El salario como institución está condenado a reducirse hasta
la insignificancia. Tal es la afirmación que explorábamos en una nota anterior,
haciendo referencia a la inexorable reducción del empleo agropecuario,
industrial y de servicios que se ha convertido en tendencia en todo el mundo.
No se trata de un fenómeno del mundo desarrollado: comienza
a impregnar toda la economía global.
Otra información, ésta de hace pocos
meses, hacía referencia al objetivo de lograr una ciudad totalmente robotizada,
propuesta por el Alcalde de Dongguang, ciudad china conocida como “la fábrica
del mundo”, que aspira a convertirse en una ciudad robotizada. Ha comenzado,
reemplazando los trabajadores por robots controlados por sofisticados sistemas
de inteligencia artificial. La noticia fue reproducida por el diario español
“El Mundo” en su edición del 7/9/2015.
(http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html)
La propia salida de la crisis global del 2009 está mostrando
que aún en Estados Unidos, que está saliendo de la crisis en forma lenta,
aunque sostenida, crece el producto pero no el empleo, en la medida en que
sería esperable. La revolución de la “productividad” agrega automatización e
inteligencia, lo que reduce “costos salariales” dándole competitividad a la
producción americana, pero no crea equivalentes fuentes de trabajo. La
consecuencia es la ampliación de la brecha entre las clases trabajadora y media
que mantienen su nivel salarial virtualmente congelado, frente a un nivel
gerencial alto que multiplica sus ingresos por cifras exorbitantes.
¿Es éste un fenómeno que también se producirá en Argentina? La
mirada aldeana que nos dominó en la última década alargó la agonía de un
sistema económico obsoleto apoyado en la apropiación de rentas agropecuarias en
un excepcional ciclo alcista, que no son permanentes ni inherentes a un
crecimiento sostenido. Aún con esos excedentes, la “ocupación” de la economía
nacional no creció ni siquiera en el sector agropecuario reactivado –cuando lo
estuvo- sino en la transferencia de gran parte de esos ingresos expropiados
hacia ocupaciones públicas de escaso aporte de valor agregado, en su mayoría
subsidios disfrazados a la falta de ocupación en empleos productivos.
Terminadas las rentas, en primer lugar porque se redujeron
los precios y en segundo lugar porque ponía a las producciones al borde de su
quebranto, el sistema hizo crisis y su expresión fue el estallido de un déficit
público incontrolable. Emisión, inflación y endeudamiento llevaron al país a un
estrecho y peligroso andarivel –del que aún no ha salido- bordeando la
hiperinflación.
La recuperación económica del país seguramente se dará como
está previsto pero, aún en su pleno éxito, difícilmente genere los empleos que
necesitamos. Habrá inversiones, se dinamizará la producción, se modernizarán
las fábricas, llegarán los nuevos y sofistificados servicios que ya existen en
el mundo desarrollado y es probable que el impulso al PBI sea notable a partir
de dentro de pocos meses. El interrogante, sin embargo, no nos abandona sino
que nos obliga a enfrentar el mismo problema de las sociedades centrales:
¿crecerá el empleo?
En intuición de quien esto escribe, será difícil que esto
ocurra en la medida tradicional y que alcance para “dar trabajo a todos”. Así
está pasando en el mundo. Ello no significa fracaso, sino traer a escena la
reflexión de cómo distribuir eficazmente el creciente ingreso nacional cuando
el país recupere su ritmo de crecimiento. Allí es donde se opera la necesidad
de mejorar sustancialmente el Estado.
Una sociedad con menor cantidad de salarios debe tomar
conciencia que éste no podrá ser considerado más como el articulador de la
distribución del ingreso, sino que debe buscar otros mecanismos que permitan
lograr que el crecimiento a raíz de la modernización económica, del desarrollo
tecnológico y de la inversión en infraestructura no sea apropiado por un sector
de la sociedad sino que beneficie al conjunto. En esta tarea los servicios
prestados por el Estado son más centrales que nunca.
No se trata ya del arcaico Estado-empresario, sino del
Estado nivelador e integrador, tal vez más próximo al de los Estados de
bienestar de mediados del siglo XX, aunque debidamente gestionados para evitar
sus deformaciones inflacionarias y populistas. Un Estado que debe garantizar el
piso de equidad prestando servicios de excelencia en educación y en salud, en
transportes y en vivienda, en seguridad y justicia.
Ese Estado deberá avanzar hacia el establecimiento de un
ingreso universal, que organice racionalmente la asignación de gasto social que
hoy realiza a través de una red anárquica de asignaciones que han surgido como
producto histórico de diferentes luchas y reivindicaciones. El aporte público
al sistema previsional, el apoyo social a quienes carecen de ingresos o se
encuentran en situaciones vulnerables, las asignaciones familiares, la
organización de los diferentes subsistemas de salud, el subsidio a la tasa de
interés para inversiones sociales –como vivienda- que requieran largo plazo de
repago, el subsidio parcial al transporte, etc.
fueron respuestas parciales y hasta anárquicas. Deben transformarse en
la inteligente construcción de un piso de ciudadanía, garantizando las
necesidades básicas de la condición humana sin limitar la posibilidad de sumar
ingresos por capacitación, trabajo o inversión para quien así lo desee.
Pero también un Estado que tome conciencia que la otra gran
columna de la inclusión será edificada por los emprendedores. A tal fin deberá
considerarlo un sector social estratégico y protegerlo debidamente. La gran
empresa realizará inversiones, la mayoría de las cuales serán
capital-intensivas y facilitarán la incorporación del país en las cadenas
globales de comercio e inversión, que ocurren en gran medida por dentro de sus
propios flujos de riqueza. Son imprescindibles para el relanzamiento nacional.
