El
riesgo de abordar con una mirada imparcial el conflicto judicial que la
Argentina mantiene con los acreedores que no ingresaron en el Canje en los
tribunales de Estados Unidos es ubicarse en el “borde” del relato oficial y a
un paso de caer en la demonización “antinacional” y “antipopular”. Pero trataremos
de hacerlo, conscientes que se trata de un tema del que se desprenderán
consecuencias altamente gravosas para el país y que está lejos de ser tratado por
la justicia norteamericana con la ligereza de los argumentos oficiales, que
tras el barniz “nac & pop” nos está llevando innecesariamente al borde de
un abismo. En esa eventual caída, los que más sufrirán serán los compatriotas
de menores ingresos, sin defensas ni espaldas para soportar una tormenta que
puede llegar a ser de las más grandes sufridas por el país en su historia.
Veamos
los antecedentes. La Argentina es deudora por bonos impagos emitidos por
diferentes gobiernos, en los que incluyó la jurisdicción de los tribunales
norteamericanos como uno de los argumentos que en su momento ofreció para que
posibles inversores los compraran. Como en la mayoría de las emisiones de
países en desarrollo que desean tomar capitales prestados, la subordinación a
la justicia de Nueva York intenta darle a quienes se intenta seducir la mayor
seguridad de que no serán defraudados en sus préstamos.
Con
esta cláusula, los bonos fueron adquiridos por inversores diversos. Al
producirse la interrupción de pagos, todos dejaron de cobrar. Y cuando el país
ofreció volver a pagar a aquellos que aceptaran una “quita” de más del 60 % (es
decir, devolver sólo el 35 % aproximadamente del monto original) la gran
mayoría aceptó. Pero hubo otros que no. Son “holds-out”, “esperan afuera”.
¿Tenían
derecho los que no aceptaron a hacer lo que hicieron? Sí, porque en el plano
internacional no existe un procedimiento concursal o de quiebras, que permita a
los deudores fallidos a liquidar su patrimonio, que los acreedores se
repartirían de manera forzosa para todos –como en el derecho interno- y a
“empezar de nuevo”, con las limitaciones jurídicas de los quebrados. Lo que se
debe, se debe. No prescribe, no se olvida, ni se evapora. Ante los acreedores
que no aceptan una “quita”, el deudor lo sigue siendo por la totalidad de la
cantidad pactada, con más sus intereses. De hecho, es como si dijeran: “No
queremos cobrar de menos. Esperaremos hasta que logremos cobrar todo”.
¿Cuál
es entonces la situación jurídica de los acreedores que no aceptan? No pierden
ningún derecho. Pueden reclamar judicialmente sus créditos en la jurisdicción
pactada y buscar bienes del deudor para su ejecución forzada. Su diferencia con
los que sí aceptan es que no cobran “por las buenas”, en la manera ofrecida por
el deudor fallido, sino que asumen la carga de la ejecución judicial.
¿Pueden
vender sus créditos? Sí, porque son bienes en el mercado, títulos-valores con
vida propia, desprendidos de la operación original, de los que existen en todas
las bolsas del mundo. Sus dueños pueden hacer con ellos lo que les plazca:
venderlos, rematarlos, regalarlos, romperlos. Su cotización depende de la estimación
del mercado sobre la posibilidad de cobro. En el caso de los “holds-out” con
créditos contra Argentina, se cotizaban a alrededor del 38 % del valor nominal.
Pasando
entonces en limpio: los acreedores que no entraron en el canje pueden ser
calificados de “buitres”, “animales”, “chupasangre”, “demoníacos” o lo que se
le ocurra al deudor moroso –o sea, a la Argentina-. En realidad, en términos
legales, no hacen otra cosa que reclamar de manera previsible un crédito
legítimo, que obtuvieron porque el deudor alguna vez le pidió prestado dinero
que después no devolvió en las condiciones pactadas. Las descalificaciones ni
obligan, ni categorizan, ni inciden, en la naturaleza jurídica de las
acreencias y en sentido estricto no configuran otra cosa que argumentos de
marketing político, ajenos a la justicia.
