La
irrupción de Sergio Massa como una alternativa política nacida del
kirchnerismo, pero que se invoca novedosa, sugiere un análisis de las
continuidades y las rupturas que mantiene con su espacio de origen.
Como lo
hemos adelantado en un par de notas anteriores, nuestra mirada tiene dos
enfoques. El primero está vinculado a lo que hemos dado en llamar “el escenario”,
o sea el espacio que contiene las pugnas públicas efectuadas por los
protagonistas del poder y el segundo a sus propuestas de fondo para el país.
El massismo reproduce en su seno
similares contradicciones a las que se han expresado y se expresan en las
fuerzas de representación política mayoritarias y con vocación de gobierno.
Hay en
su seno tanto exponentes del viejo populismo como actores decisivos de un país
democrático y moderno. Incluye tanto a defensores de una economía autárquica
fuera de época como a impulsores de un cambio modernizador que vincule a
nuestro país con el mundo en forma virtuosa.
En su
morfología es innegable la predominancia de viejas estructuras clientelares del
conurbano junto a alternativas más vinculadas a la vertiente
democrática-republicana. Incluye dirigentes de origen progresista y moderado, obreros
y ruralistas, sindicalistas y empresarios “protegidos” pero también la fuerte
expectativa de los “condenados de Moreno”, aquellos que imbrican al país con el
mundo a través del comercio.
¿Es esto
malo? No parece. Cualquier frente de gobierno debe contener una pluralidad similar.
Si esas
diferentes expresiones de la sociedad se acercaran a conformar una propuesta
clara, en negro sobre blanco, sobre la etapa que viene y el rumbo perseguido,
su aporte sería trascendente.
Esa tarea
en forma ideal debiera realizarla un partido político a través de mecanismos de
participación y debate, de formas democráticas de toma de decisiones y de
objetivos definidos que le den previsibilidad a una gestión. En cambio, el
massismo se asemeja más a un “amuchamiento” –Raúl Alfonsín en su momento lo
hubiera calificado como “trato pampa”- de quienes, ante la percepción de cambio
de humor en la sociedad, corren para “no quedar afuera” de una eventual nueva construcción populista.
El
hartazgo social con las formas kirchneristas le agrega un componente de “voto
útil”, utilizado por quienes buscan cualquier camino para sacarse de encima lo
que ya les resulta insoportable. Y aún con su circunstancialidad, seguramente ese
apoyo ayude en la recuperación de un mínimo de respeto ciudadano, de formas
democráticas y de reconstrucción institucional.
Pero
eso no alcanza, y sus límites se presentarán pronto.
Y aquí
llegamos al otro enfoque, al del país real, con sus potencialidades y
limitaciones.
No
pareciera haber conciencia, ni en los actores que se amuchan ni en el “líder”
en gestación -al menos, no aún, para otorgar el beneficio de la duda- que no
sólo se ha agotado un estilo político autoritario sino también una forma de
funcionamiento económico y social, impotente ya para proyectarse en el tiempo.
Se ha
agotado el mecanismo de construir poder extrayendo recursos de los sectores
productivos para financiar con ellos una estructura clientelar, indiferente a
la creación de riqueza genuina.
No hay
más –al menos, conservando una mínima formalidad democrática- reservas que
arrebatar, recursos de los que apropiarse, mega-riquezas que confiscar, acreedores
a los que burlar ni cajas que saquear.
La contracara es que, sin
recursos, no se puede construir poder clientelar.
Quienes siguen la economía
nacional sostienen, además, que para poner al país nuevamente en marcha es
necesario incrementar en un 50 % la tasa de inversión (del 20 % actual, al 30
%). Un PBI, en diez años...
Y para ponerlo en carrera, la inversión debiera ser aún mayor, tal vez un PBI y medio. “Ponerlo en
marcha” significa sólo recuperar la modesta tasa de crecimiento histórico,
resignados a participar de un pelotón de segundo nivel en América Latina. “Ponerlo
en carrera” significa decidir dar un gran salto adelante en tecnología,
educación, infraestructura, calidad de vida, presencia internacional y
prestigio.
Ninguna de ambas alternativas
está al alcance de una visión que sólo reproduzca, con más amabilidad, la
alianza social actual del kirchnerismo que, en última instancia, no representa
otra cosa que los empresarios prebendarios, sindicalistas y dirigentes de la vieja
corporación burocrática bonaerense, con presencia y vínculos en diferentes
fuerzas políticas.
El massismo, por ahora, no está
dando muestras de superar este mecanismo ni esta visión. Sus principales
emergentes no auguran cambios sustanciales. Podría contestarse que aún no ha
definido su línea, y es cierto. Hasta que ello ocurra, las dudas subsisten.
En todo caso, corre con la
ventaja que la alternativa de cambio tampoco se expresa en fuerzas competidoras,
que expresan historias y actitudes más democráticas, pero que –al igual que el
massismo- no las trascienden hacia el cambio estructural del sistema y en
algunos casos, atrasan aún más.
El fin de ciclo en el que estamos
ingresando no ofrece entonces, por ahora, otra cosa que un mejoramiento institucional.
Cierto que abrirá las puertas de un debate nacional sobre el futuro, hoy
cerrado por la intolerancia y el maniqueísmo, y eso no es poco. Pero tenerlo en
claro ayudará a comprender sus límites y su necesaria circunstancialidad, para
no entusiasmarse en inexorables próximas frustraciones.
Ricardo Lafferriere