domingo, 18 de octubre de 2009

Cristina, su “modelo” y sus ideas

“Hemos seguido un modelo propio y nos ha ido bien”, declaró la Sra. Presidenta en la India, mientras posaba para una fotografía turística con el Taj Mahal de fondo y destacaba la magia del país anfitrión, que “trajo suerte” y posibilitó la clasificación de la selección argentina de fútbol para el torneo mundial de Sudáfrica (¿?). Al regresar, imputó groseramente a la oposición que “no se le cae una idea” y que por eso “se dedica a agraviar”.
Defraudadores de la voluntad popular y de los fondos públicos, coimeros de las obras de infraestructura, chantajistas de gobernadores y legisladores, responsables del crecimiento de las redes de narcotráfico, lavado de dinero y valijas con fondos clandestinos, responsables del mayor deterioro social que hayan sufrido los argentinos en lo que va del siglo, apropiadores de fondos ajenos y otros –y “otras”- de similar calaña, escuchaban embelesados las ideas que “se le caían” a la oradora, invitada para el discurso central conmemorando el 17 de octubre.
La oposición, por su parte, estaba en esos momentos trabajando para difundir sus ideas, alejada de los medios, del turismo internacional pagado por los argentinos y de los escenarios del poder. Por supuesto, no estaba en el Teatro Argentino de La Plata, donde la banda que tiene a los argentinos secuestrados se reunió para cumplir el rito al que han vuelto, después de agraviar años atrás al “pejotismo” y a los “intendentes”.
La oposición estaba en el otro extremo del país, más precisamente en Jujuy. Allí, el presidente del principal partido opositor era silenciado por bandas irregulares al servicio y orden de la asociación ilícita reunida en el Teatro Argentino, con acciones violentas contra su persona y contra las instalaciones de la entidad organizadora de la conferencia, donde no habría “dedito levantado” sino análisis serio y meduloso de la situación irregular en la que se encuentra la democracia argentina y específicamente la gestión de sus cuentas públicas.
Apenas unos centímetros nos separan de la dictadura. Como lo hemos sostenido hace poco, a la dictadura puede llegarse de dos formas: por la ruptura abrupta de la legalidad, o por deterioro progresivo de la calidad democrática. En nuestro caso, cada día hay un retroceso que conspira contra la marcha iniciada en 1983. Pasamos de la democracia al populismo, de éste a la autocracia y estamos en la puerta de la ruptura final, preanunciada al sancionar la ley de medios.
A muchos argentinos les indigna la manipulación del discurso, con afirmaciones mendaces y tono amenazante, que fluyen desde un poder que ha olvidado los límites más elementales del decoro, la templanza y el sentido común. Quienes advierten y sufren estos hechos, sin embargo, suelen tener, ellos sí, las virtudes de las que carece la banda gobernante.
Sin embargo, lo más duro lo sufren otros compatriotas: los que deben comprar las papas por unidad, olvidarse de comer tomates, imaginar dónde conseguirá la presidenta el pan a $ 2,40 el kilo o resignarse a que le corten la luz y el gas, cuyas facturas resultan ya inalcanzables con o sin el aumento de De Vido.
Jubilados que deben pagar remedios cuyo costo supera el monto de su haber, maestros cuyos sueldos no alcanzan a la tercera parte de lo que recibe un camionero, médicos a los que las obras sociales que reparten remedios falsificados le abonan como arancel de consulta el equivalente a la mitad de una gaseosa, marginales que no desean caer en el delito pero que son forzados a dormir en los zaguanes y en las plazas, tapados por cartones viejos y frazadas agujereadas... en fin. El “modelo propio” que Cristina invocó frente a los indios, surgido de las “ideas” que se le caen, pero cuyos mérito los argentinos y principalmente los opositores –todos necios- no reconocen.
El abismo existente entre la percepción del poder y la realidad de los argentinos es cada vez más notable. Nadie se atrevería a predecir el final de este proceso. Sin embargo, lo que está cada vez más claro es que ese final parece inexorable. Y no pasará, sin dudas, por el reconocimiento de los supuestos éxitos del “modelo propio” de la banda kirchnerista. En todo caso, en ejercicio de la templanza para aquellos que no la hayan perdido, es de desear que no llegue al desenlace traumático que han tenido, en el mundo, pandillas similares.

