viernes, 1 de abril de 2016

Estado, mercado, política: más necesarios que nunca


El salario como institución está condenado a reducirse hasta la insignificancia. Tal es la afirmación que explorábamos en una nota anterior, haciendo referencia a la inexorable reducción del empleo agropecuario, industrial y de servicios que se ha convertido en tendencia en todo el mundo.

No se trata de un fenómeno del mundo desarrollado: comienza a impregnar toda la economía global. 

Otra información, ésta de hace pocos meses, hacía referencia al objetivo de lograr una ciudad totalmente robotizada, propuesta por el Alcalde de Dongguang, ciudad china conocida como “la fábrica del mundo”, que aspira a convertirse en una ciudad robotizada. Ha comenzado, reemplazando los trabajadores por robots controlados por sofisticados sistemas de inteligencia artificial. La noticia fue reproducida por el diario español “El Mundo” en su edición del 7/9/2015. 
(http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html)

La propia salida de la crisis global del 2009 está mostrando que aún en Estados Unidos, que está saliendo de la crisis en forma lenta, aunque sostenida, crece el producto pero no el empleo, en la medida en que sería esperable. La revolución de la “productividad” agrega automatización e inteligencia, lo que reduce “costos salariales” dándole competitividad a la producción americana, pero no crea equivalentes fuentes de trabajo. La consecuencia es la ampliación de la brecha entre las clases trabajadora y media que mantienen su nivel salarial virtualmente congelado, frente a un nivel gerencial alto que multiplica sus ingresos por cifras exorbitantes.

¿Es éste un fenómeno que también se producirá en Argentina? La mirada aldeana que nos dominó en la última década alargó la agonía de un sistema económico obsoleto apoyado en la apropiación de rentas agropecuarias en un excepcional ciclo alcista, que no son permanentes ni inherentes a un crecimiento sostenido. Aún con esos excedentes, la “ocupación” de la economía nacional no creció ni siquiera en el sector agropecuario reactivado –cuando lo estuvo- sino en la transferencia de gran parte de esos ingresos expropiados hacia ocupaciones públicas de escaso aporte de valor agregado, en su mayoría subsidios disfrazados a la falta de ocupación en empleos productivos.

Terminadas las rentas, en primer lugar porque se redujeron los precios y en segundo lugar porque ponía a las producciones al borde de su quebranto, el sistema hizo crisis y su expresión fue el estallido de un déficit público incontrolable. Emisión, inflación y endeudamiento llevaron al país a un estrecho y peligroso andarivel –del que aún no ha salido- bordeando la hiperinflación.

La recuperación económica del país seguramente se dará como está previsto pero, aún en su pleno éxito, difícilmente genere los empleos que necesitamos. Habrá inversiones, se dinamizará la producción, se modernizarán las fábricas, llegarán los nuevos y sofistificados servicios que ya existen en el mundo desarrollado y es probable que el impulso al PBI sea notable a partir de dentro de pocos meses. El interrogante, sin embargo, no nos abandona sino que nos obliga a enfrentar el mismo problema de las sociedades centrales: ¿crecerá el empleo?

En intuición de quien esto escribe, será difícil que esto ocurra en la medida tradicional y que alcance para “dar trabajo a todos”. Así está pasando en el mundo. Ello no significa fracaso, sino traer a escena la reflexión de cómo distribuir eficazmente el creciente ingreso nacional cuando el país recupere su ritmo de crecimiento. Allí es donde se opera la necesidad de mejorar sustancialmente el Estado.

Una sociedad con menor cantidad de salarios debe tomar conciencia que éste no podrá ser considerado más como el articulador de la distribución del ingreso, sino que debe buscar otros mecanismos que permitan lograr que el crecimiento a raíz de la modernización económica, del desarrollo tecnológico y de la inversión en infraestructura no sea apropiado por un sector de la sociedad sino que beneficie al conjunto. En esta tarea los servicios prestados por el Estado son más centrales que nunca.

No se trata ya del arcaico Estado-empresario, sino del Estado nivelador e integrador, tal vez más próximo al de los Estados de bienestar de mediados del siglo XX, aunque debidamente gestionados para evitar sus deformaciones inflacionarias y populistas. Un Estado que debe garantizar el piso de equidad prestando servicios de excelencia en educación y en salud, en transportes y en vivienda, en seguridad y justicia.

Ese Estado deberá avanzar hacia el establecimiento de un ingreso universal, que organice racionalmente la asignación de gasto social que hoy realiza a través de una red anárquica de asignaciones que han surgido como producto histórico de diferentes luchas y reivindicaciones. El aporte público al sistema previsional, el apoyo social a quienes carecen de ingresos o se encuentran en situaciones vulnerables, las asignaciones familiares, la organización de los diferentes subsistemas de salud, el subsidio a la tasa de interés para inversiones sociales –como vivienda- que requieran largo plazo de repago, el subsidio parcial al transporte, etc.  fueron respuestas parciales y hasta anárquicas. Deben transformarse en la inteligente construcción de un piso de ciudadanía, garantizando las necesidades básicas de la condición humana sin limitar la posibilidad de sumar ingresos por capacitación, trabajo o inversión para quien así lo desee.

Pero también un Estado que tome conciencia que la otra gran columna de la inclusión será edificada por los emprendedores. A tal fin deberá considerarlo un sector social estratégico y protegerlo debidamente. La gran empresa realizará inversiones, la mayoría de las cuales serán capital-intensivas y facilitarán la incorporación del país en las cadenas globales de comercio e inversión, que ocurren en gran medida por dentro de sus propios flujos de riqueza. Son imprescindibles para el relanzamiento nacional. Sin embargo, no generarán suficientes empleos.

Las ocupaciones productivas se desplazarán con más fuerza que nunca a las iniciativas individuales y de pequeñas empresas. Su promoción y protección exigirá una revolucionaria reforma en la fiscalidad, invirtiendo el absurdo trato impositivo a los emprendedores, castigados en forma salvaje por escalas de tributación que parecieran haberles declarado la guerra. Un taller mecánico, una fábrica de bicicletas o una pequeña imprenta, un profesional, un periodista independiente, un generador de contenidos audiovisuales o redactor de programas informáticos debe abonar proporcionalmente a sus ingresos más impuestos que el CEO de una gran multinacional. El cambio en este aspecto debe ser copernicano.

La kafkiana situación de los monotributistas relacionada con la salud ejemplifica el trato estatal hacia los emprendedores. Abonan –como ciudadanos- los impuestos generales con los que se sostiene la salud pública. Abonan, incorporado en su aporte mensual, una suma destinada a financiar alguna misteriosa “obra social” que virtualmente no utilizan, ante la imposibilidad de acceder con ella a algún servicio razonable. Y deben pagar, para tener efectivamente cobertura de salud, su membrecía en alguna “prepaga” que no tiene control público alguno pero que absorbe un porcentaje importante de su ingreso. De la misma forma ocurre con la educación de sus hijos, donde por una parte contribuyen a sostener con sus impuestos una educación pública en deterioro terminal y por la otra deben destinar otra parte sustancial de sus ingresos al pago de la educación privada, que termina brindándoles en muchos casos un umbral superior al de la educación estatal.

Similar reflexión genera el diferente "mínimo no imponible" del impuesto a las ganancias, fijando para los independientes un monto sustancialmente inferior al de los trabajadores asalariados. La recuperación de ingresos que se produciría para estas personas si pudieran confiar en servicios públicos de excelencia en salud y educación no necesita ser destacada. A ello nos referimos con “más Estado”, con el beneficio que implicaría para los emprendedores y la reducción de costos para la productividad de la economía nacional en su conjunto.

Un Estado que privilegie la integración social debe convertir a la educación pública en la mejor del sistema y a la salud pública en la prestadora natural, de excelencia y calidad, de la mayoría de la población superando la arcaica concepción del hospital y la escuela públicos como el espacio para atender a “los pobres”. Debe contar con programas de estímulo al inicio profesional y empresarial. Debe apoyar con becas el desarrollo de la investigación y la excelencia.

Luego de la destrucción lastimosa del Estado en la última década, se impone su reconstrucción. Recuperar su prestigio y su respetabilidad. Reconvertirlo en una herramienta que los ciudadanos consideren a su servicio, porque ellos lo financian, desplazando la corrupción de corporaciones, proveedores y camarillas profesionales, gremiales o empresariales que lo han cooptado. Este Estado reconstruido sobre bases modernas, de gestión absolutamente transparente y profesional, con mecanismos de control profesional y social sobre su funcionamiento, será la forma de reemplazar el viejo papel socialmente articulador del salario que será cada vez más reducido hasta hacer imposible apoyar en él lo que antes se apoyaba: obras sociales, jubilación, salario familiar, indicador de capacidad de repago para créditos, etc.

Seguramente este debate demandará polémicas con vocación de síntesis, porque significa un cambio de rumbo en lo que fue el espíritu de “los 90”, cuando la implosión del bloque socialista y de los “estados empresarios” convertidos en elefantiásticos aventureros empresariales llevó el péndulo al otro extremo, pero también un cambio del paradigma sobre el que se edificaron los núcleos conceptuales de las fuerzas políticas del siglo XX, centralmente apoyadas en los empleos estables, los salarios escalafonados y las empresas con horizontes de largo plazo.

Es, sin embargo, un debate necesario que debe dar una política modernizada y virtuosa, depurada de las prácticas de corrupción que han crecido en su seno distorsionando decisiones públicas y recreando su relación íntima con los ciudadanos.

El mercado es un mecanismo de crecimiento económico irreemplazable e insuperable. Sin embargo, no tiene por definición el papel de inclusión social ni de equidad. Su tarea es producir más y mejor y así debe hacerlo, dentro de las normas fijadas por la sociedad a través de una política virtuosa, que también es irreemplazable. Es ésta la que debe fijar las normas ambientales, laborales, societarias, impositivas, que lo regulen según el perfil de cada sociedad, sus posibilidades y sus metas. Un mercado sin política es la selva.

Una política sin mercado, a su vez, es el languidecimiento eterno, la condena al estancamiento secular, la corrupción, la retracción de la inversión y de la capacidad de iniciar desafíos.
Uno y otra deben ser controladas por ciudadanos activos y conscientes, funcionando en el marco de un sistema institucional sólido, la prensa libre y la justicia independiente.

Una vez más debe encontrarse la síntesis virtuosa para la época sobre las bases de la tecnología, el capital, las limitaciones y los problemas actuales. Gran desafío para los pensadores, que tienen la oportunidad de comenzar a sumarse a la agenda que discuten sus colegas en el mundo, abandonando el consignismo esclerótico y arriesgando ideas para abrir rumbos.


