jueves, 12 de septiembre de 2013

Frente a una nueva crisis política

Excedentes dilapidados. Tal podría ser una caracterización –benigna- de los diez años kirchneristas.

Llegaron al gobierno en pleno despertar del precio de la soja, con los salarios públicos licuados por la macrodevaluación duhaldista, sin pagar deuda externa a raíz de la declaración de Default de Rodríguez Saá y con los precios internos ultra-deprimidos por esa misma decisión.

Lo peor del derrumbe había pasado, con la gestión de Duhalde, que pagó el precio del caos que había ayudado a provocar.

Parafraseando a Domingo Cavallo, podría decirse que a la administración de Néstor Kirchner, ya desde el comienzo, “le brotaba la plata de las orejas”.

El superávit que generó la caída del 2001 –desemboque inexorable del megaendeudamiento de los 90, que le explotó en la cara al gobierno aliancista luego de la mecha encendida por el peronismo bonaerense y sus aliados- abría enormes posibilidades para cualquier conducción no ya impecable, sino sólo racional y con un mínimo siquiera de sentido común.

Entre las opciones, se eligió la peor. Los excedentes no fueron volcados a la inversión productiva, sino a disimular los desequilibrios volviendo a lo peor de la etapa de la economía “cerrada”, ya agotada en la crisis anterior, la de 1989. Fue acompañada de una sistemática tarea de demolición de la institucionalidad, de la desaparición del dialogo y de ataques a la unidad nacional.

El viento de cola hizo el resto. El país vivió diez años en un adictivo jolgorio consumista, aún frente a los alertas de opiniones más sensatas. Tal vez sea bueno recordar las advertencias de Roberto Lavagna y de Elisa Carrió –los candidatos adversarios de Cristina Kirchner- en el 2007: ralentizar ese jolgorio consumista y volcar recursos a la inversión. En lugar de “crecer” en forma engañosa al 8 % anual dilapidando recursos pero con un horizonte muy corto, hacerlo firmemente al 5 % con un programa inteligente de largo plazo.

La respuesta de Kirchner entonces fue “son neoliberales que quieren ajustar la economía”. De nuevo montó sobre el engaño una polarización tramposa.

Y así nos fue. Seguir con el voluntarismo nos costó volver al endeudamiento público –a esta altura, superior a la propia deuda defaulteada-, agotar las reservas petroleras, confiscar los ahorros previsionales, comerse las reservas del Central, liquidar el stock ganadero, dejar envejecer la infraestructura y, por último, volver a la inflación con el primitivo mecanismo de emitir dinero sin respaldo ni control.

Hasta aquí llegamos. El populismo se quedó sin capacidad de maniobra, porque todos los caminos se cerraron. Se agotaron, tanto las rentas como los recursos fácilmente “manoteables”.

El kirchnerismo nunca fue funcional a un crecimiento virtuoso, inteligente y moderno, diseñado para imbricarse en el mundo global participando de la revolución científico-técnica, de la potencialidad del mercado mundial y de la capacidad de iniciativa de los emprendedores argentinos.

La novedad ahora es que el kirchnerismo también dejó de ser funcional al propio populismo. Su continuidad sólo ofrece un fuerte ajuste recesivo –incompatible con su “relato” populista- o un desestabilizante estallido inflacionario de grandes dimensiones. O, en el “mejor” de los casos, una mezcla de ambos que combine recesión con inflación.

Sólo la recreación de nuevas fuentes de rentas de las que apropiarse podría otorgarle un período de gracia, prolongando la agonía. Las tres posibles –relanzamiento de la megaminería, superexplotación del Shale  y nuevo endeudamiento externo- están fuera de su alcance, por las características discrecionales de su estilo de gestión que espanta inversores y prestamistas.

En una dramática contradicción existencial, el kirchnerismo como expresión política cerró todas las chances de salvataje económico, ni racional ni populista. Nadie invertirá y nadie prestará dinero a la Argentina con ellos en el gobierno.

Sin funcionalidad con la economía, es difícil imaginar cómo atravesarán el desierto estos dos años. Ellos, y el país. En consecuencia, y aún sin contar con más información que la pública, es evidente que el país se mueve en la cercanía de una crisis política.

Usando la terminología de otros tiempos, la “contradicción principal” en la coyuntura engloba hoy al desarrollo y al propio populismo en un polo, y al kichnerismo en el otro.

Nadie sabe cómo será el final. Tal vez lo más inteligente, antes que un derrumbe estrepitoso, sería un retiro voluntario que permita procesar la transición en el marco democrático. Así lo hizo Fernando de la Rúa en el 2001 prefiriendo renunciar a su prestigio a provocarle al país un daño mayor.

Pero pocos imaginan este gesto en la presidenta y muy pocos lo quieren, no precisamente por afecto a la señora, sino porque implicaría tener que gestionar las consecuencias que, cualquiera sea el gestor, conllevarán fuertes turbulencias de las que sólo se podrá salir con decisiones audaces.