Ricardo Lafferriere

jueves, 15 de octubre de 2009

Democracia, populismo, autocracia, dictadura

Es tenue la línea que va dividiendo los conceptos, tanto como el deslizamiento de la institucionalidad hacia su descomposición definitiva.
De la democracia al populismo el traslado es facil, aunque no el regreso. Tan sólo basta con renunciar a la construcción de ciudadanía para reemplazarla por la vacía invocación “igualitaria” –que, por supuesto, se muestra como bandera de combate para ilusionar a los clientelizados, aunque jamás alcanzará a quienes clientelizan, que poseen normalmente billeteras, alhajeros y cuentas bancarias alejadas de los problemas de la línea de pobreza-.
Siempre se seguirá invocando la ley de las mayorías, como si ésta fuera la única exigible para configurar la democracia. Olvidan que no fue sólo Tocqueville el que alertaba sobre la “dictadura de las mayorías”, sino el propio Aristóteles, cuando fulminaba la “demagogia” –tradicional conceptualización del populismo- como “la forma corrupta y degenerada de la democracia”. El populismo es la democracia sin virtudes, sin ciudadanos, sin compromiso por los derechos ajenos, sin respeto a los seres humanos concretos -su convivencia en paz, su seguridad y su bienestar- como última justificación del poder-. Como deformación de un sistema “puro” es éticamente inferior incluso a la aristocracia y a la propia monarquía.
Del populismo o la demagogia a la autocracia hay apenas unos pasos, también tenues. El populismo es incompatible con formas orgánicas bidireccionales de participación ciudadana. Es vertical, sus líneas de fuerza confluyen en una camarilla y ésta está subordinada a una persona en cuyos criterios y bajo cuyas directivas se alinean todos, utilizando el poder del Estado para beneficio particular con especial despreocupación por el bien del conjunto social. La autocracia no se siente limitada por la ley –que en una democracia, alcanza a todos-. No tolera que el estado de derecho establezca límites a su poder porque se imagina superior a todos y a cada uno. No acepta dar explicaciones sobre sus decisiones, porque considera al poder como una propiedad particular que le pertenece. Y por eso mismo le parece natural utilizar el poder para su enriquecimiento, el que juzga natural y justificado en razón de considerarse su –natural- titular.
Y de allí a la dictadura hay también muy poca distancia. No es sencillo fijar esa línea divisoria, pero está claro que existe. Cuando la autocracia ejerce el poder desconociendo la única norma que le permitía un lejano nexo con la democracia, que es la ley de la voluntad de la mayoría, la dictadura está en la puerta. En el camino está la pérdida de legitimidad, que es obrar enfrentando abiertamente la opinión pública. Y no obsta a ello que existan “formas” institucionales subsistentes por inercia: existieron en la Roma de los Césares, existieron en el estalinismo y aún en los propios fascismos europeos y dictaduras latinoamericanas de mediados del siglo XX. Y existen hoy en dictaduras de partido único que mantienen mecanismos “institucionales” con los que cubren la ficción de la representación popular, pero que no bastan para que la conciencia universal, la convicción de sus propios ciudadanos y la ciencia política dejen de calificar de “dictadura”.
Las dictaduras llegan de dos formas: como consecuencia de rupturas institucionales abruptas, o como consecuencia de deterioros institucionales progresivos, incluso sutiles. En sus tiempos iniciales suelen contar con el beneplácito de muchos ciudadanos, curiosamente sin que importe tanto su conformación ideológica. Con independencia de su forma de llegada, sus características son similares: pasado algún tiempo niegan a las mayorías populares, diseñan excusas formales o simbolismos abstractos (ideológicos, nacionalistas, clasistas, religiosos, étnicos) para violar la ley y perpetuarse en el poder a cualquier precio, acallan las voces divergentes, no se sujetan al plexo normativo constitucional y van generando una tensión social que suele desembocar en crisis violentas –que no son su exclusividad, aunque rara vez terminan sin hechos de esa naturaleza, cuando la tolerancia social supera el límite de la dignidad, de la pobreza o del hartazgo-.
No es democrática una sociedad sin prensa libre, sin funcionamiento institucional limpio, con funcionarios que amenazan con violencia a quienes no se alinean con el gobierno, sin justicia independiente, sin respetar la voz de las mayorías expresadas limpiamente en el comicio.
No es democrática una sociedad que amplía a límites repugnantes la polarización social, con compatriotas que viven en las calles en la pobreza más miserable mientras sus autoridades acumulan riqueza injustificada y dilapidan con cinismo los escasos recursos públicos, con un nepotismo que repugna la conciencia republicana.
No es democrática una sociedad que se desinteresa de la seguridad de sus integrantes, que somete el futuro de sus jóvenes a redes mafiosas de narcotraficantes vinculados al poder y mata a sus ancianos con remedios falsificados con la anuencia y el beneplácito del propio poder, cuya instauración ha financiado con dinero rojo sangre.
No es democrática una institucionalidad que apaña jueces corruptos porque son amigos del gobierno y persigue jueces imparciales porque investigan delitos de los personeros.
Democracia, populismo, autoritarismo, dictadura.
En ese tenue pero inexorable deslizamiento va cayendo nuestra convivencia de manera persistente desde hace varios años. La oscilación menor entre el populismo y el autoritarismo que se instaló en los últimos tiempos puede haber confundido a algunos. Ahora, sin embargo, el peligro es mayor. Estamos en la línea –cada vez más perceptible- de la última frontera. Cruzada ésta, estaremos ya en tiempos oscuros.



Ricardo Lafferriere, 10/10/2009.

