Curiosos revulsivos atraviesan los contextos ideológicos del pensamiento político actual, en todos los niveles.
En el mundo occidental, el capitalismo liberal debe lidiar con el desborde de las operaciones financieras, cercanas al libertinaje, mientras la socialdemocracia se afana en encontrar la forma de justificar los recortes sociales para salvar a los bancos. Y en el oriental, los otrora líderes revolucionarios –Rusia y China- se han convertido en los capitalismos más salvajes, que funcionan en el límite mismo de la esclavitud de sus pueblos.
Mientras en la Europa desarrollada los pueblos reclaman más regulaciones estatales para poner límites a los banqueros que la han llevado a una crisis inesperada e inexplicable, en los orientales esos mismos pueblos exigen más libertades, para poner límites a los desbordes inmisericordes del poder y la corrupción de sus burocracias y autocracias.
En este curioso escenario, leer a Ulrich Beck, neomarxista austríaco, criticar a la “Europa alemana” reclamando, a diferencia de los “indignados” del sur del Continente, no más Estado sino más Europa, postulando un nuevo contrato social que incluya el compromiso con el piso de dignidad y ciudadanía para todos, parece en las antípodas de Li Xiao Bo, Premio Nobel de la Paz 2010, encarcelado en China con una condena de once años de prisión por disidente, reclamando para su país las libertades occidentales, el respeto del derecho de propiedad con los mismos argumentos de Locke y Montesquieu, y la vigencia de las libertades públicas como lo exigía Rousseau.
Atrás han quedado las descalificaciones –ciertamente, muchas veces bien fundadas- a Estados Unidos por su “imperialismo”, multiplicadas por las usinas y partidos occidentales franquiciados. China se comporta hoy como los colonialismos más retrógrados, liderando la polución ambiental, la expoliación de recursos naturales no renovables y la superexplotación de la fuerza de trabajo, no sólo en su territorio sino donde sus empresas “estatales” llegan.
Rusia exporta sus mafias, y sus viejos franquiciados financian su subsistencia haciendo porosos sus límites con el narcotráfico. Los países árabes, por su parte, tienen sus propios indignados: hartos de sus burocracias corruptas piden democracia, pero no están dispuestos a tolerar límites a su orgía de libertad haciendo dificultoso su reordenamiento político. Escenario ideal, si es que los hay, para los “autoexcluidos”, curiosos especímenes productos de la post-guerra fría, entre los que se cuentan toscos autoritarismos, fundamentalismos integristas y sobrevivientes fantasmales del mundo de la polarización ideológica de la segunda posguerra.
En ese mundo navegamos y buscamos puertos de llegada, cuyas imágenes hoy por hoy se resisten a atravesar la bruma. Una verdad, sin embargo, está clara: no hay nada seguro, ni estable, ni irrebatible. El mundo “líquido” de Bauman parece más funcional al “pensamiento débil” de Vattimo, que a las “coherencias ideológicas” de las cosmogonías del siglo XX.
Y una consecuencia sobresale: la necesidad de un nuevo “ethos” en el que la disposición a escuchar retome su lugar, reemplazando a las “profundas convicciones”, las “intransigencias” y los “límites” subjetivos.
El dialogo será la herramienta para construir un nuevo “sujeto histórico” con los nuevos excluidos de la posmosmodernidad. Allí estarán quienes defienden el planeta de la expoliación de sus recursos, los indignados de Nueva York y Europa, los desesperados de los países árabes, los que resisten la opresión en China, los que buscan entre nosotros la reconstrucción de los puentes de convivencia, los migrantes que sueñan con mejorar sus vidas, en suma los “sobrantes” –en palabras de Bauman- de un sistema que, en el rumbo que va, no tiene destino.
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