Con un agregado: en el marco de esas turbulencias habrá que saldar el debate sobre el rumbo definitivo que debe tomar el país, ya que aún caído el kirchnerismo, el viejo populismo no ha muerto y no está claro que el país nuevo esté aún listo para nacer.

Es una lástima tener nuevamente enfrente una crisis política originada en la rudimentaria gestión de gobierno que no sólo desaprovechó una excelente oportunidad internacional sino que vació al país de todas sus reservas estratégicas y nos retornó al punto de partida.

Cuando se remueva el velo de los números falsos y se apague el espejismo, quedará a la luz que los argentinos estamos sustancialmente más pobres que una década atrás, con menos recursos disponibles y con mayores problemas que resolver.

Sería bueno prepararse comenzando desde ya a discutir “el fondo del problema”, que en última instancia no es más que decidir entre el pasado que muere y el futuro posible. Será la forma de esperar la crisis adelantando tareas, para facilitar su salida.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 11 de septiembre de 2013

SIRIA

Y todos contentos…

                Desde la década del 90 Rusia viene luchando por recuperar el posicionamiento perdido.

                Su autoestima de superpotencia devenida en potencia decadente, su sistema “modélico” para medio planeta convertido en una maraña de mafias y corrupción, su presencia internacional desplazándose desde uno de los polos del poder mundial a un país dependiente de sus materias primas como un país en desarrollo más, han sido la obsesión de viejos cuadros dirigentes entre los cuales Vladimir Putin es su principal emergente.

                Rusia necesita volver a posicionarse, si no en el mundo al menos en la región. Su liderazgo, cerca de China, Irán, Turquía, Siria y los países del viejo “Turquestán” –hoy, ex integrantes de la vieja URSS con alianzas variadas y no siempre leales- necesita ponerse en valor.

                Estados Unidos, por su parte, desea desde hace ya varios años retirarse del medio oriente. Irak y Afganistán, sus últimas dos guerras, han abierto heridas en su propia sociedad nacional produciendo un hiato de una magnitud pocas veces vista en su historia entre los ciudadanos y el poder. Ha tenido la suerte del surgimiento de las nuevas tecnologías que permiten la extracción del petróleo profundo (Shale) que le permite no sólo autoabastecerse sino convertirse en exportador de combustibles. No necesita –y tampoco parece desearlo- mantener un costoso despliegue militar tan lejos “de casa” para actuar como gendarme en regiones que no sólo no se lo agradecen sino que lo repudian, cuando dependerá cada vez menos de su petróleo.

                En ese ajedrez, para quienes seguimos la marcha del mundo, es fuerte la tentación de imaginar que la amenaza a Siria ha tenido, en realidad, otro destinatario: Irán. Una Irán aliada de Rusia, pero cuyos arsenales nucleares no pueden alegrar a su vecino. Un Irán que, aliada también de Siria, conforma una pareja de países difícilmente controlables por nadie, en posesión de armamentos demasiado peligrosos para tenerlos cerca.

                De ahí al acuerdo ruso-norteamericano hay un paso. La amenaza del ataque a Siria tuvo ya su primera consecuencia colateral: Irán ha aceptado volver a conversar el control de su programa nuclear por la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) -http://noticias.terra.com.ar/internacionales/el-tiempo-para-resolver-el-tema-del-programa-nuclear-irani-no-es-ilimitado-iran,691f0805e0701410VgnCLD2000000ec6eb0aRCRD.html-, lo que neutralizará cualquier proyecto de fabricación de armas nucleares. Y la propuesta (¿rusa?) sobre Siria tendrá la consecuencia de anular su arsenal de armas químicas.

                La otra tentación es la de imaginar que la amenaza del bombardeo norteamericano a Siria ha sido una gigantesca puesta en escena, tácita o expresamente acordado con Rusia, en un ajedrez geopolítico, militar y diplomático que ha puesto en vilo al mundo. Los hechos hablarán para confirmar o desmentir esa sospecha.

                Porque si todo termina como puede imaginarse, Irán avanzará hacia su desnuclearización, Siria hacia la eliminación de su arsenal químico y Estados Unidos podrá continuar su repliegue, delegando su papel de gendarme en la región en favor de una Rusia que habrá recuperado allí un liderazgo claro para reforzar su posición frente a China y no tendrá más en su flanco suroccidental dos países que, aunque aliados, cuenten con peligrosas armas de destrucción masiva.

                Tal vez sea todo imaginación. Lo que está claro es que en estos casos, para quienes –como nosotros, en la Argentina- no tenemos intereses directos comprometidos en el entuerto, lo peor que podemos hacer es “comernos el amague” y tomar posiciones por impulsos viscerales que terminen perjudicándonos gratuitamente en otros temas que son los que realmente nos afectan e interesan.

