Ventana reflexiva
“…es noventista y promercado…”
Estado, mercado… ¿discusión sin
fin?
El Estado y el mercado suelen ser presentados como los
extremos de una contradicción. Sin embargo, el Estado y las grandes
corporaciones parecen ser los grandes articuladores de las sociedades modernas.
El primero es el símbolo del poder. Las segundas, de la
economía.
Uno, como responsable del orden y el bien común. Las otras,
de generar bienes y servicios.
Ambos constituyen “organizaciones”, con normas y jerarquías
internas. En los países democráticos, el primero está presuntamente asentado en
los ciudadanos, cuya representación política invoca. Las segundas, en el mercado y los consumidores, de los que se reivindican
servidores.
Sin embargo, cada vez cuesta más identificar al Estado con
la democracia y a las corporaciones con el mercado.
En la base de ambos, de acuerdo a la visión de los
revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, están los ciudadanos. Son las
personas –y no ninguna abstracción conceptual o sujeto colectivo- los
depositarios últimos de la libertad, del poder y de sus propios intereses.
Democracia y mercado no nacieron rivales, sino socios. La novedad es que
quienes hoy los invocan –Estado y corporaciones- suelen ser los verdaderos
socios en su negación y comportamientos viciosos.
Los ciudadanos, a pesar de ser invocados por ambas
organizaciones de poder –político y económico- están en estos tiempos cada vez
más marginados de sus decisiones, virtualmente concentradas en sus respectivos
gestores: los dirigentes políticos, en un caso; y sus accionistas y directorios,
en el otro.
Los Estados modernos tienen componentes “democráticos” –las
elecciones son su paradigma- pero también componentes “no democráticos”, ajenos
a la decisión y escrutinio ciudadano. Éstos no pueden controlar ni incidir realmente
en decisiones tan determinantes –entre muchas otras- como son los niveles
inflacionarios, las asignaciones presupuestarias, las obras públicas que se
construirán, las características de los servicios públicos o el contenido de la
educación.
Las decisiones de las corporaciones que no son decididas por
el “mercado” sino por sus propias políticas empresariales tampoco son menores,
entre otras la orientación de sus investigaciones tecnológicas, la fuerte
incidencia de sus decisiones de mercadeo en la generación de necesidades o
las gestiones de “lobby” para obtener decisiones públicas favorables en detrimento
de otros actores o valores.
La imbricación entre ambas concentraciones de poder conforma,
por último, un estrato íntimamente relacionado por favores recíprocos porque la
política necesita –para llegar al poder- del respaldo económico corporativo y
las corporaciones necesitan –para mejorar sus balances- medidas políticas alejadas de la ortodoxia de
los mercados perfectos y del control estatal.
Esa asociación –y no el “mercado”-
fue la característica de “los noventa” que en varios aspectos se proyecta hasta
hoy: corporaciones escapando al mercado, Estado escapando al control ciudadano,
Estado y corporaciones socios en el poder y los negocios.
Sin embargo, Estado y corporaciones son necesarios. Es tan inimaginable
una sociedad sin orden político como lo sería sin producción, avances
tecnológicos, bienes o servicios. Los alimentos, el equipamiento médico, la
producción de automóviles o las comunicaciones –que proveen las corporaciones- son
bienes tan necesarios como la acción estatal contra la inseguridad, la
violencia cotidiana o la ausencia de contención social. Sonaría tan fuera de
época pretender que Samsung no fabricara más celulares o Bagó medicamentos como
que el Estado se desentendiera de la inclusión social o de la educación.
Estado y corporaciones tienen mucho que dar y mucho dan para
el bienestar ciudadano. Pero ambos tienden a fundamentar y justificar sus
acciones en impostaciones éticas no siempre relacionadas con los principios que
invocan, sino más bien con sus aspiraciones más directas: más poder, uno; más
ganancias, las otras. No todo lo que hace el Estado es democrático, ni todo lo
que hacen las corporaciones responde a las necesidades del “mercado”.
