Los
procesos electorales concentran debates. En ese “maremágnum” los ciudadanos
deben encontrar un rumbo que defina su voto.
Temas
coyunturales, pasiones, recelos, ilusiones, estrategias, tácticas, amistades, simpatías,
lealtades, agradecimientos, revanchas, son, entre otros, los componentes de una
gran ecuación realizada por cada ciudadano. Sin embargo, al final, todo se
define en una sola acción: elegir una boleta e ingresarla en la urna.
La
democracia, punto de llegada de la evolución política de las sociedades
civilizadas, se asienta en este enigmático conjunto de motivos diversos que los
aspirantes a representantes se esfuerzan en alinear para llegar a los números “mágicos”
que se elaboran en cada batalla.
“Más
del 30”; “no menos del 15”; “una ventaja de 10”; “el 5, para entrar en el
reparto” “mayoría absoluta”; terminan operando como cifras fantásticas que
otorgan triunfos, mantienen en carrera, habilitan negociaciones, alientan
futuras ilusiones y sirven de base para las nuevas construcciones conceptuales y
alquimias de poder.
¿Hay
algún componente más importante que otros? Pareciera que varían. Cada ciudadano
define su decisión según su propia tabla de valores, que cambia según cada
circunstancia histórica.
Quienes
optan por la militancia política, participan en los debates internos de una
fuerza con cuyas conclusiones deben alinearse, al saldarse esos debates. Esa
actitud es tan necesaria para la democracia como la que adoptan los ciudadanos
que prefieren mantener su libertad absoluta de reflexión y opinión.
Los partidos administran el poder
en las coyunturas y ese papel es inherente a la esencia de la política como
función constitutiva de la sociedad. Es el “componente agonal”, que
necesariamente debe contar con una dosis de “encuadramiento”, “disciplina” y "espíritu de cuerpo".
Pero los debates abiertos
incentivan levantar la mirada al horizonte, estimulan la reflexión creativa,
generan trascendencia. Sin ellos, la lucha por el poder corre el riesgo de
agotarse en el puro poder, perdiendo su legitimidad ética.
Una democracia sin partidos es
imposible –lo estamos viendo-. Nada menos que el partido del gobierno ha estado
al borde de su desaparición jurídica, por no cumplir con una vida interna ni
siquiera latente. Ello repercute en un sistema político escaso de ideas y en un
gobierno cada vez más aislado y débil.
Pero una democracia sin
ciudadanos librepensadores también es imposible. La
reducción del debate nacional al cruce de consignas propio de la lucha política
agonal o a la repetición nostálgica de banderas de otros tiempos han raquitizado la reflexión estratégica. El país no sabe a dónde va. Nadie se
anima a decirlo, y tal vez, nadie lo sabe.
El ejercicio de la ciudadanía
analizando y participando del debate público “al margen” de la lucha por el
poder enriquece las opciones, permite a los ciudadanos una visión de largo
plazo y ayuda a orientar a quienes están en las trincheras de la coyuntura con
reflexiones que, tal vez, no tienen cabida en su lucha cotidiana.
Miremos, por ejemplo, “Vaca
Muerta”. Es comprensible la duda del ambiente político: miles de millones de
dólares potenciales podrían ayudar –cualquiera sea el color del gobierno- a
aliviar la gran dificultad de la política: obtener recursos de los ciudadanos
para reorientarlos de acuerdo a sus programas y prioridades. Porque gastar es “lindo”,
pero cobrar impuestos no lo es tanto.
El atajo de conseguir recursos
del subsuelo es muy atractivo. Son fondos que no se le sacan a nadie –vivo-. Su
efecto negativo se verá a largo plazo –cuando las personas y los políticos sean
otros-. Y sus consecuencias ambientales directas afectan a un número ínfimo de votantes, comparándolo con el grupo al que habría que cobrarle impuestos.
Y una ventaja adicional: los
recursos serían enormes. Como una lotería, ganada además, sin comprar billete.
Lo muestra la complejidad del
debate neuquino. Obras públicas que difícilmente podrían realizarse en un plazo
rápido, enriquecimiento económico, sensación de prosperidad… ¿cómo podría su
gobernador oponerse? ¿Cómo resistir la tentación de “venderle el alma al diablo”,
aunque signifique contaminar napas, agregar más polución al envenenamiento del
agua potable, romper el subsuelo y sumarse a los odiosos mega-contaminadores
globales causantes del cambio climático?
No es casual que –salvo, tal vez, la honrosa excepción de Pino Solana-, los principales candidatos capitalinos y bonaerenses eviten referirse al tema a pesar de su determinante -y patética- consecuencia en el perfil del país que resultará de esta operación.
No es casual que –salvo, tal vez, la honrosa excepción de Pino Solana-, los principales candidatos capitalinos y bonaerenses eviten referirse al tema a pesar de su determinante -y patética- consecuencia en el perfil del país que resultará de esta operación.
Difícilmente pueda surgir desde
la política una voz que alerte sobre los riesgos y, a la vez, conserve su
chance de ser exitosa en su obligación primaria de llegar al poder. Pero
alguien debe hacerlo, y es la función principal de los ciudadanos,
intelectuales, académicos y organizaciones de la sociedad civil.
Esa función fiscalizará tanto la
tendencia cortoplacista de la política agonal como las tentaciones de ganancia
rápida de las corporaciones y preparará la conciencia ciudadana para hacer más fácil
la tarea de la propia política al definir políticas públicas.
Definir el gran rumbo. Esa es la
mirada estratégica. La gran ausente de nuestra convivencia, pero la que debemos
hacer renacer con un comportamiento diferente en el seno de la sociedad civil,
ya que es tan difícil hacerlo en el campo político por las características competitivas
que le son propias.
Pero si no lo hacemos, el riesgo
es seguir marchando en círculos, esterilizando esfuerzos, frustrando ilusiones y agravando esta gris decadencia que ya lleva más de ocho décadas.
Ricardo Lafferriere