El fracaso de la reunión del G-20 en Seúl trae a la reflexión, una vez más, el cambio copernicano que se está produciendo en el mundo en los últimos lustros, que atraviesa todos los campos de la realidad –desde el económico hasta el político, desde el tecnológico hasta el ambiental-.
Ante este cambio, que como todos deja ganadores y perdedores, la acción virtuosa debiera comenzar con la observación y la reflexión para detectar sus características esenciales y la forma en que estas características afectan a las diferentes personas, países, empresas y regiones del mundo.
Eso se ha reflejado en el G-20. El ritmo desigual del cambio y la diferente ubicación relativa de los protagonistas hace que cada uno se queje según cómo la crisis se proyecte en sus intereses más directos y reclame medidas que focalicen sus propios problemas, más que el problema global.
Los norteamericanos, preocupados por su endeudamiento y su desequilibrio comercial, reclaman a China que deje flotar su moneda más libremente revalorizándola, en la esperanza de que los ayude a nivelar su comercio al no tener que competir con productos virtualmente sin costo salarial, como los fabricados en China. China, a su vez, alega que la crisis ha disminuido la demanda global –concentrada en los países desarrollados- y ello perjudica su economía, que está asentada en la exportación, sosteniendo que esa situación la coloca en la dinámica de una caldera a presión, debido a su gigantesca inequidad interna.
Europa, por su parte, pasada en gastos y con su competitividad adormecida por sus déficits, reclama austeridad a sus integrantes mostrando crudamente su agudo desequilibrio interno entre países “cuasi sub-desarrollados” con estados de bienestar más que generosos pero asentados en una base ficticia, frente a sus locomotoras desarrolladas –Alemania y Francia- que enfrentan dificultades para financiar sus gastos sociales y previsionales a pesar de su riqueza, y que son requeridos de ayuda para sociedades que trabajan menos y con menor calidad, en nombre de una relativa “solidaridad comunitaria” que sólo aparece cuando es necesario pedir ayuda.
Los reclamos de cada uno de ellos son diferentes, porque ven la crisis con sus respectivas anteojeras, y a las medidas que unos y otros deben tomar y toman en su plano interno, se agregan los pedidos de medidas de los demás: los norteamericanos, que China revalúe su moneda. Los chinos, que Estados Unidos reduzca su déficit. Los europeos desarrollados, que todos sean más austeros y los europeos más pobres, que los demás los ayuden con sus déficits públicos. Los países en desarrollo, que no se reduzca la demanda de los países centrales. Y todos, que se acuerden políticas “cooperativas”, pero sin comprometer acciones propias, lo que es un oximoron.
En ese maremagnum, reflejo de la economía globalizada sin remedio navega nuestra averiada nave nacional.
La Argentina es, quizás, uno de los únicos sino el único país beneficiario neto de esta crisis, cuya superación sólo requiere medidas internas sin depender de nadie. Pero, curiosamente, es también el único país del grupo de los 20 –donde ingresó, bueno es recordarlo para no sumarnos a la demonización infantil, por gestión del ex presidente Menem- que llega a las reuniones con la pretensión de dictar cátedra al estilo del maestro de Siruela “que no sabía leer, y puso escuela”...
El mundo hoy es informativamente plano. Todo se conoce. Desde la manipulación de las estadísticas hasta la apropiación de fondos ajenos. Desde la corrupción ramplona hasta la ausencia de debate parlamentario serio. Desde la desobediencia a las sentencias judiciales hasta el desborde inflacionario. Desde las complicidades delictivas hasta la creciente violencia cotidiana. Desde los grotescos papelones de Aerolíneas hasta la facilidad para el lavado de dinero ilegal. Todo.
Cada una de esas circunstancias, que son la verdadera cadena que nos lastra al pasado, podría ser soltada sin medidas adicionales que deba tomar Estados Unidos o China, Alemania, Brasil o Rusia. Bastaría con una conducción política madura, con un diálogo político interno serio que establezca consensos estratégicos, con un “ethos” político cooperativo iniciado por el encargado de liderar el funcionamiento político nacional, que es el gobierno y específicamente, la presidenta. Sin embargo, se persiste en apoyarse en las mafias narco-sindicales, en una política patrimonialista reducida a comprar o vender votos en el Congreso, en la deshumanización del adversario, en el sectarismo y en la negación de cualquier atisbo de debate plural.
Hace muchas décadas que la Argentina no tenía una situación internacional tan beneficiosa, sin haber hecho nada para merecerlo. Quizás la última vez fue cuando el medio siglo del apogeo, entre 1880 y 1930. Que estemos desperdiciando la oportunidad actual como lo estamos haciendo, nos hará ingresar en la historia como una de las generaciones más inútiles que le haya tocado al país en toda su vida independiente.
¿Es que nadie, en el “escenario”, puede tocar un campanazo que convoque al sentido común?
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
domingo, 14 de noviembre de 2010
lunes, 8 de noviembre de 2010
Cristina, Fanon y los monos
El primer paso del terrorismo es la deshumanización del adversario, la negación de su condición humana y la atribución de condiciones animales o de características descalificadoras ajenas a un cambio de ideas articuladas y respetuosas.
Frank Fanon –y el propio Sartre- analizaron en su momento esta técnica, utilizada por los colonialistas en Africa y por los nazis en Europa. Perdida la condición humana, el trato al contrario queda liberado de la obligación de respeto, cualquiera sea su fuente - religiosa, filosófica o simplemente moral-.
Y a partir de allí, todos los caminos de lucha se abren. Las formas construidas por la humanidad para hacer posible las visiones diferentes y, a la vez, convivir –cuya elaboración más sofisticada es la democracia política- deja paso al “puro poder”, que termina definiendo el triunfo de una visión u otra con desconocimiento de las necesidades de acuerdo por la “otredad” que impone la convivencia.
Que esta actitud haya sido propia de los colonialistas tratando de “monos” a los trabajadores negros, o de los nazis tratando de “ratas” a los judíos es, a esta altura, una repugnante anécdota de la historia humana cuyas consecuencias fueron genocidios, masacres y ríos de sangre. Deja de ser sólo una anécdota cuando un presidente en ejercicio utiliza la animalización de sus adversarios en un acto político en el que la “corte” no sólo escucha, sino que aplaude, al igual que muchos de quienes asisten, frente a la pasmada plaza pública televisiva que amplifica el mensaje al infinito.
La “ejemplaridad del poder” toma aquí el peligroso papel del instigador, máxime al darse a pocos días del salvaje asesinato político de Mariano Ferreyra, realizado por sicarios sindicales del principal aliado del gobierno que ha sido confirmado como tal por la actual “juventud maravillosa” de La Cámpora y el propio Jefe de Gabinete; y el rápido contagio de estructuras de poder que, aunque surgidas en sus lejanos comienzos del propio pensamiento de izquierda, han olvidado hace tiempo lo mejor de la historia progresista –la tolerancia, la libertad, el pluralismo, el respeto por la opinión ajena, la celosa defensa de los derechos de las personas- y asumido lo peor del populismo –la violencia, el matonismo, la intolerancia, la descalificación del contrario y el vaciamiento de su condición humana-.
Las expresiones de Cristina Fernández la semana pasada al tratar de “loros” y “monos” a los opositores que no piensan como ella y no ven la realidad con sus anteojeras merecen un pedido de discupas inmediato y expreso en el parlamento, espacio democrático de la diversidad y la polémica. El silencio no hará otra cosa que admitir que, también para la oposición, todo está permitido. Que no hay límites.
Para los ciudadanos, sería repugnante.
Ricardo Lafferriere.
Frank Fanon –y el propio Sartre- analizaron en su momento esta técnica, utilizada por los colonialistas en Africa y por los nazis en Europa. Perdida la condición humana, el trato al contrario queda liberado de la obligación de respeto, cualquiera sea su fuente - religiosa, filosófica o simplemente moral-.
Y a partir de allí, todos los caminos de lucha se abren. Las formas construidas por la humanidad para hacer posible las visiones diferentes y, a la vez, convivir –cuya elaboración más sofisticada es la democracia política- deja paso al “puro poder”, que termina definiendo el triunfo de una visión u otra con desconocimiento de las necesidades de acuerdo por la “otredad” que impone la convivencia.
Que esta actitud haya sido propia de los colonialistas tratando de “monos” a los trabajadores negros, o de los nazis tratando de “ratas” a los judíos es, a esta altura, una repugnante anécdota de la historia humana cuyas consecuencias fueron genocidios, masacres y ríos de sangre. Deja de ser sólo una anécdota cuando un presidente en ejercicio utiliza la animalización de sus adversarios en un acto político en el que la “corte” no sólo escucha, sino que aplaude, al igual que muchos de quienes asisten, frente a la pasmada plaza pública televisiva que amplifica el mensaje al infinito.