Ricardo Lafferriere

                

lunes, 9 de septiembre de 2013

"Fin de ciclo..." (¿cuál?)

                Kirchnerismo, populismo, peronismo. ¿Cuál es la etiqueta cuyo fin se anuncia?

                Como en todos los conceptos políticos, la misma palabra puede tener varios significados. La de “ciclo” no es una excepción, y no es lo mismo escucharla de un peronista tradicional, un kirchnerista, un peronista “renovador” o un opositor no peronista.

                ¿Qué es lo que se termina? Por lo pronto, pareciera que lo que está expresando sus últimos estertores es el kirchnerismo, como fenómeno político que, aunque incluye el populismo entre sus características, no lo agota.

                Las características del kirchnerismo, expresión grotesca del populismo banal, son más bien propias del autoritarismo patrimonialista, asentadas en un relato rudimentario pero intelectualmente seductor para gran parte del “establishment” político-cultural argentino. Sus afirmaciones han confrontado con la realidad cada vez más profundamente, por lo que han debido escudarse en la mentira –de las cifras económicas, de la historia nacional, de los valores en los que se funda y de los principios que levanta como su identidad-.

                Este fenómeno, el kirchnerismo, es el que, al carecer de posibilidades de continuidad en su liderazgo y al tomar distancia del aparato político peronista sobre el que cabalgó desde sus inicios, se acerca a su fin, es de esperar que en el marco de los plazos y la legalidad institucional.

                 Diferente es el caso del populismo. Su fin está ligado a los límites del conjunto de creencias en las que se asienta. Ellas son un Estado elefantiásico e inútil para gestionar pero de gran valor para ser utilizado en el patrimonialismo, la pretensión de una economía nacional “autárquica”, la ligereza en negar deudas y en confiscar patrimonios para edificar poder con su reasignación discrecional, la convicción de que el poder debe tener escasos límites a los que deba atenerse así como los ciudadanos escasos derechos que deban respetarse y la marginación internacional como consecuencia de la pretensión de la condición de “acreedor eterno” del país con respecto al mundo, que, al contrario, lo ve como un “deudor pertinaz”.

                Estas creencias trascienden al kirchnerismo. Las rimbombantes decisiones “nacionalistas” –de las cuales la esperpéntica expropiación de YPF ha sido tal vez la muestra extrema- han sido acompañadas claramente por la mayoría del estado político-cultural del país, desde gran parte de sus dirigencias políticas, empresariales y gremiales de todos los colores hasta el ambiente predominante en el periodismo, la academia y la población en general. Hasta Federico Pinedo votó una decisión tan abstrusa como lo fue estatizar Aerolíneas Argentinas, que le ha costado al país desde 2008 hasta hoy, sin ningún beneficio que lo compense, más de cuatro mil millones de dólares, a razón de más de dos millones de dólares por día.

                También son ciertos los testimonios contrarios, como los casos de la confiscación de ahorros previsionales, la extensión de las facultades extraordinarias al Poder Ejecutivo, la apropiación de las reservas del BCRA o la propia pretensión de institucionalizar la confiscación sobre los ingresos agropecuarios, que provocó la espontánea rebelión rural acompañada políticamente por el radicalismo, el PRO, peronistas disidentes y la Coalición Cívica, entonces liderada por Elisa Carrió. Este último caso entraría en la historia grande con el pronunciamiento del entonces vicepresidente, Julio Cobos, que votando en disidencia con el gobierno que hasta entonces acompañaba, expresó un límite inherente a su formación democrática-republicana de raíz radical y abrió una nueva etapa de reconstrucción opositora.

                Si lo miramos desde ese estado cultural predominante, el populismo tiene aún vida. La rapidez con que el fin de ciclo kirchnerista anuncia ser reemplazado por una alternativa afirmada en sus mismos escalones dirigenciales y conducido por una cúpula que compartió los trazos básicos de la gestión que se agota es un gran testimonio. La mayoría se cansó del kirchnerismo, pero tiene aún expectativas en la prolongación de un ciclo populista más tolerable en las formas.

                Distinto es el interrogante sobre la viabilidad económica de ese modelo. Financiado por rentas apropiadas, es viable mientras existan esas rentas. Su origen puede ser diverso, aunque tienen un común denominador: son riquezas generadas por personas o sectores a los que se demoniza caprichosamente, al efecto de poder arrebatárselas. Es posible mientras esas fuentes las sigan generando. Deja de serlo cuando se agotan.

                No obstante, sería arriesgado afirmar que ya lo han hecho. Es posible imaginar la reaparición de la renta minera y aún de la hidrocarburífera, montada en la irracional explotación de los yacimientos de Shale. Cierto es que ambas van en la cuenta del deterioro ambiental, pero al populismo eso no le interesará demasiado. 

