lunes, 14 de enero de 2013

El problema está adentro



                No está mal que la presidenta recorra el mundo. Viajando, siempre se aprende. La pujanza en la diversidad del avasallante desarrollo tecnológico, la toma de conciencia del mercado global, la percepción de un nuevo paradigma planetario signado por el encadenamiento productivo mundial, son datos que –si se sabe observar- dejarán un buen agregado de conocimiento y experiencias.

                Desde ese enfoque, todos los viajes son positivos. Una recorrida como la que realiza ahora, por países de categorías diversas –Cuba, Arabia Saudita, Vietnam- se suma a los anteriores, a Libia, Egipto, Angola, agregados positivos, en suma, a los tradicionales desplazamientos a los países del primer mundo y del entorno regional sudamericano.

                Nos permitimos, sin embargo, acotar que gran parte del problema argentino se relaciona más con déficits internos que con nuestra inserción internacional. De nada servirá abrir los mercados cárnicos, por ejemplo, si los exportadores argentinos no pueden sacar su producción. O de trigo, o de maíz.

                A pesar de las buenas intenciones –que deben descontarse- de la señora presidenta, difícilmente su mensaje sea tampoco convocante a inversores de riesgo.  Éstos  observan escrupulosamente la vigencia del estado de derecho, el respeto a las normas y la existencia de una justicia independiente que pueda garantizarle sus inversiones según las reglas pactadas y vigentes, antes de decidir una inversión directa en el país, cualquiera sea su dimensión.

                No se trata, por supuesto, de renunciar a la independencia de criterio, ni de abrir el país en forma acrítica o irreflexiva, como lo propuso hace veinte años el anterior gobierno del partido de la señora presidenta. Al contrario, lo necesario es debatir con madurez y decidir la sanción de reglas estables que, una vez dictadas, deban cumplirse por todos.

                La propia inserción de eslabones argentinos del mejor valor agregado posible en el encadenamiento productivo global, que sería el paso más virtuoso para un gran salto adelante, se da de bruces con el voluntarismo y la discrecionalidad de decisiones tomadas verbalmente, cargadas de oportunismo o de ideologismo.

                Y, por último, el ranking de corrupción. La ubicación de nuestro país en el listado de países más corruptos del mundo y la tenaz resistencia a abrir las cuentas públicas y de los funcionarios al escrutinio de los ciudadanos obstaculiza esas decisiones, habida cuenta que el nuevo paradigma supone normas homologables internacionalmente: el “just on time” que no puede condicionarse por decisiones arbitrarias o intempestivas del poder político, los proyectos competitivos, la ausencia de costos ocultos, la libertad de provisión de insumos y de exportación de producción con normas estables, y, por último, la seguridad jurídica para todo el proceso.

                La justa protesta contra los desbordes asfixiantes de los mecanismos financieros desbocados generadores de la crisis que hoy golpea al planeta es justa y debe acompañarse. Deja de ser creíble, sin embargo, mientras sigan tolerándose entre casa enriquecimientos sin justificación con fondos públicos, prebendas ilegítimas a empresarios amigos, y privilegios a los allegados con protecciones de mercado sólo justificadas por la cercanía de sus beneficiarios a los esquemas de poder.

                El problema, en síntesis, no está tanto afuera. Está entre nosotros. Y quien tiene las herramientas para atacarlo no son los opositores, ni los gremialistas, ni –en alguna medida- los propios empresarios, sino el funcionamiento del poder hegemonizado por la propia primera mandataria, viciado por convicciones autoritarias y escasamente respetuosas de las normas que deberían regir las relaciones entre el poder y los ciudadanos.

Ricardo Lafferriere

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