La “ejemplaridad del poder” toma aquí el peligroso papel del instigador, máxime al darse a pocos días del salvaje asesinato político de Mariano Ferreyra, realizado por sicarios sindicales del principal aliado del gobierno que ha sido confirmado como tal por la actual “juventud maravillosa” de La Cámpora y el propio Jefe de Gabinete; y el rápido contagio de estructuras de poder que, aunque surgidas en sus lejanos comienzos del propio pensamiento de izquierda, han olvidado hace tiempo lo mejor de la historia progresista –la tolerancia, la libertad, el pluralismo, el respeto por la opinión ajena, la celosa defensa de los derechos de las personas- y asumido lo peor del populismo –la violencia, el matonismo, la intolerancia, la descalificación del contrario y el vaciamiento de su condición humana-.
Las expresiones de Cristina Fernández la semana pasada al tratar de “loros” y “monos” a los opositores que no piensan como ella y no ven la realidad con sus anteojeras merecen un pedido de discupas inmediato y expreso en el parlamento, espacio democrático de la diversidad y la polémica. El silencio no hará otra cosa que admitir que, también para la oposición, todo está permitido. Que no hay límites.
Para los ciudadanos, sería repugnante.
Ricardo Lafferriere.
lunes, 25 de octubre de 2010
Salario, jubilaciones y justicia
El 15 de junio de 1964, el Presidente Arturo Umberto Illia promulgaba la ley del Salario Mínimo, Vital y Móvil, sancionada por el Congreso sobre la base de un proyecto de su autoría. La misma norma creaba el Consejo del Salario integrado por representantes del Estado, empresarios y trabajadores, para mantener actualizado su nivel. En sus fundamentos, lejos de las letanías seudideologizadas de los decretos de hoy, simplemente decía que buscaba asegurar el nivel de vida de los trabajadores más pobres con un haber adecuado a sus necesidades básicas.
Los haberes jubilatorios seguirían esos niveles, por cuanto estaba vigente un sistema de determinación de prestaciones previsionales organizado por las Cajas respectivas, que sostenían porcentajes cercanos al haber en actividad –al no descontársele el aporte previsional a los pasivos, que sí realizaban los activos-. Fue la última época del país en paz, funcionando con Estado de Bienestar, crecimiento económico, movilidad social y libertad plena. El peronismo, proscripto desde 1955, concurriría a su primera elección libre triunfando por escaso margen frente al gobierno en la renovación parcial de diputados de 1965.
El 28 de junio de 1966 se acabó esa Argentina. Fuertes intereses económicos y sindicales terminaron convenciendo a los militares del derrocamiento de este gran presidente. Los monopolios de medicamentos, los intereses petroleros y los burócratas sindicales juntaron fuerzas para crear un ambiente de caos social mediante la toma de fábricas, y los sindicalistas se vistieron de traje y corbata para asistir a la jura de Juan Carlos Onganía.
Las décadas siguientes fueron de estancamiento en lo económico y retrocesos en lo social, sosteniendo una densa y confusa lucha política donde se diluyeron paulatinamente los valores que daban cohesión a la sociedad, mientras crecía un desentendimiento visceral que impediría en adelante el diseño de objetivos nacionales compartidos.
El sistema previsional sintió ese retroceso, cuya línea de coherencia dependía exclusivamente del poder que cada sector tuviera para apropiarse de un pedazo de la “torta” económica. Los jubilados, como sector más debil del escenario junto a la niñez, retrocedieron sistemáticamente, tanto como la educación pública. La Argentina otrora orgullosa del trato a los viejos y los niños sistematizó el genocidio silencioso de sus ancianos y el embrutecimiento creciente de sus generaciones jóvenes, que dejaron de destacarse en el continente para pasar a revistar entre los menos capacitados de la región.
El veto de la presidenta –para más, peronista, partido cuyo lider proclamó en su momento el paradigma de niños y ancianos como únicos privilegiados...- avanza un paso significativo en el rumbo de la decadencia. Si el “salario mínimo, vital y movil” es, como lo dice su nombre, el mínimo ingreso compatible con la dignidad humana, sostener que garantizar el 82 % de ese ingreso para los pasivos más pobres “llevaría a la quiebra al Estado” es indignante. Pero se transforma en inmoral si esa misma funcionaria se vanagloria de entregar subsidios desvergonzados a empresarios amigos, financiar nuevos modelos de automóviles a multinacionales, pagar las costosas transmisiones de TV para el fútbol, sostener con cientos de millones de dólares una línea aérea ultradeficitaria o prestar en cincuenta cuotas a quienes quieran comprarse un receptor televisivo de última generación.
La gota que colma el vaso se conoció en estos días: los juzgados de la seguridad social, que atienden los reclamos de los jubilados, tienen que paralizar sus trámites porque corren el riesgo de hundirse –literalmente- por el peso de tantos expedientes, cuyo número se acerca ya al medio millón.
¿Correrá el Estado riesgo de quebrar si paga lo que debe, dando a nuestros viejos un trato parecido a los organismos internacionales de crédito, como hizo Kirchner con el FMI?
Ricardo Lafferriere
Los haberes jubilatorios seguirían esos niveles, por cuanto estaba vigente un sistema de determinación de prestaciones previsionales organizado por las Cajas respectivas, que sostenían porcentajes cercanos al haber en actividad –al no descontársele el aporte previsional a los pasivos, que sí realizaban los activos-. Fue la última época del país en paz, funcionando con Estado de Bienestar, crecimiento económico, movilidad social y libertad plena. El peronismo, proscripto desde 1955, concurriría a su primera elección libre triunfando por escaso margen frente al gobierno en la renovación parcial de diputados de 1965.
El 28 de junio de 1966 se acabó esa Argentina. Fuertes intereses económicos y sindicales terminaron convenciendo a los militares del derrocamiento de este gran presidente. Los monopolios de medicamentos, los intereses petroleros y los burócratas sindicales juntaron fuerzas para crear un ambiente de caos social mediante la toma de fábricas, y los sindicalistas se vistieron de traje y corbata para asistir a la jura de Juan Carlos Onganía.
Las décadas siguientes fueron de estancamiento en lo económico y retrocesos en lo social, sosteniendo una densa y confusa lucha política donde se diluyeron paulatinamente los valores que daban cohesión a la sociedad, mientras crecía un desentendimiento visceral que impediría en adelante el diseño de objetivos nacionales compartidos.
El sistema previsional sintió ese retroceso, cuya línea de coherencia dependía exclusivamente del poder que cada sector tuviera para apropiarse de un pedazo de la “torta” económica. Los jubilados, como sector más debil del escenario junto a la niñez, retrocedieron sistemáticamente, tanto como la educación pública. La Argentina otrora orgullosa del trato a los viejos y los niños sistematizó el genocidio silencioso de sus ancianos y el embrutecimiento creciente de sus generaciones jóvenes, que dejaron de destacarse en el continente para pasar a revistar entre los menos capacitados de la región.
El veto de la presidenta –para más, peronista, partido cuyo lider proclamó en su momento el paradigma de niños y ancianos como únicos privilegiados...- avanza un paso significativo en el rumbo de la decadencia. Si el “salario mínimo, vital y movil” es, como lo dice su nombre, el mínimo ingreso compatible con la dignidad humana, sostener que garantizar el 82 % de ese ingreso para los pasivos más pobres “llevaría a la quiebra al Estado” es indignante. Pero se transforma en inmoral si esa misma funcionaria se vanagloria de entregar subsidios desvergonzados a empresarios amigos, financiar nuevos modelos de automóviles a multinacionales, pagar las costosas transmisiones de TV para el fútbol, sostener con cientos de millones de dólares una línea aérea ultradeficitaria o prestar en cincuenta cuotas a quienes quieran comprarse un receptor televisivo de última generación.
La gota que colma el vaso se conoció en estos días: los juzgados de la seguridad social, que atienden los reclamos de los jubilados, tienen que paralizar sus trámites porque corren el riesgo de hundirse –literalmente- por el peso de tantos expedientes, cuyo número se acerca ya al medio millón.
¿Correrá el Estado riesgo de quebrar si paga lo que debe, dando a nuestros viejos un trato parecido a los organismos internacionales de crédito, como hizo Kirchner con el FMI?
Ricardo Lafferriere
La degradación final del retro-progresismo
No fue siempre que el matrimonio Kirchner abrazó banderas progresistas. No puede negarse, sin embargo, que a partir de su distanciamiento de Carlos Menem, su discurso fue acercándose progresivamente al mismo levantado por los sectores más ortodoxos del progresismo de los setenta. Tampoco que, una vez en el poder, se abrazaron en forma marcada a un “relato” que los auto-caracterizaba como herederos del peronismo montonero, la “JP Regionales” y el camporismo.
Su sinceridad, al comienzo, sólo fue puesta en duda por muy pocos. Quien esto escribe se contaba entre los desconfiados, simplemente por haber analizado su trayectoria política y haber deducido de ella que la adopción de ese posicionamiento era sólo una táctica –como lo fuera, en su momento, de Perón en su exilio- que le permitía buenos réditos en la acumulación de poder.