                 Sin embargo, los requerimientos de inversión en ambos casos son incompatibles con el kirchnerismo por su concepción discrecional del poder, que le resta credibilidad para atraer inversores, pero no lo serían con un esquema más institucional. Lo mismo ocurre con la tercera alternativa, la de un nuevo endeudamiento externo. Curiosidades del destino: la institucionalidad recuperada podría hacer reaparecer rentas extraordinarias que podrían financiar tanto una estrategia de crecimiento como otra etapa populista. El peligro está a la vuelta de la esquina.

                Históricamente las fuentes de rentas han sido los recursos agropecuarios, los ahorros previsionales, las reservas en divisas y el endeudamiento público. Lanzarse sobre ellos para volcarlos alegremente al consumo oculta tras una niebla adictiva una realidad económica que no tiene ideologías: no hay crecimiento genuino sin inversión. 

                 Arrebatar discrecionalmente ingresos marginando la ley y el funcionamiento virtuoso de las instituciones constitucionales provoca dos consecuencias: que los damnificados traten de defenderse ocultándolos (la economía “negra”) o sacándolos del sistema (la “fuga de divisas”) y que la inversión se desestimule, haciendo imposible el crecimiento de largo plazo. Las dos tienen en nuestro país una dolorosa presencia y la seguirán teniendo mientras el populismo siga predominando en el juego del poder.

                El fin del kirchnerismo coincide entonces con fuertes limitaciones del propio populismo, a las que se ha agregado la incapacidad de gestión política en razón de su forma de ejercicio del poder destemplada, agresiva e intolerante, lo que ha provocado un vuelco de la opinión pública aparentemente irreversible.

                Llegamos al tercer agregado. El “fin de ciclo” ¿alcanza al peronismo? Da la impresión que está lejos de alcanzarlo. Más bien –como se adelantó- el peronismo es el que más impulsará el fin de ciclo kirchnerista, de cuya implosión intentará desmarcarse. Lo está haciendo con la irrupción del “massismo”, aunque ya había insinuado rebeldías anteriores.

                El peronismo expresa una matriz político cultural cercana al populismo que, cuando gestiona eficazmente, recibe el respaldo de ciudadanos independientes. La matriz político cultural rival, la democrática-republicana, sigue fragmentada en impostaciones ideológicas que le restan credibilidad y –consecuentemente- apoyo mayoritario. Sus conducciones no han acertado a diseñar una propuesta coherente que conduzca a un crecimiento acorde con el nuevo paradigma productivo global y un importante sector tiende, además, a disputar al peronismo símbolos populistas en una tarea condenada al fracaso: la coherencia intelectual, de la que son tributarios, tiene un hiato irreparable entre el país moderno al que aspiran y el arcaísmo populista predominante del que, sin embargo, temen alejarse quitando en consecuencia coherencia a su relato y haciendo inviables sus propuestas.

                El kirchnerismo ha agotado su ciclo. No lo ha hecho aún el populismo, que como monstruo de mil cabezas puede renacer de muchas formas. Y mucho menos el peronismo, cuya existencia, aunque históricamente ligada al populismo, también lo supera. Refleja una de las alternativas con que cuenta la sociedad para confiarle el poder.

La otra, la democrática-republicana, mayoritaria en la base de la sociedad, que supo vertebrarse en otros tiempos alrededor de la estructura radical, espera aún que una dirigencia virtuosa logre su articulación política en una propuesta amplia, plural, inclusiva, modernizadora, con vocación de gobierno y a la que pueda confiarle la conducción del país para la superación definitiva del populismo.

El tiempo dirá si lo hace nuevamente alrededor del viejo partido, de una opción nueva o si sencillamente no lo logra, dejando al peronismo, con su versatilidad y capacidad de interpretar los cambios de épocas, la posibilidad de sucederse a sí mismo.


Ricardo Lafferriere

martes, 3 de septiembre de 2013

Obsesivo arcaísmo

                Han vuelto a aparecer por estos días –en analistas políticos de los medios más que tradicionales, en algunos dirigentes partidarios y hasta en intelectuales setentistas tardíos- la pretensión de encuadrar la compleja realidad de estos años en las categorías de moda hace medio siglo, de “izquierdas” y “derechas”, o “progresistas” frente a “moderados”.

                Alguno –incluso- ha anunciado la formación de dos “bloques” en el país que, uno en el “centroizquierda” más “pro-Estado” y otro en el “centro-derecha” más “pro-mercado”, “ambos democráticos y republicanos", le den equilibrio a la democracia.

La posición es tentadora. Fue señalada como un objetivo ya por Néstor Kirchner –y, proyectándonos más en el tiempo, la de los propios militares brasileños, cuando organizaron para su sucesión dos partidos que imaginaban en ambos flancos del espectro ideológico de entonces-.

La realidad se impuso. El oficialismo brasileño hoy se estructura alrededor del Partido de los Trabajadores. La oposición, alrededor del Partido Movimiento Democrático Brasileño y del Partido socialdemócrata brasileño. Los tres tienen izquierdas y derechas.

