Vigencia de miradas diferentes
Hace
cuatro décadas, cuando promediaba la dictadura de la “Revolución Argentina”, la
actividad política se encontraba prohibida en el país. Sin embargo, la Argentina era una gran caldera en el que
se gestaron definiciones y alineamientos que acompañarían los años siguientes
fuertemente atravesados por ideologías, visiones encontradas y matices
superpuestos.
Quien
esto escribe comenzó su participación política a los 18 años, en el movimiento
reformista. Un año después materializó su ingreso al radicalismo proscripto,
conformando el grupo fundador de la Junta Coordinadora Nacional de la Juventud
Radical. El partido al que ingresamos estaba conducido por Ricardo Balbín, cuya
historia respondía a la resistencia que las grandes capas medias democráticas
oponían a los aspectos fuertemente autoritarios del peronismo histórico.
Los
enfrentamientos e intolerancias habían conducido a un resultado inexorable: el
reemplazo de la democracia por un gobierno dictatorial. Frente a esa realidad,
la estrategia parecía sencilla: para recuperar la democracia era imprescindible
recrear la tolerancia y capacidad de acuerdos entre las fuerzas políticas, a
fin de reencarnar en los ciudadanos la conciencia de que la vida en común era
posible a pesar de las diferencias, y que éstas debían procesarse en el marco
de instituciones funcionando libremente. “Debemos dejar de ser centralmente antiperonistas.
Nuestra misión es recuperar la democracia”, le decíamos a un partido soldado
por años de luchas duras por las libertades públicas.
En el
grupo originario de esa juventud existían dos vertientes de reflexión, aunque
ambas llegaran a la misma conclusión práctica. Unos creían en la existencia de
un misterioso y atávico “movimiento nacional” con diversas vertientes, que
consideraban necesario “unir”; y otros llegábamos a la misma conclusión desde
las convicciones ciudadanas pero preferíamos hablar de la “unidad de los
sectores democráticos y populares”, por el instintivo recelo que producían las
invocaciones “nacionales y populares” que, aunque predominantes en el peronismo
pero presentes en el propio radicalismo, despedían un tufillo de intolerancia
filo-fascista y una mediatización del “ciudadano” como célula básica de la
convivencia política democrática.
El
núcleo argumental de la propuesta se expresaba en un léxico cercano a las
miradas de las agrupaciones de izquierda, pero con una fuerte identidad local.
Se proponía la conformación de un gran frente que incluyera -adviértase la amplitud de la convocatoria- “a radicales,
peronistas, socialistas, conservadores, trabajadores, empresarios, clases
medias, hombres de campo, artistas, intelectuales, docentes, amas de casa,
unidos también con aquellos militares que honren a San Martín y Mosconi para
luchar por la grandeza de la Nación y para derrotar a la peste financiera, a
los intereses parasitarios externos e internos, para desmontar el esquema de
poder construido por los grupos antidemocráticos, para defender el desarrollo
nacional…” (“La Contradicción Fundamental”).
El mensaje, amplio y plural en los convocados,
llegaría a incidir fuertemente en la propia línea del radicalismo y el propio Alfonsín pronunciaba en 1985, en
Madrid, la afirmación que definía en una frase al radicalismo renovado que
había logrado concitar la esperanza ciudadana y lo ubicara en el gobierno: “los
radicales somos como los viejos liberales y los viejos socialistas”, marcando
en línea con la interpretación moderna de la unidad, los alcances del frente
político-cultural natural de la identidad radical.
Hoy
diríamos que aquellas diferencias juveniles reflejaban la diferencia entre una
posición pre-moderna y otra moderna en el análisis político. Aunque sea
innegable la influencia de los sentimientos “nacionales” en el seno de la
población, también lo es que, como todo sentimiento, son vulnerables a una
manipulación no siempre auténtica, tras la cual son fácilmente ocultables proyectos
patrimonialistas, alejados de la construcción de ciudadanía, de la ampliación
de la libertad para las personas y de la propia vida democrática.