El secreto de un buen análisis consiste en “poner las cosas
en su lugar”, para no errar en el diagnóstico ni en las soluciones. Confundir “mercado”
con corporaciones es igual que confundir “democracia” con “Estado”. Un
activismo social sofisticado e inteligente que los observe y controle debe ser
el límite de ambos.
El activismo social, custodio de los valores diversos
compartidos por los integrantes de sus diferentes grupos, no es una novedad de
estos tiempos. Las ligas de consumidores existen desde hace décadas, así como
organismos defensores de los derechos humanos. La novedad es la multiplicidad
de vías posibles y de campos de acción, por la complejidad social, la revolución
de las comunicaciones y la interactividad.
La aparición de peligros
nuevos como la superexplotación de recursos naturales, la extensión de
las redes de delito global, el terrorismo y los desbordes en la lucha
antiterrorista, la anulación de la privacidad, la corrupción pública-privada, la
especulación financiera desenfrenada, la agresión al ambiente, la manipulación
de la opinión pública y la colusión viciosa de ambos –Estado y corporaciones-
sin control ciudadano son los espacios más necesitados del activismo social.
Por eso se exige al Estado más transparencia, a las
corporaciones mayor cuidado ambiental y nada de comportamientos monopólicos y a
ambos que no tengan una recíproca relación mañosa.
La política y los partidos políticos son vínculos necesarios
entre el poder y los ciudadanos, aunque no tienen ya la exclusividad en la
determinación y vigencia de los valores sociales. Deben asumir los nuevos espacios
y comprender que el Estado no es ya el impoluto representante de la democracia
sino que ha sido objeto de una cooptación sistemática, usualmente oculta, por
parte del poder corporativo.
La acción partidaria debe impregnarse de la complejidad de
la vida ciudadana, recreando y reforzando su legitimidad con una imbricación respetuosa con la militancia
social y estimular el debate abierto, fiscalizador del Estado y de las
corporaciones.
El nuevo individualismo militante que llega de la mano del creciente
poder ciudadano no niega el derecho a las ideologías. De hecho, defiende el
derecho de cada uno a tenerla libremente. Lo que resiste es la ideología
impuesta, y con más razón cuando intenta serlo desde el poder.
La democracia es la autonomía personal, diría David Held. No
hay democracia cuando no hay autonomía. Esa autonomía es limitada, entre otras
formas, por el clientelismo y por la manipulación del mercado. Es tan
antidemocrático encerrar a los ciudadanos en un “corralito” político o
ideológico, como limitar arbitrariamente sus opciones económicas –como
productor, trabajador, empresario o consumidor- o mantenerlo en la extrema
pobreza, limitación suprema de cualquier autonomía personal.
Las personas, cada vez más celosas de su identidad, su
independencia y su libertad de elección, están tomando -y lo harán
crecientemente- un papel activo y consciente en su propia defensa y en la de
los valores en los que creen, sea que llegue la amenaza desde el poder político
o desde el económico.
Han advertido los peligros y se auto-organizan para evitarlos.
Los relatos que ocultan intenciones no expresadas (como el endiosamiento del
Estado “nacional y popular”, o la presunta intangibilidad de “los mercados”) a
costa de reducir el espacio de libertad y autonomía ciudadanas son superados
por reclamos relacionados con la agenda concreta.
Eso significa más democracia.
Es la buena noticia
que llegó con este comienzo de siglo en todo el planeta y también en la
Argentina.
La movilización del campo en el 2008, la “primavera árabe”,
los “indignados” de Europa y Estados Unidos, las grandes marchas del 2012 y
2013 y la innumerable cantidad de iniciativas ciudadanas por temas diversos que
ponen límites al Estado y a las decisiones corporativas conforman un nuevo
escenario que está sin dudas destinado a ser característica permanente y
saludable de los años que vienen.
El olvidado tercer actor se suma al debate. Son los ciudadanos.
Ricardo Lafferriere