“Si vamos a truchar, truchemos todos”, expresó hace algunos
meses la señora presidenta, refiriéndose a la falsificación de números que
realiza su gobierno de importantes números de la economía del país.
Comentamos en su momento la expresión, evidencia de la
escasa ética pública con que se enfocan, desde el actual oficialismo, los
problemas del país.
Hoy, ante la demora en comenzar sus clases de más de cuatro
millones de niños argentinos, pertenecientes en su enorme mayoría a familias de
compatriotas de menores recursos que no pueden evadir la trampa de la falta de
educación enviando sus hijos a colegios pagos, es oportuno recordar que la
situación no se produce porque “el mundo se nos vino encima”, sino que es la
consecuencia inexorable del vaciamiento de las finanzas provinciales generada
por la inflación.
Cierto es que hay responsabilidad directa de la
administración provincial. Sin ir más lejos, su distrito vecino, la Capital
Federal, no sólo tiene clases normalmente, sino que fue uno de los primeros
distritos en cerrar las paritarias con los gremios docentes, pactando niveles
salariales que superaron claramente la paritaria nacional y se acercaron a la inflación
sufrida.
Sin embargo, no puede olvidarse que la gran inflación
desatada por la emisión monetaria descontrolada tiene sobre las provincias un
efecto demoníaco. No se trata, en efecto, sólo de la arbitraria distribución de
recursos coparticipables. Es mucho más grave.
La inflación, como lo explican los economistas, puede tener
varias causas. No son idénticas, ni de la misma magnitud. Pero en el caso
argentino, un componente central del proceso inflacionario es la emisión que
realiza el gobierno nacional tomando papeles impresos sin respaldo económico ni
legal por parte del Banco Central para financiar sus gastos por encima de sus
impuestos.
Esa emisión, que alcanza ya al 40 % del circulante, tiene
los mismos efectos que una falsificación de dinero. La sobreabundancia de papel
moneda, cada vez más papel y menos moneda, le hace perder su valor, lo que como
contracara aparece ante los ciudadanos como un “aumento de precios”, frente al
que, obviamente, tratan de defenderse. No es casual que el valor de la divisa
en el mercado no oficial sea, justamente, alrededor del 40 % más que la “oficial”.
Pero este fenómeno tiene otra consecuencia fatal: cuando
aumentan los precios por la emisión, el estado nacional que “administra”
Cristina no tiene mayor problema en aumentar sus pagos. Recurre a la sencilla
práctica de fabricar más papel moneda y con eso paga.
Las provincias no pueden hacer eso, porque no tienen Banco
Central propio. Y tampoco pueden recaudar, porque sus principales ingresos son
retenidos por el Estado Nacional, que los recauda en su nombre (porque son
concurrentes) pero que no se los remite, y que, además, no favorece la
discusión de la Ley Constitucional de Coparticipación Federal de Impuestos, que
debería estar sancionada desde el 31/12/1996
–artículo transitorio 6° de la Constitución Nacional-.
Sus costos aumentan día a día –no sólo salarios, sino
insumos e inversiones- afectando inexorablemente a servicios prestados a los
ciudadanos –salud, educación, justicia, seguridad, vialidad- que la Nación no
presta. En términos más sencillos, la inflación que genera Cristina provoca que
Scioli, Macri, de la Sota, Colombi, y todos los gobernadores, no puedan
mantener al día sus gobiernos. Y tampoco los Municipios, últimos eslabones de
la cadena.
Es una tenaza que les aumenta costos pero que, a diferencia
del gobierno nacional, les reduce ingresos. Políticamente, significa por último
que vacía de auténtica vida política a las jurisdicciones locales que en lugar
de debatir qué hacen con sus recursos, quedan reducidas a discutir homenajes.
La presidenta, por su parte, está en el mejor de los mundos.
La inflación le hace “recaudar” más, lo que le falte lo imprime, y por último
le permite utilizar las remesas nacionales, como “ayuda”, a cambio de
disciplinarse a sus intenciones políticas. Diana Conti y el propio ministro De
Vido lo han dicho expresamente: habrá fondos para el que se discipline. Y el
presupuesto discutido en el Congreso queda también convertido en un papel
intrascendente.
La situación actual es pre-constitucional. Es más: claramente
es un barbarismo legal. No hay país en el mundo que no tenga reglamentada en
forma clara y terminante su régimen fiscal. En el fondo, las Constituciones
deben reglamentar ese tema, a la vez que las relaciones entre el poder y los
ciudadanos. La metodología del sistema rentístico del país no se corresponde a
un estado de derecho y está generando fuertes responsabilidades de futuro a los
funcionarios que la ejecutan.
La financiación pública con emisión y sin aprobación
parlamentaria previa debería ser proscripta y convertida en delito,
asimilándola a la falsificación de dinero. Pero mientras ello no ocurra, y
mientras no se ponga en caja la arbitraria recurrencia a esa emisión sin respaldo,
ésta debería ser coparticipada.
Esta medida puede parecer alocada, pero no se ve de qué otra
forma puede detenerse el ajuste sobre los argentinos que reciben los servicios
brindados por las provincias, que no otra cosa es la inflación desatada.
El remedio de fondo no puede incluir este mecanismo espurio
de financiamiento público. Pero mientras exista, no es posible aceptar que sea
utilizado por uno de los órganos del Estado, el nacional, que poco o ningún
servicio presta a los ciudadanos, mientras que aquéllos que sí lo hacen queden
convertidos en la correa de transmisión de un ajuste inmisericorde que llega a
todo el país, pero cuya expresión más clara la estamos viendo, hoy, en la
provincia de Buenos Aires. En el mes de abril, pasando Semana Santa, los niños están
aún sin clases.
Si hay perversión en un ajuste, es ésta.
Ricardo Lafferriere