Ricardo Lafferriere

lunes, 28 de marzo de 2016

Hacia una sociedad sin empleos, en una economía global

Es un tiempo de cambios. Verdad de Perogrullo.

Sin embargo, esos cambios puntuales que se dan en diferentes ámbitos de la sociedad se organizan en forma que terminan generando cambios globales en la forma en que funciona el mundo. Entre ellos, se destaca la tendencia virtualmente inexorable hacia la robotización, la automatización y la inteligencia artificial.

No es un debate lejano: estamos en él. Lo tienen las sociedades desarrolladas y se asoma a la nuestra. El crecimiento industrial no genera el trabajo humano como lo hacía –la agricultura ya no lo hace desde un siglo atrás-.

Hasta hace poco tiempo era común oír que los puestos nuevos se encontraban en el área de los servicios. La noticia no tan buena es que los servicios tampoco están generando empleos, ya que la automatización, la sociedad de la información y la creciente configuración de un mercado automatizado también desplaza trabajo en este sector.

El comercio electrónico y virtual está desplazando a los empleados de comercio y al comercio minorista. Los viajantes de comercio hace tiempo ven reducir su número casi hasta la extinción, reemplazados por los pedidos por red. 

Los médicos ven reemplazar gran parte de su trabajo por sistemas de salud que, en busca de maximizar ganancias, privilegian a los jóvenes en sus campañas de marketing, para atender los cuales les alcanza con contratar profesionales nuevos, a los que se envía a domicilio en vehículos comunes o hasta en motocicletas. Su ganancia no proviene del servicio sino del “no-servicio” médico, que es cobrado por  “el sistema” de cobranzas automatizado para el que requiere muy pocos empleados y eficientes programas informáticos de facturación y control.

Las librerías enfrentan con ansiedad el peligro del desplazamiento del interés lector hacia los e-books, que se consiguen desde el hogar en tiempo real con un simple “click” y evitan horas y días de búsqueda y tiempo muerto. La reflexión –filosófica- sobre la superioridad de los libros en papel no empaña el hecho que las ventas de libros electrónicos en las sociedades más desarrolladas supera aceleradamente la de libros impresos.

Los talleres mecánicos reemplazan los tradicionales operarios “todoterreno” por sistemas de control computarizado y por kits de reemplazo que requieren apenas algunos trabajos sin especialización.
Se anuncia el desarrollo de vehículos sin conductor, que ya funcionan en el área rural: tractores sin tractoristas, sembradoras y cosechadoras sin conductores, terminan con la expulsión de trabajadores de un sector cada vez más sofisticado y menos “primario”. La tendencia llegará a los conductores de camiones en primer término –ya existe en algunos Estados norteamericanos- y luego a los vehículos de pasajeros. Los trenes, por su parte, hace tiempo que reemplazaron los tradicionales “guardas” y equipos de maquinistas por sistemas expertos y complejas redes de control y gestión.

Era usual hasta hace un par de décadas escuchar que los trabajos desplazados por las máquinas eran sustituidos por nuevas actividades que mejoraban la productividad general y su propia vida, que conseguían empleos de mayor sueldo, estabilidad y confort. La novedad, sin embargo, es la rapidez del cambio. Antes permitía el readiestramiento, porque su ritmo era de lustros o décadas. Hoy, se realiza en tiempo real. No hay tiempo de adiestrar a los desocupados y ni siquiera se sabe para qué, porque no existe demanda de actividades pagas equivalentes.

Ello está llevando a un contrasentido de fondo: la tecnología en lugar de mejorar la vida de las personas, puede crearles un infierno existencial al dejarlas sin ingresos. Pero también genera una disfuncionalidad que terminará con el propio sistema: al no haber ingresos, no habrá consumidores de bienes y servicios producidos en forma automatizada. Y eso pone la reflexión justo en su punto de perpectiva: el salario.

El salario fue la forma moderna de distribuir riqueza, premiar el trabajo, garantizar la inclusión y arrancar de la pobreza a decenas de millones de personas condenadas antes a las inclemencias de una vida campesina embrutecedora o una vida ciudadana marginal. La desaparición del salario no puede significar regresar la historia a esos tiempos, sino su superación. La respuesta no puede ser el “neo-ludismo” que lleve a impugnar los avances, sino a estudiar una nueva forma de distribuir la riqueza de acuerdo a las nuevas formas productivas.

En el otro extremo, la tendencia hacia una producción extremadamente “capital-intensiva” marca la necesidad de nuevos enfoques fiscales, alejados de los sistemas impositivos diseñados hace un siglo, en tiempos del capitalismo liberal. Las nuevas y gigantescas concentraciones económicas-tecnológicas generan super-ingresos, algunos de los cuales alimentan y reproducen el crecimiento hacia formas más sofisticadas de producción, pero otros van conformando una burbuja financiera que ha llegado ya a una dimensión peligrosamente explosiva. Deben reglamentarse, contenerse y gravarse globalmente, ya que ningún Estado –ni aún los más poderosos- está en condiciones de formalizar “islotes” de control en un mar global de anomia.

En esta reflexión se han sugerido varios caminos. Por el lado del vacío dejado por el ingreso salarial, las respuestas van desde el “salario social” hasta el “ingreso universal”, desde la reducción de la jornada de trabajo para distribuir el empleo residual entre más cantidad de personas hasta el trabajo voluntario o familiar pago. Todos son caminos posibles.

En los hechos, el camino del ingreso universal –que muchos cuestionan por su connotación populista- en realidad ordenaría la sumatoria anárquica de subsidios de toda clase que todas las sociedades asignan a quienes estiman que los necesitan, sea vía servicios gratuitos como la educación o la salud, sea vía tarifas ´de servicios públicos subsidiadas para determinados agregados poblacionales, sea mediante créditos blandos con respaldo fiscal para viviendas, sea vía asignaciones impositivas que mejoren los ingresos de los pensionados y retirados más allá de lo ahorrado por ellos durante su vida activa, etc. etc. 

Lo que está claro –como lo sugiere Sigmund Bauman – es que es necesario establecer un piso social de dignidad humana, que signifique el límite mínimo debajo del cual ningún ser humano deba ubicarse, pero que a la vez deje el camino abierto a los ingresos que cada uno pueda lograr mediante su inversión, su trabajo, su capacitación o su esfuerzo. Aunque el progreso se vincule con el salario, la subsistencia debe estar garantizada aún sin él. Es necesario separar la subsistencia del trabajo.

Por el lado del capital, es imprescindible actuar para desinflar el globo de la riqueza virtual que gira en tiempo real generando ingresos ficticios, sometiendo a la economía global a una tensión existencial de muy difícil previsión. Si en tiempos de la segunda posguerra la cantidad de transacciones financieras iba de la mano en paridad con el comercio internacional, hoy la relación es de varios cientos de veces a uno. 

La riqueza virtual que gira en tiempo real en las operaciones de pase alcanza a Setecientos billones de dólares, diez veces el PBI mundial global. Sin embargo, hay una diferencia: mientras el PBI global es una cuenta que refleja un agregado anual, el capital financiero gira durante todo el año, 24 horas al día, en bolsas que se encuentran en todo el planeta. Crea riqueza sobre riqueza en papeles e impulsos electrónicos, pero todo ese globo se asienta, como una pirámide invertida, en una producción real decenas de veces menor.

Por eso se abre paso la percepción que sin una reglamentación global será muy difícil encontrar respuestas eficaces. Un punto está claro: el problema pertenece a la decisión racional de la sociedad, a través de la política. No es alzándose de hombros como se solucionará, ni actuando como si éste existiera.  

El tema forma parte de la nueva agenda –como la de la preservación del planeta, la necesidad de la normativa global que persiga las redes delictivas, el terrorismo o el narcotráfico-. Necesita conversarse. No hacerlo nos enfrentará diariamente a eclosiones inesperadas, como la del terrorismo, las migraciones, los refugiados, las crisis abruptas de los precios de materias primas, el deterioro de la habitabilidad del planeta, el agotamiento de los recursos renovables e incluso del agua potable y el aire que respiramos.

Gran tarea, entonces, para la gobernabilidad global. Coloca en la agenda una nueva visión de las relaciones con el mundo, que en rigor hoy deberían definirse como “acciones en el mundo” porque ese planeta que antes era sólo un escenario en el que desarrollábamos el drama de la “comunidad de naciones” hoy es un protagonista que, aún en sus lugares más recónditos, está imbricado con cada actitud que tomemos.

Ricardo Lafferriere


lunes, 21 de marzo de 2016

Cien días

No es un lapso grande. Sin embargo, sirve para notar el rumbo.

Terminados los ruidos de la campaña, observada la orientación de los primeros pasos y analizado el metamensaje del discurso del nuevo gobierno, un nuevo horizonte parece estar dibujándose para esta Argentina que durante más de ocho décadas insistió en luchar contra molinos de viento, en lugar de levantar las velas para disputar los primeros puestos en la “regata del mundo”, como lo había hecho en las cinco décadas anteriores, las que fueron de 1880 a 1930.

El futuro es opaco. No podemos saber si la propuesta será exitosa. No obstante, está claro que las convicciones del equipo gobernante y del presidente son las que más se han acercado al “cutting edge” global de su respectiva época, en toda la historia argentina. Este es un dato positivo, porque nos ubica “en el sentido de la historia”, como solía decirse en los ideologizados cenáculos de otros tiempos. Y porque vale la pena trabajar por su éxito.

Tal vez el gobierno desarrollista de 1958 a 1962 sería el que, en estos términos, más se le acerque. Sin embargo, la complicada política de los tempranos sesenta –los coletazos de la “Revolución Libertadora”, la proscripción del peronismo, la instalación en el continente de la Guerra Fría con sus libretos de insurgencia y contrainsurgencia y la endeblez de las democracias- frustró un proceso que, a pesar de su brevedad, impregnó el debate argentino durante varias décadas hasta ser visto como una nubosa utopía por gran parte de la dirigencia nacional desde entonces.

Hoy la situación también es complicada, pero cuenta a su favor con una vibrante democracia, que aunque imperfecta en sus paredes, se afirma en los sólidos cimientos que supo edificar la generación que la recuperó, con el liderazgo de Raúl Alfonsín en 1983. No hay espacio entre nosotros para aventuras que renieguen de la institucionalidad, que pudo soportar desde las hiperinflaciones de 1989 y 1990 hasta la conmocionante crisis de cambio de siglo.

Hoy se trata de aclarar el rumbo. Para ello, nada mejor que levantar la mirada sin dejarse confundir por los ruidosos conflictos de la coyuntura. En el horizonte puede ya verse un resplandor, que exige tanto conservar la mirada en él como transitar con extrema prudencia y equilibrio una transición llena de trampas, pero que tiene a su favor la claridad estratégica del grupo gobernante y, en sus trazos básicos, la evidente solidaridad de la mayoría de la población.