El tema
no es menor. Recuperada la democracia formal, más bien se convirtió en central,
atravesando las propias fuerzas políticas más importantes y condicionando hasta
hoy sus decisiones estratégicas. Tanto en el peronismo como en el radicalismo sus
alas “nacional-populistas” y “democrático-populares” coexistieron en marcos
formales amplios, con mayor preeminencia las primeras en el peronismo y las
segundas en su adversario, pero sin que ninguna de ambas abandonara totalmente
esa convivencia.
Hasta
ahora. A una década de haber abandonado la política activa, como simple ciudadano preocupado, observo que ese debate sin resolver provocó la fractura
del sistema y su implosión. El peronismo ha sido virtualmente cooptado por la
visión atávica que deriva en el “puro poder”, sin reconocer legitimidad a las
formas democráticas. El radicalismo, por su parte, se resiste a convertirse en
el articulador o simple participante de una construcción alternativa, disfrazando ese debate de un impostado ropaje
ideológico que lo ha aislado de sus tradicionales votantes, pertenecientes
mayoritariamente a las clases medias y a
los ciudadanos de convicciones democráticas y republicanas. En ocasiones algunos
de sus pasos dejan la sensación que su propósito es apostar a una especie de “herencia”
del gobernante populismo parasitario, con el que ciertos dirigentes radicales se sienten
compartiendo aquel fantasmagórico “movimiento nacional”, aún con sus diferencias
de matices. La democracia moderna, productiva, solidaria, tolerante y abierta no pareciera ser levantada como proyecto alternativo.
Las clases medias democráticas,
por su parte, navegan hoy en un mar de incertidumbres, sin fuerzas que las
representen y obligadas a expresar sus tendencias políticas primarias en
manifestaciones gigantescas, las más grandes que se hayan visto jamás en la
historia argentina, aunque por ahora sin cauce formal que las interprete
plenamente.
Las “placas tectónicas” que
conforman el sustrato político-cultural argentino siguen siendo las mismas. La
diferencia con los tiempos de las dictaduras es que ambos grandes bloques
parecen aceptar al menos una última referencia de legitimidad, apoyado en los
procesos electorales, aunque cada vez más amañados, manipulados y desfigurados
por la confusión de Estado, gobierno, partido y camarilla. Pero el deterioro
institucional nos va alejando de la posibilidad de una convivencia virtuosa,
instalando cada vez más la ley de la selva.
Nadie puede predecir cómo
seguirán las cosas. En este momento me viene a la memoria un concepto de Liu
Xiao Bo, premio Nobel condenado a once años de prisión en China por reclamar
libertades democráticas para su país, cuando analizaba en un libro de reciente
publicación uno de los tantos estallidos de protesta en su país, esa vez por la
tolerancia de las autoridades al secuestro y esclavización de niños en las
plantas fabriles que exportan porque “producen barato”.
Cuenta cómo en una de esas
oportunidades el reclamo de dos padres de niños desaparecidos frente a la sede local
del partido se convirtió en apenas un par de horas en un estallido
multitudinario, sin control ni límites, que debió ser reprimido a sangre y fuego,
con el resultado de varios muertos.
Eso puede ocurrir si la política
se dedica a las filigranas de la escena, en lugar de cumplir su papel de
contención y orientación de los ciudadanos. Estamos teniendo avisos reiterados.
Las marchas del 12 de setiembre y del 8 de noviembre del año pasado, la huelga
general, los saqueos de fin de año, las puebladas repetidas ante los hechos de
violencia, son alertas que deben ser interpretadas, contenidas, orientadas.
Para eso está la política. Si no
cumple ese papel antropológicamente vital, o lo que es peor, si intenta
aprovechar esas protestas para las peleas del escenario, la legitimidad del
sistema político se pierde. Y en ese caso, las perspectivas son aún más
inciertas.
Ricardo Lafferriere