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domingo, 4 de octubre de 2009

Redistribución: política del fracaso

Al discurso de la presidenta Cristina Kirchner sobre la redistribución del ingreso se lo suele atacar desde el flanco de su hipocresía, facilitado por la obscena acumulación de riqueza del matrimonio y el crecimiento correlativo de la pobreza durante su gestión. Asumiendo que es su debilidad más evidente, su falencia no es sin embargo esa, sino su tácito reconocimiento del fracaso en remover las verdaderas causas de la pobreza.
La “redistribución”, en los términos expresados por el kirchnerismo, no conduce a otro destino que al crecimiento... de la propia pobreza. En efecto, al concentrar el enfoque en la incautación de riqueza privada desinteresándose, a la vez, tanto de impulsar su generación como de capacitar a las personas para crear su propia riqueza, se generan obvias consecuencias: la riqueza privada languidece y las personas beneficiarias a corto plazo de la “redistribución” ven reducidos sus aparentes beneficios en forma sistemática, al agotarse la fuente desde la que se extraían los recursos.
Es que el debate gira en este escenario alrededor del centro del problema: el trabajo productivo. Y esa es la diferencia conceptual profunda entre una política “progresista”, o si se prefiere, “socialista” en los términos en que el socialismo se inserta hoy en la economía de mercado y el “populismo” como culminación moderna del viejo bonapartismo, o sea construcción del poder supralegal apoyado en la fuerza de personas clientelizadas. Lo que Marx denominaba “lumpenproletariado”, que tantos recelos éticos ha provocado en muchas generaciones progresistas.

EL SOCIALISMO Y EL TRABAJO

Para ello no viene mal una incursión en el centro axiológico del socialismo. Como subproducto potente de la modernidad, el “socialismo” fue imaginado como una superación del capitalismo al que se arribaría –en la visión marxista originaria- en forma natural, cuando los trabajadores llegaran a ser propietarios de los medios de producción y, en consecuencia, no existiera más la “plusvalía”, es decir, la parte del valor del trabajo que en lugar de formar parte del salario era incautada por los dueños del capital, una vez deducidos los costos de producción, la amortización del capital y las inversiones reproductivas en desarrollo tecnológico. Esa “plusvalía”, cuando llegara el socialismo, regresaría ... al salario de los trabajadores.

LA “PLUSVALÍA”

La “plusvalía”, por su parte, no es cualquier excedente. Por lo pronto, no lo es la amortización de capital, ni los salarios, ni los impuestos. Es “plusvalía” la parte del ingreso empresarial que configura la “ganancia neta”, deducido todo lo anterior, que retribuya el aporte de capital. Porque aún en las economías socialistas más “puras”, quienes trabajan en la producción deben sostener a los que no trabajan: niños, ancianos, discapacitados, fuerzas de defensa y seguridad, sistemas de salud, sistemas de educación, y muchos más, sin los que la sociedad no sería posible, y los trabajadores “productivos” no podrían desempeñar tampoco su tarea en una economía en marcha. Y también debe financiarse el desarrollo científico y técnico, la incorporación de productividad y aún la reserva para eventuales tiempos de crisis.
De ahí que la ética del socialismo fue siempre, desde el comienzo, el respeto al trabajo creador, considerado el valor más importante de la existencia humana. No existe socialismo sin trabajo, porque su legitimación es el aporte a la producción social, la que necesita cualquier grupo humano para proveerse de los bienes y servicios necesarios para su supervivencia y bienestar.

EL CAMINO AL “SOCIALISMO”

Los socialismos modernos –nórdicos, mediterráneos, inglés, alemán, español-, abandonado el camino leninista del cambio revolucionario, algunos desde el comienzo y otros luego de la implosión del bloque “socialista”, concentraron su esfuerzo en reducir la “plusvalía” de las empresas captándolas mediante impuestos para financiar el bienestar de las sociedades mediante programas inclusivos. Y curiosamente, encontraron puntos de coincidencia con partidos tradicionalmente vinculados al capital, interesados en mantener un clima de convivencia tal que les asegurara la competitividad necesaria para producir más y mejor. Volviendo a la tradición marxista originaria, concibieron al socialismo como un objetivo de largo plazo al que se llegará con cambios progresivos. Dejaron de ser “enemigos” de las grandes empresas y del mercado, para considerarlos socios fundamentales para el progreso económico y social.

ACUERDOS ESTRATÉGICOS

Esos puntos de confluencia fueron los acuerdos estratégicos que todas las naciones exitosas desarrollaron a través del tiempo, sin que ello fuera obstáculo para que nuevos problemas fueran incorporados a la agenda y movilizaran a unos y otros, con sus diferentes enfoques. La “segunda modernidad” o modernidad de las secuelas –en términos de Beck- trajo a la consideración los problemas generados por el éxito del mundo moderno, con nuevas demandas de razonamiento –técnicos, filosóficos, sociales- para enfrentarlos: la polución, el calentamiento global, los riesgos incontenibles como catástrofes nucleares o ambientales, el desborde tecnológico, etc., todos ellos desafíos novedosos para las tradicionales pautas interpretativas del marxismo.