Un juez
aplica la ley –en cualquier país- y su deber es hacer cumplir las obligaciones.
Esto no es un invento del imperialismo: el pago de las deudas está reglamentado
desde el Código de Hammurabi (1760 AC) y la Biblia, en todas las legislaciones
del mundo, de todas las épocas. Es la base de la construcción jurídica de la
humanidad, que fue un avance sobre los tiempos en que las deudas se cobraban
por mano propia en tiempos del Antiguo Testamento: “vida por vida, ojo por ojo,
diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida
por herida y contusión por contusión". Sólo si la víctima lo pedía, se
anulaba la pena cambiándola por una suma de dinero que el perjudicado fijaría.
De lo contrario, se cumplía al pie de la letra y sin apelación posible.
En nuestro caso, los acreedores
que no aceptaron el canje reclamaron esa deuda en la justicia prevista para
ello, obtuvieron su declaración de legitimidad, y comenzaron a buscar bienes
para ejecutar al deudor, como lo hace cualquier acreedor burlado.
El juez
ante el que se tramita el reclamo recibió incluso una intimación de la Cámara
de Apelaciones de Nueva York, ordenándole que, dado el tiempo transcurrido, dispusiera
la forma en que los acreedores puedan cobrar su deuda. No sólo eso: en una
reciente resolución, ha dispuesto perseguir los eventuales fondos particulares
de los presidentes argentinos que se niegan a pagar la deuda del país, Néstor y
Cristina Kirchner, dejando una ventana abierta para perseguir a otros
funcionarios.
Ante la inexistencia de otros
bienes disponibles, decretó que las deudas de los “holds-out” debían cobrarse
en forma proporcional de los fondos que el deudor –la Argentina- remitía a un
banco norteamericano para pagarle a los que sí entraron al canje, el “banco
pagador”. Éste actúa como mandatario del gobierno argentino. Los fondos
pertenecen al gobierno argentino hasta que se transfieren a cada acreedor, y en
consecuencia podrían ser embargados. “En principio”.
¿Por qué “en principio”? Porque
esta decisión, aunque lógica desde el punto de vista jurídico, tiene
consecuencias graves para el movimiento del sistema financiero (argumento político-económico)
ya que si es así, todas las restructuraciones de deudas que se realicen en el
futuro serían inviables si no fueran aceptadas por el 100 % de los acreedores.
Claro que desde el punto de vista jurídico, esto no puede ser un argumento para
que la ley no se aplique y los acreedores “holds-out” no puedan cobrar sus
créditos sobre fondos de los deudores.
La situación
se ve agravada por el permanente (e innecesario) desafío verbal del gobierno
argentino deudor contra la decisión judicial, reiterando a plena voz que no
pagará. Esa actitud fue la determinante para que el juez Griesa haya decidido
sacar el tema de la “zona gris” en la que, con infinita paciencia y desgaste de
su autoridad lo había ubicado durante casi una década y definir de manera
terminante que esa deuda puede cobrarse embargando los fondos argentinos
enviados para otros fines.
Pero
esta decisión trae otro problema: si procediera como se ha resuelto, no habría posibilidades
de más restructuraciones, porque los acreedores de países en problemas sabrían
que no tienen ventajas aceptando canjes con quita, si pueden cobrar ejecutando
sus créditos sobre los fondos destinados a los pagos de los que sí aceptan
quitas. Ninguno querría cobrar de menos. Las “soluciones creativas” diseñadas
por los operadores financieros, las instituciones de crédito, los gobiernos
endeudados y los propios gobiernos de los países centrales no podrían
efectuarse. Curiosamente, todos los protagonistas del “sistema” (deudores,
acreedores “in”, Bancos, presidentes y presidentas) aspiran a que no se aplique
la ley, sino los acuerdos políticos.