Ese respaldo marca la esperanza y la confianza de los ciudadanos, pero también un cambio cualitativo en la práctica política del “escenario”. Pocos, en efecto, hubieran apostado hace apenas cuatro meses que el peronismo fuera del poder daría la demostración que está brindando, de debate interno, madurez y –por qué no reconocerlo- conciencia de la necesaria solidaridad nacional. Es un partido de gobierno volcado a la oposición, pero con deseos y vocación de volver. Y sabe leer la realidad como pocos. Eso es bueno para la sana política porque obliga al mejoramiento permanente de unos y otros.

Obviamente no hay unanimidades. No las hay en la oposición y tampoco en el frente de gobierno. Sin embargo, la práctica del diálogo que privilegia resultados se está abriendo camino en un escenario en el que el colorido de la sociedad argentina está aceptablemente representado.

Como lo predicamos durante una década desde esta humilde columna y como lo destacamos hace pocas semanas, el país está volviendo al mundo. Busca su lugar y se encuentra con que ese mundo que llegó a parecernos tan lejano hasta hace apenas pocos meses nos abre sus brazos, como si la voz argentina se extrañara. Y los pasos de reingreso se están dando con la misma cadencia de aquellos de la Argentina histórica, de amistad con todos, de inserción regional, de solidaridad con grandes y chicos, con diálogo plural y reclamo de una convivencia pacífica y virtuosa basada en las normas.

No estamos inventando la pólvora. Estamos en el mismo camino de los fundadores del país, de la Constitución con la convocatoria a “todos los hombres del mundo”, de “América para la Humanidad”, de “los hombres sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”, de la neutralidad activa y la mano tendida a los perseguidos cuyos derechos son violados en el lugar del mundo que lo sean, por el motivo que se invoque. Derechos humanos, imperio de la ley, respeto a la palabra, solución pacífica de los conflictos, apertura a las corrientes más dinámicas de comercio, ciencia, tecnología, finanzas, comunicaciones, producción.

Volvemos al mundo y empezamos a ordenar la casa. Un desequilibrio enfermizo debe superarse con sentido social, firmeza estratégica y diálogo constante. El camino tiene piedras, pozos, acechanzas. No deberían llevarnos a cambiar el rumbo sino, en todo caso, a mejorar la marcha.

En el horizonte comienza a dibujarse la posibilidad del país de la utopía, el que durante tantas veces hemos señalado desde esta columna como un sueño. Abierto y plural, solidario y dinámico, moderno y equitativo, basado en la ley y apoyado en el esfuerzo creador de su gente. Sus productores, pero también sus científicos y técnicos, sus empresarios con vocación pionera, un manejo decente de las finanzas públicas –bandera que, entre otras, detonó la revolución de 1890-, una vida municipal intensa, un federalismo fundado en recursos autónomos y en políticas sanas, y una constante voluntad de superación y progreso.

El mundo que se está construyendo, “la ciudad del futuro” –como lo definiera alguna vez Marcelo T. de Alvear- puede volver a contar a la Argentina como una de sus piezas fundamentales. Estamos en capacidad de serlo. Sólo hay que tener confianza en los compatriotas, en su respeto recíproco, en su vocación por la capacitación y su natural predisposición a absorber rápidamente las novedades.

Se trata de un “cambio cultural”, diría el presidente. En mi caso lo matizaría agregando que se trata además de volver a las fuentes. Porque así nacimos y si este proceso iniciado hace cien días resulta exitoso, habremos vuelto a encarrilar nuestra marcha en el sentido que inspiró a tantas generaciones de compatriotas que hicieron el país que tenemos.


Ricardo Lafferriere


sábado, 5 de marzo de 2016

Citaciones

No por imaginadas dejaron de impactar dos citaciones judiciales en causas por corrupción a expresidentes que, hasta hace poco, parecían inalcanzables aún para la justicia.

Las sospechas sobre CK  y sobre Lula llevaron a los magistrados a cargo de las investigaciones a requerir las declaraciones de ambos ex mandatarios, en condición de “imputados”.

La ex presidenta argentina está citada por la causa de la venta de dólar futuro a precios sustancialmente inferiores a los del mercado, y sus consecuencias se están sufriendo hoy por la economía nacional al generar una emisión de más de 60.000 millones de pesos, equivalente al ahorro fiscal (USD 4.000 millones) conseguido con la actualización de las tarifas eléctricas que impactaron tan negativamente en los bolsillos populares y en la imagen del nuevo gobierno-. 

Vale la pena insistir en este dato: la totalidad de lo que pagarán los argentinos de más con las nuevas tarifas en un año sólo alcanzará para abonar lo adeudado a los beneficiarios de las operaciones del dólar futuro realizado por el anterior gobierno (C.K., Kicilloff, Vanoli) en las semanas previas al fin de su mandato. La persistente inflación de estos meses no es ajena a esta obligada emisión monetaria.

El caso de Lula es diferente. Se trata de presuntos beneficios personales a raíz de importantes mejoras inmobiliarias en dos propiedades realizas por empresas favorecidas por el “Escándalo Petrobras”. Frente al escándalo del “dólar futuro” más que corrupción parece una corruptela, pero la sospecha de los jueces es que los inmuebles utilizados frecuentemente por el ex presidente Da Silva, en realidad, le pertenecen a él. Las empresas que figuran como dueñas están vinculadas a numerosas operaciones de Petrobrás ya detectadas como fraudulentas.

Si bien la causa de CK es, en sus consecuencias económicas, sustancialmente mayor que los beneficios que se sospechan de Lula, en este último caso el monto de los perjuicios de la petrolera, sin relación hasta ahora con el ex presidente, supera los Dos mil millones de dólares, presuntamente favoreciendo a políticos de virtualmente todo el arco político brasileño.

La reacción de las sociedades brasileña y argentina ofrecen similitudes. Para sus partidarios más desmatizados, nada malo que se impute a sus líderes merece siquiera ser analizado. Deben ser defendidos. “Puto o ladrón, lo queremos a Perón”, se decía por estos pagos en la década del primer peronismo. La brecha, debidamente alimentada por la relación populista “líder-pueblo” impedía un razonamiento medianamente neutral. Desde el otro extremo, los de las oposiciones viscerales, cualquier acusación no debía siquiera ser investigada porque la alcanzaba la automática presunción de culpabilidad.

Pero entre ambos está la mayoría sensata de la opinión pública. Son los ciudadanos de buena fe, partidarios de unos u otros en la dinámica de una sociedad democrática de alternativa. Son aquellos que ante cada opción política analizan, simpatizan o se inclinan por o contra uno u otro, pero no dejan en ese altar ni su conciencia ni la honesta imparcialidad de sus juicios. Ellos son la mayoría que conforman el amplio centro político de las sociedades maduras. Lo integran progresistas y moderados, simpatizantes de izquierdas o derechas, que han votado o simpatizan con diferentes partidos pero antes que nada son personas que entienden que el imperio de la ley es el único método de escapar a los instintos primarios –y más animalizados- de la condición humana.

La política de nuestros pagos no es benigna para los liderazgos pasados. Es muy raro el caso de, terminada la función, no encontrarse con alguna causa en marcha, por una u otra razón. Está dentro de las reglas de juego del poder, que así como otorga beneficios inauditos a quienes lo detentan, luego se cobra con el juicio inmisericorde, en ocasiones por parte de los mismos partidarios que antes endiosaban. En las últimas décadas sólo dos ex presidentes argentinos no debieron sufrir a su cese la investigación judicial de sus actos: Arturo Illia y Raúl Alfonsín. Todos los demás debieron cargar con causas finalizadas con diversa suerte, y en algún caso hasta debieron soportar detención (Menem), y hasta morir en el exilio (Cámpora) o cumpliendo condena (Videla). Alguna vez tendremos República y estos espectáculos serán sólo trama de guiones históricos.

Es común escuchar la afirmación que duda de la honestidad de la justicia. Y en algunos casos puede haber razón. Sin embargo, no hay otro camino que respetarla para convivir en paz. Las leyes también establecen los mecanismos para controlar a los jueces que prevariquen.

La justicia, sin embargo, debe actuar libremente y es obligación del Estado y de los ciudadanos de bien garantizarle su trabajo limpio, su control social a través de la transparencia de sus actos y de los mecanismos constitucionales de control, y la presunción de inocencia de los acusados hasta que una sentencia defina su situación.

Los ex presidentes, los ex funcionarios, que por elección de los ciudadanos han gestionado la agenda y los dineros públicos, merecen ese respeto. Tienen la obligación de responder ante la justicia con todas las garantías del debido proceso y de la defensa en juicio, aunque también tienen derecho a la presunción de inocencia, como cualquier ciudadano, que al fin y al cabo, todos lo son y que es tan importante como lo es para los ciudadanos comunes mostrar que todos somos iguales ante la ley, sin impunidades ni privilegios.

Ricardo Lafferriere




sábado, 27 de febrero de 2016

“Un gran desorden bajo los cielos”

El pasado 14 de enero, un solitario buque petrolero atracaba en Trieste sin ser noticia. Sin embargo, era todo un símbolo: luego de cuarenta años de prohibición de exportación derogada en 2015 por el Congreso, el primer embarque de crudo norteamericano llegaba a Italia, desde donde se trasladaría a Baviera, al sudeste de Alemania, para su refinación. Había partido de Corpus Christi, Texas, en vísperas de Año Nuevo, luego de cargar el crudo recibido por oleoducto desde Karnes County, 100 kms al sur. Le esperaría un viaje de cinco mil millas hasta su destino final.

El segundo embarque llegaría pocos días después a Marsella, Francia, desde donde se movería también por un oleoducto hasta una refinería en Suiza.

Son hechos anecdóticos que, sin embargo, marcan un cambio de época. La dependencia del crudo importado del Oriente Medio ritmó la marcha de la política exterior norteamericana hasta fines del siglo XX condicionando sus pasos para proteger su “yugular” energética, en la que le iba la vida a su economía. Cuando en el 2005 Michel Klare publicó su recordado “Sangre y petróleo”, el debate sobre la debilidad que implicaba esa dependencia a la libertad de acción estratégica del país en sangre de sus soldados y en la obligación de mantener socios no del todo deseables llevó a los principales “Think tanks” a analizar las formas de lograr la independencia energética, lo que acaban de alcanzar luego de diez años de impulsar, con apoyo bipartidario, el desarrollo de las tecnologías innovadoras de “fracking” y de las energías renovables.