El propósito de esta nota es, sin embargo, poner la mirada en los socios kirchneristas, más que en los Kirchner. De éstos, ya poco queda por decir. Corrupción ramplona, hipocresía discursiva, conducción política reaccionaria, autoritarismo sectario, manipulación de la opinión pública, en síntesis, valores que la izquierda ha despreciado siempre en su credo oficial.
Por eso mismo, cada día de la gestión kirchnerista que profundizaba el discurso con los hechos, más se acentuaba la contradicción –que ya es insalvable- entre la honesta convicción de izquierda democrática de varios intelectuales y políticos integrantes del “espacio pan-kirchnerista” con la injustificable gestión nacional.
Quien esto escribe no se posiciona en “la derecha”. Desde la Juventud Radical, en sus años jóvenes, luchó por la democracia cuando había dictadura, y ya “mayor”, trabajó por la democracia cuando fue necesario fortalecerla. Desafiando tranquilos consensos inerciales, con una libertad intelectual de la que se enorgullece, intentó siempre aportar al debate de modernización del análisis político buceando en las formas de proyectar en los años que vivimos los valores que animaron la visión progresista desde siempre: libertad, cada vez más libertad. Igualdad de oportunidades, cada vez mayor. Democracia, progresivamente más profunda y participativa. Autonomía personal creciente para todos y cada uno de los argentinos, cada vez más potenciada. Solidaridad como actitud permanente ante las desigualdades, como base del compromiso de la acción pública. Confianza en la iniciativa de las personas, en sus convicciones, compromisos y deseos, en forma individual y en forma asociativa, en lo económico, en lo político y en lo social, como supuestos sacralizados de cualquier gestión de gobierno.
Son los valores que desde la política se entienden consustanciales con el “progresismo”, para encauzar en forma inteligente la imbricación del país en el gigantesco salto de las fuerzas productivas globales, que están aprovechando en forma inteligente todos los países en desarrollo del planeta. Son los necesarios para crecer, potenciar nuestras empresas y capacidad emprendedora, acoplarse al mundo en forma virtuosa, erradicar la tolerancia con el delito y la corrupción, reducir progresivamente la inequidad construyendo el piso de ciudadanía y a la vez, potenciar la responsabilidad de cada uno en la edificación de su propio futuro.
Éste es el camino de los exitosos, y la buena noticia es que dentro de él caben la izquierda y la derecha modernas y plurales. Allí está el espacio de Jose Mujica y de Sebastian Piñera; de Fernando Enrique Cardoso y de Lula da Silva; de Juan Manuel Santos y de Alan García; es el camino de americanos y chinos, rusos y europeos, sudafricanos e indios. No polarizando, sino integrando. No dividiendo, sino sumando. No descalificando, sino respetando.
Sin embargo, este debate no integra la agenda del retro-progresismo criollo. Aferrado a afirmaciones formales de otro paradigma ya extinguido –el de los estados nacionales autónomos, las sociedades cerradas y la ingenua presunción de la política todopoderosa- el retro-progresismo no atina a otras respuestas que intentar encasillar en un molde demodé el denso y cambiante entramado socioeconómico del mundo en formación, que para su inquietud, hace rato llegó a la Argentina.
No le preocupa el crecimiento con la participación de cada vez más personas incluidas en el esfuerzo, la mayor equidad o la profundización de la libertad. Su desorientación ante la realidad lo lleva a reducir sus entusiasmos a los símbolos de otro tiempo, depositados en el rencor reciclado ante viejos generales octogenarios achacados por la edad y enfermedades cuya persecusión es colocada en el centro de la escena de las decisiones nacionales. O en el seguidismo a los antológicos disparates de la presidenta (“la mejor cuadro político que ha dado el peronismo”, Anibal Fernández dixit, -¿?-), los bramidos de su esposo y la justificación cínica de su enriquecimiento ilícito, su desarticulación del estado de derecho, sus cazas de brujas inquisitoriales y su invención de enemigos artificiales con que bombardea la convivencia plural y democrática de un país que quiere vivir tranquilo, al que aislan de la marcha del mundo.
Este gobierno no es progresista. Económicamente, ha profundizado la polarización social y la extrema pobreza a pesar de haberle tocado gestionar durante el mejor momento económico de la historia argentina. Ha paralizado la innovación tecnológica en la industria. Ha desarticulado la producción agropecuaria. Ha reconstruido burocracias parasitarias clientelares. Se han duplicado los habitantes de las villas. Se han multiplicado por tres las personas sin techo. Ha caído a niveles impensables la educación pública. Se ha reducido el margen de libertad de opinión, sometiendo a todos a una política de chantaje y revancha si no acuerdan con la visión oficial (sean éstos empresarios o trabajadores, hombres de campo o periodistas, artistas o militares). Se ha reducido la independencia de la justicia. Se ha convertido al federalismo –integrante fundacional de nuestra democracia, al acercar la gestión a los ciudadanos- en una cáscara vacía. Se ha convertido al parlamento –conquista histórica del progresismo frente al poder concentrado- en una institución formal, ridiculizada y desprestigiada por el nuevo pensamiento único. Nada de eso es progresista, ni en lo económico, ni en lo social, ni en lo político. Es profundamente reaccionario.
Intentar revivir los eslóganes de la guerra fría, el “imperialismo” y aún el más novedoso del “neo-liberalismo” o la crítica superficial de “los noventa” –de los que fueron socios privilegiados- sólo esconde la evasión del debate creador, algo que el progresismo ha despreciado históricamente pero que el retro-progresismo ejecuta diariamente. Fuera de sus sobreactuadas profesiones de fe anti-militares, anti-imperialistas y anti-oligárquicas –todos “anti” ausentes en la agenda de los argentinos de hoy- nada hay que entusiasme de cara al futuro. Ni el diseño de un país deseado, ni el camino para llegar a él, ni algún indicio de cuál es el destino que se persigue. Sólo odio, revanchas a destiempo y miradas hacia atrás. Eso sí: con indisimulada soberbia y la voz admonitoria e impostada. Y mejor, por cadena nacional, por si a alguien se le ocurre mirar o escuchar otra cosa...
Su decadencia ha llegado al punto de la degradación. Sólo pocas miradas sobreviven a este diagnóstico: destacan entre ellas la tenacidad valiente de Juan José Sebrelli, la lúcida capacidad de análisis de Beatríz Sarlo, la prédica insistente de Santiago Kovadloff, las combativas miradas de Marcos Aguinis, el llamado constante a la tolerancia y la modernización discursiva de Luis Gregorich, todos ellos demonizados, a pesar de sus historias, compromisos y aquilatados prestigios, por ser.... ¡de “la derecha”! La última: ¡apoyar el veto de la primer intelectual a la ley del 82 % del Salario Mínimo Vital y Móvil como piso jubilatorio!
Mientras tanto, se siguen aplaudiendo a cuatro manos las caricaturas del atril, los alaridos incendiarios de Bonafini, las patoteadas (¿progresistas?) de Guillermo Moreno y la grotesca acumulación patrimonial del matrimonio, en la mejor demostración que en su obsesión por el “entrismo” en el peronismo –que repite, sin cambios, desde hace cuarenta años- esta “izquierda” perdió en el camino lo mejor de su cultura –el debate, la tolerancia, la honestidad, los derechos de las personas, la libertad sindical, el combate a la pobreza sin la humillación de la clientelización- y fue asumiendo lo peor del populismo –la prepotencia, la verticalidad, la ausencia de debate, la justificación del matonaje y las patotas, la inexistencia de visión de futuro, su adscripción a la deshonestidad personal e intelectual y la reducción de los espacios democráticos-.
“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat en su recordado tema “Sinceramente tuyo”. Sin embargo, a pesar del querido catalán, muchos de quienes hemos gastado nuestra vida en luchas que en otros tiempos eran reconocidas como progresistas –como la libertad, los derechos y libertades constitucionales, la honestidad en el desempeño de la función pública, el mejoramiento de la educación popular, el fortalecimiento del federalismo y la vida municipal, la limpieza del sufragio- no podemos menos que sentir tristeza por el desemboque vital de tantos valiosos compatriotas que durante mucho tiempo y a pesar de alinearnos en partidos diferentes consideramos, sin conocer personalmente, “compañeros”, pero de los que nos sentimos hoy tan alejados como si estuviéramos literalmente en las antípodas. No porque nosotros hayamos cambiado los valores, sino porque los vemos enredados en tratar de justificar que robar en la función pública está bien, que humillar a los pobres se justifica, que estafar a los jubilados es “de izquierda”, que violar la ley no es condenable y que destrozar la democracia es progresista.
Ricardo Lafferriere
Su sinceridad, al comienzo, sólo fue puesta en duda por muy pocos. Quien esto escribe se contaba entre los desconfiados, simplemente por haber analizado su trayectoria política y haber deducido de ella que la adopción de ese posicionamiento era sólo una táctica –como lo fuera, en su momento, de Perón en su exilio- que le permitía buenos réditos en la acumulación de poder.
