“Grecia no debería asumir que Europa ha cambiado al punto
que la zona Euro endorse sin limitaciones la agenda completa de Mrs. Tsipras”
(Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker).
“Queremos dejar claro la dirección en que no negociaremos. No
negociaremos nuestra soberanía nacional” (Alexis Tsipras, Primer Ministro
Griego).
El primero es claro: no es posible modificar las cosas como
las pretende Grecia, porque significaría cambiar la estructura económica de la
Unión Europea, o sea comenzar todo desde cero. Habla en clave económica.
El segundo también lo es: Si no se efectúa un cambio como se
pide, Grecia estallará. Habla en clave política.
El drama es que ambos tienen razón.
¿Puede la Unión Europea acceder a las nuevas reducciones de
deuda requeridas por Grecia?
Económicamente, tal vez sí. Los números griegos
son gigantes para su escala, pero mínimos en relación a los números europeos.
Grecia vs. la Unión Europea, en términos económicos, es –salvando las
distancias- como Formosa frente a la Nación Argentina. No alcanza al 1 %.
Sin embargo, su consecuencia no es económica sino política.
Si se abriera esa “ventana”, el antecedente podría derrumbar todo el sistema. El
desequilibrio griego no es una excepción sino que se da en varios países con
economías más grandes: España, Portugal, Italia.
Aceptar la reducción que pide Grecia “rebotaría” en estos
países, que muestran ya fenómenos similares al del oficialismo helénico. Nuevos
partidos, nuevos relatos, nuevos dirigentes, expresando que la disciplina
económica exigida por los acreedores –fundamentalmente alemanes- genera
tensiones sociales desequilibrantes. Si estos países, invocando el antecedente
griego, reclamaran el mismo tratamiento para sus países, el sistema
económico-financiero europeo con su actual arquitectura se derrumbaría en un
caos financiero generalizado.
Pero Grecia muestra sus argumentos. Syriza, grupo populista
que montó su reclamo en el sentimiento visceral de millones de desocupados y
marginalizados por la crisis, es por ahora un fenómeno contenido en el marco
institucional. Se organizó, fue a elecciones, y ganó. Respondió a la
desesperación de personas que no ven futuro posible para su presente miserable.
Su propuesta no es económicamente viable ni racional, sino
arcaica y a contramano de la evolución del mundo. Pero acorralarlo no tendría
otro resultado que el retiro griego de Europa, declarando su bancarrota y
devaluando su moneda alejada ya de la pertenencia al Euro, provocando una
situación caótica cuyo resultado difícilmente pueda imaginarse. Ya anda por ahí
Putin ofreciendo su solidaridad…
Europa está enfrentando las consecuencias de haber adoptado
las utopías más audaces de sus fundadores, pero actuar con actitudes timoratas
en su construcción. Configurar un espacio económico que contemple sólo parte de
la gestión económica –la comercial y la moneda-, pero en la que los espacios “duros”
–el fiscal, el político, y aún el militar y el estratégico- sigan respondiendo
a la soberanía de sus Estados, llevaría indefectiblemente a esta contradicción.
Los problemas no tienen solución mientras acreedores y
deudores no conformen un espacio político con los mismos electores. Dicho en
otras palabras: mientras Europa no sea un país, con ciudadanos eligiendo un
parlamento con poder y autoridades ejecutivas continentales, fuerzas políticas
de alcance total y una Constitución aceptada por todos, el peligro de la
disgregación continuará. Agravado por un mundo competitivo, con gran dinamismo
en sus economías de vanguardia –la norteamericana, con su exponencial
agregación tecnológica, y la china, con su formidable capacidad de compra
apoyada en su población numerosa- lanzadas en una simbiosis llena de matices
pero inexorable a la definición del mundo que viene.
Mientras el primer ministro alemán responda al pueblo
alemán, y el primer ministro griego al pueblo griego, difícilmente sus
prioridades confluyan. Porque –sabemos- el primer objetivo de cualquier
político es ganar las elecciones, para lo cual necesita obtener la mayoría del
apoyo de sus conciudadanos. El camino de hacer eficaz la acción política es
hablar un mismo idioma: el del interés del conjunto. Eso no será entendido
mientras las fuentes de legitimidad política sigan respondiendo al mundo
fragmentado en geografías –y economías, e intereses- del siglo que se fue.
Pero…las cosas son como son. Sus idiomas son distintos.
Demasiados intereses se juegan en las decisiones de unos y otros. Los bancos
acreedores –en su mayoría alemanes- defienden sus intereses, que son los de sus
depositantes –también, en su mayoría, alemanes-. Se trata de depositantes que
también son ciudadanos que votan en Alemania, y no le perdonarían a Merkel –ni a
sus legisladores- una quita en sus ahorros, o en su capital, que debiera ser de
más de la mitad para hacer nuevamente viable a la economía griega.
Los demás países deudores, que debieran tal vez tener
coincidencias objetivas con el reclamo griego, se encuentran embarcados en
procesos de ajuste –no tan duros como Grecia- y sus sistemas políticos parecen
haber absorbido aceptablemente hasta ahora ese camino, a costa de reducir sus
gastos sociales sustancialmente para poder pagar sus deudas. Un triunfo de la
presión del nuevo gobierno griego abriría las compuertas a formaciones
políticas que reclamarían trato similar, con lo que implica de conmocionante a
los frágiles equilibrios políticos existentes.
Lo saben los acreedores alemanes, que es probable que
prefieran perder la sociedad con Grecia dejándola ir y limitando sus pérdidas,
antes que ampliarlas a un nivel continental si debieran aceptar ese camino para
otros países más grandes con problemas parecidos.
De no encontrarse un atajo –que hoy por hoy, se ve difícil-
lo más probable es que presenciemos el comienzo de un desgranamiento de la
Unión Europea, volviendo a sus estadios más primitivos.
No se observa en el escenario el verdadero camino de
superación hacia adelante: profundizar la unión con mayores cesiones de
soberanía hacia una construcción institucional que avance hacia los espacios
que, hasta hoy, se han preservado celosamente como reservas de las soberanías nacionales:
el poder político real, la unificación de la representación internacional, la
política fiscal y la facultad de sancionar normas vinculantes, o sea leyes.
No se trataría, por supuesto, de hablar el mismo idioma en
sentido literal. Pero sí se trataría de razonar en la misma clave: la de un
espacio territorial con pueblos diferentes unidos por la solidaridad nacional
y, en consecuencia, discutiendo su futuro, compartiendo instituciones y
eligiendo sus autoridades no como unos contra otros, sino como protagonistas
del nuevo escenario global en formación, del que fragmentados y hablando en
claves diferentes estarán inexorablemente desplazados, en forma definitiva,
hacia un plano secundario.
Ricardo Lafferriere