Hoy, Estados Unidos no sólo tiene autonomía energética sino que exporta crudo, en una decisión cuyas consecuencias sobre la economía mundial aún no están claras. Lo que sí está claro es que la reacción de Arabia Saudita –su ex principal proveedor- ha conmocionado en el último año todo el escenario global, al provocar con el aumento de su producción la reducción del precio del crudo desde los USS 80/100 de hace dieciocho meses, al escalón de USD 25/30 en que se encuentra hoy.

Nadie puede prever hasta dónde llegarán las ondas expansivas, porque las hay de diversa clase. Una de ellas, importante en la región aunque intrascendente en el mundo, es la implosión de Venezuela, cuyo populismo gobernante había convertido al país en absolutamente dependiente del crudo desentendiéndose de cualquier otra línea de desarrollo económico nacional. Otra ha sido su influencia en el ajedrez geopolítico del Oriente Medio, espacio que ante el nuevo dato del desinterés norteamericano necesita encontrar un nuevo equilibrio regional y un nuevo “sheriff”, papel que pareciera agradarle a Vladimir Putin, con la aquiescencia de EEUU. Queda siempre la duda si con esta aquiescencia, EEUU no se está cobrando de Arabia Saudita el daño que el reino saudí ha producido en la economía norteamericana con sus medidas de super-oferta de crudo.

Porque lo más trascendente será la incidencia de esta caída en la economía global. El derrumbe del precio del petróleo ha llevado a sus límites al sistema bancario, que había financiado el fuerte impulso al fracking en Estados Unidos sobre la base de un precio proyectado como estable de USD 80 el barril. Cálculos privados estiman que la falencia en cadena que se producirá con el petróleo a USD 25/30 ante la imposibilidad de devolver los fondos invertidos en el sector generará, tarde o temprano, una crisis financiera frente a la cual las del 1998 y del 2008 parecerán un juego.

El monto de los quebrantos proyectados se calcula en no menos de Cinco billones y medio de dólares, más de cinco veces las falencias que dieron origen a las crisis de las hipotecas “sub-prime” que demandaron la inyección de alrededor de Un billón de dólares por parte de la Reserva Federal al sistema bancario para evitar su desplome. La nueva suma implica una dimensión que está totalmente fuera del alcance de la acción de la Reserva Federal y del propio gobierno de EEUU  (supera el total de la base monetaria en dólares de todo el mundo), abriendo un intrigante enigma sobre la creatividad de los economistas y políticos para salir del gigantesco atolladero.

Si a ese monto le sumamos que hay Nueve billones de dólares de deuda corporativa en mercados emergentes –tomada en dólares bajo el supuesto de que éste permanecería débil- el quebranto puede ser directamente inimaginable y sus primeros datos se están viendo en las crisis financieras periféricas ante la “fortaleza” del dólar.

En este lustro, la Reserva Federal ha incrementado la cantidad de circulante de 1 a 4 billones de dólares (300 %). Curiosamente, a pesar de esa descomunal emisión la inflación internacional y en EEUU se han mantenido prácticamente en un nivel de cero, lo que ha agregado interrogantes a la tradicional creencia de la relación directa entre circulante y nivel de precios.

Sin embargo, esa gigantesca cantidad de dinero podría aún desatar una gran inflación si los consumidores del mundo comenzaran a gastarla. Es el temor que llevó a las autoridades monetarias norteamericanas a decidir la –mínima- suba de la tasa de interés a fines de 2015.

El incremento de la tasa fortalece al dólar aún más, en un momento de crisis económicas en todo el resto del mundo: China se ralentiza, en Rusia la implosión del petróleo ha reducido el valor del rublo a la mitad, Europa no logra reactivarse, Japón mantiene su estancamiento que lleva más de una década y los “Bric” –incluido nuestro gran vecino y socio en el Mercosur, Brasil- sufren la caída de los precios de los comodities a raíz de la ralentización de China, que reduce su demanda y genera crisis económicas y políticas. El mundo se “desapalanca” y la euforia se transforma en temor.

“Hay un gran desorden bajo los cielos”, supo sentenciar Mao Tse Tung. Ese desorden hoy tiene tantas líneas sueltas que hace muy difícil prever cual será el desemboque. Sin embargo, parece claro que en situaciones límite, los catalizadores terminan siendo los más flexibles y fuertes, los que tienen mayor capacitación y alternativas.

Lo dijimos en 2007 y lo decimos hoy: valoraciones aparte, la economía más compleja, tecnológicamente más avanzada, integrada y madura, más extendida globalmente y más enraizada localmente, más independiente en sus alternativas disponibles y de mayores “espaldas” para sostener cualquier conflicto imprevisto, es la norteamericana. Si le sumamos que es la más defendida militarmente –el presupuesto militar y de seguridad de EEUU es igual a los de todo el resto del planeta sumado- parece claro que a pesar de los dislates de Trump, hay que prestar atención a los pasos estratégicos de ese país para definir el mejor posicionamiento propio.

Pero el mayor mensaje de la crisis, para todos pero especialmente para los países en desarrollo como el nuestro, será la necesidad de profundizar el entramado legal del mundo globalizado. Las finanzas desbocadas, el desinterés por el ambiente, el terrorismo fundamentalista, el agotamiento de las materias primas, los juegos geopolíticos, las redes delictivas globales que aprovechan las lagunas normativas, las trabas al comercio y a las transferencias tecnológicas y el vacío preceptivo de la economía virtual deben “ponerse en caja”, con una fuerte ofensiva diplomática multilateral, a partir de los organismos existentes pero tomando nota de su dramática urgencia.

El “desorden bajo los cielos” debe ser superado con una humanidad consciente de los desafíos de su nueva etapa, conviviendo bajo normas universales dirigidas a asegurar la paz, preservar la casa común planetaria y garantizar para todos la vigencia universal de los derechos humanos.


Ricardo Lafferriere

viernes, 12 de febrero de 2016

Facebook nos espía. ¿Sólo Facebook?...

Francia acaba de dar a Facebook un plazo de tres meses para  que “deje de espiar” los datos de sus abonados. Lo intima, en pocas palabras, a que deje de ser Facebook.

La mega red social junto a otras cuatro gigantes de la computación -Apple, Microsoft, Google y Amazon- conforman el podio de la capitalización bursátil del mundo. Son las puntas de lanza de la nueva economía global.

En rigor, no fueron las primeras en utilizar lo que Jaron Lanier llama “servidores sirena”, por la capacidad de colectar datos y captar los clientes elegidos con ofertas aparentemente beneficiosas, al estilo de las sirenas que según nos cuenta Homero en La Odisea, encantaban a Ulises durante su regreso a Itaca. Los primeros fueron los bancos, que ya desde hace varias décadas comenzaron su uso especializado para “filtrar” y categorizar automáticamente a sus  posibles clientes por su capacidad económica y otros datos con los que minimizaban los riesgos.

Lo que sí hacen las “cinco grandes” es recolectar masivamente datos aparentemente inofensivos de sus usuarios, con los que alimentan poderosos sistemas de clasificación de información en los que asientan su capacidad de ingresos y su poder.

Estos nuevos gigantes corporativos se especializan en “pasar el rastrillo” en cientos de millones de personas vinculadas a Internet –o sea la totalidad del mercado- a quienes seducen con ofertas de servicios atractivos que –no puede negarse- mejoran la vida de los usuarios. A cambio, acceden a informaciones vitales sobre sus conductas, hábitos de consumo, formas de vida, tendencias culturales, simpatías políticas, habitualidad de “navegación” en la red, páginas visitadas e infinidad de pequeños datos, a la vez que infiltran en sus artefactos personales –tabletas, PCs, celulares- programas espías que mantienen esa información permanentemente actualizada.

¿Qué hacen con esa información? Pues, procesarla, clasificarla de la forma en que pueda tener valor de mercado y luego comercializarla. Son los cimientos de sus ingresos y la base de la nueva economía, que no se limita a las “cinco grandes”. Cualquiera que haya entregado sus datos o se haya adherido a un “Club” o “Comunidad” de un supermercado, de una tienda, en Mercado Libre, en Despegar o en Airbnb o simplemente haya realizado una búsqueda con un browser como Chrome, Safari o IExplorer en Google u otro buscador habrá observado como al poco tiempo comienzan a aparecer ofertas de bienes y servicios relacionados con su búsqueda en los sitios más inverosímiles: el diario electrónico que lee, su sitio de Facebook o hasta en su propio correo de Gmail.

Es que en la sociedad de la información, el capital más valioso es…. la información. Esos pequeños micro-datos que por millones recolectan en tiempo real las grandes redes son el canal de acceso al nuevo mercado, el lugar de “realización de la ganancia” de toda clase de empresas, previo paso de los potenciales usuarios por sus respectivos “servidores sirena”. Así, una empresa discográfica sabrá qué clase de música llegará al gran público, una editorial podrá realizar los filtros cruzados para potenciar su acierto al elegir el autor o la temática que estimular y  una empresa de salud o de seguro sabrá a qué clientes potenciales le conviene dirigir su oferta o mercadeo, para reducir riesgos al mínimo y en consecuencia, también reducir costos y maximizar ganancias.

La información. Para el usuario son tal vez datos intrascendentes en un formulario online, tan insignificantes como su fecha de nacimiento –que lo categorizará en forma etaria-, su trabajo –del que se deducirá su grupo de pertenencia económica y clase de posibles bienes a adquirir-, su lugar de residencia –que lo ubicará en otro colectivo al que le llegarán determinadas ofertas- o su disposición circunstancial al consumo, por lo que está “buscando” en diferentes sitios, lo que permitirá vender ese dato a las empresas que prestan ese servicio o venden ese bien.

Dice la leyenda que a la llegada de los conquistadores, los indígenas –que no conocían el vidrio ni los espejos- accedían a cambiar su oro por “espejitos de colores”. El oro tenía para ellos el valor de lo inútil. La información, esa micro-información recogida por las grandes redes, son el equivalente actual del oro. Los espejitos de colores son los juegos, las “aplicaciones”, las “redes sociales” que ayudan a la nueva socialización de una sociedad virtual, el otorgamiento “gratuito” de espacios de almacenamiento de información en la red, o infinidad de atractivos bienes informáticos que llegan a usuarios ansiosos de acceder a esas novedades al menor precio.

Ese menor precio es la aceptación de un espionaje de por vida sobre su vida.

Esta afirmación ni siquiera conlleva una crítica, porque así es la sociedad global en gestación. Oponerse sería como oponerse a la existencia de manchas en la piel del tigre. No es resistiendo la tendencia –inexorable- de la evolución humana sino tomando sus riendas como lograremos que todos quienes deseen acceder al nuevo mundo puedan hacerlo. Para ello, debemos detectar los problemas, actuar sobre ellos y normatizar el uso a fin de evitar las posiciones dominantes que, al final y como los monopolios del viejo mundo industrial, terminan conspirando contra el propio sistema.