El propósito de esta nota es, sin embargo, poner la mirada en los socios kirchneristas, más que en los Kirchner. De éstos, ya poco queda por decir. Corrupción ramplona, hipocresía discursiva, conducción política reaccionaria, autoritarismo sectario, manipulación de la opinión pública, en síntesis, valores que la izquierda ha despreciado siempre en su credo oficial.
Por eso mismo, cada día de la gestión kirchnerista que profundizaba el discurso con los hechos, más se acentuaba la contradicción –que ya es insalvable- entre la honesta convicción de izquierda democrática de varios intelectuales y políticos integrantes del “espacio pan-kirchnerista” con la injustificable gestión nacional.
Quien esto escribe no se posiciona en “la derecha”. Desde la Juventud Radical, en sus años jóvenes, luchó por la democracia cuando había dictadura, y ya “mayor”, trabajó por la democracia cuando fue necesario fortalecerla. Desafiando tranquilos consensos inerciales, con una libertad intelectual de la que se enorgullece, intentó siempre aportar al debate de modernización del análisis político buceando en las formas de proyectar en los años que vivimos los valores que animaron la visión progresista desde siempre: libertad, cada vez más libertad. Igualdad de oportunidades, cada vez mayor. Democracia, progresivamente más profunda y participativa. Autonomía personal creciente para todos y cada uno de los argentinos, cada vez más potenciada. Solidaridad como actitud permanente ante las desigualdades, como base del compromiso de la acción pública. Confianza en la iniciativa de las personas, en sus convicciones, compromisos y deseos, en forma individual y en forma asociativa, en lo económico, en lo político y en lo social, como supuestos sacralizados de cualquier gestión de gobierno.
Son los valores que desde la política se entienden consustanciales con el “progresismo”, para encauzar en forma inteligente la imbricación del país en el gigantesco salto de las fuerzas productivas globales, que están aprovechando en forma inteligente todos los países en desarrollo del planeta. Son los necesarios para crecer, potenciar nuestras empresas y capacidad emprendedora, acoplarse al mundo en forma virtuosa, erradicar la tolerancia con el delito y la corrupción, reducir progresivamente la inequidad construyendo el piso de ciudadanía y a la vez, potenciar la responsabilidad de cada uno en la edificación de su propio futuro.
Éste es el camino de los exitosos, y la buena noticia es que dentro de él caben la izquierda y la derecha modernas y plurales. Allí está el espacio de Jose Mujica y de Sebastian Piñera; de Fernando Enrique Cardoso y de Lula da Silva; de Juan Manuel Santos y de Alan García; es el camino de americanos y chinos, rusos y europeos, sudafricanos e indios. No polarizando, sino integrando. No dividiendo, sino sumando. No descalificando, sino respetando.
Sin embargo, este debate no integra la agenda del retro-progresismo criollo. Aferrado a afirmaciones formales de otro paradigma ya extinguido –el de los estados nacionales autónomos, las sociedades cerradas y la ingenua presunción de la política todopoderosa- el retro-progresismo no atina a otras respuestas que intentar encasillar en un molde demodé el denso y cambiante entramado socioeconómico del mundo en formación, que para su inquietud, hace rato llegó a la Argentina.
No le preocupa el crecimiento con la participación de cada vez más personas incluidas en el esfuerzo, la mayor equidad o la profundización de la libertad. Su desorientación ante la realidad lo lleva a reducir sus entusiasmos a los símbolos de otro tiempo, depositados en el rencor reciclado ante viejos generales octogenarios achacados por la edad y enfermedades cuya persecusión es colocada en el centro de la escena de las decisiones nacionales. O en el seguidismo a los antológicos disparates de la presidenta (“la mejor cuadro político que ha dado el peronismo”, Anibal Fernández dixit, -¿?-), los bramidos de su esposo y la justificación cínica de su enriquecimiento ilícito, su desarticulación del estado de derecho, sus cazas de brujas inquisitoriales y su invención de enemigos artificiales con que bombardea la convivencia plural y democrática de un país que quiere vivir tranquilo, al que aislan de la marcha del mundo.
Este gobierno no es progresista. Económicamente, ha profundizado la polarización social y la extrema pobreza a pesar de haberle tocado gestionar durante el mejor momento económico de la historia argentina. Ha paralizado la innovación tecnológica en la industria. Ha desarticulado la producción agropecuaria. Ha reconstruido burocracias parasitarias clientelares. Se han duplicado los habitantes de las villas. Se han multiplicado por tres las personas sin techo. Ha caído a niveles impensables la educación pública. Se ha reducido el margen de libertad de opinión, sometiendo a todos a una política de chantaje y revancha si no acuerdan con la visión oficial (sean éstos empresarios o trabajadores, hombres de campo o periodistas, artistas o militares). Se ha reducido la independencia de la justicia. Se ha convertido al federalismo –integrante fundacional de nuestra democracia, al acercar la gestión a los ciudadanos- en una cáscara vacía. Se ha convertido al parlamento –conquista histórica del progresismo frente al poder concentrado- en una institución formal, ridiculizada y desprestigiada por el nuevo pensamiento único. Nada de eso es progresista, ni en lo económico, ni en lo social, ni en lo político. Es profundamente reaccionario.
Intentar revivir los eslóganes de la guerra fría, el “imperialismo” y aún el más novedoso del “neo-liberalismo” o la crítica superficial de “los noventa” –de los que fueron socios privilegiados- sólo esconde la evasión del debate creador, algo que el progresismo ha despreciado históricamente pero que el retro-progresismo ejecuta diariamente. Fuera de sus sobreactuadas profesiones de fe anti-militares, anti-imperialistas y anti-oligárquicas –todos “anti” ausentes en la agenda de los argentinos de hoy- nada hay que entusiasme de cara al futuro. Ni el diseño de un país deseado, ni el camino para llegar a él, ni algún indicio de cuál es el destino que se persigue. Sólo odio, revanchas a destiempo y miradas hacia atrás. Eso sí: con indisimulada soberbia y la voz admonitoria e impostada. Y mejor, por cadena nacional, por si a alguien se le ocurre mirar o escuchar otra cosa...
Su decadencia ha llegado al punto de la degradación. Sólo pocas miradas sobreviven a este diagnóstico: destacan entre ellas la tenacidad valiente de Juan José Sebrelli, la lúcida capacidad de análisis de Beatríz Sarlo, la prédica insistente de Santiago Kovadloff, las combativas miradas de Marcos Aguinis, el llamado constante a la tolerancia y la modernización discursiva de Luis Gregorich, todos ellos demonizados, a pesar de sus historias, compromisos y aquilatados prestigios, por ser.... ¡de “la derecha”! La última: ¡apoyar el veto de la primer intelectual a la ley del 82 % del Salario Mínimo Vital y Móvil como piso jubilatorio!
Mientras tanto, se siguen aplaudiendo a cuatro manos las caricaturas del atril, los alaridos incendiarios de Bonafini, las patoteadas (¿progresistas?) de Guillermo Moreno y la grotesca acumulación patrimonial del matrimonio, en la mejor demostración que en su obsesión por el “entrismo” en el peronismo –que repite, sin cambios, desde hace cuarenta años- esta “izquierda” perdió en el camino lo mejor de su cultura –el debate, la tolerancia, la honestidad, los derechos de las personas, la libertad sindical, el combate a la pobreza sin la humillación de la clientelización- y fue asumiendo lo peor del populismo –la prepotencia, la verticalidad, la ausencia de debate, la justificación del matonaje y las patotas, la inexistencia de visión de futuro, su adscripción a la deshonestidad personal e intelectual y la reducción de los espacios democráticos-.
“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”, canta Serrat en su recordado tema “Sinceramente tuyo”. Sin embargo, a pesar del querido catalán, muchos de quienes hemos gastado nuestra vida en luchas que en otros tiempos eran reconocidas como progresistas –como la libertad, los derechos y libertades constitucionales, la honestidad en el desempeño de la función pública, el mejoramiento de la educación popular, el fortalecimiento del federalismo y la vida municipal, la limpieza del sufragio- no podemos menos que sentir tristeza por el desemboque vital de tantos valiosos compatriotas que durante mucho tiempo y a pesar de alinearnos en partidos diferentes consideramos, sin conocer personalmente, “compañeros”, pero de los que nos sentimos hoy tan alejados como si estuviéramos literalmente en las antípodas. No porque nosotros hayamos cambiado los valores, sino porque los vemos enredados en tratar de justificar que robar en la función pública está bien, que humillar a los pobres se justifica, que estafar a los jubilados es “de izquierda”, que violar la ley no es condenable y que destrozar la democracia es progresista.
Ricardo Lafferriere
lunes, 4 de octubre de 2010
Seguridad y política
¿Es tan difícil radarizar el norte del país?
Virgilio Palud, Juez Federal de Reconquista, decía a un medio periodístico, hace ya varios años, que un centenar de pistas clandestinas recibían miles de vuelos por año que descargaban mercaderías sin control. El fenómeno se da en diferentes lugares del norte santafecino, Santiago de Estero, Formosa y Salta.
