“Atlántica”, supo calificarla Daniel Larriqueta, para
diferenciarla de su versión “tucumanesa”. “Liberal”, se le dijo después para
cotejarla con la conservadora. “Socialdemócrata” o “progresista”, fue la enunciación
más acotada de los últimos años para enfrentarla a la “autoritaria”, “nacionalista”
y aún a la presuntamente “neoliberal”. Cualquiera sea la nomenclatura –siempre de
bordes difusos y nunca exacta- sus notas características son parecidas.
Es la Argentina del litoral y la pampa gringa, de los
inmigrantes y la Capital Federal, de los emprendedores y la educación, en suma,
de las grandes clases medias que hicieron el país moderno al imbricarse con los
gérmenes revolucionarios de los padres fundadores criollos. Giran alrededor de
la ley, el ciudadano, el estado de derecho, el pluralismo, la tolerancia, la
solidaridad voluntaria, la apertura al mundo.
Ese país convive con su karma: la herencia colonial del
poder autoritario. Es el que trae los ecos de la colonización temprana, la que
resultó de la simbiosis entre las culturas precolombinas y los reinos medioevales
europeos. Esos ecos acercan la tendencia al poder sin límites, a la decisión
del que manda como superior a la ley misma, a la construcción clientelar, a la
intolerancia ante la discrepancia, a la idea de que el poder no puede ser
plural sino homogéneo, a la búsqueda de la unanimidad aceptada o forzada.
Ambas forman el país que tenemos. Tienen obvias imbricaciones
recíprocas y no se presentan en “estado puro”, justamente porque están
condenadas a convivir, condena que configura tal vez el dato más fuerte de la
identidad argentina. El gran desafío, que no ha podido resolverse exitosamente
en dos siglos, es su articulación virtuosa. Esa convivencia, sin embargo, es la
que obliga –a ambas- a renunciar a sus aristas más cortantes.
La elección del domingo significó el bramido de la Argentina
atlántica, ante los reiterados desbordes de quienes llegaron con la crisis de
cambio de siglo, que ante la sensación de caos reclamaba reconstruir el poder.
Las tendencias autoritarias no tardaron en hacer corto-circuito con el país
moderno. Su primer choque tectónico se dio en el 2008, con la rebelión del
campo. Fue en ese instante que el país moderno notificó a la Argentina vieja
que su poder tenía límites que no permitiría sobrepasar. También anunció a sus
propias representaciones políticas la necesidad de ponerse en línea con su
identidad.
Durante el siglo XX, la Argentina atlántica encontró su
canal de expresión en el radicalismo, que desde Yrigoyen adquirió la virtud de
imbricar en su seno ambas vertientes fundacionales. En los últimos años, sin
embargo, la irrefrenable obsesión del viejo partido en abrazar una identidad
ideológica de impronta europea –sin advertir que ese camino había sido ensayado
sin éxito durante varias décadas por el socialismo- lo llevó a dejar libre ese
espacio de representación política, que fue detectado inteligentemente por el
PRO.
Desde su original característica vecinalista fue transformando su imagen
en la de un partido nacional. Consolidó su representación capitalina –donde reemplazó
el vacío político dejado por el radicalismo, al que los ciudadanos porteños
habían convertido tantas veces en su canal de expresión claramente
mayoritaria-, y se expandió hacia las regiones más caracterizadas de la
Argentina atlántica.
El interior de la provincia de Buenos Aires, Córdoba,
Mendoza, Santa Fe, Entre Ríos, se fueron sumando así al fuerte enraizamiento
porteño. Su base social era la misma, la que el radicalismo había abandonado
tras su decisión de limitar su mensaje al sólo testimonio de su nueva buscada
identidad, la que carecía de carnadura social en el país. Y hasta implantó
presencia en el conurbano, región que para el radicalismo se había convertido
en inaccesible. La sociedad, que requiere un juego político de mayorías y
relevos, construyó su propia alternativa.
Gualeguaychú –anécdotas aparte- significa el comienzo de un
retorno radical a sus fuentes históricas, no ya por el resultado, sino por el
propio debate. Las dos posiciones que allí compitieron implicaron ambas
regresar a la identidad de un partido funcional al equilibrio virtuoso de la
democracia de alternancias. Ese debate debió condicionarse, sin embargo, a una
realidad dura: ya había dejado de ser la fuerza más importante de referencia de
los sectores medios. No estaba en condiciones de imponer más condiciones que
las que puso.
Posiblemente la alternativa de tender puentes ampliados a la
recuperación de las clases medias de origen peronista hastiadas de las
deformaciones del poder absoluto hubiera facilitado el camino. O tal vez no. La
historia contrafáctica es indemostrable. Pero eso lo hubiera podido hacer
cuatro años antes, cuando a partir del “voto de Cobos” había recuperado una
clara visibilidad nacional, y cuando el PRO aún no había profundizado su expansión
territorial.
Lo dijimos en su momento: 2011, 2012, 2013. El
radicalismo debía asumirse como la columna vertebral de la alianza alternativa
al populismo autoritario, abriendo sus brazos en una convocatoria que llegara
desde el PRO hasta el socialismo. Pero perdió lastimosamente tres años en una aventura
sin destino, mientras sus votantes naturales buscaban otras referencias en las
que reflejarse. Dio –por así decirse- tres años de ventaja. Y cuando decidió
hacerlo, llegó débil.
Así llegamos a hoy. La Argentina Atlántica, abierta y
tolerante, emprendedora y ciudadana, la del estado de derecho y la honestidad,
la de la ley y los jueces independientes, la de la libertad de prensa y la
inclusión social sin clientelismo, encontró su expresión política en Cambiemos.
Puede ganar o perder, pero está claro que lo ya logrado es trascendente: darle
a la política Argentina el equilibrio de una fuerza equiparable a la de la
Argentina vieja. No sólo eso: recuperó el control de los espacios más
importantes del país productivo: la provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa
Fe, Mendoza, la Capital Federal, avanzó claramente en Entre Ríos y la Patagonia
y puso su “pica en Flandes” en el extremo norte el país, mostrando el incontestable
resultado exitoso de una alianza más amplia.
Lo que falta es tan complicado como lo que se recorrió,
porque hay una afirmación que debe reiterarse: ahora es Cambiemos el que debe
recordar que el país tiene dos “mitades” y no olvidarlo, como lo hizo el
kirchnerismo al frente de la Argentina vieja. En su aventura, la herencia “K”
deja un poder reconstruido –lo que es positivo, luego del derrumbe político del
cambio de siglo-, pero sobre bases deformes, porque ignoró ese dato fuerte de
la identidad nacional que en lugar de procesar, se dedicó a utilizar en forma
aparcera, clientelar, patrimonialista. Inmoral.
Unidad nacional. La venimos buscando desde Urquiza. Que digo,
desde la Revolución de Mayo. Quiera Dios iluminar el patriotismo de los grandes
protagonistas y les de sabiduría para acordar –Macri, Scioli, Massa, el
radicalismo, el peronismo, el socialismo pero también las fuerzas minoritarias-
las bases sólidas de un acuerdo de características neo-constituyentes sobre el
que edificar una etapa de convivencia y crecimiento que dure décadas.
El otro camino, el de ceder a los “halcones” de sus
respectivas formaciones, simplemente reciclará la historia y potenciará la
decadencia, aunque en el presente parezca más tentador.
Ricardo Lafferriere