LOS IMPUESTOS Y EL POPULISMO

La incautación estatal de la “plusvalía” a través de los impuestos debe cumplir, entonces, con una regla de oro: no afectar la capacidad de reinversión, la amortización del capital y la generación tecnológica, porque ello implicaría no ya defender el fruto del trabajo, sino afectar al “capital social”, o sea a la masa de capital acumulada por una sociedad durante toda su historia cuya disminución afectará al bienestar del conjunto. Y ello por una razón fundamental: si lo hiciera, no estaría defendiendo el fruto del trabajo, sino incautando a todos los demás, injustamente, parte de su ahorro histórico. Estaría “robando” lo que no le pertenece.
De esta forma, la ética del socialismo se reafirma en la capacidad humana de transformar el mundo y generar bienestar aplicando su trabajo físico e intelectual y ratifica que el centro motor de toda la elaboración teórica socialista es la justicia en la distribución de los frutos del trabajo personal, que deben revertir hacia quienes lo crean, que en la cosmogonía marxista son sus trabajadores. Lo que tiene muy poca relación con la “redistribución del ingreso” en los términos planteados por el kirchnerismo.
En efecto: sería una misión imposible rastrear en la ética del populismo relación alguna con esta construcción intelectual, porque el motor del populismo no es el trabajo, ni el compromiso con la creación de riqueza a través de la acción humana, sino la incautación lisa y llana de la riqueza existente. No asume ningún compromiso con la producción, de la que se desentiende y no le interesa afectar al conjunto liquidando capital social, al que hace objeto de su rapiña.

SOCIALISMOY POPULISMO

Mientras que el socialismo, coherente con el pensamiento moderno, se compromete con el crecimiento, el populismo recurre a la acción pre-moderna de la incautación por la fuerza, propia del ordenamiento feudal, premoderno o prehistórico. No le preocupa el “estado de derecho” –piedra angular de la organización social capitalista y socialista-, sino el puro poder. Descree del “ciudadano”, construcción intelectual que lleva ínsito el signo de la igualdad de las personas en sus derechos y obligaciones, término que con gusto erradiraría hasta del lenguaje, y endiosa el “puro poder”, ejercido por autócratas de partido único, dictaduras desmatizadas de personajes pintorescos, o autocracias indigenistas precolombinas. Mientras que para el socialismo, quien pudiendo trabajar y no lo hace no es merecedor de recibir el fruto del esfuerzo ajeno, para el populismo por el contrario es merecedor a cambio de una subordinación personal al constructor de poder, que le acercará migajas de la riqueza extraída discrecionalmente a quienes participan de su creación –trabajadores y empresarios-.

EL PROGRESISMO MODERNO

La correcta “redistribución” en términos de un progresismo moderno y avanzado sólo se justifica si tiene como objetivo facilitar la incorporación al circuito económico a los excluidos y ello tiene herramientas ya conocidas: la educación, la capacitación, el readiestramiento permanente, que debe ser no sólo laboral sino empresarial. Las formas de inclusión apuntan en el mundo de hoy, no a liquidar ahorro y capital en una especie de ficticio socialismo de demanda, sino a generar por el contrario un socialismo de oferta, garantizando a cada uno la posibilidad de participar según su esfuerzo, su capacitación, su inversión y su trabajo en la generación de bienes y servicios con cuya retribución pueda vivir dignamente.
Cierto es que también hay excluidos, personas que no lograrán incorporarse al proceso económico de producción, distribución y consumo por incapacidades insolubles o por extrema situación de debilidad. Es desde la política que deben atenderse sus problemas con programas que establezcan el “piso de dignidad” que la conciencia de cada sociedad estime adecuado, según sus respectivos objetivos y posibilidades económicas –que no serán las mismas en España, Suecia o Gran Bretaña que en Somalia, Etiopía o Costa de Marfil-. Esos programas públicos o mixtos deberán financiarse a través de los impuestos, que en una democracia moderna son el resultado de análisis medulosos en los parlamentos, encargados de encontrar la sintesis virtuosa que, con los límites claros del estado de derecho, definan quienes y cuántos aportarán y a qué finalidades se destinarán esos recursos.
¿Qué tiene que ver esto con la “redistribución del ingreso” kirchnerista? ¿Cómo puede compatibilizarse el estado de derecho con la incautación de los ahorros privados previsionales, o con la tosca apropiación de los frutos del trabajo agropecuario? ¿Qué relación guarda esta política, que descapitaliza al país provocando la evasión cotidiana de recursos por la inseguridad, que demoniza las formas empresariales más modernas y exitosas de nuestro campo, que renueva alegremente el crecimiento de la deuda pública para financiar caprichosas ocurrencias sin discusión parlamentaria, que promueve el monocultivo de soja convertida en la única actividad rentable al precio de deteriorar la diversidad del entramado económico del interior, que al captar todo el ahorro existente priva a los empresarios de crédito, y por el contrario distribuye ese ahorro sin orientación productiva alguna a fin de construir respaldo político clientelizado, que no sólo descuida sino que olvida la educación y el readiestramiento permanente de trabajadores y empresarios, que ha sumergido en un festival de corrupción la distribución de los fondos públicos –por definición, fruto del trabajo de los argentinos captados a través de los impuestos- para enriquecer a su grupo de “amigos” empresarios, políticos y sindicalistas?
Nada.
Sólo una verborragia impostada, sin fundamento económico, político o ético alguno, puede justificar la concentración de riqueza en el patrimonio personal de quienes detentan el poder mientras el país implosiona.
Esto no es progresismo. Es el populismo más reaccionario, propio de los feudos de la edad media, de las autocracias precolombinas, de las teocracias genocidas del Islam y de los explotadores de indios en reservaciones o encomiendas, en las que también se “redistribuía” una parte de la renta para garantizar nada más que la supervivencia de su fuerza de trabajo.
Su objetivo es más crudo: construir poder en beneficio propio, aunque el precio sea destrozar todo lo de bueno y honorable que la sociedad argentina –capitalista y socialista, con inversión y trabajo, con esfuerzo productivo y riesgo creador- ha construido en dos siglos de historia.