Quienes hemos estado cerca del escenario público en las últimas décadas no podemos dejar de advertir que el reclamo por la radarización comenzó apenas se instaló la democracia. Han transcurrido casi tres décadas y varias administraciones, de diferente signo, pero el proyecto sigue estancado. Los motivos han sido varios, pero el resultado es el mismo: a casi tres décadas de la llegada de la democracia, seguimos sin radares. Y la radarización es el primer vínculo del delito con las redes globales, la primera complicidad.
Es más: no ha logrado sancionarse –como los países vecinos- una ley adecuada de protección de cielos que autorice a la Fuerza Aérea a derribar aviones que desobedezcan en forma repetida la orden de aterrizaje.
Cuando aterrizan los vuelos y sus cargas se trasladan a los camiones encargados de distribuirlas, es demasiado tarde.
¿Es tan difícil coordinar la acción de los organismos de seguridad en las zonas de frontera, las rutas nacionales y las policías provinciales?
Sin esa coordinación entre Gendarmería, Policía Federal, policías provinciales y justicia federal, la tarea es inocua.
¿Es tan difícil detectar a los carteles ya instalados en el conurbano, en Rosario, en Córdoba y en otros lugares del país, y encontrar sus vinculaciones policiales, judiciales, políticas y empresariales?
Sin hacerlo, estamos condenados a que algún operativo esporádico, especialmente focalizado, tape el verdadero desarrollo de redes que están impregnando gran parte del sistema policial, judicial y político argentino, en los niveles nacionales, provinciales y locales.
Las redes mafiosas son el contenedor que expande todas las formas delictivas: narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos, robo de automóviles –principal situación de asesinato-, secuestros extorsivos y –quizás lo más importante- la instalación de una situación de convivencia con espacios delictivos que permite el florecimiento de otras modalidades de delitos, y la cooptación integrantes de las propias fuerzas de seguridad
¿Es tan difícil aplicar la ley tal como está sancionada, en su letra y en su espíritu, para garantizar a los ciudadanos su seguridad personal, sin distorsionar esa aplicación legal con sesudas elucubraciones ideologistas que –curiosamente- terminan coincidiendo en que no es posible hacer nada?
Si esto no se logra, culquier esfuerzo será vano y terminará mostrado como contraejemplo para los cuadros sanos de la policía, la justicia y la política, llevando a ellos el desánimo ante la próspera situación de sus colegas vinculados a las mafias.
Estos interrogantes –y varios similares- enfocan la dramática coyuntura que, como un macabro clivaje histórico, estamos viviendos los argentinos de hoy. El país está justo en el límite de perder definitivamente el control de su orden público, y la responsabilidad central es del cuerpo político. Un concepto se impone: no se nota la existencia de una clara voluntad política de cambiar la situación.
Por supuesto, el mayor responsable es el gobierno nacional, principal “complicidad” en las falencias de acción tanto en el control de las fronteras, del espacio aéreo, de las rutas, del lavado de dinero, de la corrupción vinculada con las mafias a través de algunas dirigencias sindicales, caudillejos territoriales y funcionarios policiales y judiciales. Y de la inexistente coordinación en la lucha anti-delictiva.
Hay responsabilidad también de los gobiernos provinciales y administraciones locales, que en muchos casos toleran vinculaciones mafiosas entre sus cuadros y las redes delictivas que terminan “atándole las manos”.
Pero también hay responsabilidad de la oposición, que no termina de adoptar en su agenda como punto central lo que es un reclamo masivo de los ciudadanos: vivir en paz, con seguridad y la tranquilidad de que se puede transitar por los lugares públicos con las espaldas cubiertas.
La oposición, por razones diversas, no termina de ponerse al frente de una lucha que no admite el “consenso”, indispensable por otra parte para la reconstrucción de la convivencia entre quienes piensan diferentes. El huracán destructor del kirchnerismo ha llevado a muchos dirigentes opositores a descreer del conflicto y buscar afanosamente coincidencias, lo que está bien porque sienta las bases de un país diferente.
Pero ninguna construcción será posible sin destrozar las redes mafiosas. En esa tarea, el imperativo ético no es acordar, sino luchar. Con intransigencia, con firmeza, con inteligencia, con recursos, con claridad de objetivos. Y cuidando también en forma escrupulosa que el fin del kirchnerismo no se traduzca simplemente en un traslado de complicidades, desde el oficialismo en declinación hacia el nuevo oficialismo que resulte su sucesor. La capacidad de permanencia, mutación y mimetización de estas redes es inmensa y trasciende su relación con un solo sector.
No se trata a esta altura de caer en la neutralizante e interminable discusión sobre las causas sociales de la delincuencia. Quienes secuestran y asesinan compatriotas son personas cuya única similitud con la condición humana es su morfología. Se trata de combatirlas con la ley en la mano –ni más, pero tampoco menos-, sin concesiones ni complicidades. Nada tienen en común la Argentina deseada.
El desprestigio de la política difícilmente se revierta si la ciudadanía no percibe que el principal problema argentino, la macabra danza de muerte con la que se ve obligada a convivir todos los días, está instalado tan fuertemente en la agenda de los dirigentes como en la insoportable ansiedad que los argentinos deben sufrir en cada momento de su vida.
Ricardo Lafferriere
Virgilio Palud, Juez Federal de Reconquista, decía a un medio periodístico, hace ya varios años, que un centenar de pistas clandestinas recibían miles de vuelos por año que descargaban mercaderías sin control. El fenómeno se da en diferentes lugares del norte santafecino, Santiago de Estero, Formosa y Salta.
Quienes hemos estado cerca del escenario público en las últimas décadas no podemos dejar de advertir que el reclamo por la radarización comenzó apenas se instaló la democracia. Han transcurrido casi tres décadas y varias administraciones, de diferente signo, pero el proyecto sigue estancado. Los motivos han sido varios, pero el resultado es el mismo: a casi tres décadas de la llegada de la democracia, seguimos sin radares. Y la radarización es el primer vínculo del delito con las redes globales, la primera complicidad.
Es más: no ha logrado sancionarse –como los países vecinos- una ley adecuada de protección de cielos que autorice a la Fuerza Aérea a derribar aviones que desobedezcan en forma repetida la orden de aterrizaje.
Cuando aterrizan los vuelos y sus cargas se trasladan a los camiones encargados de distribuirlas, es demasiado tarde.
¿Es tan difícil coordinar la acción de los organismos de seguridad en las zonas de frontera, las rutas nacionales y las policías provinciales?
Sin esa coordinación entre Gendarmería, Policía Federal, policías provinciales y justicia federal, la tarea es inocua.
¿Es tan difícil detectar a los carteles ya instalados en el conurbano, en Rosario, en Córdoba y en otros lugares del país, y encontrar sus vinculaciones policiales, judiciales, políticas y empresariales?
Sin hacerlo, estamos condenados a que algún operativo esporádico, especialmente focalizado, tape el verdadero desarrollo de redes que están impregnando gran parte del sistema policial, judicial y político argentino, en los niveles nacionales, provinciales y locales.
Las redes mafiosas son el contenedor que expande todas las formas delictivas: narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos, robo de automóviles –principal situación de asesinato-, secuestros extorsivos y –quizás lo más importante- la instalación de una situación de convivencia con espacios delictivos que permite el florecimiento de otras modalidades de delitos, y la cooptación integrantes de las propias fuerzas de seguridad
¿Es tan difícil aplicar la ley tal como está sancionada, en su letra y en su espíritu, para garantizar a los ciudadanos su seguridad personal, sin distorsionar esa aplicación legal con sesudas elucubraciones ideologistas que –curiosamente- terminan coincidiendo en que no es posible hacer nada?
Si esto no se logra, culquier esfuerzo será vano y terminará mostrado como contraejemplo para los cuadros sanos de la policía, la justicia y la política, llevando a ellos el desánimo ante la próspera situación de sus colegas vinculados a las mafias.
Estos interrogantes –y varios similares- enfocan la dramática coyuntura que, como un macabro clivaje histórico, estamos viviendos los argentinos de hoy. El país está justo en el límite de perder definitivamente el control de su orden público, y la responsabilidad central es del cuerpo político. Un concepto se impone: no se nota la existencia de una clara voluntad política de cambiar la situación.
Por supuesto, el mayor responsable es el gobierno nacional, principal “complicidad” en las falencias de acción tanto en el control de las fronteras, del espacio aéreo, de las rutas, del lavado de dinero, de la corrupción vinculada con las mafias a través de algunas dirigencias sindicales, caudillejos territoriales y funcionarios policiales y judiciales. Y de la inexistente coordinación en la lucha anti-delictiva.
Hay responsabilidad también de los gobiernos provinciales y administraciones locales, que en muchos casos toleran vinculaciones mafiosas entre sus cuadros y las redes delictivas que terminan “atándole las manos”.
