El historiador griego Tucídices, que se animó a incursionar
por primera vez en la historia de la humanidad en el relato de lo pasado sin
pretensiones de novelar o poetizar sino buscando narrar los hechos como
sucedieron, en su “Guerra del Peloponeso” definía a la estrategia como el
conjunto de decisiones que debía tomar un general, teniendo en cuenta el
objetivo de la guerra, la naturaleza de las fuerzas con que cuenta y las
fuerzas del enemigo.
Machiavelo volvería, muchos siglos después, sobre el mismo
concepto: los límites de la estrategia del Príncipe no son sus deseos, sino sus
posibilidades. El Príncipe debe tomar sus decisiones entre las opciones que le
presenta cada situación, las que responden a realidades que escapan a su
voluntad. Es, por así decirlo, preso de su momento.
Carlos Marx, por último, nos diría –hace poco más de un
siglo y medio- su recordado concepto: a la historia la hacen los hombres, pero
eligiendo sobre las realidades que se le presentan. No tienen libertad absoluta,
sino relativa. Son cautivos de límites que no establecen ellos, sino que vienen
definidos por la realidad en la que se desenvuelven.
Los tres, en épocas tan disímiles como la antigua Grecia, el
Renacimiento y la segunda Revolución Industrial reflexionarían, en última
instancia, sobre la naturaleza del poder y el entramado social en el que se
ejerce.
Los liderazgos tienen, obviamente, márgenes de acción. Esos
márgenes, sin embargo, responden a las características de la sociedad en la que
se generan, pero también a la naturaleza y cantidad de la fuerza que poseen, la
que deriva del entramado de relaciones que los sostiene. Y por otro lado, de su
capacidad de defender a sus representados frente a sus rivales en cada momento,
lo que impone los otros imperativos a sus decisiones.
Tucídices sostiene en este sentido la inexorabilidad de
determinadas decisiones por parte de los líderes. Éstos no tienen todo el poder
del mundo, sino que representan realidades. Se deben a ellas, porque para eso
han recibido su reconocimiento de liderazgo. Si no actuaran como sus liderados
esperan de ellos, serían superados –por los rivales-, o removidos -por sus
propios representados-.
Veinticinco siglos de historia hacen mucho para definir
estas pocas verdades en su fuerte dimensión antropológica, aunque la historia
de la cultura las incorpore, pulidas y racionalizadas, a la sociología y a la
política.
Los liderazgos responden a un entrelazado de relaciones que
necesitan determinadas decisiones, frente a otras relaciones que necesitan
otras. El traje del dirigente puede ser de un modelo u otro –igual que el color
de sus ojos, su porte o su elegancia-. Lo que ninguno puede hacer ni hará es
tomar decisiones que enfrenten a sus representados.
Desde esta perspectiva, para predecir las decisiones que
eventualmente tomarán los liderazgos en pugna por el poder, es necesario
conocer los límites que impondrá el escenario -global y local- en tiempos de
sus gobiernos, pero también la composición del “centro de gravedad” de su
acumulación política, sus “representados” principales.
El peronismo tiene en la política argentina tres pilares
decisivos.
El primero de ellos es su entramado relacional en el
conurbano. Se expresa en “los intendentes”, aunque no se agota en ellos.
Incluye complicidades extralegales e ilegales, policía y justicia, redes de
corrupción y nacrotráfico, clientelismo y negocios –lícitos o ilícitos- atados
al Estado.
El segundo es su soporte económico en el empresariado
rentista, protegido y vinculado a decisiones públicas. Su existencia depende de
un país cerrado, de la obtención de rentas extraídas de otros sectores productivos
y de la prolongación de la vigencia del “modelo autárquico”, desvinculado de
los condicionantes internacionales, de la productividad global e incluso de los
sectores tecnológicos de vanguardia del mundo actual.
El tercero es el aparato sindical burocrático, cuya vigencia
depende más del reconocimiento estatal que de la expresión libre y transparente
de sus bases, apoyado en la clientelización de sus relaciones con los
trabajadores –a través de las Obras Sociales y demás beneficios que administra
en forma semiforzosa- y en la exclusión de dirigentes ajenos a sus reglas de
juego tácitas y expresas.