EL FRACASO DE LA “REDISTRIBUCIÓN”

En términos nacionales, la “redistribución” es, simplemente, la expresión del fracaso. Porque un país exitoso, socialmente homogéneo, articulado alrededor del estado de derecho y la autonomía de las personas, que custodie el trabajo y la inversión, no necesita que se le pase el fútbol por televisión gratuita como demostración de igualdad anunciada en términos épicos y casi revolucionarios.
Es un fracaso porque significa reconocer que no se ha conseguido, a pesar de las excelentes condiciones favorables de las que se disfrutó más de un lustro, brindar a todos igualdad de oportunidades en la lucha por la vida, que existan menos excluidos, que se haya reducido la pobreza o articulado en forma virtuosa una economía pujante con una sociedad integrada.
Es un fracaso porque los ciudadanos excluidos son más, los pobres son más, los sin techo son más, los educados son menos y peor calificados, las empresas son menos y quienes se encuentran en el último umbral de la miseria avergüenzan no sólo la conciencia de los argentinos, sino ya la conciencia universal.
Y es un fracaso porque se ha desarticulado la capacidad de crecimiento de la economía nacional al privarla de reglas de juego estables, condición esencial para desatar el impulso creador que se traduce en inversiones de riesgo, en acumulación de riqueza, y en mayor bienestar para todos, que es en definitiva el objetivo de cualquier ética y acción política progresista.


Ricardo Lafferriere

martes, 29 de septiembre de 2009

Acorralados por la realidad

Los episodios de Kraft son apenas la punta del iceberg. Confluyen allí las líneas de fuerza que atraviesan gran parte de la sociedad acentuando una presión social que no encuentra cauce de canalización y amenaza con desmadrarse sin control.

No sólo es la pobreza, que golpea ferozmente frente a la indiferencia estadística tras la cual se esconde el discurso oficial. Tampoco es sólo la indignación, ante la negación del claro mensaje electoral de los argentinos, que si el 28 de junio golpeaban al gobierno con el 70 % de sus voluntades, las muestras de opinión –bien guardadas- que llegan a los despachos en estos días informan una sustancial reducción del ya alicaído prestigio oficial, a niveles que se encuentran en los más bajos históricos que jamás haya tenido gestión alguna desde que se llevan estadísticas.
El mayor problema es hoy la compleja realidad de la vida cotidiana de todos los argentinos, jaqueados por una inseguridad orgiástica, por una recesión sin horizontes que ha ralentizado la economía impulsando la desocupación, la pobreza extrema, los cierres de comercios, la reducción de la producción fabril, la virtual paralización de la economía agropecuaria y las raídas finanzas públicas que ya se expresan en la falta de pago a obras públicas y proveedores y amenaza las transferencias a las provincias, para –simplemente- pagar los sueldos, para mejor carcomidos por una inflación no reconocida.
No es la oposición la que acorrala sin salida a Néstor Kirchner y su equipo de gobierno. Al contrario, la oposición ha tenido hasta ahora un comportamiento ateniense, consciente de la responsabilidad institucional que está en sus manos frente a un poder sin legitimidad popular y encerrado en su soberbia autista. Tampoco el poder sindical, que hace tiempo que dejó de transmitir el sentimiento de los trabajadores y está adormecido en el cuidado de sus relaciones con laboratorios medicinales, instrumentos de falsificación de remedios, lavado de dinero, vínculos con el narcotráfico y crímenes mafiosos.
Ni siquiera acorrala al gobierno la Mesa de Enlace, cuyos representados más bien la acusan de no ser suficientemente enérgica en sus reclamos, tal como los empresarios hacen lo propio con sus organizaciones a las que imputan falta de resistencia ante las iniciativas confiscatorias y anti-mercado del oficialismo.
No. Néstor Kirchner está acorralado por la realidad. Acostumbrado a un sistema de razonamiento propio de las “organizaciones” de los años 70, no logra comprender que la sociedad del siglo XXI no funciona más alrededor de las corporaciones sino que genera su estado de ánimo, sus reflexiones, sus adhesiones y sus críticas, desde cada persona, desde cada ciudadano. Todos y cada uno de ellos forma una “realidad” que no atraviesa, como en otras épocas, gremios, partidos políticos, organizaciones empresarias o grupos de activismo social. Al contrario, conforman una gigantesca orquesta de voces desarticuladas que, sin embargo, están conjugando cada vez más la misma melodía: “no los aguantamos más”.
Frente a este potente grito, que no pasa por la prensa ni las organizaciones intermedias sino que subyace en lo profundo de la convivencia nacional, no habrá “ley de medios” capaz de imponer silencio. Con un adicional: si estalla –y cualquier chispa puede encenderla- el país corre el riesgo de conmoverse hasta sus cimientos.
Es esta realidad la que acorrala a Néstor Kirchner, que, incólume, prosigue su obra destructora, sin avergonzarse por su enriquecimiento ilícito, sin dolerse por el destrozo institucional, sin disculparse por los niveles de corrupción de sus funcionarios y empresarios protegidos, sin importarle los cientos de miles de compatriotas que ya duermen en las plazas, tapados por frazadas agujereadas y cartones ajados, ajenos al bienestar estadístico difundido por el INDEC y al pan a $ 2,40 que sólo deben conseguirlo en la panadería que provee a Moreno y a la residencia presidencial.
Es la realidad la que acorrala a Kirchner.
Cuidado todos, porque –como diría alguien que muchos recuerdan- “es la única verdad”. Y cuando esa verdad, cansada de ser negada, eche a andar ocupando las calles, puede ser tarde para lamentaciones.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