En la propia Venezuela, donde el “socialismo bolivariano” pretende encarnarse como la revolución del siglo XXI, los hechos lo han llevado a expresar las políticas más conservadoras ante una oposición que ha generado un liderazgo, el de Enrique Capriles, nacido en posiciones históricamente progresistas, liderando un frente alternativo con un abanico de matices.

Desde esta columna hemos advertido repetidas veces sobre el arcaísmo que conlleva, a este punto de la evolución humana, pretender encasillar la política en categorías propias de la primera mitad del siglo XX.
Cierto es que la democracia necesita dos grandes coaliciones de gobierno, que le den equilibrio al funcionamiento político y eviten el desborde del poder. Estas grandes coaliciones se dan en las democracias exitosas.

No es tan cierto que respondan a contextos ideológicos cristalizados. Su efectividad, por el contrario, depende de su capacidad para organizar propuestas que hagan sintonía con las necesidades de cada momento, en el marco de las posibilidades que permite el escenario de la realidad, global y local.

Miremos Estados Unidos. ¿Son los demócratas la “izquierda progresistas” y los republicanos la “derecha conservadora”? Tal vez hoy así parezca. Sin embargo, los demócratas fueron los más fervientes sostenedores de la esclavitud –primero- y la segregación racial –luego-, ante los republicanos (el “gran viejo partido”) que lideraron el ingreso norteamericano a la modernidad, antiesclavista y proteccionista para impulsar su desarrollo industrial. Los republicanos fueron “la izquierda” de entonces, frente a “la derecha” cerril de las plantaciones sureñas. La historia invertiría los términos varias veces, hasta hoy.

Al enfrentarse con problemas parecidos, la respuesta del demócrata Obama no puede ser muy diferente de la del republicano George Bush, matices al margen.

El Partido Colorado, hoy visto como “la derecha” uruguaya, fue el partido de la modernidad, el que construyó el estado laico, la educación igualitaria, los derechos obreros y el incipiente desarrollo industrial. Se oponía al Partido Blanco, antes conservador y estanciero, reflejo del Uruguay rural. Los tiempos de la dictadura los encontraron invertidos, con Wilson Ferrayra Aldunate apareciendo como el líder del “progresismo” ante la “moderación” de Sanguinetti y los colorados. El Frente Amplio uruguayo, por su parte, conformó una fórmula exitosa de un ex Tupamaro con un economista que muchos frenteamplistas califican de “neo liberal”.

Entre nosotros, ¿podríamos encontrar una línea ideológica –en los términos que hablamos- que le de coherencia a las posiciones de Yrigoyen, Alvear, Frondizi, Illia, Alfonsín y de la Rúa, los presidentes radicales? ¿podríamos encontrar una línea de coherencia ideológica entre Perón, Cámpora, Isabel, Menem y Kirchner, los presidentes peronistas? ¿Tenía “coherencia ideológica” la excelente fórmula radical en 1983, que unía a un histórico renovador de Buenos Aires con un prestigioso representante de la sociedad cordobesa más tradicional?

Nuestra lectura no pretende alzarse contra la historia sino más bien interpretarla. Ella nos dice que las dos grandes coaliciones “político-culturales” de la Argentina no son ni de centroizquierda ni de centroderecha. Son estructuras cuya función es ejercer el poder articulando a la sociedad de la forma que mejor responda a las cambiantes realidades históricas.

Si algún común denominador debiera buscarse, éste estaría ajeno a lo ideológico. Es más lábil y se percibe como una forma de ejercer el poder más que por los objetivos también generales en los que pareciera no haber discrepancias profundas.

Ambas son coaliciones “inclusivas”. Esta característica parece ser una demanda de la mayoría de la sociedad, cualquiera sea su posición ideológica. Expresan la búsqueda de una sociedad más equitativa, sin grandes polarizaciones sociales, que aplaude la búsqueda de la igualdad –política, económica, social- y que reconocen la identidad nacional sobre la base de un piso apoyado en la educación popular que han sostenido conservadores, radicales y peronistas.

La diferencia, si hay que expresar alguna, se relaciona más bien con las formas de ejercicio del poder y en la relación del poder con los ciudadanos. Mayor apego a la ley, una. Más centrada en el ejercicio del poder discrecional, la otra. Más intransigente en la prolijidad ética, una. Más tolerante con la corrupción administrativa, la otra. Más confiada en el Estado, una. Más respetuosa de la libertad e iniciativa de los ciudadanos, la otra.

Sin embargo, son diferencias que no trazan líneas de división tajante. Hay innumerables peronistas honestos y radicales que han mostrado un excelente manejo del poder. Hay radicales que cuando han visto la conveniencia de una acción estatal no han dudado en hacerlo, y peronistas que cuando lo han considerado sido necesario, han descansado en lo privado.