Pero también hay responsabilidad de la oposición, que no termina de adoptar en su agenda como punto central lo que es un reclamo masivo de los ciudadanos: vivir en paz, con seguridad y la tranquilidad de que se puede transitar por los lugares públicos con las espaldas cubiertas.
La oposición, por razones diversas, no termina de ponerse al frente de una lucha que no admite el “consenso”, indispensable por otra parte para la reconstrucción de la convivencia entre quienes piensan diferentes. El huracán destructor del kirchnerismo ha llevado a muchos dirigentes opositores a descreer del conflicto y buscar afanosamente coincidencias, lo que está bien porque sienta las bases de un país diferente.
Pero ninguna construcción será posible sin destrozar las redes mafiosas. En esa tarea, el imperativo ético no es acordar, sino luchar. Con intransigencia, con firmeza, con inteligencia, con recursos, con claridad de objetivos. Y cuidando también en forma escrupulosa que el fin del kirchnerismo no se traduzca simplemente en un traslado de complicidades, desde el oficialismo en declinación hacia el nuevo oficialismo que resulte su sucesor. La capacidad de permanencia, mutación y mimetización de estas redes es inmensa y trasciende su relación con un solo sector.
No se trata a esta altura de caer en la neutralizante e interminable discusión sobre las causas sociales de la delincuencia. Quienes secuestran y asesinan compatriotas son personas cuya única similitud con la condición humana es su morfología. Se trata de combatirlas con la ley en la mano –ni más, pero tampoco menos-, sin concesiones ni complicidades. Nada tienen en común la Argentina deseada.
El desprestigio de la política difícilmente se revierta si la ciudadanía no percibe que el principal problema argentino, la macabra danza de muerte con la que se ve obligada a convivir todos los días, está instalado tan fuertemente en la agenda de los dirigentes como en la insoportable ansiedad que los argentinos deben sufrir en cada momento de su vida.
Ricardo Lafferriere
Nerviosismo y obscenidad
Una extraña sensación va impregnando lenta pero inexorablemente el espíritu de los argentinos. Se siente como una inquietud indefinida, que sin embargo responde a un cúmulo de evidencias impuestas por la realidad, como un “deja vu” que recuerda las escenas de una película repetida.
La forma más rápida de definirla sería “inseguridad”, pero no se trata ya sólo de la incertidumbre sobre las cuestiones vitales y filosóficas, las relacionadas con el sentido de la vida, el misterio de la muerte o la existencia de Dios. Incluso van más más allá de la incógnita sobre si volverán con vida cada vez que salen de su casa. Es más amplia, y se extiende también a no saber “dónde está parado” cada uno. Perciben que están ocurriendo cosas en la realidad que no se ve, porque la experiencia de tantas crisis acumuladas les –nos- ha dejado una capacidad de percepción hipersensibilizada para darnos cuenta de que esos movimientos subterráneos eclosionarán, aunque no está claro cuándo, ni por dónde.
Esto provoca un estado de nerviosismo y excitabilidad que se nota en cada interacción con los demás, en la calle o en el tránsito, en el trabajo, en el hogar o en los colegios. Los argentinos están al borde de un ataque de nervios.
La inflación ha llegado, además, para golpear cada pequeño contrato: al comprar las provisiones en el supermercado, al enterarse de las facturas de la educación o la salud, al escuchar que habrá un incremento de más del 200 % en las tarifas de servicios públicos, o al impedir los “gustitos” que dan condimento a la vida pero que terminan cortándose en la ilusión de que el pequeño ahorro que implica no tomarse un cafecito los domingos leyendo el diario, suspendiendo las salidas al cine o a cenar o postergando indefinidamente la siempre pendiente compra de una camisa nueva, un par de zapatos o de un juego de ropa interior nivelará las cuentas mensuales que ya han entrado en un estado irreversible de desequilibrio.
La ilusión monetaria de los aumentos del 25 o 30 % -18 para los jubilados- ha sido sucedida por una fortísima “desilusión monetaria”, en la que comienzan a pesar las alegres cuotas a cincuenta meses con las que se pretendió “ganarle a la inflación adelantando consumos”. Hoy, cumplir con la cuota del televisor LCD implica privarse de comprar frutas u hortalizas, y ni hablar del asado de los domingos.
Pero además, está esa percepción de que no vamos bien. La intuición de que no hay inversión, ni crecimiento, ni mayor producción; que la estabilidad en el trabajo vuelve a peligrar, que la empresa comienza a tener problemas y que no se avizora un cambio de escenario. Todos sienten que la pareja presidencial está sembrando de explosivos los meses posteriores al final de su mandato, creando deudas por doquier, vaciando todas las cajas, consumiendo todos los ahorros y haciendo del horizonte pos-K un campo minado. Y saben que ese campo minado será activado si gana la oposición, pero que explotará también si gana el oficialismo, que, ensoberbecido por su eventual éxito, no tendrá freno alguno para sus desbordes.
Las declaraciones de la presidenta sobre la justicia inquietan aún más. “Obscena”, calificó a la decisión judicial que respondió a una acción de los usuarios de Fibertel, arbitrariamente “declarada desaparecida” por la administración kirchnerista.
“Que ofende al pudor deliberadamente”, define la Academia a esa palabra. Los argentinos la conocen. La aplican a la utilización desenfrenada de la flota de aviones presidenciales para llevar y traer a la familia presidencial del Calafate, a pesar de que le pagan a la “primera familia” un chalet con todo incluído en Olivos, para que no tengan que gastar de su peculio para desempeñar sus funciones dignamente. También a la utilización de la flota de autos oficiales facilitados por empresas que necesitan favores del gobierno. O al enriquecimiento de funcionarios del riñón político del kirchnerismo. Y a las negociones particulares del ex presidente y actual diputado, utilizando el poder y la información privilegiada para negocios privados en el mercado cambiario y aún para favorecer sus explotaciones turísticas.
Obscena es la escena de los compatriotas durmiendo en los zaguanes, en cantidades que no se veían desde hace décadas y obscena es la utilización de los derechos humanos como escudo protector de mafias y negociados. Obscena ha sido para los argentinos la aparición de bolsos con decenas de miles de dólares en despachos ministeriales y obsceno también el intento de contrabando de cientos de miles de dólares destinados a la campaña presidencial de CK. Tanto como la manipulación de los precios, la sujeción a autorizaciones políticas de importaciones y exportaciones y las persecusiones a empresarios que no aceptan o insinúan una resistencia al chantaje K.
Obscena es la falsificación de medicamentos en obras sociales gerenciadas por mafias de sindicalistas-estancieros, asociados al gobierno. Y obscena es la vinculación de las otras –o las mismas- mafias del narcotráfico formalizando complicidades con el poder y “atando las manos” a quienes se apoyan en ellas para llegar al gobierno.
Son muchas las obscenidades que debieran ser denunciadas por la presidenta. Tantas, que el enorme silencio con el que la agenda oficial las trata hace banal el sentimiento de “obscenidad” que, sorpresivamente, la presidenta siente por un simple fallo judicial que no la afecta, sino que defiende lo que la justicia tiene que defender: no los derechos del poder, sino los derechos de las personas. Para eso está. Cuando deje de hacer eso, se hace innecesaria. Y significará que ha desaparecido totalmente el estado de derecho.
Por eso la inquietud. Porque los argentinos comunes, los que no tienen posibilidades de cambiar el minué del escenario pero sufren las consecuencias de sus dislates, no ven hoy un camino claro sino que, al contrario, sienten que todo se complica cada día que pasa. No porque las cosas salgan mal debido a algún maleficio o capricho del destino, sino porque perciben que nadie en el gobierno se ocupa de que se arreglen.
Ricardo Lafferriere
La forma más rápida de definirla sería “inseguridad”, pero no se trata ya sólo de la incertidumbre sobre las cuestiones vitales y filosóficas, las relacionadas con el sentido de la vida, el misterio de la muerte o la existencia de Dios. Incluso van más más allá de la incógnita sobre si volverán con vida cada vez que salen de su casa. Es más amplia, y se extiende también a no saber “dónde está parado” cada uno. Perciben que están ocurriendo cosas en la realidad que no se ve, porque la experiencia de tantas crisis acumuladas les –nos- ha dejado una capacidad de percepción hipersensibilizada para darnos cuenta de que esos movimientos subterráneos eclosionarán, aunque no está claro cuándo, ni por dónde.
Esto provoca un estado de nerviosismo y excitabilidad que se nota en cada interacción con los demás, en la calle o en el tránsito, en el trabajo, en el hogar o en los colegios. Los argentinos están al borde de un ataque de nervios.
La inflación ha llegado, además, para golpear cada pequeño contrato: al comprar las provisiones en el supermercado, al enterarse de las facturas de la educación o la salud, al escuchar que habrá un incremento de más del 200 % en las tarifas de servicios públicos, o al impedir los “gustitos” que dan condimento a la vida pero que terminan cortándose en la ilusión de que el pequeño ahorro que implica no tomarse un cafecito los domingos leyendo el diario, suspendiendo las salidas al cine o a cenar o postergando indefinidamente la siempre pendiente compra de una camisa nueva, un par de zapatos o de un juego de ropa interior nivelará las cuentas mensuales que ya han entrado en un estado irreversible de desequilibrio.