"...asegurar los beneficios de la libertad..."

Uno de los primeros decretos de Raúl Alfonsín apenas reinstalada la democracia fue derogar la prohibición que había impuesto el gobierno militar de recibir señales satelitales desde el exterior sin una autorización previa de la autoridad. Los argentinos festejamos entonces esa medida, que rompía un aislamiento asfixiante. La democracia abrió el país al mundo, a sus visiones y a sus diferentes opiniones, que a través de los incipientes sistemas de “cables” comenzarían a llegar libremente a los hogares argentinos sin cortapisas, filtros ni permisos.
Tendrían que pasar más de veinticinco años para que otro gobierno volviera a implantar la prohibición de la dictadura, esta vez apoyado en la fuerza de la mayoría de legisladores integrantes de un Congreso de escasa legitimidad. Nuevamente, como durante el gobierno militar, las señales audiovisuales provenientes del exterior deberán contar con una autorización previa del gobierno para poder llegar a los hogares argentinos.
Este es uno, solo uno, de los dislates antidemocráticos de la ley de medios en discusión, cuyo trámite irregular y prepotente está siendo denunciado por los legisladores que batallan para defender los espacios de libertad que los argentinos supimos ganarnos durante todos estos años, entre los que se destacan los legisladores radicales encabezados por Silvana Giúdice y otros bloques como la Coalición Cívica y el Pro, los que sin renunciar a sus legítimas visiones diferentes, comparten la búsqueda de una Argentina abierta y plural.
No sólo las señales de origen externo deberán contar con la autorización oficial: también las agencias de publicidad, las empresas productoras, y cada una de las entidades oficiales y privadas, educativas e intermedias a las que se les “garantiza” el “derecho” a condición de inscribirse en un registro estatal (art. 22). Al estilo de las reglamentaciones totalitarias, el instrumento en debate subordina el derecho constitucional a la libertad de expresión a su inscripción y autorización por el gobierno “en las condiciones que fije la reglamentación” (art. 22) pasando por encima de las claras normas del Capítulo Primero de la Constitución, justamente titulado “Declaraciones, derechos y garantías”, en el que la Carta Magna establece los derechos de las pesonas que configuran el límite que de ninguna manera puede ser atravesado por el poder. Y es además claramente inconstitucional al exigir la condición de “argentinos” para acceder a una licencia en clara contradicción con el art. 20 de la C.N. (“Los extranjeros gozan en el territorio de la nación de todos los derechos civiles del ciudadano...”); en cuanto hace depender de autorizaciones políticas decisiones claramente empresariales, como la emisión de acciones, bonos o contraer empréstitos (art. 25); en cuanto impone la registración de los productores de señales y de contenidos (arts. 58 y 59) como condición del ejercicio de su derecho de raíz constitucional, en una clara contradicción con el objetivo de promover la pluralidad, la libertad de opinión y el derecho a la información que se han invocado como fundamentos de la iniciativa.
El texto de la ley que se pretende imponer destila desconfianza en la libertad de las personas, somete a sospecha cualquier opinión que no haya sido previamente autorizada, mantiene en control oficial constante los contenidos de los medios, invade jurisdicciones provinciales –que tampoco pueden ser alcanzadas por normas federales, art. 32 C.N.- y desborda autoritarismo al invadir actividades libres de los ciudadanos sin justificación técnica alguna. La única justificación de la intervención reglamentaria y ordenatoria por parte del Estado Nacional, que es la limitación física de la cantidad de radiofrecuencias, no justifica la pretensión de subordinar los sistemas de cable, que se encuentran en el campo típico de la actividad particular, y no tienen limitación técnica alguna. Es curioso que una ley que busca la pluralidad, ponga límites a la cantidad de señales en un sistema que no tiene limitaciones técnicas y cada vez tendrá menos.
¿Quién es el Estado para obligar a los titulares de cable a pasar gratuita y obligatoriamente el pasquín chavista Telesur en sus sistemas (art. 65)? ¿En ejercicio de qué facultad constitucional puede atribuirse el derecho de reglamentar la onerosidad de la televisión por redes fijas (art. 8)? ¿Qué norma de la Carta Magna autoriza al Estado a limitar la comunicación audiovisual realizada a través de vínculos físicos, que por definición no son limitados –como las frecuencias radioeléctricas- sino tan extensos como lo permita la iniciativa de las personas o empresas, su viabilidad económica y su receptividad por las personas?
No existe ni un solo artículo de la Constitución Nacional del que pueda deducirse que los ciudadanos han delegado en el poder la facultad de reglamentar lo que pueden escuchar o mirar por radio o televisión. Ni siquiera pueden establecerse “delitos de imprenta”, cuya definción queda expresamente vedado por el art. 32 de la C.N.
No dice la verdad el Sr. Binner cuando expresa que “esta ley es mejor que la que había” `para justificar el sospechoso apoyo de su partido a la iniciativa oficial. Ni la dictadura se animó a tanto. Este engendro fascio-estalinista, sostenido por una pareja de autócratas y una claque de legisladores peronistas, retroprogresistas y “socialistas” de legitimidad menguada, quedará en la historia como el intento de regresar la comunicación del país a los tiempos oscuros de la dictadura.
Deja en solitario una voz poderosa, la que surja del poder nacional manejando de manera discrecional el sistema de medios públicos –los únicos autorizados a una red de alcance nacional-, sometiendo las pequeñas empresas privadas al disciplinamiento directo de la discrecionalidad, o a la más disimulada de la también discrecional distribución de la publicidad oficial para la que no se establece pauta ni criterio, impidiendo el surgimiento de cualquier contrapeso comunicacional de importancia. Fragmenta la opinión pública en infinidad de pequeñas voces desarticuladas, y ahoga la capacidad nacional de producción, limitándola técnicamente mediante la forzosa reducción de su escala. Como en otros campos, la Argentina se aislará aún más del mundo, en uno de los campos en que más logros y reconocimiento internacionales ha logrado –por su publicidad, sus unitarios, sus telenovelas-. Volver a las tolderías, no otra cosa significará el obligatorio deshuase de los grandes medios...
La estrategia de esconder los reales propósitos de la ley en una pretendida lucha “antimonopólica” montada en el fastidio de la opinión pública con las veleidades de un multimedio caprichoso puede ser exitosa en el corto plazo. Pero en lo que importa, los argentinos tendremos menos pluralidad, más autoritarismo, más dedito levantado y cadenas nacionales, más publicidad oficial apabullante –como en el “fútbol gratis”-, menos acceso a las fuentes oficiales, más ocultamiento de la corrupción, menos riqueza de debate, más dogmatismo esclerosado. Nunca una invocación libertaria ha contenido tantas prohibiciones y tantos límites.
Con esta norma muere una parte importante de la democracia argentina. Lo que no significa otra cosa, para quienes creíamos ya instalada en el país la vigencia democática, que una convocatoria a no bajar los brazos, a renovar la lucha con más fuerza que nunca.
El proyecto oficial, por debajo de su verborragia engañosa, pretende volver a las prohibiciones de la dictadura. Quienes creemos en la democracia y la sociedad abierta deberemos seguir luchando para volver al 83 y recuperar el estado de derecho.