Un sistema apoyado en los “servidores sirena”, en las clasificaciones automáticas, en los servicios formatizados, en el alejamiento de la pulsión vital de los seres humanos reales, terminará agotándose por falta de carnadura. Todo cada vez más automático terminará con los empleos y en consecuencia también con la capacidad de compra, ya que nadie habrá en condiciones de adquirir los bienes producidos automáticamente, para mercados automatizados con distribución automatizada y ganancias también generadas sin participación humana.

Tal vez no esté mal que los servidores recolecten datos automáticamente. Lo que no está bien es que lo hagan en forma oculta, sin que los interesados lo adviertan y no sean retribuidos por esos datos en toda la extensión de su valor. Tal vez no está mal que la economía genere bienes direccionados a la demanda puntual de quienes puedan estar interesados en ellos. Lo que no está bien es que en campos sensibles a la dignidad humana –como la salud, la educación, la vivienda, la seguridad- las categorizaciones automáticas dejen muchos seres humanos fuera de esos servicios por no pertenecer a categorías con capacidad de pagar por ellos.

La nueva economía –la nueva sociedad- abre capítulos inmensos a la reflexión y a la política que se sienta animada por los valores de búsqueda de equidad, de libertad y de justicia. Sólo que éstos no responden ya a las viejas herramientas de la política para el mundo industrial de los Estados-Nación, sino que requiere nuevas indagaciones y nuevas respuestas, imaginando el futuro más que insistiendo obsesivamente en el pasado, como si éste todavía existiera.

Aunque los temas de la nueva agenda son variados, tampoco es necesario volver a inventar la pólvora: mercado de la red accesible a todos en libertad, conectividad plena y cada vez más extendida, neutralidad de Internet, transparencia en los procedimientos de recolección de datos y justa retribución por la información. Sobre estos principios la nueva economía será democrática e inclusiva, previendo y evitando las deformaciones de la “antigua”.

La acción política frente a la nueva economía debe pensarse  y ejecutarse además en claves globales, porque globales son el campo en el que se desenvuelve, sus principales empresas y el mercado en el que se realiza. El desafío incluye pero supera la acción de cada Estado, que admite iniciativas locales –como la de Francia- pero será estéril si no incluye a los países y regiones más poblados y desarrollados cuyo involucramiento es necesario reclamar y hasta exigir.

Será una forma que al canto de las sirenas no se le oponga el postrer lamento del cisne, sino el control responsable del timón por una humanidad consciente buscando su mejor destino.

Ricardo Lafferriere




lunes, 1 de febrero de 2016

“FAB-LAB”: Argentinos en la Cuarta Revolución Industrial

Los historiadores contemporáneos nos hablan de dos procesos históricos que conformaron “bisagras” de cambios de época a partir del ingreso en la modernidad: la Primera y la Segunda “Revolución Industrial”.

La primera se caracterizó por el predominio de la máquina de vapor: movió grandes instalaciones fabriles y desarrolló la primera ola de ferrocarriles. La segunda, por la incorporación de la energía eléctrica y del motor de combustión interna. Cambió literalmente la vida: iluminación, transportes, artefactos del hogar, hasta llegar a su producto insignia, el automóvil, que caracterizó la sociedad del siglo XX.

En la segunda mitad del siglo XX llegó una Tercera. Su soporte fue la sistematización de la información, y aunque sus primeros pasos se habían dado desde antes, con los bulbos de vacío, el gran salto lo protagonizó el desarrollo exponencial de la digitalización. Abrió camino a las comunicaciones –recordemos las primeras radios “Spika” o “Speaker” o las primeras calculadoras de bolsillo- los satélites, las fibras ópticas, las redes de datos, el surgimiento de los mercados financieros globales en tiempo real, el salto exponencial del “capital simbólico” y “virtual”, las computadoras, el complejo audiovisual de consumo, hasta llegar a su verdadero producto insignia: la Internet.

Ahora estamos –dicen- comenzando a atravesar los umbrales de una Cuarta. Es la revolución de la Inteligencia Artificial (IA). La creciente capacidad de cálculo de los circuitos electrónicos y la complejidad agregada de programas que generan patrones acumulados de procesamiento de información permite avanzar sobre lo más íntimo de la materia e impregnar todas las áreas de la realidad… y hasta crear realidades virtuales que comparten con la realidad “real” la existencia de las personas.

Robótica, microrobótica, bio-nano-tecnología, mega y micro sistemas complejos controlados por IA, sistemas de realidad virtual para la medicina, la defensa y seguridad, los entretenimientos, la exploración espacial, la investigación de las más pequeñas formaciones de la materia y hasta de la estructura del mismo espacio-tiempo, son entre otros campos del conocimiento y de la tecnología abordados y alcanzados por la gigantesca revolución científico-técnica que estamos viviendo.
Pero esta revolución, en lo tecnológico, se abre a la participación de más personas que los tradicionales protagonistas del “complejo científico-técnico” y ello potencia sus aplicaciones y alcance. Su “nave insignia”, avanzando lenta pero inexorablemente en su expansión, son las impresoras –y armadoras- “3D”.

Aunque no son nuevas, sí lo es su reducción de costo, que ha caído en pocos años de cientos de miles de dólares la unidad, a decenas de miles hace un lustro y un par de miles hoy, en la mitad de la segunda década del siglo XXI. Con esa progresión no sería aventurado imaginar que en un lustro más no habría hogar sin una impresora 3D entre sus artefactos, a un precio que no superaría algunos cientos de dólares.

¿Cuáles son sus ventajas? Nada menos que volver a convertir a las personas en artesanas de su hábitat. Desde adornos hasta repuestos de bienes de uso, desde prótesis hasta comida, desde ropa hasta zapatos, todo lo imaginable se anuncia como posible con el solo requisito de contar con los insumos adecuados –que estarán disponibles como hoy lo están las pinturas, las herramientas, los hilos, agujas y botones o los productos de droguería- en tiendas especializadas y a costo diverso, pero accesible.

Las impresoras 3D significarán la Revolución Industrial hogareña. Su nota diferencial será su llegada sin límites a los lugares social y geográficamente más recónditos, aún los más inaccesibles para el mundo actual. Regiones alejadas o aisladas, barriadas humildes y países muy pobres, tendrán herramientas para acceder, por fabricación propia, a todas las comodidades que el mundo industrial confina en grandes ciudades o centros urbanos.

Un camino en esa dirección son las “Fab-Lab”. Nacidas a comienzos del nuevo milenio en Estados Unidos, son los sucedáneos contemporáneos de los talleres con torno de hace décadas, abiertos al uso de los interesados que lo deseen con el pago de pequeñas tasas de uso y dotados de maquinarias de alta precisión entre las que no faltan laminadoras laser, Scanner de precisión, procesadoras de alto poder y, por supuesto, impresoras 3D profesionales.

Cada vez “fabrican” más cosas. Comenzaron con modelos de productos. Hoy las hay que fabrican armas, casas, ropa, adornos, muebles, juguetes, “bijou”, relojes, automóviles ¡y hasta aviones! Y no sólo productos inertes: también tejidos biológicos, prótesis, órganos artificiales para transplantes, comida. Lo decíamos en una nota anterior: en Gran Bretaña se está experimentando hasta la fabricación de carne, con técnicas de corte de la cadena de ADN luego “cultivadas” en nutrientes adecuados, sin nervios y sin necesidad de contar con un animal que deba ser sacrificado. La experiencia piloto ha atravesado incluso el paladar de chefs de alto nivel, sin diferencias con la carne “natural”. Aunque el costo experimental es muy elevado, la fabricación en escala reduciría sustancialmente el costo a un nivel inferior sustancialmente inferior al de producir carne animal. Y tendría la ventaja –nada menor- de no necesitar matar para comer.

“Fab-Lab” fue el acrónimo que muchos relacionaron con “Fabricas-laboratorios”, otros como “Laboratorios fabulosos”. Cuando –hace un par de años- hacíamos desde esta columna la descripción del fenómeno nos preguntábamos si llegaría a los países pobres. Investigando, la sorpresa fue la información que varios de ellos estaban ya funcionando en regiones aisladas del África Subsahariana, con singular éxito al promover y contener a jóvenes con inquietudes e iniciativa, y a poblaciones que lograron, gracias a ellos, fabricar sus paneles solares, sus bombas de agua potable, e incluso sus herramientas de labranza, simplemente operando las máquinas según las instrucciones y planos a los que accedían… por Internet. Su “salto tecnológico” fue de la Edad de Piedra al mundo de la alta tecnología, en apenas un par de años.

La siguiente pregunta fue cuándo llegarían a la Argentina. La otra sorpresa fue que ya había varios de ellos funcionando en el país. Para destacar es la iniciativa “El Reactor” (https://www.fablabs.io/fablabbuenosaires ), que funciona en Palermo desde hace varios años y que tiene entre sus objetivos, junto con el “Fab-Lab Buenos Aires” (https://www.fablabs.io/fablabbuenosaires) y otros replicar la iniciativa reduciendo su costo, de los US$ 80.000 estimados internacionalmente, a USD 10.000, a fin de facilitar su reproducción. La iniciativa, el impulso y la realización ha corrido por cuenta de jóvenes emprendedores –científicos, artistas, ingenieros, - que se convocan por una pasión: “fascinados por el potencial de la convergencia entre Bits, Atomos, Neuronas y Genes (BANG!)”, definen en su sitio Web.

Pero no sólo existen en Buenos Aires: también en Córdoba, donde se desenvuelve CREAFABLAB (http://www.creafablab.com/), en La Plata “Fablab La Plata” (https://www.facebook.com/fablabLaPlata), en Bariloche “FAB LAB BRC” (https://www.facebook.com/fablabbrc?fref=ts ) , en Mar del Plata “FAB LAB MDP” (https://www.facebook.com/FabLabMardelPlata/) y seguramente en otros lugares del país que no conocemos.

Los FAB-LAB conforman ya una red internacional interactiva que, trascendiendo el valioso impulso del MIT que le dio origen, intercambia proyectos y experiencias globales. Son la “punta de lanza” del futuro en el mundo en desarrollo y la herramienta de transformaciones que permiten a las sociedades y personas aisladas de las posibilidades que daba el mundo urbano e industrial, participar de la construcción del mundo que viene. Más democrático, más humano, más inteligente, más inclusivo.

Y es estimulante observar que en lo profundo de la sociedad argentina subsiste este germen heredado de la vocación emprendedora que hizo grande al país que nos enorgullece. Y que esta nueva etapa que se abre cuenta con ellos como protagonistas fundamentales en la construcción de una sociedad mejor y así los deberá tratar.