La democracia necesita dos grandes coaliciones. Pretender darle a esas coaliciones una identidad ideológica permanente agrega una demanda “contra natura”, con una consecuencia: la fragmentación. Evita la conformación de una confluencia plural frente a otra confluencia plural. Otorga ventajas a la coalición que entiende con más inteligencia cómo funciona la etología de la política, la más básica, la relacionada con la antropología en su relación con el poder.

En términos prácticos, este obsesivo arcaísmo ideologicista garantiza a la coalición que sí entiende cómo funciona la sociedad su permanencia indefinida en el poder. El costo es hacer tenue el límite democrático y hasta le permita sucederse a sí misma, con la formación no ya de una coalición alternativa sino de una sucesoria.

Ricardo Lafferriere


martes, 27 de agosto de 2013

Default y buitres

Un default no es un festejo. Es trampear una deuda.

Es cierto que hay ocasiones en que no hay soluciones más accesibles. Así pasó en el 2002, cuando hizo crisis el mega-endeudamiento contraído en los 90.

No es un hecho para enorgullecerse, sino para avergonzarse. La responsabilidad de caer en él es de quien pide prestado y no paga, porque no sacó bien sus cuentas, porque gastó más de lo que podía, o porque simplemente las cosas vinieron mal.

Ser un deudor fallido implica perder prestigio, dejar de ser merecedor de la confianza para nuevos préstamos. Y por sobre todo, obliga a empezar a hacer las cosas bien, para no caer en la misma trampa y demostrar a los demás que se ha aprendido del error.

El pago ofrecido en su momento por el gobierno a los deudores que aceptaran una quita –sustancial- fue un primer paso. Muchos aceptaron y fue un éxito. Pero otros no. Quedaron afuera. Prefirieron esperar.
Estaban en su derecho. La prudencia hubiera aconsejado comenzar conversaciones con ellos para incorporarlos a la normalización de los pagos, máxime cuando la economía nacional comenzó a funcionar aceptablemente bien y permitía ese camino.

Igual procedimiento debió seguirse con el Club de París, acreedores públicos europeos con el que hubo hasta un anuncio presidencial que abrió esa expectativa (¡un anuncio presidencial!...)

La irresponsabilidad prefirió el camino de convertir la trampa en una épica, y muchos compatriotas se sumaron alegremente al “paga Dios”,  como si se tratara de una revolución emancipadora. Y hasta se bautizó a los acreedores como “buitres”, por tener el atrevimiento de pretender cobrar la deuda.

Por supuesto, los acreedores siguieron los juicios. Era previsible. Y lograron convertir al país en un paria internacional, como los deudores crónicos que tienen que cambiar de vereda cuando transitan por la calle, para evitar los reclamos.

La presidenta no puede salir en un avión del Estado, porque se lo pueden embargar. Las transferencias de dinero público necesitan inventar mecanismos especiales, para evitar ser trabadas. Hasta la Fragata Libertad debió sufrir la humillación de ser detenida por deudas en un puerto africano, y su tripulación –incluyendo los oficiales invitados de Marinas hermanas- debiendo regresar a sus países hasta solucionar el entuerto. 

Y no hay créditos para obras de infraestructura que el país necesita urgentemente, mientras se debe reconocer al audaz que le preste a la Argentina un interés que multiplica por cinco o por seis lo que se le cobra a Uruguay o Bolivia.

Demasiados avisos. Hasta el fallo de diciembre de 2012 del Juez Griesa, en cuya jurisdicción litiga el Estado Nacional, por su propia decisión al momento de emitir los bonos ejecutados y no porque lo decida “el imperio”.

En ese momento no sólo nosotros sino la mayoría de los que saben de estos temas alertamos sobre el plazo adicional que se abría para intentar un arreglo con los acreedores “hold out”. Pero se prefirió insistir en el discurso de la épica de utilería. La que ahora nos pone al borde del abismo, “retrotrayéndonos al 2001”, como dice su Ministro de Economía. Tal parece que la solución tantos años proclamada del “problema de la deuda” no era tal, sino que estaba apoyada en cimientos de barro.

Ahora ha sido la Cámara de Apelaciones de Nueva York la que confirmó el fallo, llegando a calificar a la Argentina de “deudor pertinaz”. Y lo confirmará –porque jurídicamente no hay otra alternativa- la propia Corte Suprema. Los voceros oficiosos de la presidencia argentina –dicen los diarios- ahora imputan también a la justicia norteamericana conspirar para trabar la reforma judicial argentina. No hay límites para el grotesco.

Sin embargo, parece que, a pesar de la histeria, “no come vidrio”. La señora ha anunciado que abrirá una nueva etapa negociadora, la que tantas veces negó de plano. Sería bueno que se aproveche, por el bien de un país que su incapacidad ha vaciado a un límite que quedará al descubierto apenas se libere la economía y las cosas tomen su real valor.

