pero antes, aislar al rival, y vencerlo.

                Éramos jóvenes radicales y la fuerza en la que militábamos estaba tomada por la agenda de 30 años antes, cuando el partido que integrábamos se soldó al calor de la fuerte lucha por las libertades públicas, en tiempos del gobierno peronista. Su rival –visceral, emotivo- era el peronismo. Costó mucho predicar la tesis de que la “contradicción fundamental” había cambiado y que lo que se trataba entonces no tenía relación con el problema de treinta años atrás, sino que era recuperar la democracia y para ello el acercamiento e incluso el acuerdo con todo el arco democrático, y aún con el peronismo, era imprescindible.

                Ahora, pasaron otros treinta años. La “contradicción fundamental” no enfrenta más al pueblo con la dictadura. La soberanía popular rige, las FFAA prácticamente no existen y los problemas del país pasan por otras prioridades y otra agenda. Repetir la misma receta que en los años 70 y 80 significa hoy la misma actitud inoficiosa que, en los 60 y 70, anulaba la capacidad de razonamiento de honestos dirigentes radicales a los que se les hacía difícil entender que, porque los tiempos cambiaron, sus viejos e implacables rivales debían convertirse en sus socios.

                Hay otros problemas, relacionados con el retroceso institucional, su reemplazo por la discrecionalidad populista, la aberrante exclusión social, el crecimiento de las redes delictivas, la utilización clientelar de los recursos públicos, la dilución de los límites del poder frente a los ciudadanos, la grotesca –y arcaica- forma de relacionar el país con el mundo, tanto en su economía, su política, su cultura, y hasta en su visión del escenario global en formación. Treinta años después, el futuro que debemos construir es otro.

                Hoy, la “contradicción fundamental” exige diseñar una identidad y desde allí formular las alianzas que se hagan cargo de la agenda actual de los argentinos , para los que los derechos humanos no se reducen más a “los juicios a la Junta Militar” de hace treinta años sino que reclaman construir el piso de dignidad que garantice a cada compatriota vivir con seguridad, tener un sistema legal, judicial y policial que lo defienda, poder acceder a una educación y a una salud de calidad sin pagarlo con la humillación del clientelismo, y participar de un espacio público sin prepotencias, pleno de libertad y espacios de contención a cada compatriota que desee poner su vida, su tiempo, su recursos o su capacidad de trabajo al servicio de los demás, para construir una sociedad abierta, próspera, solidaria y moderna.

                Y honesta…

                Entonces…cuando analizamos las consecuencias de las alianzas que por ahora aparecen, no parece buena idea olvidar lo que inexorablemente está a la vuelta de la esquina de la división de lo que debe unirse. Lo hemos sufrido en el 2003, en el 2007, en el 2011… La división del campo democrático republicano producirá al país otro turno populista. Es inexorable. Por más elaboraciones teóricas que pretendan justificarlo. Por más impostaciones ideológicas que arranquemos a nuestro entendimiento. Porque el otro campo ha demostrado que sabe unir y disciplinar sus fuerzas. Y eso, en política, es lo que produce resultados.

                Por último: en esa política del escenario, hay pocos ingenuos. Entre los aplaudidores de uno y otro sector puede haber desorientados y crédulos. Entre los que deciden, todo se analiza. Si se toma un camino es porque su consecuencia ha sido asumida y racionalizada como un objetivo que –han considerado, unos y otros quienes lo diseñan- vale la pena perseguir. Alejandro Katz decía, en “La Nación”, hace un par de días: "...Se ha creado finalmente un confort mutuo en el cual unos gozan mucho del poder y otros de no tenerlo, aunque están vinculados, mientras la sociedad civil mira para otro lado....". Esa es la consecuencia.

                Otra cuestión es que eso sea correcto. Desde esa perspectiva los argumentos son otros, más distanciados del análisis político y no siempre publicables.

Ricardo Lafferriere

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