Ricardo Lafferriere





lunes, 18 de enero de 2016

Soltar lastres, sumarnos al cambio

El cambio que está atravesando el mundo, parcialmente eclipsado por los episodios que ocupan los impactantes titulares de violencia y desbordes, nos está instalando inexorablemente en una sociedad planetaria con significativas rupturas. Tal vez no se vean tan claras desde nuestra conflictiva vida cotidiana, tomada por una tensa coyuntura del cambio de ciclo, pero serán la agenda que se instalará apenas la Argentina termine de regresar a la civilización. Es ya la agenda del mundo.

Viejas prácticas, creencias y certezas son sustituidas por la aparición de nuevas tendencias crecientemente afianzadas que inician, a su vez, de nuevos caminos de convivencia. 

La evolución de la economía capitalista clásica está llegando a su fin. Sin embargo, a diferencia de los pronósticos de sus acérrimos críticos ideológicos, la visión de este fin es el de un exitoso “punto de llegada”. El éxito del capitalismo en impulsar el desarrollo, la ciencia y la técnica, “aterriza” en ramas destacadas de la economía incorporando mecanismos que recuerdan al “socialismo”. 

Importantes sectores de la producción abandonan el “mercado” para revalorar conceptos como “cooperación”, “bienes comunes” y “solidaridad”. Otros siguen utilizando el mercado, imbricado positivamente con los nuevos en un funcionamiento virtuoso. Lo sosteníamos hace unos meses, al comentar el libro de Rifkin ““The Zero Marginal Cost Society: The Internet of Things, the Collaborative Commons, and the eclipse of Capitalism” y no es mala idea recordarlo.

Costo “cercano a cero”

Varios son los fenómenos que lo anuncian. La gigantesca acumulación de capital y la portentosa evolución tecnológica es el primero. Lleva a numerosas ramas económicas a funcionar con un costo marginal cercano a cero, haciendo accesibles sus productos a mayor cantidad de personas.

Los teléfonos celulares, la televisión por cable, los receptores de pantalla plana, las tabletas, las consolas de juegos, los equipos de audio, las cámaras fotográficas y de filmación incorporadas a los teléfonos, son apenas algunos de los difundidos artefactos que se han instalado como paradigmas de la nueva sociedad atravesando sectores sociales, ideologías, étnicas y géneros.

Este fenómeno se suma a la masiva impregnación de Internet en la vida cotidiana, que sirve de base a actividades de servicios con alto contenido virtual, de reducido consumo energético y escaso uso de materias primas. Su característica sociológica es su llegada inmediata a los estratos más humildes, tradicionalmente marginados de los avances científicos, superando antiguos marcos conceptuales sobre la riqueza, la pobreza y la división social por niveles de ingresos.

Internet de las cosas

La “Internet de las cosas” anuncia un escenario de miles de millones de artefactos de confort (televisores, heladeras, hornos, calefactores, refrigeración, etc.), de producción (máquinas de fábrica, equipamiento de oficina y hasta de transporte) y de servicios, interconectados y decidiendo en forma automática su funcionamiento más eficiente, sin necesidad de la intervención de sus dueños luego de la configuración inicial. Permite la recolección de datos para prever y anticipar tendencias (“big data”), facilita la democratización del conocimiento, ayuda a la salud pública, mejora la comunicación entre personas y sociedades y libera potencialidades. Al ubicarse como motor del desarrollo impulsa la inversión en el mejoramiento de las redes de comunicación, que necesitan ágiles, universales y accesibles.

A la “Internet de las cosas” se suma el crecimiento exponencial de la autogeneración energética.

Internet de la energía

La superación del debate entre “energías fósiles” y “renovables” se saldará por la reducción sistemática y persistente del costo de la energía solar. Los países de vanguardia en la reconversión –Alemania es el paradigmático- están incorporando esta reducción a su red. El 40 % de la generación solar (que llega ya a 33 Gvh de capacidad instalada, el 25 % del total) es producida en los hogares, que la “venden” a la red, liberándose del principal cuello de botella de esa fuente que era la necesidad de baterías. El costo de los equipos generadores hogareños ha perforado el piso de la tarifa eléctrica. Se amortizan en menos de un año por el ahorro de la factura de energía no subsidiada.

 La energía solar generada en cada hogar es volcada durante el día al sistema, que paga por ella la tarifa establecida, y le factura a su vez su consumo. El balance reduce el costo, permite ampliar el potencial generador y convierte a cada hogar en una pequeña empresa energética. El resultado es una especie de “Internet de la energía”, en la que el viejo paradigma de “usinas gigantescas-millones de consumidores” se transforma en “millones de generadores cooperativos – Consumidores inteligentes”.  Menos consumo de petróleo. Menos plantas gigantescas. El sistema avanza en Europa, se adopta en Estados Unidos. En la región, ya se ensaya en Chile.

El costo de equipos solares ha mantenido durante tres lustros la tasa de reducción del 20 % cada duplicación en la producción de equipos. Habrá “barquinazos”, como la artificial reducción del precio del petróleo debido a la lucha geopolítica, pero la tendencia de largo plazo es inexorable porque es inherente a la salud ambiental y la preservación de la propia vida humana en la tierra.

Renacimiento de los “bienes comunes”

La tecnología hace revalorar varios “bienes comunes”, propios del sistema precapitalista, abriéndoles una nueva y gigantesca perspectiva. Un ejemplo: las comunicaciones. Los métodos de compresión y paquetización de señales están convirtiendo al espectro radioeléctrico –considerado desde el surgimiento de la radiodifusión como un bien limitado y por lo tanto, sujeto a la reglamentación estatal- en un bien común.

La reciente iniciativa de la FCC norteamericana de crear un espacio del espectro sin licencia para construir una red nacional de WIFI gratuito en USA va en esa dirección. Los sistemas de distribución de datos y señales por cable y la masificación de las redes inalámbricas (WIFI) permiten imaginar en pocos años una conectividad gratuita. Hay ciudades que ya ofrecen ese servicio libremente –en zonas de la Capital Federal ya se cuenta con él-.

También de actividades como el “software libre” (Linux), educación gratuita (tipo “Coursera”), información abierta (tipo “Wikipedia”) y creación artística colectiva, o/y difundible gratuitamente (tipo “Creative Commons”), las señales de TV y radio, millones de canciones en “streaming” gratuito (Spotify), los videos “online” y la distribución audiovisual (Vimeo), todo por Internet, expanden ilimitadamente la educación en todos los niveles, lleva el entretenimiento en tiempo real y abre camino a la producción por impresoras 3D en las zonas más alejadas.

Se reduce de esta forma enormemente el abismo de diferencias entre regiones propio de las sociedades industriales y preindustriales. La política educativa no puede seguir encerrada en la educación formal e ignorar la potencialidad de las nuevas herramientas para el adiestramiento continuo de la población, emprendedores, trabajadores, productores y empresarios, de la misma forma que la convergencia tecnológica alrededor de la digitalización convierte en arcaicos tanto los marcos de análisis como las políticas públicas imaginadas hasta hace muy poco tiempo.

Colaboración, no más “sólo competencia”

La propiedad de bienes durables como característica de la sociedad de consumo está derivando en actitudes de colaboración (“Collaborative Commons”). El propio automóvil, símbolo icónico de la civilización del siglo XX y del “status” social está siendo objeto en países industriales de iniciativas que han dejado ya de ser testimoniales para asentarse como prácticas cotidianas, como el uso compartido, la organización para el uso común de vehículos intercambiables y el uso-cuando-se-necesita, al estilo del uso compartido de bicicletas en muchas ciudades del mundo.

El intercambio y el uso común ha avanzado sobre espacios inimaginados. El tan conocido como usual alquiler de ropa de fiesta o de protocolo se ha extendido al uso intercambiable de objetos de lujo –joyas,  carteras de mujer, hasta corbatas de marca-, turismo –intercambio de casas- ¡y hasta de huertas: “yo aporto el terreno y las herramientas, usted el trabajo y vamos a medias”!-

El uso compartido abre nuevas posibilidades de ingresos a sectores medios y populares. Redes como “Airbnb”, “Homeaway” y similares permite alquilar habitaciones o casas sub-utilizadas por períodos cortos a millones de personas, reduciendo a la vez el costo del turismo, lo que amplía su alcance. 

Formas de comercio en red, al estilo de “Mercadolibre.com” y otras más diversificadas y especializadas permiten incursionar en tareas de comercialización a miles de personas que pueden poner en valor bienes en desuso o que desean cambiar.

Producción, trabajo e inclusión

La producción total  anual del mundo de hace dos siglos se realiza hoy en una semana: se multiplicó por más de cincuenta. La población, sólo lo hizo por siete. La automatización hizo la diferencia. En esa producción, que deberá adecuarse al soporte material de recursos naturales limitados, tienen un lugar destacado bienes inexistentes dos siglos años atrás. No sólo no había radio, ni televisión, ni automóviles, ni aviones, ni trenes. Tampoco había Internet, ni celulares, ni música grabada –mucho menos en la red-, ni audiovisuales, ni diseño de sistemas, ni procesamiento de datos.

Las actividades más dinámicas del mundo actual agregan valor pero requieren de suyo menos recursos naturales que el mundo industrial. Y aunque la diferencia entre los extremos de los niveles de ingreso se ha acrecentado, especialmente en las últimas décadas, las comodidades de un hogar trabajador –con agua potable, saneamiento, educación gratuita, medicamentos antes inexistentes, acceso al conocimiento sin limitaciones ni costo a través de la red, entretenimientos, juegos, música- es mayor al nivel de confort de una familia rica de hace doscientos años.

El proceso seguirá. Un mundo en el que la producción será cada vez mayor, pero el trabajo será cada vez menos al ser reemplazado por las máquinas, requerirá estudiar la redistribución de ese trabajo y las formas del apropiamiento social del avance tecnológico, que tampoco debe frenarse ni desalentarse. Entre esos extremos deben encontrarse los mecanismos adecuados.

Un mundo más rico debe incluir a más personas, no a menos. Ello abrirá nuevos capítulos en el debate político sobre los pisos de dignidad socialmente garantizados, la nivelación de las sociedades menos industrializadas con las de mayor desarrollo para evitar el dumping social que desarticule todo el sistema, el adecuado encuadre normativo del flujo financiero y, por último – pero más importante- el diseño de un nuevo sistema de poder y de gobierno, de alcance universal.

