Excedentes dilapidados. Tal podría ser una caracterización
–benigna- de los diez años kirchneristas.
Llegaron al gobierno en pleno despertar del precio de la
soja, con los salarios públicos licuados por la macrodevaluación duhaldista,
sin pagar deuda externa a raíz de la declaración de Default de Rodríguez Saá y
con los precios internos ultra-deprimidos por esa misma decisión.
Lo peor del derrumbe había pasado, con la gestión de
Duhalde, que pagó el precio del caos que había ayudado a provocar.
Parafraseando a Domingo Cavallo, podría decirse que a la
administración de Néstor Kirchner, ya desde el comienzo, “le brotaba la plata
de las orejas”.
El superávit que generó la caída del 2001 –desemboque
inexorable del megaendeudamiento de los 90, que le explotó en la cara al
gobierno aliancista luego de la mecha encendida por el peronismo bonaerense y
sus aliados- abría enormes posibilidades para cualquier conducción no ya
impecable, sino sólo racional y con un mínimo siquiera de sentido común.
Entre las opciones, se eligió la peor. Los excedentes no
fueron volcados a la inversión productiva, sino a disimular los desequilibrios
volviendo a lo peor de la etapa de la economía “cerrada”, ya agotada en la
crisis anterior, la de 1989. Fue acompañada de una sistemática tarea de
demolición de la institucionalidad, de la desaparición del dialogo y de ataques
a la unidad nacional.
El viento de cola hizo el resto. El país vivió diez años en
un adictivo jolgorio consumista, aún frente a los alertas de opiniones más
sensatas. Tal vez sea bueno recordar las advertencias de Roberto Lavagna y de
Elisa Carrió –los candidatos adversarios de Cristina Kirchner- en el 2007:
ralentizar ese jolgorio consumista y volcar recursos a la inversión. En lugar
de “crecer” en forma engañosa al 8 % anual dilapidando recursos pero con un
horizonte muy corto, hacerlo firmemente al 5 % con un programa inteligente de
largo plazo.
La respuesta de Kirchner entonces fue “son neoliberales que
quieren ajustar la economía”. De nuevo montó sobre el engaño una polarización
tramposa.
Y así nos fue. Seguir con el voluntarismo nos costó volver
al endeudamiento público –a esta altura, superior a la propia deuda defaulteada-,
agotar las reservas petroleras, confiscar los ahorros previsionales, comerse
las reservas del Central, liquidar el stock ganadero, dejar envejecer la
infraestructura y, por último, volver a la inflación con el primitivo mecanismo
de emitir dinero sin respaldo ni control.
Hasta aquí llegamos. El populismo se quedó sin capacidad de
maniobra, porque todos los caminos se cerraron. Se agotaron, tanto las rentas
como los recursos fácilmente “manoteables”.
El kirchnerismo nunca fue funcional a un crecimiento
virtuoso, inteligente y moderno, diseñado para imbricarse en el mundo global
participando de la revolución científico-técnica, de la potencialidad del
mercado mundial y de la capacidad de iniciativa de los emprendedores
argentinos.
La novedad ahora es que el kirchnerismo también dejó de ser
funcional al propio populismo. Su continuidad sólo ofrece un fuerte ajuste recesivo –incompatible con su “relato” populista- o un desestabilizante estallido
inflacionario de grandes dimensiones. O, en el “mejor” de los casos, una mezcla de ambos que
combine recesión con inflación.
Sólo la recreación de nuevas fuentes de rentas de las que
apropiarse podría otorgarle un período de gracia, prolongando la agonía. Las
tres posibles –relanzamiento de la megaminería, superexplotación del Shale y nuevo endeudamiento externo- están fuera de
su alcance, por las características discrecionales de su estilo de gestión que
espanta inversores y prestamistas.
En una dramática contradicción existencial, el kirchnerismo
como expresión política cerró todas las chances de salvataje económico, ni
racional ni populista. Nadie invertirá y nadie prestará dinero a la Argentina
con ellos en el gobierno.
Sin funcionalidad con la economía, es difícil imaginar cómo
atravesarán el desierto estos dos años. Ellos, y el país. En consecuencia, y aún
sin contar con más información que la pública, es evidente que el país se mueve
en la cercanía de una crisis política.
Usando la terminología de otros tiempos, la “contradicción
principal” en la coyuntura engloba hoy al desarrollo y al propio populismo en
un polo, y al kichnerismo en el otro.
Nadie sabe cómo será el final. Tal vez lo más inteligente,
antes que un derrumbe estrepitoso, sería un retiro voluntario que permita
procesar la transición en el marco democrático. Así lo hizo Fernando de la Rúa
en el 2001 prefiriendo renunciar a su prestigio a provocarle al país un daño
mayor.
Pero pocos imaginan este gesto en la presidenta y muy pocos
lo quieren, no precisamente por afecto a la señora, sino porque implicaría
tener que gestionar las consecuencias que, cualquiera sea el gestor,
conllevarán fuertes turbulencias de las que sólo se podrá salir con decisiones
audaces.
Con un agregado: en el marco de esas turbulencias habrá que
saldar el debate sobre el rumbo definitivo que debe tomar el país, ya que aún
caído el kirchnerismo, el viejo populismo no ha muerto y no está claro que el
país nuevo esté aún listo para nacer.
Es una lástima tener nuevamente enfrente una crisis política
originada en la rudimentaria gestión de gobierno que no sólo desaprovechó una
excelente oportunidad internacional sino que vació al país de todas sus
reservas estratégicas y nos retornó al punto de partida.
Cuando se remueva el velo de los números falsos y se apague
el espejismo, quedará a la luz que los argentinos estamos sustancialmente más pobres que una década atrás, con menos recursos disponibles
y con mayores problemas que resolver.
Sería bueno prepararse comenzando desde ya a discutir “el
fondo del problema”, que en última instancia no es más que decidir entre el
pasado que muere y el futuro posible. Será la forma de esperar la crisis
adelantando tareas, para facilitar su salida.
Ricardo Lafferriere