Con estas realidades, parece claro que la propuesta política
del kirchnerismo, así como la que con uno u otro matiz (Scioli, Randazzo,
Rossi, Uribarri) pueda presentar el peronismo oficial serán, con los cambios
estilísticos que requiera el escenario que viene, más o menos los seguidos hasta
ahora por los Kirchner. No son muy diferentes –aunque parezcan las antípodas- a
los que exhibió la gestión menemista, a la que le tocó un escenario global de
euforia por los mercados abiertos y la moda descarnada del “Consenso de
Washington”, pero que no descuidó ni a los Intendentes del conurbano, ni a los
empresarios protegidos, ni a los sindicalistas a los que convirtió en
mega-empresarios de servicios estatales privatizados y del Estado desguasado.
¿Y Mazza? Parece diferente. Ha convocado a peronistas,
radicales, C.Cívicos, independientes…
Pero… ¿dónde está el centro de gravedad
de su acumulación? ¿Con quiénes consulta sus propuestas? ¿En quiénes jerarquiza
su construcción política?
Adelanto que no creo que exista vinculación narco en su
persona. Ni siquiera creo que conscientemente apunte a un país cerrado,
clientelar y prebendario. Pero no parece posible decir lo mismo sobre el entramado
de relaciones sobre los que construye su base política-electoral. Tampoco de
sus equipos, virtualmente idénticos a los que organizó, en su momento, el
kirchnerismo en su etapa fundacional. Con otros nombres, Intendentes,
sindicalistas, empresarios y equipos no son cualitativamente diferentes a los
del peronismo oficial. El minué de Insaurralde tal vez sea la mejor demostración
de la íntima identidad política de ambos “espacios”.
Ni bueno, ni malo. Sólo que para quienes estamos convencidos
que el camino posible de la Argentina es el de su imbricación virtuosa con el
mundo global, en la necesidad de potenciar el sector emprendedor, que la
economía sólo crecerá apoyada en el fuerte desarrollo de su capacidad de
innovación, que la limpieza de la vigencia institucional plena es un componente
esencial e ineludible de la ecuación del país posible, que a la reproducción de
clientelismo debe oponérsele construcción de ciudadanía, y que la decencia debe
volver a reinar en el ejercicio de la función pública, la fuerza –socio política
y cultural- que está edificando el Frente Renovador se ubica claramente en un
andarivel diferente.
Ello no quiere decir que debamos plantear la diferencia en términos
de enemistad, y mucho menos de conflicto irreversible. Porque también hemos
sostenido que la Argentina tiene dos vertientes con imbricaciones recíprocas,
la “nacional y popular” –organicista, con tendencias autoritarias- y la “democrática
republicana” –abierta, igualitaria, tolerante y plural-. Hoy, la primera no tiene
posibilidad alguna de conducir el país hacia un renacimiento exitoso, porque
enfrenta su esencia, supera sus límites y perjudica a sus “beneficiarios”.
Su modelo está agotado porque llegó al límite de sus
posibilidades. Sin embargo, debe estar presente y participar en el debate grande
porque es esencial, tanto como la otra, para la convivencia en paz. El país
incluye a ambas y hemos tardado demasiado tiempo en comenzar a advertirlo.
Algunas políticas deben ser compartidas, porque el país así lo requiere. En
otras, las diferencias son amplias.
El diálogo siempre es bueno. Sólo que para tener una democracia madura, no podemos confundirnos, ni mucho menos confundir a nuestros compatriotas con mensajes difusos. Para que el diálogo sea exitoso, debe plantearse desde posicionamientos claros. Lo contrario será seguir sembrando frustraciones.
El diálogo siempre es bueno. Sólo que para tener una democracia madura, no podemos confundirnos, ni mucho menos confundir a nuestros compatriotas con mensajes difusos. Para que el diálogo sea exitoso, debe plantearse desde posicionamientos claros. Lo contrario será seguir sembrando frustraciones.
Ricardo Lafferriere