Reingresar al mundo para construir el futuro

Ese mundo está entre nosotros. Llegó ya de la mano de los jóvenes interesados por el ambiente y la defensa de los recursos, de los millones de participantes de las redes sociales, del enorme movimiento solidario de las ONGs unidas por la cooperación y no por el conflicto, por el vehículo democratizador del acceso a la información y el conocimiento que es Internet y por la natural disposición de los argentinos a adoptar rápidamente lo nuevo que surge en el mundo.

Quedan en el país coletazos del mundo viejo que debemos corregir. Una política más transparente y honesta, aislar el delito y la violencia cotidiana y decidirnos a un fuerte impulso de inclusión que termine en poco tiempo con los testimonios injustos del país antiguo.  Derechos humanos. Estado de derecho. Respeto institucional. Viviendas, salud pública, saneamiento y educación. Una sociedad libre y plural, solidaria y dinámica, sana y democrática.

El nuevo tiempo nos abre inesperadamente una oportunidad histórica para retomar la marcha. Requiere abrir la cabeza, actualizar los marcos de reflexión, reducir  la práctica confrontativa y asumir una actitud cooperativa, fijar objetivos y alinear esfuerzos para lograrlos. Tal vez, en lo profundo, esté la exigencia de una política que se referencie en el país y las personas, más que en los partidos, los candidatos, las imposturas ideológicas y las divisas. Que piense en los problemas, más que en el posicionamiento electoral.

Sobre estos pilares, la Argentina construirá su plataforma de participación en la agenda de hoy sumándose sin complejos y con madurez a los nuevos y apasionantes paradigmas globales, de los que no podremos excluirnos.


Ricardo Lafferriere

viernes, 15 de enero de 2016

La modernidad inconclusa – Democracia, presidencialismo y DNU’s

La Argentina ha sido en las últimas décadas una especie de banco de pruebas de la historia. La densidad de los acontecimientos políticos y sociales que ha protagonizado deja el interrogante si considerarlos como los coletazos sin resolver de demandas históricas, o como la avanzada de un mundo teñido por las contradicciones y la fragmentación de la posmodernidad.

La superposición de temas correspondientes a ambos grandes capítulos de la reflexión política es uno de los grandes problemas sin resolver, que tiñen la vida política del país, produciendo efectos nada despreciables en la evolución política coyuntural. Digamos en este momento que al final, si la política no es otra cosa que la sucesión ininterrumpida de coyunturas, sin aclarar intelectualmente la agenda será difícil avanzar en la solución de los principales problemas que la integran.

Los temas “modernos” sin resolver se refieren a los diferentes capítulos de la convivencia: el sistema político, las bases económicas, los objetivos sociales, los sistemas de producción, distribución y consumo, los recursos asignados –y la forma de hacerlo- para la formación de las generaciones nuevas, la previsión para la situación de vejez y eventuales incapacidades (es decir, jubilaciones, pensiones, retiros), la organización del Estado, su sistema institucional de recaudación impositiva y de gasto público, la definición de las diferentes jurisdicciones con sus competencias y recursos, son, entre otros, los temas que configuran la agenda moderna. Es una agenda principalmente de “segundo piso”, creadora de herramientas legales e institucionales de organización y gestión.

Los cimientos de esa agenda se “escribieron” hace un siglo y medio en la Constitución que dio origen institucional al nuevo Estado, estableciendo las bases legales de la convivencia: los derechos, obligaciones y garantías de los ciudadanos, los órganos del poder, las facultades impositivas que los ciudadanos reconocen al poder, las formas de asignar estos recursos, las jurisdicciones nacional, provinciales y municipales, y, en fin, los principales “issues” que conforman el edificio jurídico-político que regla la convivencia, el poder y la relación con las demás sociedades.

Esa agenda, sin embargo, no rigió en forma pacífica en el último siglo y medio. Valga recordar que recién en 1983 la Constitución fue reconocida plenamente por todos los actores como la base fundamental de convivencia, y que en 1994 esa Constitución fue reformada con la incorporación de nuevos derechos sociales y una reforma en el funcionamiento del Estado que buscaba desconcentrar el poder presidencial, reforzar el federalismo y abrir el poder a la influencia de los ciudadanos.

Aún a comienzos de la segunda década del siglo XXI, las normas constitucionales están lejos de ser la base de convivencia. Hay normas orgánicas decisivas –como la ley de Coparticipación Federal de Impuestos- que no ha logrado sanción pasados varios lustros, dejando una gigantesca laguna de incertidumbre y discrecionalidad, y otras mediatizadas por el desuetudo según las conveniencias de la correlación social y política de fuerza de los actores en pugna. La Argentina sigue siendo aún, en pleno siglo XXI, un país fuertemente preconstitucional. Sin un sistema económico-rentístico claro, no es posible hablar de la existencia de una organización constitucional moderna.

La agenda moderna tiene como característica temprana la utilización de la “razón” como argamasa de coherencia, desplazando los arcaísmos que daban al poder una justificación ajena a la delegación ciudadana o “soberanía popular” y ratificaban en forma terminante la igualdad jurídica de las personas desechando expresamente la división en castas,  estamentos o categorías humanas presuntamente naturales originadas en el nacimiento, la religión, el género, la ideología política o la nacionalidad. La razón supera así a la delegación divina o la propia costumbre como fuentes legitimantes de la “verdad”.

El mundo occidental desarrollado avanzó en la agenda moderna hasta estadios impensados a comienzos de la revolución que terminó con el “viejo régimen”. En los países desarrollados, aun conservando en ciertos casos arcaísmos simbólicos como las monarquías constitucionales, en los últimos dos siglos y especialmente luego de la segunda gran guerra, en sociedades en que los ciudadanos son efectivamente la base del poder del Estado se organizaron sistemas de seguridad social que fijaron pisos de dignidad en la distribución de la riqueza social, se generalizó la instrucción pública, la asistencia médica y la ayuda a quienes se encontraran en el último escalón de pobreza. Estas sociedades no consideran tolerable, en general, que una persona pueda fallecer por falta de alimentos, que no tenga asistencia médica en casos extremos o que, por una u otra vía, no pueda acceder a un techo para su familia.

Los debates que culminaron en la construcción de la sociedad moderna fueron animados por alineamientos políticos que, a grandes rasgos y con infinidad de matices, giraban alrededor de dos grandes bloques: “moderados” y “progresistas”, o “derechas” e “izquierdas”. Priorizando el orden y el crecimiento económico los primeros, reclamando ampliación de los espacios de libertad y de equidad los segundos, su dialéctica de lucha y compromiso estableció sociedades que, en definitiva, incorporaron en forma virtuosa elementos de ambas visiones en articulaciones siempre cambiantes pero asentadas en la aceptación de su contrario como norma fundamental de convivencia. 

Como consecuencia de esos permanentes intercambios, la impregnación recíproca fue inexorable: las izquierdas incorporaron a su arsenal intelectual herramientas de mercado, y las derechas hicieron lo propio con las políticas de inclusión y equidad social. El debate se inclinó hacia el centro.
Políticamente, la democracia. Económicamente, la industria y los mercados . Socialmente, los regímenes de previsión y solidaridad social. Sociológicamente, el protagonismo del “estado-nación” como marco de debate, realización, legislación, acumulación, crecimiento, distribución, legislación. Los límites del territorio, el Estado, la cultura, el derecho y la economía coincidían.

Pero la modernidad, con todos sus avances, no llegó al “fin de la historia”. Más bien su éxito abrió paso a la nueva etapa, que algunos denominan posmodernidad, otros prefieren denominar “modernidad reflexiva” y otros “etapa líquida” de la modernidad. El cambio desatado en las últimas décadas del siglo XX de la mano de la revolución científico-técnica puso en jaque sus logros y abrió camino a otra agenda.

Una agenda fragmentada, aparentemente caótica, fue impulsada por los éxitos de la modernidad –no por su fracaso- y para cuyo abordaje no son ya funcionales los viejos alineamientos político-conceptuales de la “sociedad sólida”.  La industrialización exitosa instaló la ilusión del pleno empleo, pero también el deterioro ambiental, que hizo tomar conciencia de los límites de los recursos naturales. 

La democracia de los ciudadanos limitó los viejos poderes corporativos, pero llegó a cuestionar las estructuras institucionales de representación, considerándolas disfuncionales con la gobernabilidad de un sistema cuyas bases dejaron de ser las Constituciones y pasó a ser un mundo global fuertemente a-jurídico, en el que las concentraciones de poder abiertos u ocultos definen con más entidad temas anteriormente competencia de los parlamentos y de la “opinión pública” de los países.

Los Estados dejaron de estar apoyados en las exitosas “economías nacionales cerradas” y en consecuencia, perdieron su capacidad de responder a las expectativas que lo legitimaban, mientras que formaciones de capital asentadas en el mundo global adquirieron una fuerte capacidad de evasión, resistencia y bloqueo a las normas políticas.

La agenda “posmoderna” tiene, entonces, demandas novedosas, en las que los alineamientos anteriores no definen claramente respuestas racionales de validez indiscutida. Cada uno, por decirlo de algún modo, “razona” según su interés, y todos los razonamientos tienen algo de validez, que no se limita, como en la agenda moderna, a arbitrar entre crecimiento y distribución, entre ganancia y salario o entre autoridad y libertad.

La agenda posmoderna argentina lleva a la virtual totalidad del arco político a coincidir, por ejemplo, en la acentuada priorización que el gobierno kirchnerista realizó del sector científico-técnico. Sin embargo, la agenda moderna impide aceptar que esa priorización se decida por la voluntad exclusiva de la discrecionalidad presidencial, sin un debate parlamentario que discuta prioridades, defina condiciones y asegure la eficacia en el gasto. Y lo mismo ocurre con el Ingreso Universal a la niñez, que se instalara como iniciativa de Elisa Carrió y Elisa Carca en tiempos en que ambas militaban en el bloque de la UCR, partido que sostuvo políticamente el reclamo. La iniciativa, sin embargo, aunque con falencias graves fue incluida como medida de gobierno –por decisión ejecutiva mediante decreto- durante la gestión kirchnerista. No hubo sino hasta mucho tiempo después una ley creando una institución sustentable que previera su financiamiento, su inserción en el sistema económico-social, sus objetivos y sus condiciones. A pesar de ser un reclamo de la totalidad del arco político se prefirió la decisión populista en lugar de la elaboración institucional.

Similar actitud fue adoptada en oportunidad de discutir la normatización del sistema de comunicación audiovisual. En lugar de elaborarse una norma de consenso, se prefirió presentarla en el marco de otra construcción populista, el presunto “combate a la corporación mediática”, lo que sobre la base de una afirmación desmatizada, o al menos discutible, se elaboró una concentración de los medios en el dominio oficial. Se hubiera podido elaborar una institución reglamentaria moderna, adecuada a las tecnologías de vanguardia, que potenciara el debate creador. Se prefirió una norma amañada, al servicio de la construcción populista, que condenaba a la esclerosis -y al atraso del país- justamente al sector más dinámico en la incorporación tecnológica del mundo global, las telecomunicaciones.