Ricardo Lafferriere
sólo

viernes, 18 de septiembre de 2009

Cuando mueren las palabras

Los parlamentos y la democracia se inventaron para que en lugar de pelear con armas y matarse, las personas utilizaran las palabras, máxima creación de la evolución humana, para articular conceptos, juicios y valoraciones, intercambiarlas e intentar acordar decisiones conjuntas en temas que afectarán la vida de todos.
Para usar las palabras hay que saber hablar –obviamente-. Y cuanto más sofisticado sea el tema en cuestión, cuanto más complejos sus matices y más denso el entrelazado de incidencias, mayor capacidad de abstracción demanda en los protagonistas para conseguir el fin buscado.
Las palabras conllevan una definición y un compromiso. Definen el concepto que se expresa y arrastran el compromiso, por parte de quien las emite, de mantener su coherencia temporal –no cambiarles el significado- y su coherencia lógica –cuando construye con ellas juicios, silogismos y discursos-. Las palabras sin definición y sin compromiso inhiben su papel de reemplazo de la lucha. Se convierten en algo así como armas vacías de la lucha primitiva, e incorporan la mentira en su propia enunciación, ya que al no implicar compromiso de su identidad semántica transtemporal se vacían de su búsqueda de conceptos superadores en el debate para reducirse a la primaria portación de algún disvalor que se supone descalificante para el adversario, o coartada justificatoria de borocotizaciones vergonzantes.
Libertad sin libertad, justicia sin justicia, desarrollo sin desarrollo, equidad sin equidad, progreso sin progreso, tolerancia sin tolerancia, estabilidad sin estabilidad, superávit sin superávit, leyes sin leyes... y a la inversa, la corrupción se combate pero se defiende, el crimen se persigue pero se encubre, la pobreza se condena pero se impone, el estancamiento se niega pero se refuerza, el aislamiento se promueve pero se evita...
Algo así se siente al leer los discursos de ofialistas y aliados –estables y “ad-hoc”- en los debates del Congreso Nacional; algunos de ellos, más conscientes que otros de las contradicciones intrínsecas y escasamente éticas del falsamiento porque leen y escriben, intentan escudarse en interesadas citas académicas invocadas fuera de contexto, como barniz disimulante, al estilo de los albañiles despreocupados de las paredes torcidas que levantan, porque "total, el revoque tapa todo"...
¿Qué hacer cuando mueren las palabras?
La ciencia política respondería: sólo la lucha. No la “lucha democrática”, por definición asentada en el intercambio maduro de palabras sustantivas, sino la lucha primitiva y visceral por el triunfo a cualquier precio, convertido en la única posibilidad de sobrevivencia.
Nada bueno sale de esto. Un gigantesco vacío en el alma democrática de quienes sienten –sentían...- el orgullo de vivir en un país que en tiempos respetados marcó rumbos, y hoy se notan empujados a los escalones más rudimentarios del espacio público.
Cuando mueren las palabras vuelven tiempos oscuros. Los que la humanidad conoció antes del ágora. Los que los argentinos conocimos antes de 1853. Y antes de 1983.