Tanto una solución como la otra
genera grandes conmociones en el sistema financiero, por los antecedentes que
establecen. Y la justicia norteamericana, último garante del sistema mundial de
pagos, debe establecer un cartabón sobre un conflicto en el que se enfrentan el
derecho de propiedad –de los acreedores a cobrar sus deudas-, que es el puntal
último de la economía mundial, con las soluciones “conversadas”, al estilo de informales
procesos de convocatoria de acreedores internacionales, que dejan afuera a
acreedores a los que no les conviene aceptar esos términos que les imponen
deudores y terceros.
Negar lo primero (que los
acreedores cobren lo pactado) implicaría dejar al sistema financiero mundial
sin base legal, y de paso –para la justicia norteamericana- renunciar a ser
considerada la “máxima seguridad” para las transacciones. Pero negar lo
segundo, cerraría las puertas a soluciones políticas imprescindibles para
países en problemas. Singular desafío para los jueces de la Cámara de
Apelaciones de Nueva York, que se encuentran –ante la falta de normas
internacionales vinculantes- sometidos a la presión de los intereses de unos y
otros.
¿Qué harán? Puestos en estos
extremos, el viejo principio del derecho romano “dura lex, sed lex” (ley dura,
pero ley) es que la justicia se incline por hacer lugar a los reclamos de los “holds-out”.
La “realpolitik” quizás los lleve a atemperar en el tiempo el cumplimiento de
la obligación, pero sería muy difícil que se rechace el reclamo acreedor, porque
significaría ignorar la ley y por lo tanto se asemejaría en mucho al caos
económico global generalizado, que de golpe se encontraría sumergido en una gigantesca
incertidumbre.
Desde esta página hemos reiterado
más de una vez que la economía global ha desbordado las legislaciones –y la
política- diseñada en tiempos de los Estados Nacionales soberanos, con
economías autárquicas. En este caso, está claro que la ausencia de un
procedimiento establecido de quebrantos que permita reglamentar casos como el
argentino (o como el griego, o como el ruso o el mexicano) incrementa la
incertidumbre –y eleva el costo- de la intermediación financiera.
Pero por el otro lado, la
pretensión de la utilización indiscriminada de un concepto de derecho público
como la “soberanía” por parte de administraciones fallidas para no abonar
deudas contraídas en el mercado privado, coloca a todo el sistema al
borde de su implosión y amenaza con retrotraer el escenario a los tiempos
anteriores a la Doctrina Drago -cobro compulsivo de deuda externa, inclusive por medios militares-.
En efecto: si bien pareciera de
sentido común que los Estados no fueran sometidos a las leyes aplicables a los
particulares, también lo es que la economía sería imposible si los deudores pudieran
dejar de pagar sus deudas en las condiciones pactadas cuando se les ocurra,
máxime cuando para endeudarse se han sometido a las normas del derecho privado
y han renunciado voluntariamente a oponer su soberanía como defensa en caso de
incumplimiento.
Entre esos dos extremos se
balancea la difícil decisión que deba tomar la justicia de Estados Unidos, ante
la cuál la prudencia parece aconsejarnos –como deudores- no colocarse en los
extremos –como la desafiante actitud de “no les pagaremos” porque son la
“justicia del imperio”- que pueden obligarla a tomar la peor decisión, no tanto
por el problema de fondo, sino como necesaria reacción ante un justiciable
rebelde que da un “mal ejemplo”.
Para la Argentina y sus
autoridades, como parte en litigio, guardar las formas, respetar a los jueces y
prometer acatamiento y voluntad de pago –o sea, volver a la “zona gris”- será mucho más efectivo que las frases
altisonantes sin ningún efecto procesal positivo pero muy alta peligrosidad, si
lo que se busca es salir del problema y no agravarlo. La alternativa se acerca
peligrosamente a la periferia del planeta, en el límite con las zonas
marginales.
La Argentina no está hoy precisamente
en condiciones de declararle la guerra al mundo –ni a nadie-, cualquiera fuere
la convicción sicológica íntima de su máxima autoridad. Salvo que, sin importar
sus consecuencias, se estuviera gestando a propósito un grave conflicto externo
para escudar tras él, con toscas proclamas patrioteras, las enormes falencias
de gestión de los últimos años.
Sería posible, aunque también perverso.
Ricardo Lafferriere