La ilusión monetaria de los aumentos del 25 o 30 % -18 para los jubilados- ha sido sucedida por una fortísima “desilusión monetaria”, en la que comienzan a pesar las alegres cuotas a cincuenta meses con las que se pretendió “ganarle a la inflación adelantando consumos”. Hoy, cumplir con la cuota del televisor LCD implica privarse de comprar frutas u hortalizas, y ni hablar del asado de los domingos.
Pero además, está esa percepción de que no vamos bien. La intuición de que no hay inversión, ni crecimiento, ni mayor producción; que la estabilidad en el trabajo vuelve a peligrar, que la empresa comienza a tener problemas y que no se avizora un cambio de escenario. Todos sienten que la pareja presidencial está sembrando de explosivos los meses posteriores al final de su mandato, creando deudas por doquier, vaciando todas las cajas, consumiendo todos los ahorros y haciendo del horizonte pos-K un campo minado. Y saben que ese campo minado será activado si gana la oposición, pero que explotará también si gana el oficialismo, que, ensoberbecido por su eventual éxito, no tendrá freno alguno para sus desbordes.
Las declaraciones de la presidenta sobre la justicia inquietan aún más. “Obscena”, calificó a la decisión judicial que respondió a una acción de los usuarios de Fibertel, arbitrariamente “declarada desaparecida” por la administración kirchnerista.
“Que ofende al pudor deliberadamente”, define la Academia a esa palabra. Los argentinos la conocen. La aplican a la utilización desenfrenada de la flota de aviones presidenciales para llevar y traer a la familia presidencial del Calafate, a pesar de que le pagan a la “primera familia” un chalet con todo incluído en Olivos, para que no tengan que gastar de su peculio para desempeñar sus funciones dignamente. También a la utilización de la flota de autos oficiales facilitados por empresas que necesitan favores del gobierno. O al enriquecimiento de funcionarios del riñón político del kirchnerismo. Y a las negociones particulares del ex presidente y actual diputado, utilizando el poder y la información privilegiada para negocios privados en el mercado cambiario y aún para favorecer sus explotaciones turísticas.
Obscena es la escena de los compatriotas durmiendo en los zaguanes, en cantidades que no se veían desde hace décadas y obscena es la utilización de los derechos humanos como escudo protector de mafias y negociados. Obscena ha sido para los argentinos la aparición de bolsos con decenas de miles de dólares en despachos ministeriales y obsceno también el intento de contrabando de cientos de miles de dólares destinados a la campaña presidencial de CK. Tanto como la manipulación de los precios, la sujeción a autorizaciones políticas de importaciones y exportaciones y las persecusiones a empresarios que no aceptan o insinúan una resistencia al chantaje K.
Obscena es la falsificación de medicamentos en obras sociales gerenciadas por mafias de sindicalistas-estancieros, asociados al gobierno. Y obscena es la vinculación de las otras –o las mismas- mafias del narcotráfico formalizando complicidades con el poder y “atando las manos” a quienes se apoyan en ellas para llegar al gobierno.
Son muchas las obscenidades que debieran ser denunciadas por la presidenta. Tantas, que el enorme silencio con el que la agenda oficial las trata hace banal el sentimiento de “obscenidad” que, sorpresivamente, la presidenta siente por un simple fallo judicial que no la afecta, sino que defiende lo que la justicia tiene que defender: no los derechos del poder, sino los derechos de las personas. Para eso está. Cuando deje de hacer eso, se hace innecesaria. Y significará que ha desaparecido totalmente el estado de derecho.
Por eso la inquietud. Porque los argentinos comunes, los que no tienen posibilidades de cambiar el minué del escenario pero sufren las consecuencias de sus dislates, no ven hoy un camino claro sino que, al contrario, sienten que todo se complica cada día que pasa. No porque las cosas salgan mal debido a algún maleficio o capricho del destino, sino porque perciben que nadie en el gobierno se ocupa de que se arreglen.
Ricardo Lafferriere
martes, 14 de septiembre de 2010
Democracia y mercado
La democracia surgió en Europa como una rebelión de las personas comunes para limitar el poder del Estado absolutista, en un proceso que comenzó en el siglo XIII en Inglaterra (Carta Magna, 1215) y se extendió hasta la Revolución Francesa (1789). Su consigna de lucha fueron “las leyes”, de alcance neutral y general, resguardando para las personas el marco de libertad frente al que debía rendirse la discrecionalidad del poder. Entre esas libertades, la de trabajar, producir, comerciar, comprar y vender, eran motivadoras frente a la discrecionalidad de los señores feudales, obispos y reyezuelos que decidían en forma autoritaria qué se podía hacer, el monto de las contribuciones e impuestos y los escasos islotes de autonomía personal autorizados a los ciudadanos. Democracia y mercado, en un comienzo, fueron sinónimos. Los unificaba la consigna democrática. Frente a ambos, estaba el poder.
Las revoluciones liberales cambiaron la ecuación. Vencido el poder absoluto de las monarquías, el Estado comenzó a reflejar una realidad más compleja, convirtiéndose en el campo de lucha de los diferentes intereses que pugnaban en el capitalismo originario. Los sectores más dinámicos y pudientes no tardaron en ponerlo a su servicio, para terminar con los restos de los privilegios feudales, pero abrieron el camino a nuevas injusticias traducidas en la desprotección que implicaban las reglas de funcionamiento “neutral” al aplicarse a personas con diferentes posiciones económicas. Y cuando el trabajo se identificó a una mercancía, democracia y mercado comenzaron a ver crujir sus viejas solidaridades.
El Estado ayudó al capitalismo a desarrollarse, porque era la única forma de crecimiento económico conocido. La opción feudal no era alternativa, en un momento en que la carrera se había lanzado aceleradamente en el plano internacional y el crecimiento económico era identificado con el poder nacional. Hoy, y luego de la implosión del sistema que se pretendió a sí mismo como “superador” del capitalismo, no queda en el mundo otro sistema económico que el capitalista, adoptado no sólo por sus países “bandera”, sino por los ex - socialistas de Europa Oriental, Rusia, China y hasta por los protagonistas de los nuevos conflictos, como los integristas islámicos, capitalistas más extremos que los propios Estados Unidos, porque no lo conciben asentado en la democracia sino en dogmas religiosos.
El siglo XX fue testigo de toda clase de combinaciones, asociaciones y divergencias. La tendencia fue un fuerte avance de los Estados ante el mercado liderados por las visiones más extremas, el comunismo y los fascismos, pero seguidos por las democracias occidentales que sostuvieron la necesidad de Estados con fuerte intervención en la economía tanto en Gran Bretaña, Francia y los países nórdicos, como en los propios Estados Unidos en que el Estado no interviene como propietario pero decide objetivos y los sostiene con gasto público. Hasta que llegó la globalización.
Las grandes novedades de la globalización en este campo de análisis son la debilidad creciente del poder político para disciplinar al capital, que sortea los bordes nacionales y se maneja con el mundo como único mercado, por un lado; y el surgimiento de los ciudadanos como protagonistas directos, potenciados por la exponencial revolución de las comunicaciones y la Internet, que convierten al mundo en un dedal, invierten el panóptico foucaultiano y provoca que en lugar de sentirse observadas por el poder al estilo de lo predicho por Orwell en “1984”, las personas adquieren la potestad de observar hasta los pliegues más intimos del poder, que comienza a estar arrinconado por una situación que no había conocido nunca. El “secreto”, fundamento central de su tradicional imperio frente a las personas, fue carcomido en diferentes frentes hasta hacer al poder extremadamente vulnerable a inciativas que pueden surgir de cualquier lado, de manera imprevista e imprevisible, debilitándolo y neutralizándolo.
Por supuesto que el proceso no es lineal y subsisten Estados más autoritarios y más disciplinados, frente a otros en los que el protagonismo ciudadano es más directo. Pero un rápido recorrido a la prensa internacional muestra la tendencia en forma indiscutible: los ciudadanos hoy no sólo tienen menos temor de los Estados, sino que se sienten más convencidos que nunca de sus derechos para reclamar, exigir, controlar y denunciar, en todos lados del mundo. No sienten que los Estados sean la expresión de la democracia, sino que, por el contrario, más veces de las convenientes son identificados con intereses que coartan libertades, generan más problemas que los que arreglan, y producen más mortificaciones que felicidad en los ciudadanos comunes. Estado y democracia no son ya sinónimos, y la primera reacción de las personas frente al Estado no es de solidaridad, simpatía y apoyo sino de recelo, antipatía y autodefensa.