Ha dicho también que el fallo de la justicia norteamericana “es injusto”. Olvidó lo que se enseña en la Facultad en la que estudió derecho: “dura lex, sed lex” (“La ley es dura, pero es la ley”). El mismo principio que ella aplicó, en sus tiempos de abogada exitosa a los deudores fundidos por la Circular 1050 de la Dictadura, cuando ellos les decían que era “injusto” tener que entregar sus viviendas por una deuda hipotecaria.

Seguramente es injusto. Tan injusto, que debió preverlo cuando decidió insultar a todos para alimentar su ego de cartón en lugar de trabajar en silencio para evitar la injusticia con el objetivo que indica, simplemente, el sentido común: pagar lo menos posible dentro del marco de la ley y sin romper relaciones con nadie.

Ningún análisis estratégico. Ningún debate colectivo. Llegamos a esto sólo por la histeria y la impostación ideológica fuera de época, prefiriendo jugar con arcaicos símbolos movilizadores y decirle discursos al espejo.

Las consecuencias las pagaremos todos los argentinos, no sólo el 54 % que la votó.

Ésta es la primera muestra. Dolorosa, indignante. Verdaderamente injusta. No por culpa de la “justicia del imperio” sino por la impericia de un gobierno que, en lugar de esforzarse para recuperar el prestigio de la Nación, ha decidido convertirla en un “deudor pertinaz”.

Convertido, a pesar de ello y según sus propias palabras, en caprichoso “pagador serial” aún de lo que no se debe –como el pago anticipado al FMI- sobre el sufrimiento de su gente y sus posibilidades de futuro.


Ricardo Lafferriere


Siria: armas químicas y derecho internacional

El año próximo se celebrará el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial.

Fue el primer gran conflicto en el que se pusieron en uso armas químicas y gases venenosos. El horror generado por su utilización fue tal que en el propio Tratado de Versailles, que le puso fin, se dejó establecida su prohibición.

Fueron luego objeto de una nueva convención, el Protocolo de Ginebra, acordado en 1928, que Estados Unidos no ratificó hasta 1974. En el ínterin, varios ensayos más limitados mostraron el horror de un arma que no diferencia entre civiles y militares, entre combatientes y mujeres, ancianos o niños.

Ya en tiempos más cercanos, Saddam Hussein lo usó contra los kurdos y en la guerra contra Irán, pero debe reconocerse que ha existido un acuerdo general en su condena y un aceptable consenso internacional sobre su erradicación.

Por ese motivo, la comprobada utilización de armas químicas en el conflicto interno de Siria ha conmovido especialmente a la opinión pública mundial, volviendo a instalar la demanda de la intervención de los grandes países en condiciones de utilizar fuerza militar en la zona.

El presidente Obama manifestó, a mediados de 2012, cuando se conocieron las primeras informaciones sobre su utilización en el conflicto sirio por parte del régimen de Al  Assad, que esa sería una “línea roja” que no toleraría. De ahí que el –ahora- comprobado lanzamiento de gases sobre poblaciones civiles cercanas a Damasco lo ubica en un singular dilema.

Efectivamente: si actúa, involucrará a su país en un nuevo conflicto sin intereses nacionales directos comprometidos. Si no lo hace, su prestigio internacional se verá afectado fuertemente no sólo como superpotencia residual sino deteriorando su credibilidad más allá del límite. Irán, Corea del Norte y cualquier nueva amenaza de proliferación de armas de destrucción masiva sabrán que enfrente hay sólo un “tigre de papel”.

Por eso la reticencia es mayor que nunca. Erradicadas ya las motivaciones –reales o imaginadas- económicas y geopolíticas a raíz de la creciente independencia occidental de las fuentes petroleras del oriente medio, la opinión pública norteamericana, aunque afectada, no desea involucrarse en otro conflicto exterior de los que luego les resulta difícil escapar –como Irak o Afghanistan-. 

Europa, por su parte, reclama intervención –como lo ha hecho Francia a través de su presidente Hollande- pero no con tropas propias sino incitando a Estados Unidos a hacerlo, como en Kosovo.

Y para coronar la complicación política, los “beneficiados” –si es que pudiera usarse este término- de un eventual uso de la fuerza contra el gobierno sirio serían grupos irregulares que ningún lazo político o ideológico tienen con el mundo occidental. Entre ellos, formaciones claramente vinculadas a Al Qaeda.

El régimen sirio, por su parte, alineado firmemente con Rusia que lo protege y defiende por razones geopolíticas, justifica su duro accionar invocando su condición de resistente frente al terrorismo y al fundamentalismo islámico.

Las poblaciones civiles de las zonas en conflicto, mientras tanto y como ocurrió en la Primera Guerra Mundial, son las principales afectadas. Los horrorosos testimonios gráficos de los últimos días, con cadáveres de niños y mujeres muertos por efectos del gas, así como los testimonios de los sobrevivientes que lograron exilarse, son un fuerte llamado a la conciencia de la humanidad, que ha reflejado en su conmovedor llamado nuestro compatriota, el papa Francisco.