¿Cómo organizar el debate político con ejemplos como éstos atravesando el maremágnum diario del escenario público? ¿Cómo hacerlo, además, en el marco de un sistema fuertemente presidencialista, deformado en su potenciación al punto de asimilarse al borbónico “despotismo ilustrado” siempre bordeando el riesgo de perder la ilustración y reducirse al descarnado despotismo pre-revolucionario, pre-moderno, de base irracional?

Y ¿cómo encontrar la política en este escenario, con el virtuosismo necesario para discriminar con madurez los diferentes puntos de agenda, en una sociedad con tendencias al maniqueísmo por la simplificación rudimentaria del debate televisivo animando el cambio de ideas con sus métodos desmatizados y polarizantes, que le son esenciales?

En este punto es bueno reflexionar sobre las características de la acción política –la acción conjunta, por definición- del mundo moderno con respecto al mundo posmoderno. En el primer caso, su ubicación en la “modernidad sólida” –Bauman- conduce a alineamientos estables, normalmente en partidos políticos o gremios, que definen un capítulo de objetivos movilizantes de la totalidad o la gran mayoría de sus simpatizantes, y forman normalmente un tema programático caracterizador de su identidad, la mayoría de las veces permanente. Su lógica es “uno” u “otro”. “Derecha” o “izquierda”, “radical” o “peronista”, “moderado” o “progresista”. El alineamiento con ambos polos a la vez sería una especie de oxímoron, y en todo caso una “rara avis” cuya conducta sería incomprensible.

Pero en el segundo caso, propio de la “modernidad líquida”, como lo vimos en la primera parte, la adhesión es coyuntural, compatible con el alineamiento distinto en otro tema de agenda. Una persona puede coincidir con la campaña coyuntural de un partido por el matrimonio igualitario, y a la vez coincidir con el partido contrario en la posición sobre el aborto. Y con un tercero que está a favor de la minería a cielo abierto, mientras los otros dos apoyan la prohibición de esta explotación.

Para agravar la situación, es probable que ninguno de los tres haya fijado su posición previa sobre estos temas al momento de la campaña electoral, por lo que los ciudadanos interesados en estos temas tampoco sabrían muy bien qué votan. Esta fragmentación no es excepcional sino que será permanente, como resultado inexorable de la superación de los relatos totalizadores y el rescate de la autonomía ciudadana y la búsqueda de “soluciones biográficas a las contradicciones sistémicas”.

¿Cómo conformar, entonces, una fuerza partidaria convocante que sea eficaz en canalizar los intereses ciudadanos y evite la simplificación bonapartista –o el autoritarismo borbónico- de delegar en un liderazgo personal la conformación de la agenda y la posición del agrupamiento sobre uno u otro tema?

La modernidad inconclusa dificulta, por su parte, el abordaje consciente de la agenda posmoderna, porque la ausencia de marcos sólidos de debate y resolución de temas públicos –reclamos de la modernidad temprana- deja sin ámbitos donde procesar la infinidad de matices de la nueva agenda. 

La fragmentación posmoderna agrava el problema con la debilidad de los partidos políticos, desplazados como eventuales protagonistas exclusivos de debates y acuerdos, con la racionalidad que ello conlleva.

Una secuencia lógica indicaría la conveniencia de priorizar en consecuencia el agotamiento de los temas modernos irresueltos, como paso necesario para avanzar en la resolución de los nuevos. Sin embargo, la sociedad no admite postergar los “issues” que considera urgentes –la mayoría de ellos, propios de la agenda posmoderna- y pareciera decantarse por la exigencia de su tratamiento aún por las formas irregulares o insuficientes, cuando considera que éstos son ya urgentes y su solución no puede esperar o están maduros para hacerlo.

El ejemplo mencionado de la sanción por decreto presidencial del Ingreso Universal a la Niñez, que conlleva irregularidades tales como la disposición de fondos de fines específicos (el sistema previsional) sin debate parlamentario, la discrecional designación de las categorías de personas que lo recibirán y en qué condiciones, y las incompatibilidades, es muestra de un tema “posmoderno” resuelto según procedimientos premodernos, propios del mundo de los soberanos absolutos, pero que soluciona –aunque en forma limitada o deformada- un problema real y, como tal, es aceptado por la sociedad y por la propia oposición política.

La modernidad inconclusa tiende, entonces, al retroceso institucional permanente, porque los problemas sociales –viejos y nuevos, modernos y posmodernos- deben resolverse. Es ésta la justificación última del poder y el reclamo final de los ciudadanos. Éstos exigen que las urgencias sean resueltas por la vía que sea, dejando las cuestiones metodológicas en la agenda de “segundo piso”, como una especie de problemas de los dirigentes, que eclosiona hacia fuera del escenario sólo cuando algún tema se instala en el sistema mediático, lo que puede ocurrir por su repercusión intrínseca, o por la astuta operatoria de algún grupo de interés que con esa instalación persigue algún propósito que puede hasta no estar vinculado con el debate en cuestión y sólo busque desviar la agenda comunicacional de otros temas sensibles. O puede, en el peor de los casos, ser instalado por la eclosión de una crisis, que desnude la irracionalidad de un poder funcionando al margen, sea de las normas o de la voluntad de la mayoría, y coloque en la escena –y en la agenda coyuntural- la necesidad de su normalización.

La síntesis puede asentarse en dos grandes pilares conceptuales: la conciencia sobre la dinámica del mundo de hoy, y los datos históricos y sociológicos del comportamiento de las personas en su relación con el fenómeno del poder en la Argentina, la manera en que lo perciben y lo conciben, y la vigencia de las formaciones históricas vis a vis con las nuevas emergentes.

Ciertamente ambos pilares son el soporte sobre el que la novedad de la coalición CAMBIEMOS está ensayando sus respuestas. Consciente de la dinámica del mundo actual –o, al menos, lo más consciente que es imaginable en el escenario de la cultura política argentina-, asume la reformulación de una figura enraizada en la historia a la que el pensamiento democrático-republicano se acerca tradicionalmente con prevención: la concepción presidencialista que domina la imagen que los argentinos tienen en su relación con el poder.

Esa prevención ha llevado históricamente al bloque democrático-republicano, en función de gobierno, a autolimitaciones en su ejercicio que a la postre resultaron incompatibles con la propia idea de poder tal como lo entienden los argentinos, no ya en la Constitución escrita, sino en la práctica que esperan de su ejercicio, conduciéndolo a fracasos estrepitosos.

La novedad es la mayor audacia en ese ejercicio, sorprendiendo a sus tradicionales adversarios populistas, especializados en estas transgresiones a la letra y al espíritu de la Constitución escrita. La decisión con que el presidente Macri ha abordado la utilización de las herramientas de los Decretos de Necesidad y Urgencia, aún con un contenido muy reducido en alcance con respecto al ejercicio abusivo que del mismo hicieron Menem, Nestor Kirchner y Cristina Kirchner, marca este cambio, conformando a la vez una rareza política y un shock para el populismo autoritario.

Para encontrar un antecedente emparentado en un gobierno democrático-republicano tal vez habría que remontarse a Hipólito Yrigoyen con sus “Intervenciones Reparadoras”, con las que buscaba garantizar la limpieza del voto a los pueblos de las provincias sometidos a oligarquías fraudulentas autoreproducidas. Eran medidas que llevaban la orgánica constitucional a su borde, en la convicción de que la tensión entre la formalidad –cuando lleva a la impotencia o vacía el contenido de la política- debe ceder ante el compromiso del poder con la mayoría, que es lo que legitima en última instancia al poder democrático.

El tema no es menor ni de respuesta sencilla y exige una mirada más profunda, porque las formas no son solo medios, sino también fines. Una democracia sin formas puede transformarse en autoritarismo populista, o en simple autoritarismo. Su consecuencia es debilitar el sistema de mediaciones entre los ciudadanos y el poder reemplazándolo por un vínculo directo entre ambos, vía el presidencialismo desbordado. Sin mediaciones el riesgo es que las tensiones no encuentren puentes de procesamiento sensato y alcancen niveles que afecten la paz social.

La contrapartida, sin embargo, está a flor de labios: el respeto escrupuloso de las formas, cuando éstas han sido colonizadas por parcialidades que las deforman, tampoco tiene el valor de la democracia pura cuando no se referencian en la voluntad popular. Parlamentos convertidos en escribanías automáticas o en su opuesto, en conspiradores permanentes del ejercicio del poder democrático, o jueces colonizados por parcialidades políticas tampoco integran una democracia sana y también pueden eclosionar en alteraciones de la paz social y la convivencia.

Son los problemas heredados por la modernidad inconclusa. La Constitución de 1994 los asumió parcialmente con el atajo de los Decretos de Necesidad y Urgencia, creando una ventana de control de legalidad para decisiones que pudieran sortear el hiato entre la formalidad y la voluntad mayoritaria que expresa el poder presidencial elegido por el sistema de doble vuelta. Fue un paso resignado a una realidad que un siglo y medio de ficción constitucional no pudo cambiar: la vigencia del presidencialismo en la cultura política de la mayoría. Buscó un camino que solucionara la tensión con un marco normativo, previéndolos para casos de emergencia y vedando su uso en determinadas materias.

Ni una ni otra condición fueron respetadas. Recién a más de una década de vigencia del sistema se sancionó la ley que los reglamentaba, luego de su uso constante y abusivo para barbaridades y para banalidades. La ley, sancionada curiosamente por la mayoría automática de turno, ignoró en pocos artículos el delicado sistema constitucional de equilibrios y contrapesos previstos para la sanción normativa del Congreso –equilibrio entre las Cámaras, entre éstas y las provincias, entre las mayorías y las minorías-. Y aun así el sistema no termina de encajar en el virtuosismo de la democracia republicana pura. Sigue siendo un parche.

Sin embargo, es el parche que la modernidad inconclusa en la práctica político-social ha debido aceptar para garantizar la gobernabilidad en una sociedad que reclama reglas, pero que una vez que las tiene prefiere seguir referenciando sus aspiraciones, sus reclamos y sus sueños con el liderazgo presidencial, al que le exige “soluciones”. Su consecuencia es convertir a esta figura, que los constituyentes imaginaron como la encarnación de toda la Nación, en un protagonista permanente de los contenciosos agonales que atraviesan el cuerpo social, contenciosos de los que no puede evadirse, porque esa misma mirada presidencialista lo responsabilizará inexorablemente y de cualquier forma de los éxitos o fracasos de la gestión de su gobierno.


Ricardo Lafferriere