El resultado en nuestra reflexión no se hizo esperar. Mercado y democracia vuelven a protagonizar un juego diferente y, en ocasiones, a mostrarse nuevamente juntos, esta vez asentados en dos grandes tendencias: el poder de los ciudadanos, que ya no aceptan que el Estado les indique qué comprar, qué vender, qué producir, qué comerciar o a qué precio hacerlo, o directamente qué hacer con sus vidas; y el poder del capital, que se encuentra en condiciones de evadir cualquier intento del Estado de volver a disciplinarlo en temas que son propios de su órden de funcionamiento (en términos pascalianos), por los mecanismos de la economía globalizada. El Estado, por su parte, ha perdido gran parte de su representatividad social y ha quedado reducido en el mejor de los casos a expresar los intereses de diferentes “nomenclaturas” que, en rigor, no se representan más que a sí mismas y en el peor a convertirse en una herramienta de captación corrupta de recursos para las camarillas que han llegado a detentarlo. Será necesario un titánico esfuerzo ético y un profundo cambio de la conducta política para recuperar la confianza y la credibilidad de los ciudadanos y reconstruir los lazos de la representación política.
Ese es el escenario actual, que llegamos a ver en la Argentina. Los ciudadanos se sintieron cerca de los productores agropecuarios, en su lucha defendiéndose del Estado. Se ubican mayoritariamente del lado de las empresas bloqueadas por las patotas sindicales ligadas al Estado. De la misma manera, están mayoritariamente al lado de Fibertel, o de Cablevisión, atacados por el poder. Y a pesar de la tradicional descofianza en los grandes multimedios, está claro que hasta Clarín les inspira más simpatía que Kirchner en un contradictorio que ya descalificaron como autoritario y tendencioso.... por no hablar del affaire de “Papel Prensa”, en el que mayoritariamente las personas se ubican en las antípodas del Estado y cerca de los medios privados.
¿Esto quiere decir que se ha recreado la alianza originaria entre mercado y democracia, y vuelven a ser sinónimos? Aunque la respuesta debe ser necesariamente matizada, las democracias más modernas, aún las “socialistas” como las lideradas por José Mujica, Lula o Rodríguez Zapatero son claramente pro-mercado. Y aunque la cuestión está lejos de merecer una opinión lineal, lo que está claro es que considerarlos enemigos sistémicos y permanentes es aventurado ya que, por el contrario, puestos a optar y aunque mantengan recelos claros y justificados frente al mercado y sus tendencias monopólicas, los ciudadanos parecen preferir la libertad de elegir entre opciones plurales en mercados abiertos a los dudosos beneficios de las decisiones impuestas desde el poder, en nombre de presuntos intereses de “mayorías” que no creen en él ni lo sienten de su lado.
Ricardo Lafferriere
Las revoluciones liberales cambiaron la ecuación. Vencido el poder absoluto de las monarquías, el Estado comenzó a reflejar una realidad más compleja, convirtiéndose en el campo de lucha de los diferentes intereses que pugnaban en el capitalismo originario. Los sectores más dinámicos y pudientes no tardaron en ponerlo a su servicio, para terminar con los restos de los privilegios feudales, pero abrieron el camino a nuevas injusticias traducidas en la desprotección que implicaban las reglas de funcionamiento “neutral” al aplicarse a personas con diferentes posiciones económicas. Y cuando el trabajo se identificó a una mercancía, democracia y mercado comenzaron a ver crujir sus viejas solidaridades.
El Estado ayudó al capitalismo a desarrollarse, porque era la única forma de crecimiento económico conocido. La opción feudal no era alternativa, en un momento en que la carrera se había lanzado aceleradamente en el plano internacional y el crecimiento económico era identificado con el poder nacional. Hoy, y luego de la implosión del sistema que se pretendió a sí mismo como “superador” del capitalismo, no queda en el mundo otro sistema económico que el capitalista, adoptado no sólo por sus países “bandera”, sino por los ex - socialistas de Europa Oriental, Rusia, China y hasta por los protagonistas de los nuevos conflictos, como los integristas islámicos, capitalistas más extremos que los propios Estados Unidos, porque no lo conciben asentado en la democracia sino en dogmas religiosos.
El siglo XX fue testigo de toda clase de combinaciones, asociaciones y divergencias. La tendencia fue un fuerte avance de los Estados ante el mercado liderados por las visiones más extremas, el comunismo y los fascismos, pero seguidos por las democracias occidentales que sostuvieron la necesidad de Estados con fuerte intervención en la economía tanto en Gran Bretaña, Francia y los países nórdicos, como en los propios Estados Unidos en que el Estado no interviene como propietario pero decide objetivos y los sostiene con gasto público. Hasta que llegó la globalización.
Las grandes novedades de la globalización en este campo de análisis son la debilidad creciente del poder político para disciplinar al capital, que sortea los bordes nacionales y se maneja con el mundo como único mercado, por un lado; y el surgimiento de los ciudadanos como protagonistas directos, potenciados por la exponencial revolución de las comunicaciones y la Internet, que convierten al mundo en un dedal, invierten el panóptico foucaultiano y provoca que en lugar de sentirse observadas por el poder al estilo de lo predicho por Orwell en “1984”, las personas adquieren la potestad de observar hasta los pliegues más intimos del poder, que comienza a estar arrinconado por una situación que no había conocido nunca. El “secreto”, fundamento central de su tradicional imperio frente a las personas, fue carcomido en diferentes frentes hasta hacer al poder extremadamente vulnerable a inciativas que pueden surgir de cualquier lado, de manera imprevista e imprevisible, debilitándolo y neutralizándolo.
Por supuesto que el proceso no es lineal y subsisten Estados más autoritarios y más disciplinados, frente a otros en los que el protagonismo ciudadano es más directo. Pero un rápido recorrido a la prensa internacional muestra la tendencia en forma indiscutible: los ciudadanos hoy no sólo tienen menos temor de los Estados, sino que se sienten más convencidos que nunca de sus derechos para reclamar, exigir, controlar y denunciar, en todos lados del mundo. No sienten que los Estados sean la expresión de la democracia, sino que, por el contrario, más veces de las convenientes son identificados con intereses que coartan libertades, generan más problemas que los que arreglan, y producen más mortificaciones que felicidad en los ciudadanos comunes. Estado y democracia no son ya sinónimos, y la primera reacción de las personas frente al Estado no es de solidaridad, simpatía y apoyo sino de recelo, antipatía y autodefensa.
El resultado en nuestra reflexión no se hizo esperar. Mercado y democracia vuelven a protagonizar un juego diferente y, en ocasiones, a mostrarse nuevamente juntos, esta vez asentados en dos grandes tendencias: el poder de los ciudadanos, que ya no aceptan que el Estado les indique qué comprar, qué vender, qué producir, qué comerciar o a qué precio hacerlo, o directamente qué hacer con sus vidas; y el poder del capital, que se encuentra en condiciones de evadir cualquier intento del Estado de volver a disciplinarlo en temas que son propios de su órden de funcionamiento (en términos pascalianos), por los mecanismos de la economía globalizada. El Estado, por su parte, ha perdido gran parte de su representatividad social y ha quedado reducido en el mejor de los casos a expresar los intereses de diferentes “nomenclaturas” que, en rigor, no se representan más que a sí mismas y en el peor a convertirse en una herramienta de captación corrupta de recursos para las camarillas que han llegado a detentarlo. Será necesario un titánico esfuerzo ético y un profundo cambio de la conducta política para recuperar la confianza y la credibilidad de los ciudadanos y reconstruir los lazos de la representación política.
Ese es el escenario actual, que llegamos a ver en la Argentina. Los ciudadanos se sintieron cerca de los productores agropecuarios, en su lucha defendiéndose del Estado. Se ubican mayoritariamente del lado de las empresas bloqueadas por las patotas sindicales ligadas al Estado. De la misma manera, están mayoritariamente al lado de Fibertel, o de Cablevisión, atacados por el poder. Y a pesar de la tradicional descofianza en los grandes multimedios, está claro que hasta Clarín les inspira más simpatía que Kirchner en un contradictorio que ya descalificaron como autoritario y tendencioso.... por no hablar del affaire de “Papel Prensa”, en el que mayoritariamente las personas se ubican en las antípodas del Estado y cerca de los medios privados.
¿Esto quiere decir que se ha recreado la alianza originaria entre mercado y democracia, y vuelven a ser sinónimos? Aunque la respuesta debe ser necesariamente matizada, las democracias más modernas, aún las “socialistas” como las lideradas por José Mujica, Lula o Rodríguez Zapatero son claramente pro-mercado. Y aunque la cuestión está lejos de merecer una opinión lineal, lo que está claro es que considerarlos enemigos sistémicos y permanentes es aventurado ya que, por el contrario, puestos a optar y aunque mantengan recelos claros y justificados frente al mercado y sus tendencias monopólicas, los ciudadanos parecen preferir la libertad de elegir entre opciones plurales en mercados abiertos a los dudosos beneficios de las decisiones impuestas desde el poder, en nombre de presuntos intereses de “mayorías” que no creen en él ni lo sienten de su lado.
Ricardo Lafferriere
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