No parece justificado que a esta altura de la evolución humana no se encuentre otra forma de resolver un conflicto que recurriendo a armas de alcance masivo, que debieran ser erradicadas al igual que toda forma de violencia colectiva.

El principio de la soberanía nacional es aún clave, a pesar de su vetustez, para la relación entre los Estados. Pero cede su prioridad ante uno preferente: la vigencia de los derechos humanos, superior a cualquier otra consideración o abstracción política.

Un Estado que ataque a sus ciudadanos no merece consideración alguna por parte de la comunidad internacional, que debe arbitrar los medios a su alcance, como lo ordena su Carta Fundamental, para defender los derechos de todas las personas que viven en el planeta.

La crisis en Siria pone en escena una vez más la insuficiencia de la actual organización internacional y la necesidad de institucionalizar un poder supraestatal en condiciones de disciplinar a los poderes nacionales, con procedimientos preestablecidos, institucionalizados y transparentes, en casos de violaciones flagrantes a los derechos humanos.

Es la ONU –más que los países individuales- quien deberían estar en condiciones de decidir cómo obrar, rápida y eficazmente, evitando contaminar su acción con motivaciones geopolíticas sino centrando su reflexión en las personas afectadas al margen de cualquier sospecha o interés económico, religioso o geopolítico.


Ricardo Lafferriere

viernes, 23 de agosto de 2013

El árbitro y los dueños de la pelota

La convocatoria de la presidenta en Santa Cruz a quienes considera “los dueños de la pelota” (sic) para acompañarla en la homologación una mega-irregularidad más de su gestión al oficializar un proceso licitatorio amañado no puede leerse en otra clave que la del intento de consolidación del modelo rentista vigente desde 2002/2003.

Si la sola presencia de los grandes contratistas del Estado y la industria protegida ya es sospechosa, la ausencia de los sectores más dinámicos proveedores de divisas del país, los agropecuarios, no puede leerse en otra clave que en la de considerarlos nuevamente los grandes perdedores.

También estuvieron ausentes los trabajadores. Y las clases medias. Y los pasivos. El 75 %, que no apoyó el “modelo”. Ya presienten la estampida de la inflación que disuelve sus sueldos y sufren la creciente mordida de sus haberes por el “impuesto a las ganancias” con sus mínimos exentos congelados.

Los dueños de la pelota que “han ganado mucha plata” –como lo señaló la presidenta- se encuentran frente al dilema de seguir sosteniendo una expresión política a la que los ciudadanos le han dado la espalda, o mostrar su paulatino “pase” a la nueva expresión del viejo modelo, electoralmente novedosa y de fuerte potencial, para incidir en ella y evitar su toma de conciencia sobre los límites inexorables de la vieja economía que defienden.

Los productores, por su parte, protestan. Son los grandes aportantes involuntarios mediante confiscatorias retenciones, asfixiantes regulaciones, ilegales apropiaciones de sus ingresos y una maraña impositiva que les quita casi todo lo que producen.

Ellos presienten tiempos difíciles. Y se preparan, porque saben que del acuerdo de los “dueños de la pelota” con el “árbitro” para intentar romper sus límites no puede salir otra cosa que el intento de quedarse también con el campo de juego.

El país opositor –peronista y no peronista- deberá también tomar conciencia de esos límites. Hasta hoy no lo ha hecho y varias de sus conducciones parecen coincidir tácitamente en una especie de “kirchnerismo prolijo” que haría recuperar al país su dinámica económica. Y aunque es cierto que traería una saludable tranquilidad coyuntural por el cambio de clima, creer que con eso alcanza es errar profundamente el diagnóstico. No sería más que un cambio gatopardista, cualquiera fuere su signo electoral.

Ni el populismo ni los actuales dueños de la pelota pueden ser protagonistas de una nueva etapa virtuosa, porque los límites del modelo son sus propios límites. Seguir su juego de un estado populista elefantiásico incapaz para solucionar problemas ciudadanos pero útil como distribuidor cuasi delictivo de rentas confiscadas es soñar con una inviable economía aislada y “autárquica” que atrasa medio siglo, impotente para crecer en el mundo actual.

El camino virtuoso no es el acuerdo espurio entre el árbitro y los dueños de la pelota. Es respetar el reglamento. Es  reconocer la soberanía del pueblo, los derechos de los ciudadanos, la expresión de mayorías y minorías, la independencia del parlamento y de la justicia y la libertad de prensa.

Y por sobre todo, es recordar que el poder no tiene más facultades sobre los ciudadanos que las que le otorga la Constitución Nacional. Aunque acuerden otra cosa el árbitro con los dueños de la pelota.


Ricardo Lafferriere