Ricardo Lafferriere

martes, 15 de septiembre de 2009

Podredumbre

Quizás haya que remontarse a tiempos oscuros para encontrar un acontecimiento que evidencie una descomposición moral, una indolencia político administrativa y una indiferencia tan atroz hacia la vida humana y la dignidad de las personas como los hechos que están saliendo a la luz sobre los medicamentos falsificados y la red de corrupción que alcanza a sindicalistas, políticos y empresarios de medicamentos.

Quizás tampoco nunca alcancemos a conocer totalmente la cantidad de damnificados que han muerto creyendo recibir las medicaciones recetadas y en su lugar fueron tratados con medicamentos vencidos, cuando no contaminantes, y la multitud de pacientes a los que, aún sin haber fallecido, han recibido medicación inoperante.

Los hechos son de una magnitud tan atroz que dejan sin habla.

Los “empresarios” de los laboratorios proveedores de estas drogas han gozado de la impunidad que les brinda su pertenencia al círculo más íntimo de la política oficial. Han sido aportantes de la campaña electoral de la actual presidenta, y el sindicalista hoy complicado forma parte de los apoyos gremiales más firmes del kirchnerismo.

El funcionario –hoy desplazado- encargado de su control pertenecía, a su vez, al nivel más cercano de relaciones con el otrora poderoso Jefe de Gabinete de Ministros, o sea el cargo de la más estrecha e íntima vinculación política con el presidente y luego de la presidenta de la Nación, para cuya campaña electoral recaudó cerca del 50 % del total. Y las investigaciones han llegado a descubrir su relación con homicidios atroces, obviamente impunes.

Pero el sistema de corrupción y horror que está saliendo a la luz difícilmente pueda imaginarse reducido a la Asociación Bancaria: como lo ha reiterado hasta el cansancio la propia ex Ministra de Salud de la Nación, Graciela Ocaña, virtualmente toda la estructura sindical y de obras sociales sindicales tiene idénticas prácticas.

El Juez actuante ha requerido al gobierno la urgente intervención de la obra social investigada, y el decreto se ha anunciado. Hay que poner mucho esfuerzo para abrir un espacio de confianza al funcionario designado y que no aparezca, obsesiva, en la prevención de los ciudadanos la imagen del zorro cuidando el gallinero, que no otra cosa implica que el kirchnerismo esté a cargo de controlar la corrupción.

Mientras, en lugar de hacerse cargo del escandaloso episodio que tiene sobre ascuas a millones de argentinos –que aportan a alguna obra social sindical y deben recibir o están recibiendo atención médica en estos días- y en una demostración patética de la burbuja de aislamiento de la realidad, la presidenta de la Nación convoca a una conferencia de prensa para hablar... ¡sobre la ley de medios audiovisuales!

Una moraleja se va abriendo paso en este “affaire”: la salud de los argentinos no tolera más el sistema de las “obras sociales sindicales”. El paso hacia un seguro de salud integral, que cubra a todos por igual, con funcionamiento autónomo y profesional, totalmente alejado de las corporaciones empresariales, políticas y gremiales, es el camino que muestran los países que han logrado establecer un sistema de salud pública del mejor nivel posible al alcance de todos los ciudadanos.

Y una limpieza total, profunda, de raíz, debe realizarse mientras tanto en los organismos públicos del Ministerio de Salud que tienen a su cargo el control normativo, recordando que su función no es repartir dinero entre sindicatos adictos, conseguir fondos para las campañas electorales o abrir paso a laboratorios inescrupulosos sino, sencillamente, proteger la salud de los ciudadadanos.

La podredumbre debe terminar. Los que gobiernan no pueden seguir matando argentinos impunemente.

Ricardo Lafferriere