Sin embargo, no generarán suficientes empleos.
Las ocupaciones productivas se desplazarán con más fuerza
que nunca a las iniciativas individuales y de pequeñas empresas. Su promoción y
protección exigirá una revolucionaria reforma en la fiscalidad, invirtiendo el
absurdo trato impositivo a los emprendedores, castigados en forma salvaje por
escalas de tributación que parecieran haberles declarado la guerra. Un taller
mecánico, una fábrica de bicicletas o una pequeña imprenta, un profesional, un
periodista independiente, un generador de contenidos audiovisuales o redactor
de programas informáticos debe abonar proporcionalmente a sus ingresos más
impuestos que el CEO de una gran multinacional. El cambio en este aspecto debe
ser copernicano.
La kafkiana situación de los monotributistas relacionada con
la salud ejemplifica el trato estatal hacia los emprendedores. Abonan –como
ciudadanos- los impuestos generales con los que se sostiene la salud pública.
Abonan, incorporado en su aporte mensual, una suma destinada a financiar alguna
misteriosa “obra social” que virtualmente no utilizan, ante la imposibilidad de
acceder con ella a algún servicio razonable. Y deben pagar, para tener
efectivamente cobertura de salud, su membrecía en alguna “prepaga” que no tiene
control público alguno pero que absorbe un porcentaje importante de su ingreso.
De la misma forma ocurre con la educación de sus hijos, donde por una parte
contribuyen a sostener con sus impuestos una educación pública en deterioro
terminal y por la otra deben destinar otra parte sustancial de sus ingresos al
pago de la educación privada, que termina brindándoles en muchos casos un
umbral superior al de la educación estatal.
Similar reflexión genera el diferente "mínimo no
imponible" del impuesto a las ganancias, fijando para los independientes
un monto sustancialmente inferior al de los trabajadores asalariados. La recuperación de ingresos que se produciría para estas
personas si pudieran confiar en servicios públicos de excelencia en salud y
educación no necesita ser destacada. A ello nos referimos con “más Estado”, con
el beneficio que implicaría para los emprendedores y la reducción de costos
para la productividad de la economía nacional en su conjunto.
Un Estado que privilegie la integración social debe
convertir a la educación pública en la mejor del sistema y a la salud pública
en la prestadora natural, de excelencia y calidad, de la mayoría de la
población superando la arcaica concepción del hospital y la escuela públicos
como el espacio para atender a “los pobres”. Debe contar con programas de
estímulo al inicio profesional y empresarial. Debe apoyar con becas el
desarrollo de la investigación y la excelencia.
Luego de la destrucción lastimosa del Estado en la última
década, se impone su reconstrucción. Recuperar su prestigio y su
respetabilidad. Reconvertirlo en una herramienta que los ciudadanos consideren
a su servicio, porque ellos lo financian, desplazando la corrupción de corporaciones,
proveedores y camarillas profesionales, gremiales o empresariales que lo han
cooptado. Este Estado reconstruido sobre bases modernas, de gestión
absolutamente transparente y profesional, con mecanismos de control profesional
y social sobre su funcionamiento, será la forma de reemplazar el viejo papel socialmente
articulador del salario que será cada vez más reducido hasta hacer imposible
apoyar en él lo que antes se apoyaba: obras sociales, jubilación, salario
familiar, indicador de capacidad de repago para créditos, etc.
Seguramente este debate demandará polémicas con vocación de
síntesis, porque significa un cambio de rumbo en lo que fue el espíritu de “los
90”, cuando la implosión del bloque socialista y de los “estados empresarios”
convertidos en elefantiásticos aventureros empresariales llevó el péndulo al
otro extremo, pero también un cambio del paradigma sobre el que se edificaron
los núcleos conceptuales de las fuerzas políticas del siglo XX, centralmente
apoyadas en los empleos estables, los salarios escalafonados y las empresas con
horizontes de largo plazo.
Es, sin embargo, un debate necesario que debe dar una
política modernizada y virtuosa, depurada de las prácticas de corrupción que
han crecido en su seno distorsionando decisiones públicas y recreando su
relación íntima con los ciudadanos.
El mercado es un mecanismo de crecimiento económico
irreemplazable e insuperable. Sin embargo, no tiene por definición el papel de
inclusión social ni de equidad. Su tarea es producir más y mejor y así debe
hacerlo, dentro de las normas fijadas por la sociedad a través de una política
virtuosa, que también es irreemplazable. Es ésta la que debe fijar las normas
ambientales, laborales, societarias, impositivas, que lo regulen según el
perfil de cada sociedad, sus posibilidades y sus metas. Un mercado sin política
es la selva.
Una política sin mercado, a su vez, es el languidecimiento
eterno, la condena al estancamiento secular, la corrupción, la retracción de la
inversión y de la capacidad de iniciar desafíos.
Uno y otra deben ser controladas por ciudadanos activos y
conscientes, funcionando en el marco de un sistema institucional sólido, la
prensa libre y la justicia independiente.
Una vez más debe encontrarse la síntesis virtuosa para la
época sobre las bases de la tecnología, el capital, las limitaciones y los
problemas actuales. Gran desafío para los pensadores, que tienen la oportunidad
de comenzar a sumarse a la agenda que discuten sus colegas en el mundo,
abandonando el consignismo esclerótico y arriesgando ideas para abrir rumbos.
Ricardo Lafferriere